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viernes, 7 de septiembre de 2018

CRISTINA BAJO: LA NIÑA QUE SUEÑA - AÑO 1840



Los más lejanos recuerdos de Solana estaban impregnados de soledad y desarraigo. Su orfandad, y una especie de confusión mental que para nada la hacía desdichada, pero que a todos intranquilizaba, la habían llevado por un interminable deambular, adaptándose a sucesivos primos, a tías gruñonas, a “yayas” que no le dispensaban el mismo trato que a los niños de la familia.

Y ya sin saber qué hacer con ella, apenas pasada la adolescencia, los parientes se la enviaron a doña Ascensión, la señora mayor de la familia, con la excusa de que sirviera de báculo a su vejez.

Doña Ascensión vivía en Todos los Santos, un caserío perdido entre las sierras de Ascochinga, y como hasta allí no habían llegado los rumores de las rarezas de su sobrina, aceptó recibirla.

La anciana y su criada le tomaron apego y si bien en el pueblo pronto comenzaron a susurrar que la jovencita veía cosas vedadas —criaturas perdidas en un recodo del tiempo, lanzadas por un desatinado latir del Reloj Eterno—, ellas lo simplificaban en que la niña era mística. La negra Nazareth llegó a decir que su ama la hubiera recibido “aunque tuviese rabo”, tal era su corazón de panal.

Fue en la pieza que le destinó la señora, con arcones que olían a fruta para perfumar la ropa y a pimienta en grano para evitar la polilla, con el lecho de baldaquino y la mesita donde, en urna de cristal, dormía el Niño Dios entre flores secas, que las visiones que martirizaban a Solana desde que tenía uso de razón se intensificaron.

En realidad, la negra, en quien el cristianismo era ropaje y no carne, desde el primer momento trató de protegerla con rituales casi olvidados, de viejos entes africanos, mucho más espantables que el Maligno, al que las beatas se referían con gesticulaciones y sobreentendidos.

Lo que Nazareth imaginaba era una horda que olía peor que azufre, era esa horda que sus mayores habían invocado junto al fuego, en noches de matanza de gallos y gatos negros, de enjugarse las manos con sangre y de beber ron con especias mientras gangueaban, por la costa del río, canciones en lenguas perdidas.

No hubiera tenido miedo en la ciudad, aclaraba la negra. ¡Cómo tenerlo, en aquel bastión de Cristo, erizado de santas torres, con tanto hábito por la calle, y las campanas llamando todo el día a las horas canónicas o a misas de perpetuidad!

A veces, mientras Solana la ayudaba en la huerta, le enumeraba los templos y los conventos, y agregaba los fortines de la tenacidad de los jesuitas que, aunque abandonados desde su extrañamiento, seguían protegiendo, aunque a distancia, aquella ciudad abrazada por un río aletargado: Alta Gracia, Santa Catalina, Jesús María, Caroya y la Candelaria, y más al sur, San Ignacio de Calamuchita.

Y usando la azada para retirar las piedras de los surcos que iba abriendo, agregaba la negra:

—Ya lo decía tu abuelita: cuando echaron a la Compañía de Jesús, los diablos se relamieron. Nunca se ha sabido que le temblaran a San Francisco, que era un pan de Dios; ni a la Virgencita de la Merced, la consentida de Belgrano, que yo no sé, pero de cinco batallas, le hacía ganar una. Ni a Santo Domingo, que se entretenía en buscar al Malo en el pellejo de los herejes y siempre salió burlado. San Ignacio es otra cosa, con él no se juega; lleva espada. Y como un mal rey mandó expulsarlo de estas tierras, no tenemos quien nos proteja.

Enderezándose a duras penas, Nazareth se sobaba la rabadilla martirizada antes de seguir con su rezongo:

—Por eso los diablos han metido la cola y acá estamos, peleándonos entre hermanos. Porque, decime, ¿en qué se distinguen unitarios de federales? Todos matan, todos roban, nada respetan...

Así andaban las cosas por el solar de la viuda, pero algo vino a cambiar tanta preocupación. Y fue que un anochecer, después del rosario, mientras se dedicaban a hacer velas usando como pabilo viejas cartas de amor de la señora, Solana, tímidamente, comenzó a hablarles de ese mundo mágico que se desenvolvía en medio de la noche, tras los cortinados de su cama, entre las brumas del sueño.

Sentadas en la sala donde unas pocas candelas apenas si alcanzaban a desterrar la negrura más inmediata, doña Ascensión y Nazareth la escucharon —primero asustadas, luego preocupadas, y finalmente embelesadas— contar cómo el Niño Dios salía al amanecer de su cuna para descansar junto con ella, recogido en su abrazo.

Y al adentrarse en la maraña mágica del espíritu de la joven, la negra dejó de martirizarla con su pasaje de manos y frotaduras de hierbas, rezos y ensalmos de medianoche, porque ningún engendro concebido en la Costa de Marfil (que identificaba sus demonios ancestrales) podía prevalecer en aquella habitación santificada por la castidad de Solana y la presencia del Santo Infante.

Fuera de la casa de doña Ascensión, otros sentimientos acechaban a la joven: Leonor Nieto, la hija mayor del hacendado del lugar, había concebido por ella una aversión indisimulada. El motivo era uno de los más viejos del mundo: Leonor amaba con obstinación a su primo, Rafael Montano, pero el mozo penaba de amor por Solana y se negaba a desposar a su prometida.

Ya los Nieto y los Montano habían intentado convencerlo de que, por el bien patrimonial de ambas familias, era necesaria la unión sacramentada con su prima, pero éste no escuchaba jueces ni preces, plantado en que amaba a la joven que criaba la hidalga de noble riñón aunque menguados recursos.

El mozo, ebrio de amor, la espiaba por sobre las tapias, cantaba de noche ante la ventana de la joven tonadas simplonas, y no se privaba de trepar a los techos y enfocar el catalejo del bisabuelo hacia el recatado patio de doña Ascensión, donde Solana se bañaba bajo el magnolio para atemperar el bochorno de la siesta.

Por este comportamiento de Rafael y porque Leonor no era estimada por muchos, es que ambos terminaron siendo motivo de cuanta broma corría por el pueblo.

El amor del señor juez por la huérfana, en cambio, era discreto; se conformaba con pasar tarde por tarde a informar a la señora de cómo iban sus juicios de lindes o de aguas, de vacas robadas o ranchos usurpados, mientras sus ojos tristes, de viejo que sabe que nunca será amado, se posaban en la cabellera de la muchacha, en su frente límpida, en su mirada inocente.

Nunca llegó a poner en palabras sus anhelos, coartado por la voluntad del cura del lugar, que estaba empeñado en convencer a la viuda de que la huérfana debía ingresar a monja.

Era muy peligroso, sostenía el padre Atanasio, que una jovencita tan bella y sin dinero, con pocas posibilidades de casarse dentro de su clase debido a sus defectos —la pobreza y la imaginación—, soñara que el Niño Jesús salía de la urna para dormir sobre sus pechos. Y creyendo en una especie absurda que decía que doña Ascensión era dueña de un “tapado” de monedas cuzqueñas, se ilusionaba en derivar aquellos dos buenos caudales (la sobrada castidad de la doncella, la imaginaria fortuna de la vieja) a las arcas de un convento.

Así, con Leonor impacientándose con que su primo comprendiera razones de familia, sin andar echando ojos y deseando poner manos sobre la huérfana; con el poder judicial mirándola tarde tras tarde con ojos de carnero degollado, y con el fraile insistiendo en que el Espíritu Santo la quería de hábito, las cosas sobrenaturales que anidaban en las sombras de su lecho, el Niño que la visitaba en sueños y dejaba un hueco cálido en su almohada, terminaron pareciéndole a Solana más comprensibles que la realidad.

Un mediodía, mientras sacaba agua del pozo de la huerta, vio pasar las huestes de Lavalle, que venían huyendo del desastre de Quebracho Herrado. Sobre el muro derruido, un soldado estiró la mano tiznada de pólvora y manchada de sangre, implorando agua, más con el gesto que con la palabra.

Sin hacerse rogar, Solana le alcanzó el jarro y luego dio de beber al resto de los soldados hasta que aplacaron la sed, ignorando que el pueblo se había encerrado porque las tropas “celestes” —o unitarias— tenían fama de salvajes, diciéndose que trataban con tanto agravio a amigos como a enemigos. Sin embargo, ninguno de aquellos hombres la miró con lujuria ni soltó palabrota: ella les colmó los chifles en un silencio que cayó sobre los desgraciados como bálsamo; ellos, agradecidos, no requisaron ni robaron en el poblado, sino que partieron envueltos en una polvareda ocre, hacia la sed, el hambre y el ocaso final.

Nazareth, que se había escondido en el gallinero, salió de allí para amonestarla por lo que había hecho.

—¿No sabés que son hombres de Lavalle y que Oribe les viene pisando el rastro? En un día lo tendremos acá al general, y segurito que si no otro, Leonor es bien capaz de denunciarte. ¿Qué harás entonces?, ¿qué le dirás al general de la Federación?

—Le diré que lo mismo hubiera hecho por sus hombres —respondió Solana, que no entendía aquellos enredos; nada le sugería la mazorca colorada, y mucho menos el junquillo celeste.

Un hombre con sed, agotado, malherido, era un hombre atrapado en el callejón del Destino, así que, en paz consigo misma, continuó regando coles y zanahorias mientras suspiraba: “¡Quién cultivara rosas! ¡Quién pudiera amamantar al Niño!”.

Pronto llegó el ejército colorado: eran hombres aguerridos, de brillantes uniformes, mejor comidos y hasta con banda de música.

El general Oribe era pequeño y apuesto, calzaba una impresionante casaca, botas francesas y tricornio. Pronto dejó sentado que si iban a requisar, a despojar, a matar, se haría legalmente, con papeles sellados y breves explicaciones que constaban en letra menuda.

La subversión unitaria no cundiría en Todos los Santos, aclaró al señor juez que, de pie en su propio despacho, contemplaba cómo Oribe, que ocupaba el sillón de la ley, acababa con el mejor clarete de la casa.

—Somos el Orden Federal —acentuó el uruguayo, levantando hacia el anciano un rostro hermoso y helado. El juez, sudando, asintió vigorosamente con la cabeza.

Hubo en aquel momento un tumulto y Leonor Nieto, que huía del edecán, cayó de rodillas ante Oribe, barbotando frases como “enemigos de la Santa Causa”, “asesinos de Dorrego”, “traidoras guarecidas entre la gente de bien”, y de un tirón nombró a la huérfana que tenía atragantada y a dos desgraciadas que metió para disimular: Pascuala la fortinera y Martina la cuartelera. La primera había bajado del Río Seco para asistir a su madre moribunda; ante el requiebro malicioso de un soldado de Lavalle, le había arrojado un limón. La segunda venía siguiendo al ejército unitario y, estando al parir, había sido abandonada en el pueblo para que no entorpeciera el cruce de las grandes salinas, hacia Catamarca.

Oribe —don Juan Manuel de Rosas había comisionado al general uruguayo para acorralar a Lavalle— prometió investigar y promover un castigo ejemplar para tan descaradas enemigas, que se creían amparadas en su condición de hembras.

No pasó más de un día cuando, con gran alboroto, las dos infelices fueron arrastradas al despacho del juez para que escucharan la sentencia.

Con Solana fue otro cantar: doña Ascensión se negó a entregarla, actitud cimentada en siglos de nunca olvidados privilegios de conquistadores y encomenderos, revolucionarios de primer orden y pensadores de segunda, de algún lejano mártir franciscano y un recordado obispo quemalibros.

Los soldados que fueron a prenderla se detuvieron ante la transparente mirada de Solana como si presintieran el umbral del sacrilegio; ¡si parecía una imagen de vestir, intocada y pura como los nombres de María Santísima!

Cuando volvían sin la prisionera, uno tartamudeó:

—¿Vieron? ¡Mismamente tenía una luz sobre la cabeza!

—Sería el sol que entraba por la puerta, so bestia —rezongó el sargento, inquieto, pues bien veía que el sol estaba sobre las tejas y no pasaría por aquella abertura hasta el atardecer.

Doña Ascensión no arriesgó una segunda oportunidad; se atrincheró a piedra y lodo, encerró a Solana en el dormitorio y se guardó la llave en el seno, entre camisolas, justillos y corpiños. Que la tomara de ahí quien se atreviera.

Una hora después llegó el señor juez con un oficial, pero como la señora entendía que sus fueros eran inalienables, los despidió con cajas destempladas.

Hubo un cónclave apresurado en casa de los Nieto, entre el estanciero, el cura y el letrado. Algún malicioso dijo que sólo faltaba el pulpero para que todas las fuerzas vivas del poblado estuvieran representadas.

Leonor, entre tanto, había recibido una tunda de su madre; no era cuestión de andar denunciando iguales, que nunca se sabía cuándo vendrían las tornas... Claro que, dadas así las cosas, quizás ahora Rafael entrara en razones; el verano iba para seco y bien les vendría contar con las vertientes que nacían en los campos de los Montano.

Finalmente se confió la misión a don Teodoro, el padre de Leonor, quien con gentiles maneras entró en la fortaleza y pidió que Solana estuviera presente para escuchar lo que venía a decirles. Dio ante la joven un cumplido discurso, cargado a cuenta de Oribe, con amenazas sobre la tía y la criada si ella se declaraba en desacato.

—Total, niña, sólo será un escarmiento. Te cortarán el pelo y sanseacabó. Y el pelo, vamos, qué es sino una mundanidad, sin contar que te crecerá en un tris.

La secreta verdad era que ni él ni el juez estaban seguros de que allí acabara el castigo, prefiriendo no especular si al insulto seguiría la injuria. Pero habían decidido —con el veto del fraile— que “por el bien común” sacrificarían a la santa entre las alegres para evitar malentendidos con el general.

Solana, sin entender de qué se la acusaba, aceptó por amor a las ancianas. Se presentó donde le ordenaron, escuchó la sentencia y a su debido tiempo compareció en la plaza.

Un silencio de misa se hizo cuando caminó, indiferente, hacia el oprobio. Iba vestida de blanco, con sencillez y, por evitar trabajos al verdugo, llevaba suelta la cabellera de arcángel.

Doña Ascensión, que había cedido por temor a que su actitud acarreara mayores daños a la sobrina, obtuvo la gracia de que se la mantuviera apartada de las prostitutas, de manera que al pie del tablado dispusieron una tarima para ella.

Solana parecía envuelta en una de sus ensoñaciones, pero al ver cómo maltrataban a las reas mientras los mirones se divertían —la gente principal estaba en primera fila, pues habían sacado los sillones a la plaza—, bajó de la tarima, subió al tablado y dijo al verdugo:

—Deje usted, que yo haré el trabajo tan bien como usía... aunque con más misericordia —y tomando las tijeras (que no eran otras que las de tusar caballos) alentó a ambas mujeres—: Ánimo, hermanas; hay que pasar por esto. Recemos el Dios te Salve.

La cuartelera, ante su gesto, cayó de rodillas y le besó las manos. Su vientre abultado y el dolor en su rostro sumido por el hambre hicieron saltar lágrimas a Solana, que la tomó por los codos, la ayudó a levantarse y, con gesto fraterno, cortó las mechas salvajes a conformidad del oficial. Luego, mientras las infelices se abrazaban en su vergüenza, Solana dijo con firmeza:

—Jamás varón alguno me ha tocado; que sea Leonor Nieto quien corte mi pelo.

Su rival, que estaba sentada en primera fila, palideció, se puso de pie, quiso dar un paso y cayó como fulminada. Sus familiares tuvieron que sacarla en andas mientras el pueblo humilde susurraba que el castigo le había llegado como le place al Todopoderoso, sin palo y sin piedra.

Doña Ascensión suplicó al oficial permiso para ser ella quien cortara el cabello de la joven y el hombre, sin habla, consintió con un ademán.

—Corte bien arriba, tiíta —indicó Solana—, que si el señor obispo lo permite, donaré mi pelo para la Virgen de Candonga, aunque no sea yo una Amuchástegui.

El padre Atanasio mandó de inmediato al monaguillo por un mantel de altar para recoger la ofrenda y doña Ascensión a Nazareth por sus tijeras de oro, a las que sumergieron en agua bendita. Para entonces, lo que había comenzado con chanzas y chillidos se mantuvo en un silencio de consagración.

El oficial carraspeó y murmuró:

—No corte tan alto, vamos, señora —y después, los hombros cuadrados ante el rigor de la escena, agregó—: Ya, ya; no hay que exagerar.

Con la última guedeja, mientras envolvían la rubia cabellera en la blancura del lino, siendo solamente las seis de una tarde de verano, una súbita oscuridad cayó sobre el poblado.

No hubo, como se dijo después, ni truenos ni ráfagas ni temblores: sólo una sofocante, silenciosa negrura que se reclinó sobre la tierra en la más pasmosa mansedumbre mientras Solana se sumía en un estado de inconsciencia.

Nazareth, las beatas y la tía se afanaron alrededor de ella. Una le tomó las manos y se las besó, musitando: “Están heladas”; otra le quitó las zapatillas y le friccionó los pies, envolviéndoselos con una mantilla. Llenas de aprensión y gimoteando en voz baja, las mujeres transportaron el cuerpo de Solana hasta la casa de su tía, y de allí a la alcoba, seguidas a distancia por Pascuala y Martina que, no osando entrar en la casona, se cobijaron entre las raíces de un sauce y se quedaron en silencio, las miradas perdidas, el entendimiento pendiendo de un hilo.

El pueblo se dispersó y tal parecía que regresaban del Gólgota cuando, acongojados, se refugiaron en sus casas. Oribe, desde la sala del juez, observaba en un silencio que ni sus edecanes se atrevían a romper. Imprevistamente, dio una contraorden.

El oficial que volvía de haber impuesto la condena se encontró a medio camino con el ayudante de campo.

—Ordena el general que nadie toque a esas mujeres.

—Ninguno de mis hombres se atrevería —replicó secamente el otro—, aunque se mandara lo contrario.

Encendieron un pitillo con manos temblorosas y abandonaron la plaza en penumbras como si aquél fuera día de Cenizas.

A la mañana siguiente, Oribe y sus hombres partieron tras el enemigo, pero sólo encontraron pozos contaminados, vertientes secas, ríos de arena. El agua, que generosamente repartiera Solana, se volvió esquiva para ellos. Después que el capellán dedicó un oficio a Nuestra Señora de Nieva, el cielo respondió con un diluvio que parecía destinado a ahogarlos. Quedaron empantanados, perdieron pertrechos y el ejército de Lavalle se les esfumó en la neblina de la garúa.

En el pueblo, Solana dormía en un trance del que no lograban despertarla, y cuando quisieron darse cuenta, una horda de espíritus se había adueñado del lugar, apagando fogones e incendiando los techos, secando los pozos tanto como las ubres.

Los cirios se consumían en minutos y los papeles se avejentaban en horas en el despacho del juez. Las cosechas se helaron en pleno estío y todas las tijeras se herrumbraron. La Luz Mala sitiaba el caserío no bien oscurecer y los perros aullaban al cielo noche tras noche, con un lamento que parecía convocar a las ánimas. Aunque el letrado aseguraba que eran cantos gregorianos, el padre Atanasio no pudo confirmarlo, porque teniendo el alma en paz y siendo duro de oído, se dormía en cuanto daban las completas.

La gente comenzó a peregrinar a casa de doña Ascensión y muchos dejaron de visitar a los Nieto: desde el incidente, Leonor había adquirido la costumbre de orinarse en público y despedir ventosidades, y Rafael había huido a Santa Fe para darse a la mala vida.

Murió la madre de la fortinera, y la mujer desapareció después de enterrarla. La cuartelera, en cambio, permaneció por los alrededores, arisca como gato hambreado que teme aceptar la comida que puede volverse cautiverio, y la gente se acostumbró a verla, con su patética preñez, atisbando por los huecos de las tapias de la viuda, o tomando agua de las acequias como un animal enfermo. Nazareth, condolida, le dejaba comida en un plato, como al acaso.

Cuando la aflicción por Solana y las desdichas del pueblo llegaron al colmo, sucedió algo extraño.

Fue al amanecer; Nazareth, que había llegado unos minutos antes para suplantar a su ama, pues entre ambas vigilaban el sueño de la joven, quedó boquiabierta cuando, entre dos parpadeos y un bostezo, vio una monjita orando, casi oculta entre los cortinados de la cama.

Luego de santiguarse, la desconocida se inclinó, besó a la durmiente en los párpados y Solana despertó serenamente. Su primer gesto fue volverse hacia el arca del Niño Dios para exclamar con voz todavía cargada de sueño:

—¡Mi Santo Niño, por qué me has abandonado!

Doña Ascensión, que dormitaba en la desvencijada poltrona, oyó la voz de su sobrina despejándole como un soplo el entendimiento, y abrió los ojos. Lo primero que observó fue a Nazareth, llorando en silencio, como si temiera espantar angelitos, mientras contemplaba a una joven de hábito que conversaba gentilmente con Solana. Luego escuchó la voz de la huérfana contando a la religiosa los sueños que había tenido, sobre sucesos terribles que atormentaban a Todos los Santos, suplicándole que intercediera para que cesara todo mal y se borrara todo daño.

—...pues bien sabe Diosito que no guardo rencores en mi alma.

—El Señor te concederá lo que pides, pues nunca has pedido nada para ti —le aseguró la monjita. E inclinándose hacia Solana, le preguntó en un susurro:

—¿Sabes quién soy?

La huérfana negó con la cabeza.

—Soy la guardiana de tus sueños —musitó ella, y dejó sobre la almohada un ramo de rosas. Se fue tan discretamente como había entrado y Nazareth, que la siguió hasta la galería mientras se secaba los ojos, volvió diciendo:

—No sé por dónde salió, pero por la puerta no fue.

Doña Ascensión, sin darle importancia, se llevó el índice a la boca, mostrándole el rosario, mientras declaraba entre dos salves:

—Se habrá ido por el huerto.

En la atmósfera intensamente perfumada, mientras rezaban custodiando el ahora pacífico adormecimiento de Solana, les pareció que el ramo de rosas, junto al rostro arrebolado de la joven, brillaba de rocío amanecido.

La mañana llegó con inesperadas alegrías: los pájaros cantaron, las gallinas llenaron de huevos los nidos, las vacas y las cabras recuperaron la leche. El maíz creció en una noche y la campana de la capilla tañó anunciando las gratas noticias, aunque el padre Atanasio sospechó que un pícaro mocoso, camino a juntar leña, le había dado al repique. A las pocas horas, el pelo de Solana había crecido, recuperando parte de su largura.

En los días siguientes, mientras la joven convalecía, comenzaron a llegar los vecinos con modestos presentes: unos huevitos de perdiz, moteados; una piedra de mica que semejaba un espejo; una canasta con los frutos de la pasionaria, de entraña sangrante y dulzor baboso.

Luego se dijo que cuando le llevaban criaturas desmedradas, ella las curaba con el roce de su mano; que su sola conmiseración ponía alimento en la mesa del pobre; que se le había concedido el don de encontrar esquivos manantiales...

Sólo una tristeza tenía la joven: el Niño Santo, bello y frío, no había vuelto a abandonar su lecho de cristal y flores secas para dormir junto a ella.

Cuando Solana mejoró, acompañada de Nazareth y de unas monedas gordas sacadas por su tía de secreto escondite, caminaron hasta San Isidro, donde un grupo de religiosas se había refugiado, huyendo de la ciudad devastada.

Una monja madura, con esbozo de bigote y gruesos espejuelos, las recibió a regañadientes, parapetada detrás de una abertura enrejada que habían abierto a modo de locutorio.

Cohibidas ante su desconfiada autoridad, intentaron explicar que querían agradecer a una hermanita de hábito que...

—Están equivocadas —las interrumpió la superiora, que estaba harta de oír hablar de Solana y sus milagrerías—; mis hijas no son cabras para andar por los montes visitando señoritas con pretensiones de santas.

Cuando la joven y la criada se retiraban, mohínas, vieron un hermoso retrato iluminado y ante la insistencia de Solana, que la reconoció como su benefactora, la priora frunció la nariz, olisqueando la herejía.

—Faltaba más —les endilgó—, que pretendan que Santa Rosa de Lima las haya visitado, siendo que lleva muerta dos siglos a lo menos.

Cuando dejaron el convento, el portero hizo caer la tranca del portón con un ruido de hierro y un toser de maderas a sus espaldas.

La criada y la huérfana, del brazo en la tierna tarde de otoño, tomaron el atajo hacia Todos los Santos.

—¿Será posible que Santa Rosa nos haya visitado? —preguntó, dubitativa, Solana.

—Era ella, Solanita, no hay dudas. ¿De dónde va a sacar una monja rosas en estos descampados?

—¡Si el Niño volviera a abrazarme! —suspiró la joven, tocada por la brisa que aún olía a tomillo.

Cuando entraron en la casa, la encontraron llenas de exclamaciones y sonidos de trastos, y en la alcoba, a doña Ascensión, acompañada de varias mujeres, al parecer, muy inquietas.

—¡Mira! —sollozó y rió la señora a un tiempo, poniéndole en brazos a una criatura recién nacida.

Solana, temblorosa, creyó que era el Sagrado Infante pero en la urna, el Niño le sonreía con la cabeza inclinada hacia ella.

—Lo encontramos acostadito a su lado —susurró una vecina.

—Todavía huele a rosas —dijo una muchachita descalza.

Solana metió la mano en la caja de vidrio: los pétalos, antes resecos y polvorientos, se habían convertido en rosas de otoño, suaves y sin espinas.

Y ante un apremiante instinto, se abrió la blusa y presentó el pecho rosado, el pezón suave y jamás besado, a la boca hambrienta de la criatura. No tenía leche, pero pronto la sintió fluir desde algún rincón secreto de su mente que le ordenaba amamantar al niño.

Rumbo a Catamarca, siguiendo el Camino Real, Martina, la cuartelera, caminaba tras los rezagados de Lavalle con las entrañas desgarradas. A veces se sentaba en el suelo, las manos apretándose el vientre, dos aureolas oscuras en la tela que rodeaba sus pechos, y recibía la pulla de los soldados sin inmutarse.

Los hombres terminaron por comprender la enormidad de su dolor, entonces, como tocados por un milagro de caridad, le acercaron agua, le ofrecieron un trozo de pan y le vendaron con sus pañuelos los pies sangrantes, para que pudiera seguirlos sobre el mar de sal.


Cristina Bajo
Nació en Córdoba en 1937 y se crió en las Sierras. El interés de su familia se centraba en la literatura, la historia, el arte, la política y la naturaleza, no necesariamente en ese orden. 
Comenzó a escribir muy pronto, pero no intentó publicar, pues le parecía imposible. Fue maestra rural, se casó, tuvo dos hijos, abrió una librería, diseñó ropa artesanal, recogió animales abandonados, plantó árboles y siguió escribiendo. 
En 1995, sus amigos Javier Montoya y Silvina Rivilli, de Ediciones del Boulevard, decidieron publicar su novela Como vivido cien veces. A ésta le siguieron En tiempos de Laura Osorio y una novela que transcurre en el siglo XVIII: Sierva de Dios, ama de la muerte. Luego recopiló un libro de leyendas para adolescentes, La señora de Ansenuza (Del Boulevard 1997, reeditado en 2008), y en 2001 otro para niños, El guardián del último fuego (reeditado en 2007 por La Brujita de Papel). Editorial Sudamericana reeditó todas sus novelas y dos obras nuevas: Tú, que te escondes (2004), de cuentos góticos, y La trama del pasado (2006), tercer volumen de la saga de los Osorio que, al igual que los dos primeros, puede leerse independientemente del resto. 
En 2005, Cristina Bajo recibió dos importantes distinciones: el Premio Literario Academia Argentina de Letras por Tú, que te escondes y el Premio Especial Ricardo Rojas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (para libros publicados) por Sierva de Dios, ama de la muerte, que Sudamericana relanzó aquí como El jardín de los venenos (en España, bajo el sello de Grijalbo) y ya fue traducida a tres idiomas. Sus libros se reeditan constantemente, han estado en las listas de los más vendidos en la Argentina y han tenido excelentes reseñas, entre ellas, en El País de Madrid.
Además de novelas románticas históricas, ha escrito varias antologías de cuentos basados en leyendas argentinas, e incluso un libro de cocina. En 1998, fue elegida "Mujer del Año" de la provincia de Córdoba. En 2004 fue galardonada con el Premio Literario Academia Argentina de Letras por su antología "Tú, que te escondes" y en 2005 con el Premio Especial Ricardo Rojas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires por "El jardín de los venenos", originalmente titulado "Sierva de Dios, ama de la Muerte".
Fuente: tejiendocuentos - Ana Cuevas Unamuno - Foto: babilonialiteraria

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