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viernes, 20 de noviembre de 2015

ÓSCAR COLLAZOS: NO EXACTAMENTE COMO UNA PELÍCULA DE BUÑUEL


Lo sientes llegar, pisa fuerte en la puerta para hacer más evidente su presencia. En la cocina, apurada, luchas con los trastos, el calor de la estufa hace hervir también tu cuerpo y sientes que el sudor se escurre por la espalda, por el cuello y las axilas. Lo oyes, afuera, y es mayor la prisa de tus manos en el oficio. Lo sientes. Corres al otro cuarto porque uno de los muchachos ha llorado. Subes la voz y se nota la rabia. «Se están tranquilos o les doy una pela, mocosos de mierda», dices. Oyes que él dice que tiene hambre y vuelves a la cocina. Apresuras el oficio. «Ya va a ser la una», grita él y piensas «podrían ser las tres y qué culpa tengo yo de estar tan atareada», y él va a sentarse cerca del radio, apagado, nervioso, fumando, apenas a medias, su cigarrillo que aspira para arrojar el humo a bocanadas, en grandes bocanadas que al subir hacen espirales ensanchadas, debilitadas en el ascenso hasta perderse, hasta confundirse en el frescor del aire. «Tengo que regresar al trabajo», y «yo no tengo la culpa, así que debes esperarte hasta que esté», pero prefieres este silencio, siempre lo has preferido. En el cuarto, el otro muchacho vuelve a gritar llamándote con sus llantos. «¿Por qué diablos no miras qué le pasa?», le dices, pero él sigue en su sitio y tú no sientes sus pasos y los muchachos ahora hacen coro con sus llantos. Bajas un recipiente del fogón y se te olvida cerrar la llave del lavaplatos, corres al cuarto, los muchachos están trenzados en una lucha cuerpo-a-cuerpo: te ven llegar y se quedan así, juntos, sin agredirse, como una película que se suspende en un movimiento que no acaba de concluir. Te agachas, sacas un zapato de tu pie izquierdo y empiezas a darles, a los dos por igual, y sus gritos y llantos se hacen más agudos, y ahora es la orquestación mortificante de sus gritos. «¿Por qué diablos no se están quietos, mugrosos?», dices, mientras asientas golpes de zapato en sus cuerpos, en donde caigan. El rostro se te enciende, pero el verdadero fuego es aquel que arde en tu sangre, en tu respiración alterada (…tal vez sea la ira, tal vez sea la ira), y afuera el radio empieza a sonar en el noticiero de la capital y entonces los llantos de los muchachos se confunden con las noticias y con los anuncios comerciales. Es otro mundo, nada tiene que ver con el tuyo, y menos ahora. Solo cuando la misma voz anuncia jabones Palmolive, asocias inmediatamente el primer capítulo de la nueva radionovela y recuerdas que empezará hoy a las siete, de siete a siete y media, de lunes a viernes. Vuelves a la cocina de paso por la salita y lo ves entretenido con el filo de una navaja, limpiándose las uñas. «Deberías reprenderlos, se están volviendo insoportables», le dices. Él se limita a mirarte. Cuando entras a la cocina oyes que reniega, «nunca el maldito almuerzo está a la hora», y piensas que si te demoras más él va a salir de la casa, y lo imaginas tirando la puerta tras de sí. «No te olvides de tenerme listas las camisas blancas para mañana», dice él cuando llegas junto a la mesa y dejas uno de los platos sobre la mesa, todavía con la sopa hirviendo. «Esto no se lo toma nadie así», rezonga él, en una réplica que no quiere ser violenta. Vuelves con otros dos platos y los dejas sobre la mesa, «vengan a comer», para regresar a la cocina. Tienes el cabello revuelto y sudas. Tu piel deja ver una especie de salpullido o granitos que el calor ha enrojecido. Oyes que en el radio registran la muerte de alguien, un nombre que te es extraño pero que no resultará seguramente extraño al locutor que pone énfasis doloroso en el tono de su lectura. Agrega una lista, al final, de personas que se conduelen con su muerte. Tú piensas en tu muerte y quisieras de pronto poder saber qué cara pondría en ese momento él, qué dirían los demás de ti. Oyes las palabras y los nombres, en la cocina te imaginas que él pasa trabajos para sorber la sopa y a los dos muchachos mirando temerosamente, todavía con sus caritas sucias de polvo y lágrimas regados en la piel. «Se acabó lo que había en la despensa», le dices y él responde algo, fríamente, «hoy no tengo plata», y tú, con un trapo, limpias los restos de grasa que quedan en los bordes de la mesa. Recuerdas la última vez con él y deseas tirarte en la cama, a esta hora, la hora del bochorno-modorra, y esperar que se produzca el encuentro de los dos cuerpos, provocado por ti, y él, sin poder evitarlo, vuelva a poseerte, a estar dentro de ti: reconstruyes la última vez y por un instante te olvidas que estás en la mesa, que a tu alrededor esta él con los dos muchachos. «Apenas acaben, reposan un rato y luego se meten al baño», les dices. «No te olvides de las camisas», insiste él. «Sí, ya lo sé». En la radio el noticiero ha cesado y empiezan a poner valses de Strauss, los acostumbrados valses de después de las comidas, «la hora del reposo y del regocijo». Él deja la mesa sin terminar la comida y va hasta la mesita a apagar el radio. Siempre, en el momento de los valses, va a la mesita a apagar el radio. «Apaguen esa cosa tan cansona», dijo alguna vez. Te levantas, recoges los trastos, regresas a la mesa y la sacudes. Levantas el mantel y lo llevas, doblándolo, a la cocina. Miras el suelo, vuelves a la cocina y traes la escoba, barres rápido, el polvo y restos de comida que los muchachos han regado en el suelo. «Parecen loros: no pueden comer sin hacer este reguero», les dices. Ellos se levantan también y tú sientes pesar cuando recuerdas los golpes que les diste con el zapato. Él sale del cuarto abotonándose la camisa que se había quitado antes de comer, alisándose el pelo con los dedos. Lo ves salir. Uno de los muchachos corre detrás de él y al momento regresa mostrando dos monedas. «Una para cada uno». Lo miras. «Se las gastan después del baño». Los muchachos corren al cuarto, quitándose las ropas. Oyes que hablan, que discuten, y sientes, otra vez, que la casa ha vuelto a recobrar el vacío, a hundirse en el vacío y que afuera, un mundo extraño, tan extraño como la nota necrológica oída en la radio, está girando, apoderándose de las cosas, haciéndolas más distantes de ti. Sales poco a la calle. Habitualmente al mercado y cuando es necesario al parque con los muchachos. No recuerdas el título de la última película que viste, pero supones que pudo ser con Gary Cooper, una de indios, seguramente. Este encierro, estar-estar-siempre-en-la-bóveda-de-la-casa- es tu mundo, se ha convertido en la película cuya proyección ya no es necesaria para que opere su reconocimiento, escena por escena, secuencia-a-secuencia, gesto-a-gesto: no tiene colores. Es el blanco y negro de una cinta triste, de un largometraje extraordinariamente triste. Llega el momento de preguntarte, después de haber quedado todo arreglado, ¿qué hacer ahora?, ¿en qué ocupar la hora siguiente? Recuerdas lo de las camisas, lo de los calcetines rotos, recuerdas el deseo que te sorprendió en la mesa y de la imagen lejana de él poseyéndote casualmente, del minuto que se perdió en la identificación de la siguiente secuencia. Esta mañana, al salir a la esquina había una cartelera enorme en el teatro, una cartelera nueva que nada te dijo, que apenas repasaste leyendo accidentalmente, pues solo podías soportar las películas de vaqueros, cuando ibas al cine, seguramente una vez al mes. teatro morales hoy social vespertina noche (para mayores de 21)  El diario de una camarera de Luis Buñuel con Jeanne Moreau, Bostezaste: los minutos siguientes fueron una lucha de bostezos, de ojos cerrados, de brazos estirados: una lucha con el sueño que ganaba terreno todos los días a la misma hora.

Óscar Collazos


Nació en Bahía Solano, Chocó, Colombia, en 1942. En 1964 fue asesor del Teatro Estudio de Cali. En 1966 apareció el primero de sus cinco libros de cuentos. En 1969, siendo director del Centro de Investigaciones Literarias de Casa de las Américas, en Cuba, adelantó un debate escrito con Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa sobre la relación entre escritura y compromiso político. Desde entonces inció una larga estadía en Europa, dedicado a la novela, el ensayo y el periodismo. En 1989 regresó a Colombia; Fallece en Bogotá, el 17 de Mayo de 2015.
Fuertemente vinculado con la tradición literaria, incorpora técnicas de narrativa contemporánea, como el fluir de la conciencia. Muestra la intimidad de sus protagonistas, pensamientos, sensaciones, sentimientos. Sus cuentos son de filiación realista y entornos urbanos. Si en los años sesenta incursionó en el experimentalismo, sus cuentos posteriores privilegian la sencillez de las frases que favore una sintonía expedita con el lector de hoy. Gracias  a una expresión más ortodoxa, busca claridad y comunicabilidad.
Alejandro José López Cáceres, en el prólogo, escudriña en la verosimilitud de Collazos: "Cuando uno se asoma a su obra cuentística se pregunta de dónde proviene la tremenda fuerza que emanan sus relatos. Y , si leemos despacio, muy pronto hallamos respuesta: de la experiencia; es decir, de la vivencia o del testimonio. Sus ficciones están compuestas a partir de lo sabido, por eso respiran sinceridad; sus historias están contadas desde adento, por eso transmiten conocimiento".
Tomado de Son de máquina. Bogotá: Editorial Testimonio, 1967. Collazos (mayo 12 de 2010).Óscar Collazos Cuentos escogidos (1964-2006)
Fuentes: www.banrepcultural.org - es.wikipedia.org - Foto: www.elpaís.com.co

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