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jueves, 28 de abril de 2016

ALEJANDRO MARECO: LA VIEJA CIUDAD DEL MIEDO


Entonces, la noche era una espesura intensa, a veces impenetrable. Las sombras abrumaban de misterio a una ciudad aún pueblerina, que no se atrevía a andar más allá de la luz del sol.



En aquellos días de finales del siglo 19, los cordobeses no tenían más que lámparas de sebo para alumbrarse en la intimidad, mientras que en las esquinas las farolas a gas de carburo de calcio apenas si alcanzaban un brillo en la penumbra y no iban más allá del Centro.

El siglo 20 también amaneció cubierto de sombras, y la gente no alcanzaba a guarecerse de los enigmas de las fuerzas insondables, de las presencias impalpables, de los misterios más profundos de la vida y de la muerte.

Y cuando las tinieblas comenzaban a derramarse sobre el caserío, las palpitaciones se escudaban detrás de los cerrojos y en el silencio se oía latir el pulso de la oscuridad. “Cada barrio, casa, calle y encrucijada tenían su duende, sus fantasmas, su luz mala, sus ruidos siniestros”, contaba La Voz del Interior el 1° de enero de 1926.

En ese marco tenebroso y al calor de tantas cosas inexplicables en las que se hundían los misterios de la vida cotidiana, se cocinaban los mitos del imaginario popular cordobés, antes de que la fe en el progreso y en la ciencia como fuente de explicación de las viejas incógnitas fuera dejando atrás un tiempo en el que no sólo se creía en lo que se veía.

El sitio más estremecido de sombras y de presencias extrañas era la Cañada, cuyo viejo calicanto, erigido en 1671 para contener las funestas inundaciones que traía el arroyo, separaba al Centro de la ciudad de un mundo arrabalero enigmático y temible.

“Lugar siniestro en donde nadie se atrevía a penetrar de noche. Era una barriada miserable, el principal foco de la mala vida cordobesa. Proxenetas, rameras y ladrones vivían en los ranchos sucios y desechos. Y se decía que a los osados que penetraban de noche en aquellas calles los asaltaban y robaban, asesinándolos con trinchetas de zapateros y con pedradas de honda”. Así describía en 1906 el escritor Manuel Gálvez al barrio El Abrojal, parte de lo que es hoy el barrio Güemes.

Los que siguen son algunos de aquellos portadores de sustos.

“La Pelada” de la Cañada. El más célebre de todos los fantasmas de la Córdoba en penumbras. Su comarca de sustos iba desde Pueblo Nuevo (hoy, parte de Güemes) hasta más o menos la intersección con la calle 27 de Abril. Según el escritor Azor Grimaut, en Duendes de Córdoba , una versión la describe con un bulto de baja estatura, vestida de luto con un manto que cubría su cabeza y ocultaba su rostro. “Se aparecía en las noches en el calicanto: menudita y con aspecto joven, surgía imprevistamente y acompañaba al transeúnte en su trayecto”. La mujer lloraba mientras seguía al caminante, por eso la señalaban como un “alma en pena”, es decir, un muerto que no había encontrado aún su lugar en el cielo.

Si se encontraba cerca de algunos de los faroles que iluminaban el cruce de San Juan y Belgrano, esta extraña aparición se quitaba el velo y ponía al descubierto su rostro cadavérico y cabeza rasurada, características que le dieron a la leyenda la condición de fantasma.

Se dice que sólo se aparecía ante hombres solos, sobre todo trasnochadores o calaveras, jugadores y gente de mala vida. Cuando los veía llegar cantaba un enigmático estribillo: “Quico llamalo a Perico; Caco, llamalo a Don Marcos”.

Era más bien un fantasma de invierno que de verano. Es que en la temporada del frío, cuando las campanas de la iglesia Santo Domingo daban las 8 de la noche, puertas y ventanas de los alrededores del calicanto se clausuraban. Al día siguiente, todavía con las tinieblas sin evaporarse, muchas mujeres iban a la misa del alba dando rodeos para no tropezarse con 
“la Pelada”, y siempre con un rezo en la boca.

Ni los policías a caballo se atrevían a incursionar en las sombras de la zona. A veces, los sábados se armaba algún grupo de hombres dispuestos a encontrar al fantasma y resolver el misterio. Hasta que un día ya no volvió a aparecer. Acaso fueron por las oraciones de las mujeres que pedían paz para su alma en pena y tranquilidad para la propia. O tal vez fue la luz, que vino a espantar los misterios.

La mujer del angelito. La avenida Roque Sáenz Peña, que conecta el barrio de Alta Córdoba con el Centro, alguna vez fue conocida como “la bajada del angelito muerto”. Es que muchos cocheros, conductores del tranvía a caballo y otros ocasionales transeúntes habían dado cuenta, con un especial estremecimiento en su relato, de una visión de espanto: una mujer que llevaba en sus brazos un pequeño féretro blanco sobre el que había un candelabro con velas encendidas. A ella, que vestía de luto, no se le veía la cara.

En aquellos días de finales del siglo 19 y aún comienzos del 20, los niños pequeños fallecidos eran tenidos como angelitos y sus velatorios eran toda una tradición festiva, celebratoria. Se dice que la visión dejó de presentarse cuando se instaló en las cercanías el R13 de Infantería, del cuerpo de artilleros del Ejército.

El farol. Según una memoria de La Voz del Interior de 1951, en algún momento fue tan popular como “la Pelada”, y su escenario era el mismo, la Cañada. Cuentan que iba por el aire a la altura de una persona, a veces por la orilla, otras, sobre el agua del arroyo, hasta el puente de la calle Deán Funes o hacia El Abrojal. “No hacía nada mientras no se lo provocara; mejor dicho, mientras no se lo llamara. Y un silbido era llamado y provocación”. Luego, identificaba al provocador y lo golpeaba.

El burro de los siete chicos. Quizá una de las apariciones más enigmáticas y extrañas de la Córdoba del miedo. Solía asomarse a la medianoche por el contrafrente del Colegio Santo Tomás, sobre Duarte Quirós. “No producía ningún ruido al caminar y los chicos parecían empalizados, ya que no se movían”, cuenta Grimaut. Al llegar a Bolívar, explotaba sin ruido y desaparecía junto con los chicos.

Los degolladitos. Eran dos niños que, dicen, aparecieron degollados en Catamarca y bulevar Guzmán. Nadie supo quiénes eran, y hubo quien los vio en noches sin luna buscando sus cabezas alumbrándose con velas. Hubo incluso misas especiales para espantar sus fantasmas, pero poco a poco se convirtieron en ánimas milagrosas y la gente encendía velas en el lugar donde aparecieron. Ya no se encenderían luego de que provocaran un incendio en el aserradero Camporini, pero la creencia seguiría un tiempo más.

Y más aún. Otros sustos poblaban la noche. El jinete en llamas: se presentaba en la bajada San Roque, hoy Julio Argentino Roca; anunciaba hechos sangrientos, “y no fallaba, porque, como salía los sábados, era seguro que los vecinos del hoy pueblo Güemes no iban a dejar pasar la noche sin darse algunas puñaladitas”, decía el diario el 5 de febrero de 1930. El Chancho Benedicto: asustaba en la Cañada y San Luis, donde había muerto trágicamente un carrero llamado Benedicto. El perro negro del Santo Tomás: salía de un cañaveral detrás del Colegio Santo Tomás, en Caseros y Duarte Quirós; era inmenso, tenía ojos fosforescentes y hacía extraños ruidos. La gallina gigante: tenía el tamaño de un caballo, y sus pollitos, el de terneros. Más que atacar parecía huir, pero su extraño tamaño y sonido vaya que estremecía, según los relatos.

Eran otras maneras de vivir en la ciudad, con las fronteras de los misterios de la naturaleza acorralando un trazado urbano mucho más breve. Después, la luz y la ciencia espantaron a muchos fantasmas y a los viejos miedos que habían perdurado durante siglos. Andando el siglo 20, otros serían los miedos que vendrían.


Alejandro Mareco
Córdoba, Argentina.
Periodista, escritor
Fuente: www.lavoz.com.ar

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