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miércoles, 28 de marzo de 2012

GUERRERO

La última cena del Comandante consistió en dos chorizos, hervidos en salsa de tomate, con cebollas dos dientes de ajo y pimientos. Mezcló con los porotos y se tomó dos tazas de café, casi frio.

Esa tarde había cruzado la plaza que lleva su nombre, desde la Iglesia del Redentor, donde habló con el cura párroco, hasta la oficina del correo, desde donde envió la carta al gobierno central, aceptando las coparticipaciones de impuestos, la libre navegación de los rios y el tránsito de caminos de su fuertemente custodiada región.

Me afirmaba Eduviges, una de sus cuatro mujeres, que el comandante, ya estaba cansado de tantos conflictos territoriales por culpa de la riqueza de su tierra.

Carlota, en cambio, quería la total independencia de la tierra que va desde la gran sierra del Indio muerto, hasta la cuenca del imbupé. Ella habia quedado viuda dos veces antes de ser la dueña de la cama del comandante los fines de semana, y por ende, su favorita.

Las otras dos, guardaban luto y silencio.

Al funeral del comandante no faltó nadie. Ni siquiera sus acérrimos enemigos.
Algunos querian certificar con sus ojos que la gran noticia era cierta.
Otros, pensaban en la modificación inmediata de las leyes para adueñarse de la aduana del puerto de Peremerimbé y hasta erradicar las malas costumbres.

La guardia personal del comandante, diseñó un estratégico candado que controlaba todo movimiento de los visitantes. Incluso la custodia del Presidente fue relevada y los otros miembros del Gobierno debieron contentarse con formar parte en la larga fila de ciudadanos comunes, que lloraban desconsoladamente.

La consigna a victorear por la muchedumbre era ¡La tierra es nuestra!
Los puños se crispaban y elevaban al cielo y se volvían mansas manos que hacían la señal de la Cruz, al pasar al lado del inmenso féretro.

Asombrado, el Gabinete Nacional, pergueñaba en silencio cómo sería el trato ante tanta multitud, fuertemente armada y leal al pensamiento del viejo guerrero, de ahora en más.

Acudí al llamado del telegrafista, la órden del periódico era que tenía que quedarme hasta que finalizara aquel acontecimiento en Peremerimbé.

Las fronteras se habían cerrado.
Las escaramuzas propiciadas por la Guardia Nacional para invadir, fueron ferozmente aplacadas por el ejército Peremerembino, que expuso los cuerpos de los enemigos colgados de los árboles, a lo largo de la línea de divisa.

Nadie durmió esa noche de velorio, y las cuatro viudas permanecieron de pié al lado del cajón lustroso.
No aceptaron las condolencias del Presidente, que se fué en el barco de la madrugada, con un fuerte ataque de hígado.

El pequeño Didú, estuvo siempre a mi lado, me alcanzaba las mejores noticias, yo las redactaba y el, sonriendo y corriendo entre el gentío, las llevaba al telégrafo para el jornal.

Fui la única fuente directa de información, no dejaron entrar a ningún jornalista mas.
Atribuyeron mi suerte, dicen algunos, a mi favoritismo por la causa.

Se habían marchado ya todas las autoridades vecinas, cuando se dispuso el entierro del comandante, por el Notario del Pueblo rebelde.

Se necesitaron doce soldados para levantar el cajón, colocarlo sobre el carro y este de cuatro bueyes que lo llevaran hacia el Campo Santo de los Guerreros.

A pesar del llanto de miles y miles de hombres y mujeres, todos combatientes y trabajadores de la tierra y manufacturas, se podía percibir el lamento del hierro de las ruedas sobre los adoquines, y cada pisada de los bueyes en su esfuerzo.

Alcira lo vio morir.
Me dijo mientras le pasaba jabón blanco a las ollas, que el comandante se levantó, como todos los dias, a eso de las cuatro de la mañana, que ella ya le estaba preparando su desayuno con café, un poco de leche. dos bifes de hígado acebollado y una sopa, por si se quedaba con hambre, para que unte el pan.

Se secó las manos con el delantal y me señaló el patio.
Salió por aquí, me dijo señalándome la puerta del fondo, se acercó a la higuera y la orinó.
Mientras se acomodaba el pantalón eructaba y siguió asi hasta la puerta del gallinero.

La luna le iluminaba su larga cabellera blanca, le dije que estaba fresco, que entrara, pero él siguió allí hasta que los gallos empezaran a cantar, entonces cayó.
De repente cayó.

Cayó de espaldas.

Fué un golpe seco, toda su humanidad contra las bostas de las gallinas.

Didú había estado durmiendo bajo el carillón de la Iglesia y se despertó con el movimiento de las campanas.

El soplido del impacto arrastró el polvo de la tierra, abrió algunas puertas, sacudió ventanas, se cayeron hojas, se despertaron pájaros, aturdieron oídos, movían cortinas, desperezaron amantes, hicieron ladrar a perros guardianes, sonaron las alarmas de combate.

Y luego el silencio.

Mi señor, mi señor, está usted bien?
Me dijo Alcira, que ella le decía, toda temerosa.

Yo recuerdo una frase del comandante de Peremerimbé, que anoté en mi libreta viajera.
"Aunque suene a espanto, todo se va muriendo, anote jovencito, todo se está muriendo.."



Jose Antonio Ibarrechea

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