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viernes, 12 de junio de 2015

IBARRECHEA: MAS ALLÁ DE LAS NUBES

Ya pasaron más de cuarenta años de la desaparición de nuestro amigo Ricardo Duarte, el olvidado genio de los globos aerostáticos. Por estos lugares del mundo lo recordamos siempre como a "Globito Duarte" y no podría ser ese mejor sobrenombre al hombre que un día, por amor a una mujer, construyó el más grande globo que hayamos visto y que según algunos observadores de la NASA, habría llegado al séptimo cielo.
Había nacido muy cerca de Deán Funes, bajo el signo de Géminis, pero se lo recuerda siempre todos los 20 de junio, día que se elevó a los cielos para cumplir así, su promesa de amor a la delgada niña María Eugenia.

Era el menor de cuatro hermanos que fueron criados en el campo, hijos de un padre hachero y de una madre hacendosa que murió una tarde, luego de sufrir una larga agonía por una extraña enfermedad. Dicen que ella reunió a los hermanos antes de morir y a cada uno les asignó una tarea. Cuidar al padre para que no se sienta solo y triste con su segura partida, el cuidado de los animales del corral, el estudio en la escuela, y a Ricardito que en aquel entonces contaba con apenas nueve años, que deje de volar y se baje de la luna con esos pensamientos absurdos de niño loco.
Luego del entierro, los niños de nueve, once, trece y quince años, fueron atendidos por algunas tías y madrinas que no paraban de llorar. A la mañana siguiente, el señor Duarte tomó su hacha filosa y la emprendió contra los árboles y arbustos abriendo un camino hacia las cimas de los cerros. Cuentan que los golpes de su hacha se escucharon por días y sus noches enteras. Nunca más nadie supo de él, aunque aún hoy, el viento nos trae aquel sonido, me dijeron algunos viejos amigos.

Una jueza puso los niños a cargo de sus tías y madrinas, según los registros que duermen en los archivos del pueblo. Cuentan que Ricardo pasaba largas horas de la noche mirando a las estrellas con la secreta esperanza de encontrar en ellas, la sonrisa de su madre y el gesto tosco de su padre.
Me contaron, porque de eso no me acuerdo, que anduvo pidiendo prestados libros y revistas que hablaran de aviones, helicópteros, cohetes y objetos que volaran bien alto por los cielos, y que con toda esa información, se acostaba a dormir. Dicen que una de sus maestras de la escuela lo ayudó mucho. A veces, por esa razón, ni comía, ni bebía, ni jugaba, ni atendía sus tareas diarias.
Dicen que decía que los niños ricos podían darse el lujo de volar en grandes aviones, sentados cómodamente al lado de sus padres, y de viajar de un país a otro mirando la geografía como quien mira un mapa. Pero que con sus ojos soñadores, miraba hacia el cielo diciendo que Dios les regalaba a los niños pobres, como él, algunas pocas cosas para tener un ratito de felicidad. 
Y así fue creciendo, a los golpes, a las necesidades de ayudar en la economía de la casa de su madrina, y a la enorme felicidad de comprar el primer televisor justo a tiempo para ver que un hombre pisaba la luna.

La cédula del gobierno que lo convocaba a cumplir con el servicio militar obligatorio, llegó justo cuando los ojos negros de María Eugenia y los suyos se habían encontrado, y le juramentó bajarle la luna si ella lo esperaba con su vestidito floreado y su vincha rosa a la llegada de su tren en la estación del Belgrano, ya convertido en todo un hombre.
Dicen que su comportamiento era asombroso, que sus deseos por satisfacer las ordenes emanadas por sus superiores, su cualidad de excelente camarada, y sus logros por tratar de superarse en los estudios, que llevaron a sus superiores a designarlo en la lista de los soldados y dragoneantes paracaidistas, para aquella primera baja de las filas del ejército. 

En la carta número diez que le mandara a la delgada señorita María Eugenia, dicen que le decía que él llegaba en el tren de las tres de la tarde, con su bolso lleno de alegrías, un caluroso día de diciembre, pero que sólo encontró allí a uno de sus hermanos parado y fumando en el andén de la estación. 

Le contaron que los patrones de María Eugenia se habían mudado a Buenos Aires y que se la habían llevado. Ernesto, su hermano mayor, le dijo que ayudó a cargar el camión de la mudanza con los muebles de los Pérez Castro y que allí María Eugenia, a escondidas, le entregó una cartita.

Cuentan que con letra clara y firme, le pedía que no la busque, que se olvide de ella, que ella en cambio, miraría cada vez que pueda a la luna, porque la luna grande y redonda y brillante, había sido el regalo que él le había prometido.

Por eso es que gastó su dinero de la libreta de la Caja Nacional de Ahorros, por eso es que compró tantos metros de tela nylon impermeable que hizo coser en forma vertical entre varias modistas que no entendían eso de los cables y piolas, que debían seguir con el manual de instrucciones, por eso el ingeniero Bergamaschi, lo ayudó en la construcción de la barquilla de mimbre y la instalación de los quemadores de gas hidrógeno

"Serás el piloto, volarás dentro del viento con tu habilidad, colocarás el globo a la altura que desees para introducirte en las corrientes de aire, que te serán más propicias y podrás con ello seguir una u otra dirección, globito Duarte." dicen que le decía el ingeniero, mientras todos miraban asombrados las pruebas de aquel gigante celeste y blanco, del cual no hubo registros en ningún organismo oficial.

El 20 de junio subió a los cielos. Desde arriba debe haber visto a todos los niños vestidos con blancos guardapolvos y con la escarapela pegada al pecho. Debe haber visto a la banda Municipal con su uniforme de gala en la glorieta de la plaza, debe haber visto a sus hermanos rodeando al ingeniero Bergamaschi, debe haber visto las vías de los trenes, las casas, las calles llenas de gente curiosa, el camino abierto por su padre para llegar a las sierras, y debe haber guardado en alguno de sus bolsillos, la última carta de María Eugenia, mientras su globo ascendía en un vuelo sin fin, mas allá de las nubes.











José Antonio Ibarrechea
diceelwalter@gmail.com

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