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viernes, 16 de marzo de 2018

ELY DURÁN: CAMINOS CRUZADOS



Su última mudanza, dijo para sí Alicia. Ya tenía vendido el departamento de la Capital. La esperaba, aquella coqueta casita que hiciera construir en el barrio privado a la afueras de la ciudad. Otra vida la esperaba, más tranquila, sin sobresaltos ni apurones de horarios. Ya había cumplido acabadamente con la vida y el trabajo. Abogada exitosa ya jubilada, madre de un solo hijo varón y abuela de los mellizos que la tenían casi loca con las travesuras, cada vez que visitaba la casa de su hijo Hernán. Realmente estaba perdidamente enamorada de ellos. Reía juntos a los nenes y hasta jugaba, tirada en el suelo a la par de los nietos. Eran su bálsamo, un oasis de ternura a su vida solitaria.

Mientras pensaba en los nietos y sonreía, prosiguió con la mudanza. No era fácil levantar una casa. Tarea pesada y engorrosa, sin duda. Gracias a su hijo y esposa, ya habían llevado los muebles, las cortinas, los enseres y la vajilla. Restaba acomodar los papeles y los libros, que no eran pocos. Colocar en cajas que luego trasladaría hasta la casita de verde jardín y árboles que plantó hacía ya muchos años, cuando adquirió el terreno. Para solazarme bajo ellos en la vejez, se había prometido. Aquellos días llegaron finalmente. Le costó llevar a cabo la construcción, adquirir los materiales y lidiar con los albañiles, todo ello, en tanto continuaba trabajando. Gracias a Dios, Hernán, todo un hombre, se inmiscuyó en ello para aliviarle el trabajo. Su amado Hernán, todo un profesional hecho y derecho, fue siempre buen hijo y colaboró hasta en esos pequeños detalles.

Hizo memoria, realmente, generosa le había sido la vida, enviándole a Hernán para alegrar todos sus días, para no perder el gusto por la vida después de aquello, para continuar viviendo, ahora brindándole esos nietos sabandijas, pícaros y risueños que acaparaban toda su atención y ternura.

Nunca había realizado ella una limpieza de papeles? De los cajones de la biblioteca empezaron a salir apuntes de cuando estudiaba derecho en la facultad. Una libreta con altas notas cayó al suelo. La admiró desde la altura de abogada jubilada y la aquilató fríamente. Ya había llenado diez cajas y todavía restaba mucho por ordenar y quemar en el incinerador del edificio. Encontró la agenda de su primer viaje a Europa, y dentro de ella, unos comprobantes de pasajes aéreos. Viajó becada, lo recordó. Muchos se presentaron para ganar ese concurso y marchar a París. Obtuvo el más alto puntaje y tomó aquel avión con toda la ilusión de una joven estudiante de derecho, para culminar en París sus estudios universitarios. Nadie diría que lo que sería una aventura de unos meses de estudios en el exterior, se transformaría en siete años fuera del país.

Observó que junto con la agenda había fotos, viejas, amarillas, amigos franceses y argentinos, y allí, entre el polvo amontonado de las fotos, la de él, con su abrigo azul. En la foto esto no se veía porque aún por esa fecha no existían las fotos en color, pero ella jamás olvidaría el gabán de paño azul y a su dueño. Cada vez que miraba los ojos grises de Hernán, estaba mirando los de él.

Fue en el comedor de la facultad que su cruzaron por primera vez y ella quedó prendida de esa `penetrante mirada. Conocerlo fue amarlo. Venía de Suiza, su familia tradicional y adinerada lo envió a Paris. Casi terminaba la carrera cuando lo conoció. Compartían además el aula. Un café trajo el otro y otro más. El Mayo Francés los contó entre los estudiantes más revolucionarios, y sin desearlo, él amaneció en su cama una mañana.

Vivieron el amor alocadamente, apresurados, vertiginosos, y aquella piecita de dos por tres de la pensión barata que la alojaba, donde se colaba el frío del invierno parisino y el techo reflejaba muchas manchas de humedad, fue callado testigo del amor que les salía por los poros.

Él se lo había dicho, estaba prometido a una mujer en su país de origen, desde niños. Ambas familias ya los habían casado, prácticamente, al momento de nacer. Alicia pensó que no lo haría, que el amor que se profesaban saltaría cualquier barrera y escollo. Y por él se quedó en París cuando obtuvo el título de abogada. Por ese amor que para ella era sagrado, sacrificó familia, amigos y comodidades que le brindaba Argentina. Lloraba escuchando un tango o cuando en la tele jugaba al fútbol su país, pero el amor hacia César fue más fuerte.

No era fácil abrirse camino en Paris en el mundo del derecho, siendo joven, abogada y extranjera. Se empleó, como pudo en unas oficinas de varios abogados prestigiosos, le valió, sin duda, su capacidad y excelentes notas, las mismas que la trajeran hasta Europa hace apenas dos años.

César trabajaba en las mismas oficinas. Compartían el trabajo, la cama y la vida. Ya vivían juntos, caminaban codo a codo y soñaban como tantos jóvenes con un mundo mejor, más justo y equitativo. Eran tan idealistas!! Reían, amaban la vida, bailaban y se divertían como muchos de su edad.

El joven se comunicaba poco con la familia, pero aquel día, el teléfono de la oficina lo trastornaría. En Suiza la madre había muerto. Ella ayudó a preparar el bolso, le acomodó todo con esmero y lo vio partir, prometiendo un pronto regreso.

Alicia lo esperó muchos meses, convencida que cualquier tarde de aquellas sus pasos en el zaguán de la pensión la sorprenderían. Se había marchado cuando aún no estaba enterada, por ello no se lo dijo. Enfrentó el embarazo con dignidad y la colaboración de sus amigos. Aún seguía aferrada a la férrea convicción de que volvería por ellos. Hernán le nació una fría mañana invernal. Lo acunó con mimo y la ilusión de que pronto su papá lo conocería. 

Los primeros tiempos de la partida, César se comunicó, le escribía y ella contestaba sus cartas, aunque ella nunca le contó que sería padre. El tiempo pasó y pasó. Las cartas dejaron de llegar. Los meses se transformaron en años, cinco ya, y ella, con su trabajo y su niño. Una amiga le dio aquella noticia que decidiera el regreso al país. Por su novio, amigo de César, se enteró que él se había casado con quien lo habían prometido siendo un niño. No lloró. Fiel a su dura caparazón tragó las lágrimas y juntando peso a peso, con sus pobres pertenecías y el único bálsamo de su vida, Hernán, tomó el avión de regreso a Buenos Aires.

Cuando llegó a Ezeiza lloró muchas lágrimas, por el regreso, por lo que dejó en Europa, por aquel amor que no podría olvidar jamás y por el hijo que traía de la mano y se criaría sin padre. Desde niño y poco a poco le contó la historia a Hernán, quien nunca se acordó de su papá, jamás necesitó su presencia, acaso porque el padre y hermano de Alicia cumplieron el rol de papás en la vida del muchacho.

Tampoco en Bs As le fue fácil el trabajo en sus comienzos, le valió la experiencia adquirida en París, el empleo con esos abogados de fama reconocida en el mundo, y poco a poco fue haciendo su propia trayectoria. Adquirió prestigio, con un amigo de toda la vida, de cuando estudiaban en la Universidad de Bs As, establecieron un bufete que acaparó clientes y más clientes. No se privó de viajar a congresos a través del mundo. Voló más de diez veces a Europa: Inglaterra, Francia, Italia, Suiza, pero jamás volvió a saber de César. Dos o tres fotografías confundidas entre viejos papeles amarillos, se lo recordaban alguna vez y por supuesto, la mirada gris de su hijo Hernán.

Terminó con la mudanza aquella tarde y de inmediato entregó Alicia, a los nuevos dueños, el coqueto departamento de Recoleta. Otra vida, con plantas, flores, verde, la estaba esperando en un rinconcito de la Pcia. La casita estaba no lejos de la de su hijo y flía, así que todas las tardes se marchaba por los nietos. Nunca vivió épocas tan hermosas como ésas. Llevaba a los muchachos a la plaza, a los juegos, los veía crecer día a día y gozar del aire libre, las golosinas que les compraba, los helados, las travesuras y las agitadas carreras de sus competencias. A los areneros siguieron las bicicletas, los subibajas, los peloteros. Qué juego no disfrutaban los niños a su lado?

Sin embargo, el espíritu inquieto de Alicia la llamaba una vez más a viajar. En esta oportunidad, fue un crucero por el viejo mundo. Entusiasmada adquirió pasaje, preparó valijas. Toda la familia se entusiasmó, sobre todo los niños, quienes ya se disputaban, antes de tenerlos, los regalos que la abuela les traería del aquel viaje. Hernán, quien todo le concedía, alegre y risueño, llegó esa mañana aduciendo un té con su madre, para entregarle unas bolsas plagadas de vestidos veraniegos, mayas y sandalias elegantes para que luciera en el viaje. Todos marcharon a despedirla al puerto esa mañana. Tres meses sin ellos sería mucho tiempo, abrazó a su hijo y nuera. Los chicos se colgaron del cuello para decirle al oído que no olvidara traer regalos al regreso, aquellos que le escribieran en un papelito. Los abrazó con ternura fuertemente y los besó con dulzura. Cuando el barco se alejó y no vio más a su gente, recién pudo extasiarse con las aguas de ese mar que justamente ese día se anunciaba totalmente calmo. 

La travesía sería larga, sin duda, tocaron las playas de Brasil y otros pasajeros subieron alegres, divertidos. Algunos matrimonios en viaje de descanso, varios jóvenes. Con todos trabó amistad y se divirtió en el comedor y el salón de baile. Prometía reírse mucho. Con sus 65 años no podía desperdiciar un solo minuto de vida. Llenaba de azul los ojos cada mañana saliendo a cubierta, se deleitaba conociendo y comprando en cada lugar exótico donde el crucero recalaba y les permitían desembarcar. En las playas españolas, bajaron todo un día, conoció, tomó fotografías, caminó por estrechas callecitas en compañía de otros pasajeros como ella. Disfrutó de platos repletos de mariscos. El crucero zarparía a las 20 hs del puerto, Y allí estuvo ella para proseguir el viaje. Primero embarcaron los que ya venían viajando y luego, los que se acoplaban en España para navegar por todo el Mediterráneo. En cubierta esa noche, creyó ver afirmada a la baranda, una figura conocida, sin embargo pensó era parte de su subconsciente y continuó disfrutando del cigarro de última hora, mientras contemplaba el mar en la oscuridad de la noche y oía las olas estallando contra el barco. Lentamente y empachada de sombras, estrellas y sonidos naturales se marchó a su recámara, donde el sueño le llegaría muy pronto.

A la mañana siguiente, luego del desayuno, calzó uno de sus trajes de baño y partió por los rayos del sol que alumbraban con fuerza en el verano europeo. Tendida en una de las reposeras, observó detrás de sus anteojos y casi de reojo a la figura que había creído ver la noche anterior. Era él. Imposible olvidarlo, más viejo, cubierta su cabeza de hilos de plata, pero con los mismos ojos grises de siempre. César estaba allí, el destino los había vuelto a reunir. 

Él no la reconoció, sin duda ya no era la jovencita inexperta de antes, su piel más ajada, la cabeza de otro color, teñida de un rubio ceniciento para disimular las muchas canas, algunos kilos de más también que llegaran con la jubilación. Él descansaba en la reposera muy cerquita de la suya. Quiso concentrarse en la lectura del libro que tenía en sus manos, sin embargo Alicia no lo logró. Observó que una jovencita se acercaba y algo decía a César al oído. Sería alguna hija? Habría venido con su esposa e hijos? Cuál sería su reacción al verla? Ensayó mil posturas y qué le diría al encontrarse ambos. Nada de aquello sucedió cuando esa tarde se toparon en las escalinatas del barco. Ambos quedaron paralizados, sin palabras, pálidos, nada se dijeron y lo dijeron todo cuando sus miradas se cruzaron.

Aquella noche, también de modo casual o no tan casual, se buscaron en la cubierta. Apoyados en la baranda, uno al lado del otro, ambos con sus respectivos cigarrillos y mil palabras por decir. Tantos años, tantos desencuentros, pero estaban allí los dos, como aquellos jovencitos rebeldes del Mayo Francés. Ambos con sus historias y fracasos a cuestas. Él divorciado hacía años, ella soltera y con el hijo de ambos y los nietos. Los dos temblando por dentro, como antes, como hacía años en el helado París de 1968. Acaso la vida les daba esta vez la oportunidad de revancha en una segunda oportunidad? Sólo sus corazones lo sabían. Sólo ellos podían transformar aquellos caminos cruzados, en una sola senda. Los dos tenían mucho que perdonarse.



Ely Durán
Martha Elízabeth DURÁN nació en Cruz del Eje en 1955. Cursó estudios en la misma ciudad. Es Profesora en Lengua, Literatura e Historia. Hizo su carrera docente en la Pcia de Río Negro. Fue Directora de la Residencia Escolar de Nivel Medio Femenina de la localidad de Valcheta, y Sumariante de la Junta de Disciplina Docente del Consejo de Educación de Río Negro, entre los Años 2006 y 2012. Se encuentra jubilada y reside actualmente en la ciudad que la vio nacer. Aunque escribe desde muy chica, no tiene obras publicadas.

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