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viernes, 13 de mayo de 2016

IBARRECHEA: EL HONORABLE SEÑOR MIÑÓZ

Me decía la doctora  Norma Herrera, del hospital de este pueblo, que la parálisis facial que sufría la señora Evangelina del Rosario Cárdenas, era un trastorno neuromuscular causado por una lesión en las vías motoras y sensoriales del nervio facial, y que a ella le ocasionaron una alteración del movimiento en los músculos del rostro, en la secreción de saliva, lágrimas, y en el sentido del gusto. Mire -me dijo-, la rapidez de su aparición, el curso y la evolución dependen de factores como, el lugar de la lesión del nervio y de las causas que derivaron el trastorno.
Le pregunté cuál era el motivo, para ella, de la aparición de ése trastorno, y qué medidas se tomaron en este hospital. 
Este trastorno ha tenido un inicio repentino -dice golpeando un lápiz sobre el escritorio gris del consultorio-, dado que la mayoría de los pacientes se da cuenta de sus síntomas al despertar, se cree que su inicio ocurre y progresa cuando los pacientes se encuentran dormidos. Puede ser precedido por dolor en la región del pabellón auricular, o por situaciones de estrés, por ansiedad y por depresión. Por suerte, su marido, el señor Miñóz, actuó rápidamente al verla en ese estado, la trajo inmediatamente, porque la debilidad muscular completa es alcanzada en un plazo de dos días aproximadamente. Siempre la evolución clínica es diferente para cada paciente, porque influyen el tratamiento y las técnicas de rehabilitación empleadas para la recuperación. Y ella lo sufrió en el nervio facial bilateral, es así que fue derivada a Córdoba para su mejor atención. El señor Miñóz, no tenía el dinero suficiente para costear aquellos gastos, en aquel momento, pero estuvo constantemente a su lado.

Vea -me dice doña Mónica Tavella, enfermera jubilada-, ella se fue recuperando bien, nos ayudaba, nos entendía, solo que le costaba mucho hablar y caminaba muy despacito, muy despacito. Pero hicimos un buen trabajo y el señor Miñoz fue muy generoso con nosotras, nos pagó bien, muy bien. Esto que le voy a decir es un secreto, nosotras sabíamos que ella estaba mejor de lo que aparentaba, y también tuvo la suerte de tener un marido excelente que la hacía bailar aun estando ella en la silla de ruedas. Vea, la sacaba por la galería, los dos iban y venían escuchando música y bailando salsa. Creo que fueron generosos con mucha gente, muy generosos los dos, porque ella entendía perfectamente lo que él le decía y asentía o negaba según la conveniencia. No, no. los hijos no iban a ayudarla. Pero era tan lindo verlos bailar en la galería... tan lindo.

El señor Miñóz y la señorita Cárdenas, contrajeron matrimonio en las oficinas del registro civil el veintiocho de junio del año 1966, cuando las portadas de los diarios anunciaban en grandes títulos el derrocamiento del presidente constitucional Dr. Illia y la asunción del teniente general Onganía -me dice Ismael Llanes, un vecino que otrora llegó a ser empleado de ese Registro y compañero bochófilo del señor Miñóz-. Fue así, un casamiento triste, entre murmullos, miedos y congojas políticas, ya que los diarios mostraban los siguientes comunicados del nuevo gobierno: Que se había procedido a la destitución del presidente y vicepresidente del país y de los gobernadores y vicegobernadores de las provincias. Que se había resuelto la disolución del Congreso de la Nación y de las Legislaturas provinciales. Que se separaban de sus cargos a los miembros de la Corte Suprema de Justicia de la nación y del procurador general del Tesoro. Se anunciaba la disolución de todos los partidos políticos que había. Que se ponía en plena vigencia el estatuto revolucionario. Que se fijaban los objetivos de esa revolución. Y que se designaba presidente de la república al teniente general Juan Carlos Onganía. 

No hubo fiesta, tampoco el sábado siguiente, después de la boda por Iglesia. La "Luna de miel" duró apenas cuatro días, pues fueron expulsados del hotel donde estaban alojados por las autoridades intervinientes del sindicato, en un predio cedido por el general Perón en las sierras de Córdoba. Volvieron a este pueblo, alquilaron la casita que está en Libertador y Francia, y a todos los muebles que ya tenían, les agregaron algunos electrodomésticos comprados mediante créditos en "Casa Ruiz" allí frente a la plaza y continuaron con sus labores. La señora Evangelina era maestra, de esas que formaban a los alumnos para enfrentar de la mejor manera posible la vida, ella socializaba, moralizaba, disciplinaba. El señor Miñóz era en aquel tiempo el más honrado repartidor de sodas. Tuvieron dos hijos, el varón nació en enero de 1968. La hija en Marzo de 1970 y por prescripción médica no tuvieron más, pues ella no gozaba de buena salud. Si señor -me dice-, son los que ahora andan con abogados discutiendo la posible herencia de juzgado en juzgado.

Vivían con lo justo, vestían bien, ella era muy delicada, de buen gusto, era la que compraba la ropa para ella, para su marido, y la de sus hijos. Siempre que venía alguna orquesta típica o esas de cuartetos tradicionales al club, ellos concurrían y bailaban toda la noche. En varias oportunidades les he cuidado a los niños. cuando eran niños, no la porquería que son ahora -Así me cuenta la señora Dolores Tello, que vive en la calle Batalla de Tacuarí, al fondo-. Mire, ella tendría setenta años ahora, porque las dos éramos de la misma edad, fuimos juntos a la primaria, nada más que yo no terminé el colegio secundario porque, como era antes ¿vio? los padres nos mandaban a trabajar, usted sabe. Ella supo contarme de esos crueles ataques de fiebre que le aparecían en las noches y que muchas veces eran calmados simplemente por una suave caricia que le ofrendaba el señor Miñóz, espantándoles las malas criaturas de sus pesadillas. Cuando a ella le dio ese ataque cerebral llevaban cuarenta años de casados, imagínese, hoy los jóvenes no llegan a cuarenta semanas juntos y cuando el señor Miñóz la lleva de viaje a conocer el mundo, tendrían unos cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años de casados. Nunca vi a una pareja tan unida, tan compañera, no se si realmente estaban enamorados, si, muy unidos.

Cuando volvieron de Córdoba, en el auto de ellos, Evangelina bajó en silla de ruedas, silla que el mismo señor Miñóz empujaba. Ella tenía la cabeza inclinada hacia el costado izquierdo y las piernas juntas, bien juntas las rodillas. Todos los vecinos sabíamos de su llegada y estábamos casi todos los del barrio, algunos ex alumnos de la señora y algunos bochófilos compañeros de él, pero sus hijos no estaban. Una que tenía que hacer no se bien qué cosa en La Rioja y el otro que tenía que remolcar un auto que se había roto en la ruta y como tiene taller mecánico, justo lo habían llamado, dicen que dijo -aclara la señora Dolores que toma el fresco de la tarde sentada en la vereda de su casa-. Mire, es algo así como que los hijos van perdiendo categoría, quiero decir que sin llegar a dejar de ser hijos, pasan a ser: "la que sale con fulano", "la novia de Mengano", "la casada con Perengano" y lo mismo para los varones, es muy raro que sean llamados como "el  hijo de tal" o "el hijo de zutano", si, creo que pierden categoría a medida que pasamos a ser una carga que no desembolsa dinerillo y se independizan, o creen hacerlo. 

Luego me cuenta que: con mi fallecida hermana Clara, que vivía a tres casas más allá, les habíamos limpiado y arreglado la casa, que es hermosa, un palacete que compraron con créditos del banco Hipotecario, y que tenía un patio lleno de árboles frutales. A sus alumnos, les llevaba bolsas cargadas con mandarinas, granadas, peras, manzanas verdes y naranjas. Por ahí, había veces en que las enfermeras no podían venir a cuidarla, me llamaban a mi. ¡Ay Dios mío, porqué lugar de África andarán, Cielo santo!

Si, yo lo recuerdo a Miñóz caminando por las calles del centro, siempre de traje, con las manos en los bolsillos, mirando vidrieras, con el sombrero medio ladeado para la derecha, como era su costumbre de toda la vida. Lo recuerdo comprando siempre una florcita para su mujer en lo de Andrés. Lo recuerdo acá, sentado en esta misma mesa, contando historias como la de Ulises, atado al mástil de su barco para no sucumbir ante el llamado de las sirenas. De sus conclusiones sobre que fue lo que hablaron Bolívar y San Martín cuando se encontraron esos dos grandes libertadores. O por donde presumía él, que habría andado el gaucho Martín Fierro después de matar al negro, cosas así hablaba -me dice Juan Maineri, el que ahora es presidente del Atlético-. Una vez, nos contó que fue a visitar a la cárcel a un tipo que sabe andar por aquí, uno medio borrachito, el tal Diógenes Loyola que dice que en agradecimiento por su visita le tiró un dato, un número que tenía que jugar en la lotería, pero no nos dijo qué número era.

Don Aldo Cuello, el dueño de la gomería que está en la ruta, cerca de la estación de servicio, nos mira, deja el diario doblado en la mesa, nos pide que le prestemos atención y a cambio, nos dice que nos va a contar un secreto.

Nos cuenta de que, en cierta ocasión, después de jugar a las bochas, vienen a este mismo bar, Miñóz y él a tomar un cinzano con limón y a comer unas milanesas picadas con papas fritas. Nos dice que Miñóz les pagaba a dos enfermeras, una durante el día, y la otra a la noche, para que estuviesen atentas, la cuiden, la mediquen y le hagan los masajes correspondientes a su señora Evangelina, porque con su hija y sus nietas no podían contar para nada, y menos con el vago aquel que estafó a medio mundo para poner el taller de autos. Bueno, a lo que quiero llegar es que él me contó que quería tener relaciones sexuales. Con su mujer, claro, no podía. Así es que, me dice que había decidido viajar lejos, donde nadie lo conozca y que dada las circunstancias, Dios lo iba a perdonar y que eso mismo también decide decirle a Evangelina, su señora, porque ella lo entendería y a eso lo iba a comprender. ¡No hagas eso loco! ¡La vas a matar de tristeza! Le dije. Y le dije que si lo quería hacer, que lo haga callado la boca. Lo que se, es que bajó la cabeza y me pareció que lloraba. Miñóz lloraba de vergüenza, señores.

Después viajó a Buenos Aires, como a los quince días de aquella noche de milanesas, fue a buscar unos remedios europeos que habían sido autorizados por el Ministerio de Salud, para que entren al país. Se habrá ido un lunes y volvió más o menos el jueves o viernes de esa semana. Trajo los remedios y llamó a las enfermeras para leerles las instrucciones de cómo administrarlos según el médico de Buenos Aires, ah, y las flores de los días en que estuvo ausente. Pero me contó que intentó estar con una mujer, me dijo que no quería que fuese cualquier mujer, una de la calle no, y que esas mujeres medias livianas tampoco. Me dijo que quería una mujer común, que viva sola, sin compromisos, pero que le brinde amor por una noche y que sepa que era por esa noche, nada más. Miñoz consideraba  que se trataba de una tarea difícil, pero me contó que los hechos de desarrollaron de la siguiente manera -nos hace señas que nos acerquemos y nos hace jurar que no le contemos esto a nadie, a nadie más (juramento que cumplí hasta hoy)-.

Miñóz me dice que llegó a Retiro a eso de las siete y media de la mañana, que tomó un taxi y fue al Ministerio, que allí le dijeron que ahí no era, que tenía que ir no se bien adónde, pero que era cerca y debía caminar por dónde le indicaban los porteños, en el camino entró a un bar, más que nada para orinar y pidió un café, después siguió hasta la dirección que le dieron. Me contó que lo hicieron pasar a una oficina y que le cuestionaron porqué venía él, cuando en realidad, ellos debían mandarlo a Salud de la Provincia, que Salud de la Provincia, debía llamar a su Obra Social, que su Obra Social debía contactarse con el médico tratante y que éste debía llamarlo a él para coordinar la fecha de entrega y las aplicaciones. Le dijeron que se vuelva, que eso como él lo había hecho no era para nada aceptable. Yo no lo he visto, nadie lo ha visto, pero supongo que debió haber agarrado su bolso, y el sombrero entre sus brazos y debe haber llorado, debe haber llorado de bronca.

Miñóz eso no me dijo, pero quienes lo conocemos, aquí todos, quienes realmente lo conocíamos, sabíamos de su humildad, de su sensibilidad. Pero me dijo que entonces, mientras él estaba tratando de explicar que la carta que le enviaron la había enviado el ministerio a su dirección y con su nombre. Entonces, una funcionaria que estaba cerca escuchando la conversación, pidió hacerse cargo de la situación, me dijo que tomó los papeles, los estudió y que fue a hablar con algún superior, seguramente, pues al poco tiempo apareció con las cajas de medicamentos y que se los entregó. Pero el asunto no quedó allí, dice que después salieron a tomar un café y entre palabras y más palabras quedaron en seguir conversando por la noche en el departamento de ella, que vivía sola, que cenaron con un fino vino tinto y luego se acostaron a dormir juntos, con total naturalidad, como si siempre lo hubiesen hecho.

Qué me dicen, el honorable señor Miñóz, tenía una mujer desnuda a su lado, que no era su esposa Evangelina, en cuarenta y dos años de matrimonio -El mesero se acerca, Juan pidió un coñac, yo un whisky doble, Aldo otro café bien cargado. Tomamos las bebidas en silencio mientras en el televisor repetían un gol de River Plate. Aldo sigue hablando-.

Él me juró que no pasó nada, que no hicieron el amor, que no hubo sexo, que ella, una divorciada de unos cincuenta y pico de años, le dijo que solo quería que la abrazase para compartir sus penas, sus guardados llantos y que abrazados, se durmieron. Se durmieron desnudos, juntos, apretados el uno contra el otro, que eran dos desconocidos con el alma hecha pedazos, con él acariciándole los cabellos y ella apoyando la cabeza en su pecho. Me contó que al otro día desayunaron y salieron, ella a trabajar y él a buscar el pasaje de vuelta, contentos, como dos niños que salen juntos al recreo desde el aula.

Y aquí viene lo mejor, me dijo que caminando por una de esas calles, compró un billete de lotería, que decidió esperar la jugada de la noche en un hotel de Retiro y que en un canal de televisión vio su número completo en primer lugar. Me dijo que no lo podía creer, que debía haber un error. La cuestión es que la suerte estuvo de su lado y que las tentaciones jugaban en su atormentada mente. Era una cosa que no lo dejaba dormir. A la mañana siguiente, decidido, fue preguntando dónde quedaba el edificio de la Lotería y que llegó caminando a cobrar, que lo tuvieron por cerca de dos horas adentro y que luego hizo hacer una transferencia a sus cuentas en el banco de la provincia, pero en la sucursal de la ciudad de Córdoba, con todos los impuestos descontados que correspondían.

Me dijo que miraba los noticieros de la televisión que estaban filmando y entrevistando a los dueños de la agencia donde él había comprado el número, pero que explicaban que no podían reconocer a la persona ganadora. Miñóz no dijo nada a nadie. Excepto a mi, dos días antes de marcharse. En esos cuatro meses mantuvo un austero silencio, hasta que llegaron sus pasaportes y una serie de pasajes. Entonces hizo donaciones a la escuela Rosario Vera Peñaloza, a la Sarmiento y a la de Las Adoratrices, escuelas donde trabajó Evangelina y que cumplieron con el pacto de no darlas a conocer hasta que él no haya viajado. Supimos que pagó deudas de su hijo y que algo le compró a su hija que se acababa de separar del marido Riojano, y con varios millones de pesos se fue a dar la vuelta al mundo con su mujer, que a duras penas caminaba.

Finalmente se fueron un día domingo, pero antes -acota Juan-, estuvo el sábado en el club. Sin saber nada de nada, lo vi entrar con su traje gris oscuro, llevaba un pañuelo color bordó en el cuello y de uno de los bolsillos sacaba unos caramelos que les convidaba a los pibes que estaban pegados al alambrado mirando el partido. Era el mismo tipo de siempre. A la mañana siguiente, nos enteramos que se iban de paseo. 

La casa aún permanece cerrada por decisión de la Justicia, parece que hay un testamento que habla de ello. Delante de testigos y de buena Fe, a mi me dejó el auto -dice don Aldo-, un VolksWagen que tengo guardado en la gomería y que hoy es visitado por decenas de curiosos. Dicen, las personas que vienen a verlo, que es el auto del millonario desaparecido en la selva. Lo tengo sobre tacos, para que no se arruinen las cubiertas.

Recuerdo que entre el chófer del auto contratado, los dos policías de custodios y algunos allegados, subieron y sentaron a la señora Evangelina, en el asiento trasero -dice Juan-. 

Era una limusina -acota Aldo-, que los llevaba al aeropuerto de Pajas Blancas. Cuando se puso en marcha sacamos algunos pañuelos para despedirlos, Miñóz se asomó por la ventanilla y nos despidió a todos levantando las manos y sacudiendo el sombrero. 

En el transcurso de un año, recibimos fotos postales de ellos dos juntos en España, Italia, Grecia, Francia, Bélgica, Egipto, Marruecos, Mali y Burkina Faso. Después nadie supo más nada, ni sus hijos, ni los consulados, ante quienes se pidió un informe. Según supimos después, por la radio y la televisión, Interpol tiene un dato, dicen que ellos se movían en avionetas particulares contratadas, aparentemente. Dicen que hay vuelos clandestinos o no denunciados desde y hacia Sierra Leona, dicen eso. Otra, parece que hay un extranjero armado con un fusil de asalto ruso entre las tropas de no se qué Tribu, y lanzaron una versión que dice que hay una señora que enseña español en el medio de la selva, y que los datos que tienen serían coincidentes. Algo de no creer.

Yo los recuerdo así, allá por el año 67 ó 68, ellos estaban sentados en una mesa del club, actuaba el "Cuarteto Leo", y en el primer "pasodoble" de la noche, él se paró, se inclinó ante su esposa, se quitó el sombrero y con una reverencia, la invitó a bailar -dice Juan Maineri-. El honorable señor Miñóz y su esposa, bailaron toda la noche, bailaron como si estuviesen envueltos en un halo de luz.



José Antonio Ibarrechea
Escritor
Córdoba, Argentina
Cuento extraído del "Cuaderno de las malas noticias"





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