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viernes, 17 de junio de 2016

EMILIO DÍAZ VALCÁRCEL: LA MUCHACHA DEL TIEMPO

a Ana Lydia Vega
Todas las tardes, la pareja de ancianos esperaba en la pantalla del televisor a la muchacha del tiempo, sentados en el decrépito sofá que olía a orina de perro: era ése el más claro recordatorio de Blaqui; con su muerte, ocurrida hacía cuatro años, habían sufrido más que nunca el vacío de la soledad, el cansancio de los años que sobrevivían con resignación; hasta que un buen día tocó en su puerta el hombre joven que habían mimado de niño con irreprimible vocación de abuelos. Su última carta -incomprensible, incoherente- había arribado hacía diez, quince años: imposible recordarlo con certeza. A los pocos meses se fueron acostumbrando a las curiosidades de la nueva experiencia: algunos días, cuando amanecía murmurando palabras raras, el nieto vestía uniforme de campaña verde olivo con diseños que simulaban ramas y hojas, y lucía en la muñeca derecha un brazalete plateado con su nombre, número de soldado y un nombre de mujer en lengua desconocida. Los abuelos le reservaron un sitio ante el televisor y, desde entonces, los tres permanecían mudos frente a la pantalla, con excepción de breves comentarios sobre la implacable sequía de ese año. Pasaban horas contemplando programas que se sucedían entre innumerables comerciales, pero el momento que con leve ansiedad esperaban era el noticiario de la tarde, donde la muchacha del tiempo se compadecía de su público cuando tenía que informarle, programa tras programa, que no habría en los próximos días la más mínima señal de lluvia; pelinegra, de ojos rasgados, la muchacha no tendría más de veinte años. Los meses de sequía habían provocado una crisis: la multitud languidecía entre la sed, el calor y los malos olores; el ganado moría en los campos secos que se encendían de nada; los frutos se secaban en las ramas ya sin hojas; los ríos exhibían sus lechos de piedras y barro cuarteado; ahora que los embalses habían bajado sus niveles hasta alcanzar el ras de tierra y la gente temía desaparecer bajo las llamas del sol, la muchacha del tiempo parecía más atribulada que nunca, avergonzada y dolida de no poder ofrecerle a la ansiosa multitud las esperadas buenas nuevas. Una tarde, la muchacha no pudo soportar las malas noticias que debía comunicarle a su público, así que, saliéndose del libreto, exclamó: "¡Juro que yo no tengo la culpa, simplemente les comunico los informes que recibo del Servicio Meteorológico!", y su rostro se plegó a punto de llorar. "Sufre mucho", dijo el abuelo. "Sí", contestó la abuela; permanecían inmóviles en la penumbra de la sala, que olía a orina de perro, sin mirarse. Como otros días, el nieto se había levantado murmurando palabras raras, y andaba por esas calles de Dios con su uniforme de combate (regresaba generalmente antes de los noticiarios); él tampoco tenía muchas cosas que decir: se limitaba a un sí o un no a veces repetía las palabras del abuelo, inmóvil detrás de ellos: "Sufre mucho". Ese jueves -pudo ser otro día, desde luego, puesto que nada habría evitado los hechos- los abuelos se enteraron en silencio de múltiples accidentes en las carreteras, actos de pillaje, asesinatos, ciudadanos que solicitaban ayuda' para sus enfermos, corrupción en el Gobierno; casi sin que los abuelos se dieran cuenta, la muchacha del tiempo había comenzado su informe; tenía los ojos enrojecidos llenos de lágrimas: no se vería alivio en los próximos meses, las reservas de agua de los embalses durarían sólo cuatro días...; de pronto, la muchacha miró espantada hacia su izquierda -derecha de la pantalla- y retrocedió un paso seguida por la cámara; solitarios, quietos en la oscuridad de la sala -que olía a la orina de Blaqui- los ancianos vieron cómo un revólver niquelado entraba por el lado izquierdo de la pantalla. De primera instancia no pudieron comprender esa absurda composición de objetos -había elementos que no pertenecían a la rutina de tantos años televisivos, era como ver un bolígrafo dentro de un zapato- y mecánicamente acercaron sus rostros a la pantalla; pero fue la detonación y la visión del rostro destrozado de la muchacha -que se desplomaba fuera de pantalla- lo que los alertó definitivamente y los obligó a ver que la mano que esgrimía el revólver mostraba en su muñeca un brazalete plateado con inscripciones imposibles de leer a esa distancia.

Emilio Díaz Valcárcel
Nace el 16 de octubre de 1929, Trujillo Alto, Puerto Rico 
Fallece el 2 de febrero de 2015, San Juan, Puerto Rico
Emilio Díaz Valcárcel nació en Trujillo Alto, Puerto Rico en el 1929. A los veinte años fue reclutado por el ejército de los Estados Unidos y envíado a la guerra de Corea, experiencia que dejaría huella en buena parte de su obra, aportando una nueva temática a la literatura hispana. Forma parte de la promoción de narradores que surge con mucha fuerza , a mediados del siglo XX y que incluye figuras como José Luis González, Pedro Juan Soto y René Marqués. Trabajó como guionista de cine en la División de Educación de la Comunidad y como redactor de textos publicitarios. Dirigió la revista cultural Cupey y se desempeñó como Catedrático de Lengua y Literatura en la Universidad de Puerto Rico, de donde se jubiló en 1995. Fundó el Taller de Narrativa del Instituto de Cultura Puertorriqueña y el del Departamento de Español de la Facultad de Estudios Generales de la Universidad de Puerto Rico. Su obra literaria ha sido objeto de estudios y tesis doctorales por estudiantes de universidades dentro y fuera de Puerto Rico, asi como parte de su obra ha sido traducida a diferentes idiomas. Ha recibido múltiples homenajes y reconocimientos por diferentes universidades y organizaciones culturales tanto en Puerto Rico como en el exterior. Su trabajo literario ha sido premiado por instituciones tales como el Ateneo Puertorriqueño, Pen Club de Puerto Rico, Instituto de Literatura Puertorriqueña y Premio Nacional de Las Artes 2002 otorgado por el Instituto de Cultura Puertorriqueña por una vida dedicada al quehacer cultural. Tiene varios libros de cuentos y entre sus novelas se destacan: Figuraciones en el mes de marzo, finalista del Premio Biblioteca Breve Seix Barral 1971,que ingresó a Puerto Rico en el “boom” de la literatura hispanoamericana; Harlem todos los días; Mi mamá me ama; El hombre que trabajó el lunes; y Laguna y Asociados. Su última obra publicada en 2002 es una antología de Editorial Alfaguara, Cuentos Completos.

Fuentes: ciudadseva.com - emiliodiazvalcarcel.com - Foto: elvocero.com

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