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viernes, 11 de agosto de 2017

PABLO NATALE: MÁS ALLÁ DE LA COLINA, DETRÁS DEL MONTÓN



La señora Klose salió de su casa a las 12:03, la hora exacta en que tenía planeado hacerlo. Llevaba el bolso con ropa para ir a nadar; la ropa hacía bulto junto con aretes, collares, papeles viejos y recuerdos. Hacía tiempo que ya no sentía miedo. Los programas de televisión que usualmente miraba a la siesta en su casa recomendaban eso (no tener miedo) y otras ideas más: planear pequeñas cosas, disfrutar esas pequeñas cosas, lograr cada pequeña cosa planeada. Poner un orden. No embrutecer, no engordar. La señora Klose empezó su segundo día de natación saliendo de su casa a la hora estipulada: las 12:03.
En su camino hacia el club donde estaba instalada la pileta de invierno la señora Klose chocó inesperadamente con un grupo de gitanas. Cada gitana tenía una pollera igual pero de distinto color. Si alguien pasaba demasiado cerca, se agarraban la pollera con una de las manos, como si de ese modo pudieran protegerse, evitando el contacto con algo que ni siquiera se debía rozar. La señora Klose decidió caminar despacio, lejos de ellas. Luego cruzó de calle en el semáforo de Avenida General Paz y siguió su camino al club de natación. Algunos muchachos fueron apareciendo por el medio de la vereda y le entregaron folletos. En uno enseñaban a aprender: se veía la mirada fría y la cara seria de un hombre con anteojos, demasiado distante, falso y perfecto. Le dieron un folleto de una peluquería, un folleto de un instituto de computación y uno para aprender idiomas. No quedaban dudas de que en este mundo había muchas cosas para hacer. Pero la señora Klose acababa de salir de su casa y caminaba firme, segura y suficientemente tranquila: por el momento no sentía que le faltara nada. Sólo quería llegar al club. Caminó por Avenida General Paz y dobló en una calle a la que se le borraba el nombre. Eran alrededor de las doce y veinte. Sonó el timbre de una escuela: chicos y más chicos empezaron a gritar, dando saltos y correteando alrededor de una puerta enorme. Algunas personas en la vereda caminaban de la mano. Había, además, un señor que se había sacado el zapato e insultaba al viento y también un grupo de personas demasiado rubias mirando un mapa, después el cielo, los edificios y las casas, para terminar poniendo el mapa al revés.

La señora Klose observaba todo esto y pensó en sus hijos. Uno de ellos se había ido de la casa, el otro se estaba por ir. El primero era profesor de lenguas en la universidad; el segundo trabajaba, pero una vez que juntara suficiente dinero se dedicaría a viajar. Había permanecido tres años tirado en la cama, las puertas cerradas de la habitación, hasta que un día salió a buscar trabajo. Como lo que ganaba no era suficiente, buscó otro trabajo más. No importaba de qué cosa. Lo importante no era de qué cosa. En ocasiones volvía temprano a la casa de la señora Klose y se quedaban los dos juntos compartiendo la cena. El otro hijo a veces la visitaba, aunque se veían mucho menos. Pensó en eso. En que hace días no sabía nada de uno de sus hijos y en que no le había preguntado al otro dónde había decidido partir. Cuando levantó la cabeza un taxi pasó a toda velocidad, casi acariciándole la blusa. El taxista asomó la cabeza y la miró ferozmente. Pasado el instante de fugacidad del contacto visual, la señora Klose volvió la vista: observó la numeración de las casas y se dio cuenta de que había pasado de largo. En lugar de regresar, giró a un costado y, mediante círculos concéntricos, se fue acercando a donde tenía que llegar.
Alrededor de la pileta de natación sólo había un grupo de niños, un par de hombres en la parte baja y una chica muy ágil que iba y volvía de un lado a otro de la pileta casi sin parar. La señora Klose había llegado más de veinte minutos tarde. Se sentó en un banco del vestuario y se cambió. Sin prestar atención se volvió a poner las medias en los pies. Dejó pasar un poco más el rato, pensando en el hijo que partía y en el hijo que se iba a quedar. Salió del vestuario y caminó lentamente hacia el borde de la pileta de natación. Metió los pies en el agua. Los pies, las medias: sólo eso, flotando en el agua. El pelo recogido de la señora Klose y, en el centro de la pileta, una joven ágil y fuerte yendo y viniendo una y otra vez. La muchacha, entonces, detuvo su marcha, como si hubiese estado concentrada y a la vez de reojo, observando. Se acercó nadando lentamente al borde de la pileta en el que estaba sen- tada y la miró. La señora Klose recordó al taxista y se agarró de sus cosas, como si alguien se las estuviese por robar. La chica giró y siguió nadando.

—Me llamo Betty, pero me dicen Ruth —le dijo la muchacha a la señora Klose.

Se había soltado el pelo, todavía lo tenía un poco mojado y le caía como una aureola destrozada. Llevaba las zapatillas colgadas en el hombro; de ese modo había atravesado el borde de la pileta hasta sentarse en el banco más cercano a la señora Klose. Empezó a atarse los cordones mientras se acariciaba la planta de los pies.

—No sé qué piensa usted —dijo—. A mí el agua me hace sentir muy bien. Cuando nado todas mis ideas se relajan, se liberan. Es como si también las metiera a ellas en el agua. Y al salir me siento fresca, como renovada.

La señora Klose estaba metida hasta el cuello en el agua. Había dejado el bolso y las medias mojadas debajo del banco donde ahora estaba Ruth y, si bien no se sentía indispuesta a entablar diálogo, no sabía qué decir. “No tengo miedo”, le hubiese encantado soltar. Pero no tenía sentido decir eso y, quizás menos aún, hablar. Hundió la cabeza en el agua y se puso a hacer la plancha. El techo del club era blanco, con algunas manchas, ocultando las nubes, las copas de los árboles, el cielo. A veces las piernas se le hundían: perdía la concentración, un poco de tranquilidad y entonces también perdía la posición.

—Así no se hace, hay otra manera —dijo Betty Ruth, pero la señora Klose no escuchó. Sólo podía escuchar el sonido del vacío del agua y su propio cuerpo, conteniéndose y moviéndose junto con su respiración. Cuando era más pequeña, demasiado tiempo atrás, se había preguntado si era posible ponerse la planta de los pies en el borde de la cara. Sin hundirse. Una plancha especial, extravagante, distinta de las demás. Pero si lo hacía no funcionaba. El cuerpo se sumergía, la plancha se transformaba en algo grotesco y ridículo que había perdido el equilibrio por completo. Sólo un sueño infantil más, otro sueño sin oportunidad alguna. No era posible ponerse la planta de los pies en la cara. Eso. Nada más eso.

Ya había pasado un buen rato en la pileta. Con los ojos cerrados, la señora Klose comenzó a sentir un poco de culpa y a recordar todas las cosas que tenía que hacer. Mientras seguía flotando, puso orden esas cosas, como una forma de ahorrar tiempo, de perderlo y de flotar todavía un poco. Abrió levemente los ojos y creyó ver, allí sentada, a Betty Ruth. Mientras recordaba que en realidad había llegado tarde y que el tiempo no era el tiempo que ella suponía, se preparó a salir, dirigiéndose a nado hacia el borde de la pileta en que estaba su bolso, es decir, hacia Betty Ruth. ¿Cuántos años tenía? De pronto sintió que le hubiese encantado preguntar eso, pero Ruth parecía concentrada, se mordía el labio inferior y anotaba cosas con una lapicera en una revista. No llegó a seguir pensando ni a decir nada porque Ruth levantó bruscamente la vista del papel, alzó la revista hacia la señora Klose y le mostró un crucigrama.

—Necesito una palabra de cuatro letras que significa un dios alemán —dijo.

La señora Klose no entendió: subió por la escalera, la malla y el cuerpo fofo goteando por todo el suelo, e inclinó un poco la cabeza, saludando e indicando vagamente con ese gesto que se iba al vestuario a cambiar. Cuando regresó varios minutos después, Betty Ruth seguía sentada con una mochila entre las manos en el borde de la pileta donde se incrustaba el camino que daba a la puerta de salida.

—Me llamo Betty Ruth —le repitió.

No se vestía mal, ni demasiado bien. No era linda o fea. No era gorda o flaca. Le dijo que todavía no había encontrado el nombre del dios alemán. La señora Klose le dijo su nombre mientras caminaban por el pasillo angosto, casi apoyadas una contra otra, fuera del club de natación.

Poco a poco, con el correr de los encuentros y los días, la señora Klose empezó a animarse y a hablar más y más con Betty Ruth. Hablaban cuando se encontraban en el club de natación, minutos antes o después de nadar. A veces caminaban juntas hasta la Avenida. En esos momentos, la señora Klose hacía un recorrido diferente, en el que al principio se perdió pero que después comprendió a la perfección. Una vez se cruzaron con un grupo de gitanas. Ellas tenían todas polleras distintas pero de igual color; se agarraban la pollera cuando alguien les pasaba demasiado cerca, como si tuvieran miedo, como si las personas no sólo fueran personas sino algo que las ponía en peligro. En realidad, la gente parecía esquivar a las gitanas y, salvo algunos casos, todos parecían tener miedo de todos.

—Son como perros —le explicó Betty Ruth.

La señora Klose apenas si entendió. Sólo siguió caminando. Betty —la señora Klose había aprendido esto de inmediato— usualmente empezaba con un comentario incomprensible y pequeño y seguía con otro, pedagógico y de mayor extensión.

—Buscan acercarse a las personas que les temen, que la mayor parte de las veces son las que no les pasan cerca. Les temen a las personas que no les temen, que son las que no mantienen las distancias —agregó.

La señora Klose la miró. Betty hablaba, ahora, con énfasis, como si se hubiese tragado un pulóver y se lo estuviese sacando por la boca, descosiéndolo punto por punto. Y como otras veces en que Betty hablaba así, perdida en su monólogo, sin darse cuenta cruzaron algunas calles con los semáforos en verde y en una de esas ocasiones un taxi frenó a centímetros de ellas. Un hombre calvo que llevaba anteojos de carey se asomó por la ventanilla de conductor y empezó a insultar a la madre, a la familia, a la sexualidad y a la genealogía de Betty y la señora Klose. La señora Klose hizo un lago en su cabeza y se quedó parada, helada, apoyada levemente en el brazo de Betty Ruth. Si pensó algo, pensó: “Estoy en un lago” y “señor, no somos de la misma familia”. Mientras pensaba, a su modo, en esto, en un lago y en el nombre de un dios alemán, el hombre calvo con anteojos de carey seguía insultando. Betty Ruth se le acercó, se apoyó en la ventanilla del auto y luego de escupir al piso lo miró.

—Bajate, forro pinchado —le dijo.

Esa misma mañana la señora Klose había pensado otra vez que no sabía la edad de Betty Ruth. Ni por qué le decían Ruth, ni quién le había puesto Betty, ni si se llamaba realmente así. Helada, con el bolso entre los pies, miró la parte trasera del taxi. Había dos chicos vestidos altercadamente de blanco y negro como un crucigrama a completar. Los dos entrelazaban y desenredaban sus manos, jugando un juego del que la señora Klose sólo fue testigo, sin poderlo comprender. “No tienen miedo”, pensó.

—Bajate —escuchó que ordenaba por segunda vez Betty Ruth.

Entonces el semáforo cambió de color, el taxista metió la cabeza por la ventanilla y apretó el acelerador. Betty Ruth se llevó una mano a la entrepierna, como si tuviese escondida una piedra que pudiera sostener y tirar. Luego cruzaron la calle, caminaron un par de metros en silencio y Betty Ruth le dijo a la señora Klose que la disculpara, pero que se tenía que ir.
Esa misma noche, el hijo profesor de la señora Klose iría a comer a su casa. La señora Klose pensó que podía contarle eso que le acababa de pasar. Pensó en cómo contarlo. Se dio cuenta, entonces, que nunca les había hablado de Betty Ruth.
Ni el hijo mayor ni Felipe fueron esa noche a comer. La señora Klose se calentó un poco de comida mientras encendía la estufa y prendía el televisor. Se descalzó, pero como el piso estaba demasiado frío se volvió a calzar. Pensó: “quizás no tengo que limpiarlo” y “por qué no caminar en medias”. Y como en la televisión no había nada interesante, como en la casa no había casi nadie y el hogar se sentía cálido y la comida había estado suficientemente bien, la señora Klose deslizó su cuerpo en el sillón: las plantas de los pies en la parte donde solía apoyar la cabeza, una frazada cubriéndola. Dejó encendido, pero en silencio, el televisor. Adentro, una mujer hacía gestos con la cara, movía para todos lados las manos. Después, un hombre hacía exactamente lo mismo, complementando a la mujer. Mucha gente aplaudía y luego dos personas sentadas una al lado de la otra señalaron algo en una habitación, se agarraron de la mano y, tímidamente, se comenzaron a besar.

La señora Klose se quedó entredormida. Soñaba y pensaba durante el sueño al mismo tiempo. Estaba en el sendero de una montaña. A la montaña no la conocía, pero se parecía a una de las sierras a las que había viajado algunos años atrás. El sendero corría sucesivamente hacia abajo y hacia arriba. La señora Klose caminaba, pero en una parte se abrió el precipicio blanco, lleno de agua, un precipicio enorme ante el que tuvo que frenar. Sabía que estaba durmiendo y que como era un sueño no se tenía por qué detener. Pensaba, además, que sabía nadar, y que la práctica en la pileta del club le había permitido recuperar algo de estado. “Puedo hacerlo”, pensó. Entonces saltó al precipicio, se sumergió en el aire de agua helada y empezó a nadar. Si alguien o ella misma se hubiese preguntado en el sueño por qué nadaba, no hubiese sabido qué responder. Si le hubiesen preguntado dónde se dirigía, la señora Klose se hubiese dormido completamente, repitiéndose dos o tres veces que no tenía miedo y que iba más allá de la colina, detrás del montón.
De repente el sonido de un timbre la despertó. Se levantó de golpe, tirando la frazada y levantando los pies, y miró el televisor mudo, que todavía funcionaba. Buscó el control remoto y lo apagó. Hubiese mirado la hora, pero el timbre seguía sonando. La señora Klose se sentía mareada. Muy mareada. Igual se acercó a la puerta y, sin preguntar quién era, empezó a abrir. No había absolutamente nadie ni nada. Sólo el alumbrado público, el olor de la calle, el frío propio de la estación. Felipe apareció, casi desnudo, detrás de ella, en el marco de la puerta del comedor.

—¿Hola, quién es? —preguntó Felipe, levantando el tubo.

Habló sólo dos o tres palabras y después le gritó a la señora Klose, quien cerraba la puerta y todavía trataba de entender.

—Es para vos, mamá.

Cuando la madre de la señora Klose estaba viva, a veces llamaba por teléfono a cualquier hora de la madrugada; pero esa mujer ya no estaba viva, no podía ser ella. Quizás eran de la televisión. Mientras agarraba el teléfono, se corría el pelo de la cara y recuperaba la conciencia, la señora Klose se dio cuenta de que era demasiado tarde. Las dos, las cuatro, o las tres.

—¿Aló? Del otro lado, un jadeo. —¿Aló? —repitió. Nada. —Soy yo, Betty Ruth —le dijo la voz. El hijo de la señora Klose se rascaba los genitales en el

marco de la puerta del comedor. Estaba casi desnudo y había empezado a padecer el frío: tenía la piel de gallina y un brazo cruzado con el que se cubría el torso. Miró a su madre como si fuera su madre, como si no se estuviera por morir pero pronto debiera hacerlo, luego cerró la puerta del pasillo de un portazo y se fue a acostar.

—Soy yo, Betty Ruth... —todas las palabras, en ese momento, parecían cosas con una segunda oportunidad.
—Es que necesitaba hablar —le dijo. Y la señora Klose empezó a entender.

Las noches de los martes y las noches de los viernes, cuando ninguno de los hijos estaba, Betty Ruth llamaba a la señora
Klose desde su celular. Los viernes, en general, no tenía hora de llamada. Ruth salía con amigas o alguna persona que había conocido a fiestas, iba a bailar, a clases de tango, de salsa, de francés, o estaba de viaje, pero siempre, sin importar la hora, llamaba a la señora Klose. Hablaban de técnicas de natación, de las personas nuevas que usaban la pileta olímpica, la señora Klose siempre le preguntaba a Ruth si había enfrentado otra vez a algún taxista, a lo que invariablemente Ruth decía que no y se reía. Hablaban de la historia emocional de Betty Ruth, que al mismo tiempo que pedía consejos recomendaba con seguridad qué debía hacer y a cambio la señora Klose escuchaba, siguiendo con preguntas apenas intercaladas el ritmo y el tono propios a Betty Ruth. Si, en todo caso, la situación se invertía y era Ruth la que preguntaba algo, entonces la señora Klose hablaba, con tono esquivo, algo melancólico y simplón. Le contaba de las cosas que había visto en la televisión, de la vida de sus hijos, principalmente el menor, incluso llegó a contarle un poco sobre el marido de sus hijos y el viaje que habían hecho, hacía demasiado tiempo, a Uruguay. “Siempre fue nuestro sueño ir a Hawai, pero era muy caro y entonces, como sonaba tan parecido, elegimos ir ahí”. Y cuando decía esto, era como si algo pequeño y pesado se fuera distanciando de su cuerpo y el cuerpo que era ella y que ahora quedaba se sintiera un poco más aliviado y respirara mejor. “No tengo miedo”, se dijo.

—¿Qué? —preguntó inmediatamente Betty Ruth.

La señora Klose había dicho lo último en voz alta, sin darse cuenta. Pensó otra vez en el sueño, aquel sueño que la primera vez que Ruth la había llamado no había podido comprender. Lo había olvidado, aunque no del todo, porque ahora se encontraba, nítido, allí. “Aquella vez que llamaste tuve un sueño”, le hubiese encantado decir a la señora Klose. Pero, otra vez, Ruth hablaba, mientras se hacía cada vez más intenso el ruido de voces superponiéndose detrás. La señora Klose le preguntó qué pasaba de aquel lado; Betty Ruth explicó algo acerca de un pueblo, un fin de semana, un animal llamado tatú carreta que parecía un felpudo llevando un escorpión, y habló un rato de la fiesta en la casa de un pintor que se había hecho famoso retratando gente desnuda a través de una cámara web. Era genial, explicaba Betty Ruth, el tipo estaba imitando a los viejos pintores de antaño desde una tecnología moderna. Además, dijo, era probable que esa semana le tocara a ella y entonces no se vieran en la pileta del club: a esa hora ella estaría ocupada y no podría ir. Después empezó a despedirse. Eran las cinco o las seis de la madrugada. Era viernes. La señora Klose colgó el teléfono y pensó “ha pasado todo el invierno”, y “el día que la conocí dejé la casa a las 12:03”.

Después cerró los ojos y trató de descansar.

Temprano en la mañana, el martes siguiente, la señora Klose desistió del proyecto de ir a natación. Esa noche estaría muy ocupada, cocinando para Felipe y su nueva compañera de habitación. La última vez que su hijo menor había vivido con alguien en la casa, había sido a una muchacha vestida de negro con un escote demoledor. Tenía, entre las dos montañas del escote, una cruz puesta al revés. Durante la primera cena que compartieron los tres juntos, la muchacha había comido poco, moviendo los cubiertos sin ganas, como si la comida fuese algo que se debiese enterrar. No encontraron tema de conversación y, en un momento, Felipe encendió el televisor. La chica se movió sutilmente hacia el sillón donde estaba Felipe, se sentó en el apoyabrazos y lo abrazó. Quizás era rara, quizás no podía hablar, quizás tenía un gusto desmedido y desproporcionado por el negro, quizás caminaba como un cascarudo; pero al ver como la yema de los dedos acariciaban la nuca de su hijo menor, la señora Klose sintió algo parecido a la alegría y la piedad. La pareja a veces dormía en la casa de la señora Klose: no hacían ruido y apenas si salían del cuarto. Eso fue antes de que Felipe empezara a trabajar. La muchacha pálida de ropa negra se llamaba Flor, era un nombre muy lindo. Una vez, la señora Klose, dormida frente al televisor, la vio salir de la pieza. Caminaba despacio, con una sábana en la cintura, sin ropa negra, sin nada en absoluto, salvo la sábana, sus dos grandes montañas y la cruz. Parecía frágil, brutal y pequeña. Algo sin nombre que recién en ese momento, a medio despertar, y cerca del amanecer, empezaba a crecer. En la semana siguiente, Florencia y Felipe tuvieron algún tipo de problema grave: discutieron siete horas, sin parar. Estaban en el comedor, ella abría y cerraba su computadora. La señora Klose tuvo que retirarse e intentar dormir. Trató de recordar las palabras de la última discusión que había tenido con alguien: con su hijo mayor, con la vecina, con su esposo. Pero no pudo recordar nada. Después de eso, Florencia desapareció. Felipe salió inmediatamente a buscar trabajo. Lo encontró y eso trajo un poco de alegría renovada para la casa y la señora Klose. Cuando le contó el proyecto de salir de viaje, la señora Klose pensó dos cosas: “No tengas miedo”, y “Sí”. Pero no dijo nada. Había empezado a creer, con los años, que a veces era mejor no decir lo que pensaba, porque las palabras dicen lo que dicen pero también sucede al revés.
El martes a la mañana, la señora Klose desistió de su habitual proyecto de ir a natación. Esa noche le haría de cenar a su hijo Felipe junto a su nueva compañera de habitación. “¿Cómo es ella?”, le había preguntado una vez Betty Ruth cuando, mientras hablaban por teléfono, la pareja llegó. “No sé”, dijo la señora Klose. “¿Cómo que no sabés?”, insistió Betty Ruth. “Comparala con alguien”. La señora Klose se quedó callada, mirando. Vio primero la ropa de la supuesta nueva novia de su hijo menor, pero eso no le sugería nada. Miró las manos, las formas en que se anclaban y apretaban el cuerpo de Felipe; pero su hijo no salía nunca en televisión. “Ella”, pensó la señora Klose, “me hace acordar a alguien”.

—Es parecida a vos —le dijo entonces a Betty Ruth.
—Pero yo estoy acá... y hace mucho tiempo que no me cojo a tu hijo —respondió del otro lado de la línea la voz intensa y divertida de Betty Ruth.

La señora Klose se quedó muda. El teléfono, sonoro y quieto, en su mano arrugada y blanca. Del otro lado de la habitación, el hijo menor y una muchacha sentada, con ropa naranja y verde, esperaban a que se cortara la comunicación. Si hubiese pensando en algo, hubiese pensado en un dios alemán, con un gran martillo, que a pesar de que no existía partía, con su martillo enorme, el mundo en dos.
Y, sin embargo, llegado el martes al mediodía la decisión de la señora Klose cambiaba otra vez: no prepararía nada demasiado complejo para cenar. Compraría parte de la comida, la otra parte la haría rápido. Nada artesanal, compras combinadas, un resultado sencillo, digerible y aceptable. Tomó el bolso con la ropa y partió apresurada al club de natación. En el camino el suelo estaba mojado, el cielo estaba cargado de nubes y poca gente transitaba por las calles. Vio a algo parecido a una gitana correr para esconderse debajo de un edificio cuando empezó la lluvia. Vio a los chicos de la escuela situada en la esquina de la avenida, esperando detrás del enorme portón, con carpetas llenas de hojas blancas cubriéndoles las cabezas y los ojos casi escondidos mirando hacia adentro y hacia afuera. Los taxis iban y venían, todos demasiado rápido, siempre llenos, pegando bocinazos. A veces alguno se paraba cerca del cordón, tratando de no salpicar agua, y una persona se lanzaba adentro, como si se zambullera en una pequeña pileta de natación.
En un momento del camino, la señora Klose giró en la dirección opuesta. Quizás era un fantasma, aunque hubiese creído ver al taxista que aquella vez Betty Ruth insultó y que ahora la miraba fijo, pasando con el taxi cerca de ella. Veinte minutos más tarde ya estaba de vuelta en la casa. Puso en orden los objetos del comedor, encendió la tele y se apoyó en la punta de la mesa. Tenía tanto tiempo que haría algo bueno de comer. En la televisión hablaban del orden de las cosas, de que el país se iría al demonio, y pronosticaban lluvia otra vez.
Por la noche Betty Ruth no llamó. Después de mucho tiempo, casi todo el invierno helado, era la primera vez que ella no llamaba. Siempre llamaba de celulares diferentes y por lo tanto la señora Klose no tenía nada que hacer. El hijo llegó solo a comer. La madre no hizo ninguna de sus preguntas típicas de madre porque estaba cansada, tenía sueño y pocas ganas de hablar. Felipe, sin embargo, habló.

—No tengo plata suficiente... Pero me quiero ir —dijo.

A la mañana siguiente, tanto ella como él se despertaron un poco enfermos. Debía ser el frío, el cambio en el tiempo, la humedad. El hijo se quedó en casa sin ir al trabajo. Estaba particularmente comunicativo.

—Soñé —le dijo— que saltaba por el techo de una casa y luego de otra y luego corría a través de una montaña. La montaña subía y bajaba, era rara, como si no tuviese cima, sino un lugar hacia el que teníamos que correr. Estábamos vos, yo, papá, una amiga tuya con una media en la cara y tu hijo mayor. Después ustedes desaparecían y yo llegaba a una parte donde no había nada. Nada, sólo el aire y la luz. Mis pies descalzos, sucios por la tierra, y más adelante eso, un precipicio blanco y enorme. Cuando tomé la decisión de darme vuelta y no saltar, escuché un grito horrible, que venía de muy lejos, y que se parecía mucho a tu voz.

La señora Klose casi no escuchaba a su hijo, porque estaba pensando en el teléfono, en el volumen y el timbre con el que solía sonar.
El miércoles a la noche, Betty Ruth tampoco llamó. El jueves y el viernes, menos. El sábado y el domingo no pasó nada, otra vez. El lunes la señora Klose y su hijo ya se sentían mejor. El hijo volvió a trabajar y la señora Klose preparó sus cosas para salir, el mediodía siguiente, hacia la pileta de natación. Durante la madrugada la llovizna había parado y la noche era un lugar oscuro y claro donde se podían contar las estrellas, una brillando al lado de la otra. Un perro ladraba y otro respondía, un poco más lejos. “Me voy a morir y seguirán ladrándose uno al otro”, pensó. La señora Klose pensaba en esto, en su esposo y en su madre, que ya no estaban, en el cambio de horarios que había decidido para la pileta de natación, en su cumpleaños, que lentamente se acercaba y que rápidamente iba a pasar.
Pasada la medianoche, llamó Betty Ruth. —Hola, soy Betty Ruth. Ya hicieron mi retrato —dijo. La señora Klose tenía agarrado el auricular como si fuese un animal adormecido y salvaje que estuviese por abrir los ojos.

—Hola, señorita del dios alemán —dijo animada la se- ñora Klose.
—Hola —contestó Betty Ruth.

En esa ocasión no hablaron mucho. Betty Ruth contó que estaba del otro lado de las sierras, en un pueblo tan pequeño que parecía una habitación, viviendo sus días junto a varios artistas.

—No voy a estar mucho tiempo acá —le dijo. La señora Klose apenas sonrió.
—Vamos a irnos con mi novio de viaje por la cordillera. Quizás incluso nos quedemos un tiempo allá. Él quiere pintar la foto que su computadora tomará de la cordillera. En fin, quería contarte que no voy a ir más a natación. Y mandarte saludos.

La señora Klose escuchó todo lentamente mientras decía “Suerte”, “Sí”, y “Gracias”, sin siquiera detenerse a pensar.

Se formó un silencio incómodo, luminoso, casi irrompi- ble, un silencio helado y líquido.

—¿Cómo es él? —preguntó abruptamente la señora Klose. Betty Ruth parecía estar demasiado apurada como para dar algo de información.
—Ojos celestes, labios carnosos. Flaquito —explicó.

La señora Klose se quedó con las palabras saliéndole de la boca justo cuando del otro lado se cortaba la llamada.
El mediodía siguiente llegó temprano a la pileta de natación. Quizás por el cambio en el clima, quizás por la hora, había mucha gente. Un grupo de chicos nadaba sin parar de uno a otro lado de la pileta. Gritaban cosas y parecían llenos de energías, deseos y felicidad. La señora Ruth se instaló en un rincón de la pileta y empezó a hacer la plancha. Allá estaba el techo blanco y detrás del techo el sol y su hijo juntando dinero para irse de casa. “No tengas miedo”, pensó.
Pasados sólo quince minutos salió de la pileta y se fue a cambiar. Un grupo de niños pasó corriendo a un grupo de chicas que iban de un lado al otro por el borde de la pileta. Cuando uno de estos quiso esquivar el cuerpo de la señora Klose, resbaló y se cayó. Luego de pegar un grito de dolor bestial, con la cara en el piso y la mano de la señora Klose sobre su hombro, el niño dio vuelta la cara y mostró la dentadura llena de sangre: tenía un par de dientes quebrados en la parte superior. La miró directamente a los ojos y rompió a llorar.

—Fue la montaña, fue la montaña, fue la montaña —gritaban los chicos, parados alrededor mientras el lastimado salía corriendo hacia el baño.

La señora Klose sintió cómo sus dedos se agrandaban, palpitando a un ritmo estruendoso y su mano se hacía pesada, vieja y enorme. Si nada de eso hubiese pasado y, en cambio, esa noche hubiese podido dormir, habría soñado con el otro lado de un precipicio en una montaña nevada donde el más grande de sus hijos, sentado al lado de un dios alemán, le decía: “Finalmente la señora Klose pudo enamorarse por décima vez”.


Pablo Natale
Nacido en la ruta interestatal Córdoba-Rosario en la década de los ochenta, Pablo Natale es autor de Un oso polar, Vida en común (Editorial Nudista, 2011) y la nouvelle Los Centeno(Editorial Nudista, 2013); también ha participado en las antologías 'Es lo que hay' (Babel, 2009), Hablar de mí (Lengua de Trapo, 2010) y Córdoba Cuenta (Comunicarte, 2010). En la actualidad coordina talleres de escritura, colabora en suplementos culturales y es integrante de la banda argentina Bosques de Groenlandia.
Fuente: eternacadencia.com - compartelibros.com - Foto: niapalos.org

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