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viernes, 17 de abril de 2015

YA NO TENEMOS QUIÉN NOS ESCRIBA

Pequeño homenaje al escritor EDUARDO GALEANO
I

EL VIENTO EN LA CARA DEL PEREGRINO
Edda Armas me habló, en Caracas, del bisabuelo. De lo poco que se sabía, porque la historia empezaba cuando él ya andaba cerca de los setenta años y vivía en un pueblito bien adentro de la comarca de Clarines. Además de viejo, pobre y enclenque, el bisabuelo era ciego. Y se casó, no se sabe cómo, con una muchacha de dieciséis.
Dos por tres se le escapaba. No ella: él. Se le escapaba y se iba hasta el camino. Ahí se agazapaba entre los árboles y esperaba un ruido de cascos o de ruedas. El ciego salía al cruce y pedía que lo llevaran a cualquier parte. Así lo imaginaba, ahora, la bisnieta: en ancas de una mula, muerto de risa por los caminos, o sentado atrás de una carreta, envuelto en nubes de polvo y agitando, jubiloso, sus piernas de pajarito.

CIERRO LOS OJOS Y ESTOY EN MEDIO DEL MAR
Perdí varias cosas en Buenos Aires. Por el apuro o la mala suerte, nadie sabe adonde fueron a parar. Salí con un poco de ropa y un puñado de papeles. No me quejo. Con tantas personas perdidas, llorar por las cosas sería como faltarle el respeto al dolor.
Vida gitana. Las cosas me acompañan y se van. Las tengo de noche, las pierdo de día. No estoy preso de las cosas; ellas no deciden nada. Cuando me separé de Graciela, dejé la casa de Montevideo intacta. Allí quedaron los caracoles cubanos y las espadas chinas, los tapices de Guatemala, los discos y los libros y todo lo demás. Llevarme algo hubiera sido una estafa. Todo eso era de ella, tiempo compartido, tiempo que agradezco; y me lancé al camino, hacia lo no sabido, limpio y sin carga.
La memoria guardará lo que valga la pena. La memoria sabe de mí más que yo; y ella no pierde lo que merece ser salvado. Fiebre de mis adentros: las ciudades y la gente, desprendidos de la memoria, navegan hacia mí: tierra donde nací, hijos que hice, hombres y mujeres que me aumentaron el alma.

¿POR QUÉ LLORAN LAS PALOMAS AL AMANECER?
Porque una noche un palomo y una paloma fueron a un baile y al palomo lo mató, en pelea, alguien que lo quería mal. Estaba muy lindo el baile, y la paloma no quiso dejar de divertirse. "Esta noche cantaré -dijo- y por la mañana lloraré." Y lloró cuando el sol asomó en el horizonte. Así me contó Malena Aguilar que le había contado la abuela, mujer de ojos grises y nariz de lobo, que en las noches, al calorcito de la cocina de carbón, hechizaba a los nietos con historias de almas en pena y degüellos.

de: "Días y Noches de Amor y de Guerra"
Eduardo Galeano
Fuente: Edición Original: Editorial Laia, Barcelona
Primera Edición en Biblioteca Era: 1983
Segunda edición (Corregida): 2000

II

HISTORIA DE LOS SIETE PRODIGIOS 
Nunca hubo mujer tan difícil ni hombre más mago entre la boca del río de las Amazonas y la Bahía de Todos los Santos. Siete prodigios cumplió José para ganar los favores de María. 

El padre de María dijo: — Es un muerto de hambre. Entonces José desplegó en el aire un mantel de encajes, hecho por ninguna mano, y ordenó: — Póngase, mesa. Y un banquete de muchas fuentes humeantes fue servido por nadie sobre el mantel que flotaba en la nada. Y aquello fue una alegría para las bocas de todos. Pero María no comió ni un grano de arroz. 

El rico del pueblo, señor de la tierra y de la gente, dijo: — Es un pobretón de mierda. Entonces José llamó a su cabra, que llegó brincando desde ninguna parte, y le ordenó: —Cague, cabra. Y la cabra cagó oro. Y hubo oro para las manos de todos. Pero María se puso de espaldas al fulgor. 

El novio de María, que era pescador, dijo: — De pesca no entiende nada. Entonces José sopló desde la orilla de la mar. Sopló con pulmones que no eran sus pulmones, y ordenó: — Séquese, mar. Y la mar se retiró, dejando la arena toda plateada de peces. Y los peces desbordaron las cestas de todos. Pero María se apretó la nariz. 

El difunto marido de María, que era un fantasma de fuego, dijo: — Lo haré carbón. Y las llamas atacaron a José por los cuatro costados. Entonces José ordenó, con voz que no era su voz: —Refrésqueme, fuego. Y se bañó en la hoguera. Y a todos se les salían los ojos. Pero María cerró sus párpados. 

El cura del pueblo dijo: —Merece el infierno. Y declaró a José culpable de brujería y pacto con el demonio. Entonces José atrapó al cura por el cuello y ordenó: —Estírese, brazo. Y el brazo de José, que ya no era su brazo, se llevó al cura hacía los ardientes abismos del universo. Y todos se quedaron con la boca abierta. Pero María gritó de horror. Y en un santiamén, el larguísimo brazo trajo de vuelta al cura chamuscado. 

El policía dijo: — Merece la cárcel. Y se vino encima de José, garrote en mano. Entonces José ordenó: — Pegue, palo. Y el garrote del policía golpeó al policía, que salió corriendo, perseguido por su propia arma, y se perdió de vista. Y todos rieron. Y María también. Y María ofreció a José una hoja de cilantro y una rosa blanca. 

El juez dijo: — Merece la muerte. Y José fue condenado por desacato, violación del derecho de propiedad del padre sobre la hija y del muerto sobre la viuda, atentado contra el orden, agresión a la autoridad y tentativa de curicidio. Y el verdugo alzó el hacha sobre el cuello de José, atado de pies y manos. Entonces José ordenó: — Aguante, pescuezo. Y el hacha golpeó, y el cuello la hizo pedazos. Y para todos fue una fiesta. Y todos celebraron la humillación de la ley humana y la derrota de la ley divina. 

María ofreció a José un pedazo de queso y una rosa roja. Y a José, vencedor desnudo, vencedor vencido, le temblaron las rodillas. 


HISTORIA DEL FATAL ENCUENTRO ENTRE EL BANDIDO DEL DESIERTO Y EL POETA ARREPENTIDO

Era el sobreviviente. 
Firmino, viejo maestro en el arte de bandidear, huía hacia el agreste de Pernambuco. Las balas del ejército habían acabado con su mujer y con todos sus amigos, en una emboscada al pie de un despeñadero; y él andaba mutilado de ellos, tristeando en las soledades. Esa noche se descargó la lluvia en el desierto, cosa que nunca, y los relámpagos iluminaron a unos cuantos esqueletos que pataleaban en el aire, vestidos de uniforme y gorra militar. Las víctimas de muchos años de tropelías venían a cobrar el tiempo que Firmino les debía, por habérselos llevado del mundo antes de que fuera llegada su hora; y sus chillidos de espanto anunciaban venganza. A cuchilladas y culatazos, Firmino peleó contra el hueserío alzado en la tormenta. por fin la lluvia cesó, tan de golpe como había nacido. Y en un santiamén toda mojadura fue evaporada y los muertos regresaron a dormir bajo la tierra seca. Firmino, el malandra mayor del reino, pudo continuar su fuga. Pero después de mucho andar, cuando cortó algunas ramas para hacer fuego, los arbustos sangraron. Y Firmino entendió. Pero siguió caminando. Los perdidos serán los hallados, cantaba el poeta Sabino, y en la tierra brotarán estrellas que humillarán a las estrellas del cielo. Los mudos serán locutores y habrá hospitales sin enfermos donde hoy sólo hay enfermos sin hospitales. Cantador de canterías en los mercados de los pueblos alejados de la costa, el poeta Sabino cantaba las profecías de la vaca roja. La vaca, que volaba en sus sueños, le había anunciado que el desierto será mar y habrá verdor en los pedregales, y quien era de saber sabía que habrá nacer sin morir y todos los días serán domingo. Eso cantó, hasta que se cansó. El poeta Sabino se cansó de cantar esperando. Y se arrepintió de haber gastado la vida peregrinando entre pobres y jodidos en este infierno de piedra, y descubrió que las cosas son como son porque siempre han sido y serán como Dios quiere que sean. Y echó de sus noches a la vaca loca que le soñaba disparates. Y se pasó al gobierno. Y su espada de madera ya no se alzó para desovar a la serpiente de la tristeza, sino para castigar a los enemigos del orden. Firmino seguía caminando, hacia el agreste de Pernambuco o hacia donde sus piernas pudieran llevarlo. Una mañana, no lejos de algún caserío, fue despertado por un crujido de pasos. Firmino se agazapó y peló el cuchillo. Pero cuando vio a Sabino, un pollo hervido con traje y corbata, parado en medio del matorral, el bandido se puso a picar tabaco tranquilamente. 

El poeta se presentó: Sabino, humilde rapsoda, para servirlo, y declaró que siempre había tenido la ilusión de conocer al atroz azote del desierto, señor de la maldad, y hoy el destino me depara esta sorpresa que sin duda no merezco y que para mí significa más, mucho más que... Firmino armó un cigarro, desganado, pachorriento, y encendió. — Un grande honor—susurró Sabino, tragando saliva. Allí no había más público que unas cuantas moscas. El bandolero echó al aire unos aritos de humo y midió al letrado tirifilo para acabarlo de un soplo. Sabino, de cabeza gacha, contaba hormigas; pero de pronto, desenvainó. La espada de madera le temblaba en la mano. Más le temblaba la voz: — Yo quería pedirle un favorcito —suspiró. Se pasó un pañuelo por la frente y por los ojos y tartamudamente elevó su súplica: — Que me permita usted,.. cortarle la cabeza. Firmino largó la carcajada. Y se rió sin parar, hasta que se le acabó la mucha risa que había juntado desde la remota última vez. Entonces, tosió. Después, estiró el pescuezo: — Proceda, doctor. El poeta Sabino empuñó la espada de madera con las dos manos y se afirmó con alma y vida. El bandido Firmino se puso de pie y se acarició el cuello. Pestañeó el poeta. Emitió un gemido de conejo y por fin pudo rogar: 
— Diga no. El bandolero le dio el gusto. ¿No? ¿por qué no? Eso no se le niega a nadie. Así que el terror del nordeste dijo: — No. Pero el poeta musitó: — Diga no... con la cabeza. Y entonces, cuando el bandido negó con la cabeza, la cabeza se desprendió y cayó y rodó por los suelos. 
La victoria de la Civilización sobre la Barbarie fue destacada en primera página por la prensa local, regional, nacional, continental y mundial. Sabino cobró la recompensa y la donó a las obras de caridad, en acto público que fue trasmitido en directo por la BBC de Londres. El libro que narró su hazaña se tradujo al inglés, al francés, al alemán y al esperanto, y el poeta Sabino fue elegido Hombre del Año por la revista Time. EI alma de Firmino subió entera al cielo. En el mundo quedó su cadáver partido en dos. El cuerpo fue echado a los buitres y la cabeza a los científicos. Antes de momificar la cabeza, que terminó en una vitrina del Museo de Cangaceiros, los científicos comprobaron que Firmino había sido un mamífero superior de tipo ectomórfico y perteneciente al grupo brasilianoxanthodermo. El análisis reveló una personalidad psicopática determinada por ciertos bultos en el cráneo, característicos de los asesinos fríos provenientes de las montañas y países escondidos. 

El destino criminal del sujeto estaba también determinado por una oreja nueve milímetros más corta que la otra, la cabeza acabada en punta y las desmesuradas mandíbulas con largos colmillos que seguían masticando después de la muerte. Firmino fue al cielo porque allí estaba su mujer, y porque alguien le había dicho que allá arriba había lugar para los andantes caballeros caídos en el noble arte de la guerra. Él era caballero sin caballo. Subió al cielo de a pie, todo a lo largo del alto camino de la gloria, con el rifle como bastón y un puñal de plata en la cintura. Lenta andadura, armadura de gala. Bañado en perfume, lustroso de brillantina, Firmino lucía en el pecho una gran cruz de balas relucientes, y su sombrero de Napoleón chorreaba medallas y libras esterlinas y otros chirimbolos, y un anillo brillaba en cada dedo de sus manos. 
Y tras mucho subir, Firmino llegó a las puertas del Paraíso. Y san Pedro no le abrió. Dios en persona mandó prohibirle el paso. El Supremo Hacedor no pudo hacerse el sordo ante el clamor unánime de los ángeles, los arcángeles y los santos. Porque la mujer de Firmino, que había entrado al cielo por error, duerme con todos. Ella es el único fuego encendido en la vida eterna, y sólo cuando ella ama y baila, echando llamaradas por el ombligo, se desaburre el inmortal aburrimiento de la paz celestial. sí que san Pedro no le abrió. Y Firmino no rogó, ni dijo nada. Se quedó allí, quieto, esperando. 
Mucho tiempo ha pasado y esperando está Firmino todavía, sombrero en mano, plantado ante el umbral del Paraíso. Desde su observatorio de las profundidades, Lucifer contempla, preocupado, la situación. Lucifer se lo ve venir, gruñe: —Siempre me toca lo peor.

De: "Las palabras andantes" 
Eduardo Galeano
Fuente: Primera edición para Argentina, 1993 Quinta edición, Diciembre de 2001 © Eduardo Galeano © Catálogos S.R.L. Av. Independencia 1860 1225 Buenos Aires Argentina

III


PRIMERAS VOCES

La creación
La mujer y el hombre soñaban que Dios los estaba soñando.
Dios los soñaba mientras cantaba y agitaba sus maracas, envuelto en humo de tabaco, y se sentía feliz y también estremecido por la duda y el misterio. Los indios makiritare saben que si Dios sueña con comida, fructifica y da de comer. Si Dios sueña con la vida, nace y da nacimiento. La mujer y el hombre soñaban que en el sueño de Dios aparecía un gran huevo brillante. Dentro del huevo, ellos cantaban y bailaban y armaban mucho alboroto, porque estaban locos de ganas de nacer. Soñaban que en el sueño de Dios la alegría era más fuerte que la duda y el misterio; y Dios, soñando, los creaba, y cantando decía:
—Rompo este huevo y nace la mujer y nace el hombre. Y juntos vivirán y morirán. Pero nacerán nuevamente. Nacerán y volverán a morir y otra vez nacerán.
Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira.

El tiempo
El tiempo de los mayas nació y tuvo nombre cuando no existía el cielo ni había despertado todavía la tierra. 
Los días partieron del oriente y se echaron a caminar.
El primer día sacó de sus entrañas al cielo y a la tierra.
El segundo día hizo la escalera por donde baja la lluvia.
Obras del tercero fueron los ciclos de la mar y de la tierra y la muchedumbre
de las cosas.
Por voluntad del cuarto día, la tierra y el cielo se inclinaron y pudieron
encontrarse.
El quinto día decidió que todos trabajaran.
Del sexto salió la primera luz.
En los lugares donde no había nada, el séptimo día puso tierra. El octavo
clavó en la tierra sus manos y sus pies.
El noveno día creó los mundos inferiores. 
El décimo día destinó los mundos inferiores a quienes tienen veneno en el alma.
Dentro del sol, el undécimo día modeló la piedra y el árbol.
Fue el duodécimo quien hizo el viento. Sopló viento y lo llamó espíritu, porque no había muerte dentro de él.
El décimotercer día mojó la tierra y con barro amasó un cuerpo como el
nuestro.
Así se recuerda en Yucatán.

El sol y la luna
Al primer sol, el sol de agua, se lo llevó la inundación. Todos los que en el mundo moraban se convirtieron en peces. 
Al segundo sol lo devoraron los tigres.
Al tercero lo arrasó una lluvia de fuego, que incendió a las gentes.
Al cuarto sol, el sol de viento, lo borró la tempestad. 
Las personas se volvieron monos y por los montes se esparcieron.
Pensativos, los dioses se reunieron en Teotihuacán.
—¿Quién se ocupará de traer el alba?
El Señor de los Caracoles, famoso por su fuerza y su hermosura, dio un paso adelante.
— Yo seré el sol —dijo.
—¿Quién más?
Silencio.
Todos miraron al Pequeño Dios Purulento, el más feo y desgraciado de los
dioses, y decidieron:
—Tú.
El Señor de los Caracoles y el Pequeño Dios Purulento se retiraron a los cerros que ahora son las pirámides del sol y de la luna. Allí, en ayunas, meditaron. Después los dioses juntaron leña, armaron una hoguera enorme y los llamaron.
El Pequeño Dios Purulento tomó impulso y se arrojó a las llamas. En seguida emergió, incandescente, en el cielo.
El Señor de los Caracoles miró la fogata con el ceño fruncido. Avanzó, retrocedió, se detuvo. Dio un par de vueltas. Como no se decidía, tuvieron que empujarlo. Con mucha demora se alzó en el cielo. Los dioses, furiosos, lo abofetearon. Le golpearon la cara con un conejo, una y otra vez, hasta que le mataron el brillo. Así, el arrogante Señor de los Caracoles se convirtió en la luna.
Las manchas de la luna son las cicatrices de aquel castigo. Pero el sol resplandeciente no se movía. El gavilán de obsidiana voló hacia el Pequeño Dios Purulento:
—¿Por qué no andas?
Y respondió el despreciado, el maloliente, el jorobado, el cojo:
—Porque quiero la sangre y el reino.
Este quinto sol, el sol del movimiento, alumbró a los toltecas y alumbra a los aztecas. Tiene garras y se alimenta de corazones humanos.

Las nubes
Nube dejó caer una gota de lluvia sobre el cuerpo de una mujer. A los nueve
meses, ella tuvo mellizos.
Cuando crecieron, quisieron saber quién era su padre.
—Mañana por la mañana —dijo ella—, miren hacia el oriente. Allá lo verán, erguido en el cielo como una torre.
A través de la tierra y del cielo, los mellizos caminaron en busca de su padre.
Nube desconfió y exigió:
—Demuestren que son mis hijos.
Uno de los mellizos envió a la tierra un relámpago. El otro, un trueno. Como Nube todavía dudaba, atravesaron una inundación y salieron intactos. Entonces Nube les hizo un lugar a su lado, entre sus muchos hermanos y sobrinos.

El viento
Cuando Dios hizo al primero de los indios wawenock, quedaron algunos restos de barro sobre el suelo del mundo. Con esas sobras, Gluskabe se hizo a sí mismo.
—Y tú, ¿de dónde has salido? —preguntó Dios, atónito, desde las alturas.
—Yo soy maravilloso —dijo Gluskabe—. Nadie me hizo.
Dios se paró a su lado y tendió su mano hacia el universo.
—Mira mi obra —desafió—. Ya que eres maravilloso, muéstrame qué cosa has inventado.
—Puedo hacer el viento, si quiero.
Y Gluskabe sopló a todo pulmón.
El viento nació y murió en seguida.
—Yo puedo hacer el viento —reconoció Gluskabe, avergonzado—, pero no puedo hacer que el viento dure. Y entonces sopló Dios, tan poderosamente que Gluskabe se cayó y perdió todos los cabellos.

La lluvia
En la región de los grandes lagos del norte, una niña descubrió de pronto que estaba viva. El asombro del mundo le abrió los ojos y partió a la ventura. Persiguiendo las huellas de los cazadores y los leñadores de la nación menomini, llegó a una gran cabaña de troncos. Allí vivían diez hermanos, los pájaros del trueno, que le ofrecieron abrigo y comida.
Una mala mañana, mientras la niña recogía agua del manantial, una serpiente peluda la atrapó y se la llevó a las profundidades de una montaña de roca. Las serpientes estaban a punto de devorarla cuando la niña cantó.
Desde muy lejos, los pájaros del trueno escucharon el llamado. Atacaron con el rayo la montaña rocosa, rescataron a la prisionera y mataron a las serpientes.
Los pájaros del trueno dejaron a la niña en la horqueta de un árbol.
—Aquí vivirás —le dijeron—. Vendremos cada vez que cantes.
Cuando llama la ranita verde desde el árbol, acuden los truenos y llueve sobre el mundo.

El arcoiris
Los enanos de la selva habían sorprendido a Yobuënahuaboshka en una
emboscada y le habían cortado la cabeza.
A los tumbos, la cabeza regresó a la región de los cashinahua. Aunque había aprendido a brincar y balancearse con gracia, nadie quería una cabeza sin cuerpo.
—Madre, hermanos míos, paisanos —se lamentaba—. ¿Por qué me rechazan? ¿Por qué se avergüenzan de mí?
Para acabar con aquella letanía y sacarse la cabeza de encima, la madre le propuso que se transformara en algo, pero la cabeza se negaba a convertirse en lo que ya existía. La cabeza pensó, soñó, inventó. La luna no existía. El arcoiris no existía.
Pidió siete ovillos de hilo, de todos los colores. Tomó puntería y lanzó los ovillos al cielo, uno tras otro. Los ovillos quedaron enganchados más allá de las nubes; se desenrollaron los hilos, suavemente, hacia la tierra.
Antes de subir, la cabeza advirtió:
—Quien no me reconozca, será castigado. Cuando me vean allá arriba, digan:
«¡Allá está el alto y hermoso Yobuënahuaboshka!»
Entonces trenzó los siete hilos que colgaban y trepó por la cuerda hacia el cielo.
Esa noche, un blanco tajo apareció por primera vez entre las estrellas. Una
muchacha alzó los ojos y preguntó, maravillada: «¿Qué es eso?» De inmediato un guacamayo rojo se abalanzó sobre ella, dio una súbita vuelta y la picó entre las piernas con su cola puntiaguda. La muchacha sangró. Desde ese momento, las mujeres sangran cuando la luna quiere. A la mañana siguiente, resplandeció en el cielo la cuerda de los siete colores. Un hombre la señaló con el dedo:
—¡Miren, miren! ¡Qué raro!
Dijo eso y cayó.
Y esa fue la primera vez que murió alguien.

El día
El cuervo, que reina ahora desde lo alto del tótem de la nación haida, era nieto del gran jefe divino que hizo al mundo. Cuando el cuervo lloró pidiendo la luna, que colgaba de la pared de troncos, el abuelo se la entregó. El cuervo la lanzó al cielo, por el agujero de la chimenea; y nuevamente se echó a llorar, reclamando las estrellas. Cuando las consiguió, las diseminó alrededor de la luna. Entonces lloró y pataleó y chilló hasta que el abuelo le entregó la caja de madera labrada donde guardaba la luz del día. El gran jefe divino le prohibió que sacara esa caja de la casa. Él había decidido que el mundo viviera a oscuras.
El cuervo jugueteaba con la caja, haciéndose el distraído, y con el rabillo del ojo espiaba a los guardianes que lo estaban vigilando. Aprovechando un descuido, huyó con la caja en el pico. La punta del pico se le partió al pasar por la chimenea y se le quemaron las plumas, que quedaron negras para siempre.
Llegó el cuervo a las islas de la costa del Canadá. Escuchó voces humanas y pidió comida. Se la negaron. Amenazó con romper la caja de madera:
—Si se escapa el día, que tengo aquí guardado, jamás se apagará el cielo —
advirtió—. Nadie podrá dormir, ni guardar secretos, y se sabrá quién es gente, quién es pájaro y quién bestia del bosque.
Se rieron. El cuervo rompió la caja y estalló la luz en el universo.

La noche
El sol nunca cesaba de alumbrar y los indios cashinahua no conocían la dulzura del descanso. Muy necesitados de paz, exhaustos de tanta luz, pidieron prestada la noche al
ratón. Se hizo oscuro, pero la noche del ratón alcanzó apenas para comer y fumar un rato frente al fuego. El amanecer llegó no bien los indios se acomodaron en las hamacas. Probaron entonces la noche del tapir. Con la noche del tapir, pudieron dormir a pierna suelta y disfrutaron el largo sueño tan esperado. Pero cuando despertaron,
había pasado tanto tiempo que las malezas del monte habían invadido sus cultivos y aplastado sus casas. Después de mucho buscar, se quedaron con la noche del tatú. Se la pidieron prestada y no se la devolvieron jamás.
El tatú, despojado de la noche, duerme durante el día.

Las estrellas
Tocando la flauta se declara el amor o se anuncia el regreso de los cazadores.
Al son de la flauta, los indios waiwai convocan a sus invitados. Para los tukano, la flauta llora; y para los kalina habla, porque es la trompeta la que grita. A orillas del río Negro, la flauta asegura el poder de los varones. Están escondidas las flautas sagradas y la mujer que se asoma merece la muerte. En muy remotos tiempos, cuando las mujeres poseían las flautas sagradas, los hombres acarreaban la leña y el agua y preparaban el pan de mandioca. Cuentan los hombres que el sol se indignó al ver que las mujeres reinaban en el mundo. El sol bajó a la selva y fecundó a una virgen, deslizándole jugos de hojas entre las piernas. Así nació Jurupari.
Jurupari robó las flautas sagradas y las entregó a los hombres. Les enseñó a ocultarlas y a defenderlas y a celebrar fiestas rituales sin mujeres. Les contó, además, los secretos que debían trasmitir al oído de sus hijos varones. Cuando la madre de Jurupari descubrió el escondite de las flautas sagradas, él la condenó a muerte; y de sus pedacitos hizo las estrellas del cielo.

La vía láctea
El gusano, no más grande que un dedo meñique, comía corazones de pájaros.
Su padre era el mejor cazador del pueblo de los mosetenes. El gusano crecía. Pronto tuvo el tamaño de un brazo. Cada vez exigía más corazones. El cazador pasaba el día entero en la selva, matando para su hijo. Cuando la serpiente ya no cabía en la choza, la selva se había vaciado de pájaros. El padre, flecha certera, le ofreció corazones de jaguar. La serpiente devoraba y crecía. Ya no había jaguares en la selva.
—Quiero corazones humanos —dijo la serpiente.
El cazador dejó sin gente a su aldea y a las comarcas vecinas hasta que un día, en una aldea lejana, lo sorprendieron en la rama de un árbol y lo mataron. Acosada por el hambre y la nostalgia, la serpiente fue a buscarlo. Enroscó su cuerpo en torno a la aldea culpable, para que nadie pudiera escapar. Los hombres lanzaron todas sus flechas contra aquel anillo gigante que les había puesto sitio. Mientras tanto, la serpiente no cesaba de crecer. Nadie se salvó. La serpiente rescató el cuerpo de su padre y creció hacia arriba.
Allá se la ve, ondulante, erizada de flechas luminosas, atravesando la noche.

El lucero
La luna, madre encorvada, pidió a su hijo:
—No sé dónde anda tu padre. Llévale noticias de mí.
Partió el hijo en busca del más intenso de los fuegos. No lo encontró en el mediodía, donde el sol bebe su vino y baila con sus mujeres al son de los atabales. Lo buscó en los horizontes y en la región de los muertos. En ninguna de sus cuatro casas estaba el sol de los pueblos tarascos. El lucero continúa persiguiendo a su padre por el cielo. Siempre llega
demasiado temprano o demasiado tarde.

El lenguaje
El Padre Primero de los guaraníes se irguió en la oscuridad, iluminado por los reflejos de su propio corazón, y creó las llamas y la tenue neblina. Creó el amor, y no tenía a quién dárselo. Creó el lenguaje, pero no había quién lo escuchara. Entonces encomendó a las divinidades que construyeran el mundo y que se hicieran cargo del fuego, la niebla, la lluvia y el viento. Y les entregó la música y las palabras del himno sagrado, para que dieran vida a las mujeres y a los hombres. Así el amor se hizo comunión, el lenguaje cobró vida y el Padre Primero redimió su soledad. Él acompaña a los hombres y las mujeres que caminan y cantan:
Ya estamos pisando esta tierra,
ya estamos pisando esta tierra reluciente.

El fuego
Las noches eran de hielo y los dioses se habían llevado el fuego. El frío cortaba la carne y las palabras de los hombres. Ellos suplicaban, tiritando, con voz rota; y los dioses se hacían los sordos. Una vez les devolvieron el fuego. Los hombres danzaron de alegría y alzaron cánticos de gratitud. Pero pronto los dioses enviaron lluvia y granizo y apagaron las
hogueras. Los dioses hablaron y exigieron: para merecer el fuego, los hombres debían abrirse el pecho con el puñal de obsidiana y entregar su corazón. Los indios quichés ofrecieron la sangre de sus prisioneros y se salvaron del frío.
Los cakchiqueles no aceptaron el precio. Los cakchiqueles, primos de los quichés y también herederos de los mayas, se deslizaron con pies de pluma a través del humo y robaron el fuego y lo escondieron en las cuevas de sus montañas.

La selva
En medio de un sueño, el Padre de los indios uitotos vislumbró una neblina fulgurante. En aquellos vapores palpitaban musgos y líquenes y resonaban silbidos de vientos, pájaros y serpientes. El Padre pudo atrapar la neblina y la retuvo con el hilo de su aliento. La sacó
del sueño y la mezcló con tierra. Escupió varias veces sobre la tierra neblinosa. En el torbellino de espuma se alzó la selva, desplegaron los árboles sus copas enormes y brotaron las frutas y las flores. Cobraron cuerpo y voz, en la tierra empapada, el grillo, el mono, el tapir, el jabalí, el tatú, el ciervo, el jaguar y el oso hormiguero. Surgieron en el aire el águila real, el guacamayo, el buitre, el colibrí, la garza blanca, el pato, el murciélago...
La avispa llegó con mucho ímpetu. Dejó sin rabo a los sapos y a los hombres y después se cansó.

El cedro
El Padre Primero hizo nacer a la tierra de la punta de su vara y la cubrió de pelusa.
En la pelusa se alzó el cedro, el árbol sagrado del que fluye la palabra. Entonces el Padre Primero dijo a los mby'a-guaraníes que excavaran el tronco de ese árbol para escuchar lo que contiene. Dijo que quienes supieran escuchar al cedro, cofre de las palabras, conocerían el futuro asiento de sus fogones. Quienes no supieran escucharlo, volverían a ser no más que tierra despreciada.

El guayacán
Andaba en busca de agua una muchacha del pueblo de los nivakle, cuando se encontró con un árbol fornido, Nasuk, el guayacán, y se sintió llamada. Se abrazó a su firme tronco, apretándose con todo el cuerpo, y clavó sus uñas en la corteza. El árbol sangró. Al despedirse, ella dijo:
—¡Cómo quisiera, Nasuk, que fueras hombre!
Y el guayacán se hizo hombre y fue a buscarla. Cuando la encontró, le mostró la espalda arañada y se tendió a su lado.

Los colores
Eran blancas las plumas de los pájaros y blanca la piel de los animales. Azules son, ahora, los que se bañaron en un lago donde no desembocaba ningún río, ni ningún río nacía. Rojos, los que se sumergieron en el lago de la sangre derramada por un niño de la tribu kadiueu. Tienen el color de la tierra los que se revolcaron en el barro, y el de la ceniza los que buscaron calor en los fogones apagados. Verdes son los que frotaron sus cuerpos en el follaje y blancos los que se quedaron quietos.

El amor
En la selva amazónica, la primera mujer y el primer hombre se miraron con curiosidad. Era raro lo que tenían entre las piernas.
—¿Te han cortado? —preguntó el hombre.
—No —dijo ella—. Siempre he sido así.
Él la examinó de cerca. Se rascó la cabeza. Allí había una llaga abierta. Dijo:
—No comas yuca, ni guanábanas, ni ninguna fruta que se raje al madurar. Yo te curaré. Échate en la hamaca y descansa. Ella obedeció. Con paciencia tragó los menjunjes de hierbas y se dejó aplicar las pomadas y los ungüentos. Tenía que apretar los dientes para no reírse, cuando él le decía:
—No te preocupes.
El juego le gustaba, aunque ya empezaba a cansarse de vivir en ayunas y tendida en una hamaca. La memoria de las frutas le hacía agua la boca. Una tarde, el hombre llegó corriendo a través de la floresta. Daba saltos de euforia y gritaba:
—¡Lo encontré! ¡Lo encontré!
Acababa de ver al mono curando a la mona en la copa de un árbol.
—Es así —dijo el hombre, aproximándose a la mujer.
Cuando terminó el largo abrazo, un aroma espeso, de flores y frutas, invadió el aire. De los cuerpos, que yacían juntos, se desprendían vapores y fulgores jamás vistos, y era tanta su hermosura que se morían de vergüenza los soles y los dioses.

Los ríos y la mar
No había agua en la selva de los chocoes. Dios supo que la hormiga tenía, y se la pidió. Ella no quiso escucharlo. Dios le apretó la cintura, que quedó finita para siempre, y la hormiga echó el agua que guardaba en el buche.
—Ahora me dirás de dónde la sacaste.
La hormiga condujo a Dios hacia un árbol que no tenía nada de raro. Cuatro días y cuatro noches estuvieron trabajando las ranas y los hombres, a golpes de hacha, pero el árbol no caía del todo. Una liana impedía que tocara la tierra. Dios mandó al tucán:
—Córtala.
El tucán no pudo, y por eso fue condenado a comer los frutos enteros. El guacamayo cortó la liana, con su pico duro y afilado. Cuando el árbol del agua se desplomó, del tronco nació la mar y de las ramas, los ríos.
Toda el agua era dulce. Fue el Diablo quien anduvo echando puñados de sal.

Las mareas
Antes, los vientos soplaban sin cesar sobre la isla de Vancouver. No existía el buen tiempo ni había marea baja. Los hombres decidieron matar a los vientos. Enviaron espías. El mirlo de invierno fracasó; y también la sardina. A pesar de su mala vista y sus brazos rotos, fue la gaviota quien pudo eludir a los huracanes que montaban guardia ante la casa de los vientos. Los hombres mandaron entonces un ejército de peces, que la gaviota condujo. Los peces se echaron junto a la puerta. Al salir, los vientos los pisaron, resbalaron y cayeron, uno tras otro, sobre la raya, que los ensartó con la cola y los devoró. El viento del oeste fue atrapado con vida. Prisionero de los hombres, prometió que no soplaría continuamente, que habría aire suave y brisas ligeras y que las aguas dejarían la orilla un par de veces por día, para que se pudiese pescar moluscos en la bajamar. Le perdonaron la vida.
El viento del oeste ha cumplido su palabra.

La nieve
—¡Quiero que vueles! —dijo el amo de la casa, y la casa se echó a volar.
Anduvo a oscuras por los aires, silbando a su paso, hasta que el amo ordenó:
—¡Quiero que te detengas aquí!
Y la casa se paró, suspendida en medio de la noche y la nieve que caía. No había esperma de ballena para encender las lámparas, de modo que el amo de la casa recogió un puñado de nieve fresca y la nieve le dio luz. La casa aterrizó en una aldea iglulik. Alguien vino a saludar, y al ver las lámparas encendidas con nieve, exclamó:
—¡La nieve arde!, y las lámparas se apagaron.

El diluvio
Al pie de la cordillera de los Andes, se reunieron los jefes de las comunidades.
Fumaron y discutieron. El árbol de la abundancia alzaba su plenitud hasta más allá del techo del mundo. Desde abajo se veían las altas ramas curvadas por el peso de los racimos, frondosas de pinas, cocos, mamones y guanábanas, maíz, yuca, frijoles...
Los ratones y los pájaros disfrutaban los manjares. La gente, no. El zorro, que subía y bajaba dándose banquetes, no convidaba. Los hombres que habían intentado trepar se habían estrellado contra el suelo.
—¿Qué haremos?
Uno de los jefes convocó un hacha en sueños. Despertó con un sapo en la mano. Golpeó con el sapo el inmenso tronco del árbol de la abundancia, pero el animalito echó el hígado por la boca.
—Ese sueño ha mentido.
Otro jefe soñó. Pidió un hacha al Padre de todos. El Padre advirtió que el árbol se vengaría, pero envió un papagayo rojo. Empuñando el papagayo, ese jefe abatió el árbol de la abundancia. Una lluvia de alimentos cayó sobre la tierra y quedó la tierra sorda por el estrépito. Entonces, la más descomunal de las tormentas estalló en el fondo de los ríos. Se alzaron las aguas, cubrieron el mundo. De los hombres, solamente uno sobrevivió. Nadó y nadó, días y noches, hasta que pudo aferrarse a la copa de una palmera que sobresalía de las aguas.

de: "MEMORIAS DE FUEGO" -  Los nacimientos I
Eduardo Galeano

Fuente: Primera edición en español, mayo de 1982

Decimonovena edición (sexta de España), octubre de 1991
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Calle Plaza, 5. 28043 Madrid
en coedición con
© SIGLO XXI EDITORES, S. A.
Cerro del Agua, 248, 04310 México, D. F.
© Eduardo Galeano


















Eduardo Galeano recitando un extracto de su texto "El derecho al delirio" en el programa "Singulars" de TV3
Subido por: Cadireta

Eduardo Galeano
Eduardo Germán María Hughes Galeano, conocido como Eduardo Galeano,3 de septiembre de 1940 - 13 de abril de 2015, fue un periodista y escritor uruguayo, ganador del premio Stig Dagerman, considerado como uno de los más destacados autores de la literatura latinoamericana. Fuente: Wikipedia.

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