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viernes, 4 de diciembre de 2020

ANDRÉS RIVERA: EN LA MECEDORA



El neurólogo dice esto: dos años atrás, me leyó las conclusiones del informe añadido a una polisomnografía nocturna a la que, le consta, me sometí desdeñoso y resignado.

El neurólogo que se parece, demasiado, a un caballero inglés –algo así como un jugador de polo vestido, de los hombros a los tobillos, con una bata blanca, y rubio, atildado, de estatura y edad medianas y ojos fríos y claros–, me pregunta, no muy ansioso, como fatigado, si recuerdo algo de aquella lectura.

Me alzo de hombros y miro sus ojos claros y fríos, su cabello rubio y el nudo irreprochable de su corbata, y su devoción por el Martín Fierro, de la que me hizo partícipe, en una lejana tarde de verano, cuando se abandonó, displicente e inescrutable, a la celebración de los silencios de la pampa.

El neurólogo dice –y el tono de su voz es algo más fuerte que un susurro– que el informe elaborado a partir de esa polisomnografía nocturna (a la que me entregué, repite, dócil y abstraído), corresponde a una persona normal, salvo por una observación que él, el neurólogo, omitió mencionar en mi última visita, por razones obvias.

Yo miro el humo del cigarrillo que sube, leve y lento, y blanquísimo, hacia una ventana por la que entra la luz de la tarde. ¿Es una luz de otoño? ¿Mansa? ¿Dónde se refugió la luz del verano, mientras yo, por razones obvias, encendía un cigarrillo?

El neurólogo dice, sin ningún énfasis, tal vez retraído: la observación que acompaña a la polisomnografía nocturna indica que yo, persona sana, vivo una tristeza profunda.

¿Entiendo esa observación, incluida en el informe que acompaña a la polisomnografía nocturna?

¿Es mansa la luz del otoño?

¿Hacia dónde huyó la luz del verano?

¿Le digo, al neurólogo, que lo que yo deba entender de la observación que aparece en el informe agregado a la polisomnografía nocturna ha dejado de importarme?

¿Le digo que alguien escribió: la vejez, única enfermedad que me conozco, será breve, será cruel, será letal? ¿Y que escribió, también, que prefería olvidar las diez o doce imágenes que conservaba de su infancia?

Enciendo otro cigarrillo.

El neurólogo, las manos cruzadas sobre su escritorio, contempla el cenicero, y dice que no demore mi próxima visita, que vuelva cuando yo lo desee.

Me pongo de pie, y le pregunto al neurólogo si hay alguna otra cosa que yo deba saber.

El neurólogo que es, casi, un caballero inglés, sea lo que sea un caballero inglés, me abre la puerta de su consultorio.

Cuando llego a casa, prendo la luz de una lámpara de pie, siento a Tristeza Profunda en la mecedora, y la mecedora se mueve de atrás para delante, lenta y en calma, y pasea a Tristeza Profunda por el silencio que ocupa la pieza de paredes pintadas a la cal.


Andrés Rivera
Marcos Ribak, más conocido como Andrés Rivera (Buenos Aires, 12 de diciembre de 1928, - Córdoba, 23 de diciembre de 2016​) fue un escritor y periodista argentino. Hijo de inmigrantes obreros, nació en el barrio porteño de Villa Crespo. Su madre, Zulema Schatz, llegó a la Argentina desde Proskurov (hoy Jmelnitsky, Ucrania) huyendo de la guerra, y su padre, Moisés Rybak, desde Polonia, donde era un comunista perseguido; en Buenos Aires llegó a ser dirigente del gremio del vestido.
Rivera fue obrero textil (trabajó desde muy joven como tejedor de seda en una fábrica de Villa Lynch), antes de dedicarse al periodismo y la literatura. Participó en el movimiento obrero argentino y, como su padre, militó en el Partido Comunista (PC). Trabajó en la redacción de la revista Plática (1953-1957) y debutó en la ficción con la novela El precio (1956), muy cercana a la estética del realismo social, al igual que la siguiente, Los que no mueren, y tres libros de cuentos, Sol de sábado, Cita y El yugo y la marcha. En 1964 Rivera fue expulsado del PC y su visión del mundo experimentó una transformación, que se reflejó en su obra. Como señala en la Revista Ñ  Jorgelina Núñez: «El cambio de perspectiva procede de la constatación de una derrota —tema que recorrerá de manera insistente todos sus libros posteriores—, fundada en la certeza de que la sociedad no se halla a las puertas de la revolución y que el aire equívoco de revuelta que se respira en aquellos años empieza a percibir los primeros signos de su fracaso más rotundo y definitivo». Este punto de inflexión lo marca su libro de relatos Ajuste de cuentas, aparecido en 1972, al que seguirá un silencio de 10 años: en 1982 publica el volumen de cuentos Una lectura de la historia y la novela Nada que perder. Dos años después aparece En esta dulce tierra, con la que obtendrá su primer premio, al que posteriormente le seguirán importantes distinciones entre las que cabe destacar el Nacional de Literatura y el Konex.
Desde 1995 vivió en el barrio de Bella Vista, levantado por obreros y desocupados en la ciudad de Córdoba, cerca de la Biblioteca Popular gestionada por su esposa, Susana Fiorito, donde el escritor coordinaba un ciclo de cine que se celebraba los viernes.

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