TRADUCTOR

jueves, 7 de abril de 2016

RICARDO A. HALPERIN: UN CASO DE CELOS




Pluralitas non est ponenda sine necessitate

(atribuido a Guillermo de Occam, 1285-1347)

I
Oliver Sacks es un psiquiatra norteamericano que alcanzó éxito literario-comercial con sus relatos sobre algunos de los casos más “extraños” que le tocó enfrentar. Una de sus obras más populares se titula “El hombre que confundió a su esposa con un sombrero...”. Yo confieso que nunca me tocó lidiar con pacientes tan interesantes pero sí tuve un caso que me superó, es al día de hoy que aún está fresco el recuerdo. Han transcurrido muchos años y los actores principales están ya muertos, de manera que no cometo una falta en relatarles la historia.

Yo recién había comenzado a trabajar como psiquiatra y la mayoría de mis pacientes eran jóvenes de clase media que buscaban ayuda para enfrentar sus miedos, problemas sexuales y las angustias del vivir cotidiano. En aquella época el psicoanálisis estaba ya de moda pero la competencia profesional no era tan intensa como ahora, de manera que tuve la fortuna de formar una buena clientela relativamente pronto, ayudado por mis amigos médicos que me refirieron un buen número de pacientes.

R. llegó a mí recomendado por uno de estos amigos, y su caso me interesó porque se trataba de un joven escritor algunos de cuyos cuentos yo ya había leído en un periódico importante. No puedo decir categóricamente que me habían gustado, me habían parecido ingeniosos pero denotaban una cierta frialdad que les sustraía mérito. Me sorprendió que fuese tan joven como era, en aquel entonces rondaba los veintiocho, y lo acepté como paciente de buen grado. Físicamente era un tipo bastante común, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, pelo negro en el que ya asomaba alguna que otra cana y entradas que anticipaban una incipiente calvicie. Podría haber pasado desapercibido en cualquier ambiente si no fuese por su nariz. ¡Otra que la de Cyrano! ¡Era una señora nariz, con forma de pera, color de manzana deliciosa y textura de frutilla, una especie de invocación facial a la fruticultura! Al comienzo confieso que me costaba esfuerzo ignorar la agresión visual proveniente de esa nariz de narices, pero con el tiempo me fui habituando. Un dato interesante: en nuestras conversaciones jamás trajo a colación el tema...

Demoró mucho en abrirse conmigo y yo, como buen freudiano, lo dejé tomarse su tiempo. Poco a poco, sin embargo, me fue relatando su historia. Era el menor, por cuestión de minutos, de dos hermanos mellizos y esta circunstancia fue un aspecto determinante de su vida y de su conducta. Entró a la familia como segundo y jamás perdonó por esto ni a sus padres ni a su hermano. Previsiblemente, los celos —que iban acompañados de resentimiento hacia sus padres— eran un tema recurrente en nuestras sesiones. Era un hombre muy inteligente y creo que entendía lo irracional de sus sentimientos, pero estaban tan arraigados que por más que escarbásemos juntos, no podía dejarlos atrás.

Les conté antes que él escribía. Había escogido el cuento como género y su estilo y temática tendían a lo intelectual; más de una vez analizamos su reticencia a abordar situaciones que requerían describir sentimientos y la posible relación que tendría con sus problemas. Coincidentemente, o quizás no deberíamos sorprendernos mucho dada la comprobada influencia de la genética en la formación de la personalidad, su hermano también escribía, aunque más como pasatiempo que como profesión —era abogado— y su obra tenía una orientación más comercial, lo que le había deparado un cierto grado de reconocimiento por parte del gran público. R. manifestaba desdén por la obra de su hermano, a lo que se agregaba un gran enojo porque éste “escondía” su parentesco firmando con un seudónimo: Edmundo Dantés.

Teníamos dos sesiones semanales, lo más que él podía afrontar dada su situación económica, y aunque yo habría preferido un tratamiento más intenso, esto fue suficiente para que, al cabo de un año matizado de silencios y divagaciones, pudiese compenetrarme bastante de la historia familiar, vista —claro está— a través de sus ojos...

Era una historia muy típica, de padres dedicados a sus hijos, quizás algo hipocondríacos y sobreprotectores, pero por lo demás nada fuera de lo común. De pequeños los hermanos habían sido vestidos igual, como era la costumbre entre muchas familias cuando se trataba de mellizos, y más adelante fueron enviados a las mismas escuelas, pero R. percibía una preferencia hacia su hermano que no podía demostrar en ejemplos concretos pero que lo carcomía por dentro.

Sorprendentemente, los celos no habían sido obstáculo para que los jóvenes ingresaran a la adolescencia compartiendo amistades y actividades. R. era el más introvertido de los dos y se apoyaba en su hermano para generar relaciones y vida social. Fue el hermano quien encontró novia primero y esta presencia femenina trazó la primera línea divisoria en las vidas de ambos. Poco a poco se fueron espaciando las salidas en común y los hermanos se fueron encaminando por senderos diferentes, aunque compartiendo la ayuda doméstica semanal de la ahora señora mayor que los había criado. R. no terminó sus estudios universitarios y a los veinte años comenzó a trabajar en un periódico; su hermano mientras tanto se recibió de abogado, trabajó brevemente como defensor de pobres en la justicia y finalmente se asoció a un conocido estudio de abogados penalistas, lo que le trajo una situación económica bastante acomodada.

Cuando se acercaban al cumpleaños de los treinta, R. estaba comenzando a escribir su primera novela y ese proyecto lo obsesionaba. Muchas de nuestras sesiones se convertían en discusiones de literatura, pese a mis intentos por utilizar sus ideas como trampolín exploratorio al inconsciente... Aquel cumpleaños habría de ser fatídico, R. le compró a su hermano una muy convencional billetera y cinturón y aquél le correspondió con un paquete misterioso y una admonición “No lo abras hasta terminar la novela!”.

El resto de la historia es tan extraño que no quisiera distorsionar los hechos a través de una versión propia. Tengo ahora en mi poder una copia del diario de R., y prefiero transcribir algunas de sus palabras literalmente, para que Uds. juzguen. Sólo he omitido aquel material que no tiene relación directa con esta historia y he salteado algunas anotaciones irrelevantes.

Jueves 5 de mayo
Fui a James Smart a comprar el regalo para C. Había pensado comprarle una bufanda, ya que él lleva mucho tiempo usando la misma. Supongo que mi sicoanalista va a decir que eso revela una intención reprimida de estrangularlo. Si fuese así, las represiones ganaron porque no encontré nada que me gustase y opté por una convencional billetera y cinturón del mismo cuero, bastante lindos y en precio... Por Florida me encontré con Sarita, que cada día está mejor, la invité a salir el domingo pero se hizo la opa... Peor para ella, no sabe lo que se pierde. Trabajé un poco en la novela, pero no estaba muy inspirado y terminé el día viendo fútbol en diferido por la tele. Bermúdez me llamó, creo que ya es la tercera o cuarta vez, para jugar al tennis y no tuve más remedio que aceptar, ¡el sábado le espera una buena paliza!

Viernes 6 de mayo
Me vino la duda si el regalo será suficiente, ¡al fin y al cabo son treinta años! Además no quiero pasar un papelón si C. me hace un regalo mucho mejor. Generalmente gasta más que yo, aunque para ser sincero en el pasado ninguno ha sido excesivamente generoso con sus regalos... Mañana me voy a dar una vuelta por Glenmore a ver cuánto cuesta una linda camisa o un pullover. Hoy trabajé un poco en la novela, creo que voy a cambiar el enfoque, porque me temo que mi idea original es demasiado intelectual y no va a tener suficiente “gancho” para atraer al lector común. Un poco de sexo siempre vende bien, pero el desafío es introducirlo de manera que sea natural y no rebaje el nivel de la obra, ¿pero si lo pueden hacer García Márquez y Vargas Llosa por qué no yo? Intenté llamarla a Sarita pero me atendió el contestador; no quise dejar mensaje, probaré mañana...

Sábado 7 de mayo
Nos encontramos con Bermúdez en Gimnasia. Pobre, el tipo viene tomado lecciones desde hace quién sabe cuándo y piensa que poder pasar la pelota por encima de la red lo convierte en un Guillermo Vilas. El primer set terminó 6-0 y confieso que me dio un poco de lástima, así que en el segundo set le dejé ganar un game y terminó feliz perdiendo 6-1. Credo que no me va a llamar para jugar de nuevo por un buen tiempo, pero confieso que el partido me sirvió para darme cuenta que estoy un poco herrumbrado y necesito volver a la cancha con más regularidad.

Domingo 8 de mayo
Al final no fui a Glenmore y me quedé con el cinturón y la billetera. Celebramos el cumple en lo de los viejos. Como el día estaba bastante lindo, Papá hizo asado afuera y abrió un par de botellas de Navarro Correas. Los viejos me regalaron un chaleco de lana que me va a venir bien y C. rehizo un regalo con una admonición misteriosa; “¡No tenés que desempaquetarlo hasta que termines tu novela, es una sorpresa!”. También estaba la tía Marisa, como siempre, que nos regaló a ambos corbatas que compiten en mal gusto, aunque creo que en esa competencia exótica yo salí ganando... Estuve esperando que Sarita llamase pero no lo hizo, seguramente se olvidó de la fecha.

Sábado 5 de noviembre
Salí segundo en el campeonato del club, porque en la final me dieron calambres tan fuertes que tuve que abandonar. Aunque tengo la convicción de ser el mejor del club, necesito entrenarme con más regularidad para que esto no me vuelva a suceder.

Sábado 19 de noviembre
Estoy al final, pero agotado, es casi medianoche y llevo sin parar desde las 7. Mañana termino la novela, la obra que conmoverá al mundo, el primer premio Nobel de literatura para la Argentina, y si no me lo dan es porque ya sabemos que discriminan en contra nuestra. En fin, ¡si Borges se aguantó que lo cagaran estoy en buena compañía..! Intenté llamarla a Sarita pero el teléfono no contesta, mientras yo laburo la mina se va de joda! Bueno, ya va a venir al pie cuando me publiquen la novela... Me imagino la cara de C. cuando me publiquen, creo que él nunca pensó que llegaría; otro que va a tener que cantar la palinodia.

Lunes 21 de noviembre
Aun no estoy repuesto de la sorpresa... Necesité un día de descanso para intentar encarar fríamente la situación, pero por supuesto eso de la frialdad es relativo. Creo que empezar a ponerlo por escrito me ayuda y me obliga a buscar lógica donde no la puedo encontrar. Empecemos desde el principio: ayer abrí el paquete que mi hermano me había dado para mi cumpleaños. ¡Que bien que me vendría una sesión, pero el desgraciado de mi analista eligió este momento para irse a un congreso en Mar del Plata y no regresa hasta la semana que viene! En fin, tendré que manejarla solo. Lo llamé a C. pero no contestó, esta noche me caigo por su departamento para verlo! Necesito entender que está pasando!
Esto fue lo último que escribió en su diario. Aquel martes 22 de noviembre me tocaba presentar una ponencia en el congreso, así que me levanté bien temprano para revisar mis notas. Decidí salir del hotel para desayunar y en la esquina compré el diario para leer mientras comía. Allí encontré la noticia:
Alrededor de medianoche, la policía acudió a un llamado en el barrio de Belgrano. Un vecino dijo haber escuchado disparos de bala en el departamento contiguo y cuando la policía llegó encontró muertos al titular de la propiedad, C., joven abogado y escritor conocido por su obra publicada bajo el seudónimo Edmundo Dantés y a su hermano, R., periodista. Ambos tenían heridas de bala en el corazón. No había signos de entrada forzada al departamento y no parece tratarse de un caso de robo, ya que ambos tenían sus respectivas billeteras y relojes consigo. El oficial a cargo de la investigación, inspector Roberto Argüello, se rehusó a hacer declaraciones hasta que se avance más en la investigación. C., o quizás deberíamos decir Edmundo Dantés, era muy querido por su labor a favor de las víctimas de la polio, enfermedad que lo afectó cuando niño dejándolo semiparalizado, lo que no fue óbice para lo que hasta ahora se perfilaba como una exitosa carrera.

II
Transcurrió una semana, un periodo de desconcierto y especulación. Los diarios habían dado amplia cobertura al hecho y tejían toda clase de hipótesis, pacto de suicidio, fratricidio y posterior suicidio —alternando hipótesis sobre los motivos que podría haber tenido uno de los hermanos para matar al otro—... La policía mantenía un silencio hermético y no sabíamos que estaban haciendo. Yo me sentía culpable de no haber podido ayudar mejor a mi paciente y me acerqué a los padres para ofrecerles apoyo. Debo decir que manejaban su dolor bien y se portaron muy correctamente conmigo. En algún momento les pregunté si habían encontrado el regalo que C. le había hecho a su hermano para su cumpleaños pero manifestaron no recordar el hecho.
Aquel martes yo estaba solo en mi consultorio, era relativamente tarde y el último paciente ya se había retirado. Yo estaba haciendo anotaciones y ordenando papeles cuando sonó el timbre de entrada. Aunque inusual, no habría sido la primera vez que un paciente angustiado se caía sin aviso previo para compartir alguna preocupación extrema, así que abrí sin preguntar para encontrarme frente al inspector Argüello. En aquel entonces Argüello contaría unos cuarenta y cinco años, era un hombre alto, de tez oscura, bigote porteño, y cigarrillo perpetuo. Lo reconocí inmediatamente ya que con motivo del caso su imagen había aparecido en la televisión en algunas oportunidades recientes. Era una persona de maneras secas, casi cortantes, y mirada severa, seguramente entrenada para intimidar a su clientela habitual más que para la convivencia social. No pidió disculpas por la visita extemporánea y fue directamente al grano: “Necesito hablar con usted”.
Así comenzó una relación sorprendente que me demostró lo equivocado de dejarnos llevar por primeras impresiones. Argüello era no solamente muy culto, contra el estereotipo que muchos tenemos de los policías, sino también profundamente perspicaz y de espíritu inquisitivo por naturaleza, un detective nato que evaluaba la evidencia metódicamente y no abandonaba ninguna pista por insignificante que pareciese. Con el tiempo me permitió conocer otro aspecto de su personalidad, escondido para los que no eran allegados: un sentido del humor que muchas veces era irónico pero ocasionalmente tenía la inocencia de lo infantil.
Consideré que la muerte de mi paciente, y las circunstancias de la misma, me eximían de invocar el secreto profesional que protege las relaciones entre un psiquiatra y su cliente y compartí con el inspector la poca información relevante al caso que él me solicitó. Creo que ambos sentimos la misma frustración al cabo de una larga hora de conversación, y confieso que Argüello me hizo sentir culpable de no haber indagado más profundamente en algunos aspectos de la personalidad de R. que quizás podrían haber ayudado a comprender mejor lo que había ocurrido. Eran ya pasadas las ocho cuando Argüello agotó sus preguntas. Cuando se levantó, y yo suponía que estaba por irse, me hizo una propuesta que me sorprendió. “Se hizo un poco tarde. Lo invito a cenar”, dijo.
A esa hora aún había pocos clientes en El Tropezón y conseguimos una buena mesa. Puchero y vino mediante, la conversación deambuló por diversos temas, pero sospecho que Argüello con alguna habilidad la orientó al campo de mi trabajo, la psicología, disciplina sobre la que demostró un conocimiento más que superficial. Así fue que, casi sin darme cuenta, en algún momento me encontré compartiendo con él mis hipótesis sobre los celos de R. hacia su hermano. Sospecho que parte del oficio del buen detective es saber escuchar, traer a la relación esa actitud de interés que promueve la voluntad del que habla en continuar haciéndolo. Eran casi las doce cuando salimos del restaurante y cuando nos despedíamos Argüello me entregó una copia del diario de R. (algunas de cuyas páginas ustedes han podido leer) y me propuso reunirnos en unos días para que le diese mis comentarios. Al entregármelo me hizo la pregunta: “¿Qué piensa usted de que R. nunca le haya dicho nada sobre la parálisis de su hermano?”.

III
Nos reunimos nuevamente en el despacho de Argüello, una oficina pobreta, con muebles desvencijados y escasa privacidad. Policías de uniforme entraban y salían sin pedir permiso, buscando o trayendo gruesas carpetas que iban a parar a unos enormes muebles de metal que cubrían tres de las cuatro paredes. Argüello parecía ignorar el entorno, que yo admito me daba una impresión muy desfavorable. Me ofreció un café y cometí el error de aceptar, era un jugo tibio y ácido que apenas merecía el nombre de la noble infusión. Argüello lo saboreó con gusto...
“Usted me habló sobre los celos de R. hacia su hermano. ¿Piensa que es posible que ese regalo misterioso esconde la clave, el motivo que lo llevó a matar y que luego del crimen, cuando tomó conciencia de lo que había hecho, se haya suicidado?”.
Yo ya me había hecho la misma pregunta muchas veces. Era la explicación lógica, todo apuntaba hacia ella, y sin embargo me resistía a aceptarla. R. era celoso, sí, pero entre los celos y la capacidad de matar hay una distancia grande y me resistía a pensar que en todo el tiempo que R. y yo habíamos pasado juntos yo hubiese sido incapaz de detectar ese potencial homicida. Sin embargo no tenía una base contundente para decir que no.
“Existe otra posibilidad”, le respondí. “Quizás fue el hermano quien mató a R. y luego se suicidó. ¿Cómo podemos saber quién mató a quién? Yo no lo conocí a C., pero su parálisis me da vueltas en la cabeza. Ese podría ser un motivo de celos mucho más fuerte que los que tenía, o imaginaba R. ¿Y ese regalo misterioso, que puede esconder..?”.
Argüello no respondió. Al cabo de un largo silencio me dijo: “Les hicimos la prueba de parafina, y encontramos residuos de pólvora en las manos de ambos. Esto parece descartar la hipótesis de que uno mató al otro y luego se suicidó, si fuese así solo el asesino tendría residuos de pólvora en su mano. Podría ser que el asesino contaminó la mano del otro, sea accidental o deliberadamente, pero no suena muy plausible”.
Seguimos charlando, considerando y descartando hipótesis hasta que un llamado obligó a Argüello a dar por terminada la reunión. Al despedirnos, Argüello me dijo resignado: “Me parece que éste va a ser otro caso más sin solución. Lamentablemente en este departamento eso se está convirtiendo en costumbre...”.

IV
Creo haberles ya comentado que el doble crimen me perturbó mucho, y que sentía una vaga sensación de culpa por no haber detectado el indicio que me hubiese permitido evitarlo. Quizás por eso, en las semanas siguientes me sumergí en el trabajo y no dejé mucho tiempo para el descanso o para los vuelos de la imaginación. El llamado de Argüello, más de un mes después de nuestro último encuentro, me tomó de sorpresa. Estaba de buen ánimo y me invitó nuevamente a El Tropezón, obviamente uno de sus lugares favoritos. Si tenía un motivo para la reunión, no me lo comunicó.
Cuando nos encontramos, Argüello estaba radiante. Obviamente algo había ocurrido para tanta evidencia de felicidad. Sin embargo, sus primeras palabras fueron en tono de pregunta: “¿Conoce usted la ley de Occam?”, me dijo. El nombre me resultaba familiar, vagamente lo asociaba a teorías científicas, pero no podía contestarle con precisión, y así le contesté. “La ley de Occam”, me dijo con tono magisterial, “es uno de los pilares del conocimiento científico. Occam era un filósofo de la Edad Media y lo que él postuló es que a igualdad de condiciones la explicación más simple tiende a ser la mejor”. “Dígame”, agregó. “¿A usted le parece muy plausible que dos hermanos, jóvenes de clase media, educados, sin diferendos económicos o amorosos, se maten mutuamente por celos?”. “En otras palabras”, agregó, “¡estuvimos meando fuera del tarro!”. Evidentemente, Argüello había descubierto algo y gozaba con su aún escondido triunfo.
“Me doy por vencido, Argüello. ¿Por qué no me dice de que se trata?”, le dije. Con gesto triunfal, Argüello casi me gritó: “¡Agarramos al asesino!”. El tono de la voz obviamente había sido elevado porque desde varias mesas nos miraron, no sé si con desaprobación o curiosidad. “¿Se acuerda que C. había trabajado brevemente como defensor de pobres?”, me preguntó retóricamente y sin esperar respuesta continuó. “Uno de sus primeros casos fue la defensa de un traficante de drogas, que tuvo la buena suerte de solo recibir cinco años de cárcel. Aparentemente el individuo no esperaba cárcel y suponía que C. lo iba a poder librar de ella con alguna escaramuza legal o quizás pasando unos pesos por debajo de la mesa, lo cierto es que pasó los cinco años masticando rabia hacia la justicia, el juez, el fiscal y el abogado defensor. Ni bien saló de la cárcel lo primero que hizo fue buscarlo a C. y, cuando lo encontró con el hermano, los mató a los dos”.
“¿Pero, cómo sabe todo esto?”, se me ocurrió preguntar desde mi confusión. “Elemental, mi estimado doctor, su siguiente víctima iba a ser el fiscal del caso, pero ese segundo crimen —o quizás debería decir tercero— le salió por la culata. El fiscal vive en un departamento con un sistema moderno de seguridad, que incluye una cámara de televisión que permite controlar quienes intentan ingresar. Cuando lo vio en la puerta de entrada, lo reconoció enseguida y llamó a la policía que lo pudo atrapar con un revólver en el bolsillo. Lo apretamos un poquito y largó todo el rollo...”.
No quise preguntarle a Argüello en qué consistió eso de “apretarlo un poquito”, era demasiada información en muy poco tiempo. Argüello siguió hablando y en un momento me di cuenta que sus palabras me habían devuelto la tranquilidad; mi cliente no había sido un asesino y yo no había fallado al no detectar esa tremenda falla de personalidad. Cuando nos despedimos Argüello me palmeó amistosamente y me dejó el recuerdo de sus palabras de despedida, “¡Sabe una cosa, a veces un cigarro es simplemente un cigarro..!”.

“Andate a la mierda!”, pensé para mis adentros, pero en el fondo sabía que me había hecho de un nuevo amigo.

Ricardo A. Halperín
Escritor y docente argentino (Buenos Aires, 1940). Actualmente reside en las afueras de Washington (EUA). Se educó en la capital de su país y en Córdoba, y completó estudios de postgrado en la Universidad de Columbia (EUA). Fue profesor de economía en la Universidad de Buenos Aires (1968-1973). En 1976 se incorporó al Banco Mundial, en la ciudad de Washington, DC, donde desempeñó diversos puestos gerenciales hasta jubilarse en 2001. Ha publicado numerosos trabajos sobre temas económicos. Fuente: letralia.com

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

El comentario estará sujeto a la aprobación del equipo y su administrador. Gracias.