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viernes, 30 de mayo de 2014

QUIZÁS VIAJANDO, UN DÍA DE ESTOS.

Me puse mis jeans, los "apretaditos," mi blusa larga blanca, mi campera de hilo marrón, las botas largas al tono, con tacos bajos y subí al auto para ir a buscarlo.
- Tendrás frío, nena.

Recuerdo que eso me dijo y le contesté que tenía la campera gruesa de cuero y que estaba en el asiento trasero, con los apuntes. 
Le propuse que condujese hasta su pueblo natal porque le temo a las rutas. 
Tomó el volante de mi Honda y me llevó a conocer los lugares donde vivió su infancia.
José Antonio me dijo que lo tuteara.
Al entrar a la ciudad de Deán Funes, me señaló la casa dónde nació, después fuimos hacia el centro, dimos una vuelta por la plaza, vi algunas vidrieras (por supuesto), por la iglesia, por la estación de trenes y fuimos a la que fue la casa de sus padres. Me dijo que estaba totalmente cambiada, y de allí salimos hacia el cementerio. Conocí la tumba de sus abuelos y lo dejé el tiempo necesario solo. Después, respetando su silencio, lo tomé de la mano y caminamos nuevamente hacia el auto. No quiso visitar a nadie más.
Me contaba algunas de sus travesuras, en el viaje de regreso, luego de almorzar. 
Fue apasionante, conducía yo porque él había tomado alcohol con la comida. 
Fue apasionante escucharlo hablar de su infancia, que quedó rebotando en los muros de su ciudad natal, para continuarla en los muros de Cruz del Eje. 
Fue apasionante, porque con sus recuerdos me hizo percibir el aroma de las comidas escapándose por las puertas y ventanas abiertas de la cocina y de la casa de su madre y de las cocinas de las madres de sus amigos y vecinos. Me hizo percibir los aromas de mi infancia que se desarrollaron en un departamento contrafrente de Buenos Aires.
Me hablaba del olor a los churros, los scones, los bollitos y el bizcochuelo. Del pan casero y de la larga mesa de reuniones familiares.
De la colonia perfumada de sus tías y abuelas, del polvo facial de su madre, y me decía que esas fragancias, de vez en cuando lo visitan para saber como se anda portando por estos días aquel niño inquieto. 
Y que cuando pasamos frente a su vieja escuela me dijo que lo  invadió el olor que tenía su portafolio de cuero con la manzana para el recreo, el de los bancos de madera, el de las tintas, los manuales y los lápices.
Y que le pareció ver que le alcanzaban la pelota de cuero bañada en grasa sobre los hilos a través de una tapia de la calle Belgrano. 
Dice que sintió la fragancia de los guardapolvos almidonados de sus compañeritas. 
Y que en un lugar del andén de la estación de trenes, todavía anda flotando el olor del fuell oil de las máquinas que lo llevaron de aquí para allá. 
Le hubiese gustado robarse el badajos de la campana -me confesó pellizcándome la mejilla mientras yo intentaba pasar un camión con acoplado-.
Fue apasionante verlo mover la boca y los brazos para igualar al incansable sonido de su pelota de goma rebotando en el patio de cemento de su casa, mientras los demás dormían la siesta y el se comía las uvas colgadas en los racimos de la parra. 
Pintaba en el aire el color de su juguetes.
Tres trompos tres, me contaba que tenía, varios barriletes que llegaron a la luna antes que cualquier astronauta, trencitos de metal que se oxidaron lastimosamente en algún basural de los recuerdos, soldaditos de plomo y de plástico, un balero que nunca pudo "embocar," hombrecitos rana, cowboys, indios, jugadores de fútbol, un juego de metal para armar máquinas llamado Mecano, todos los autitos y un montón de ladrillitos de goma.
Mirá flaca -me decía mientras acomodaba sus manos-, a las bolitas las tenías que poner entre estos dedos, apuntabas y las lanzabas, y de esta otra forma -cambiaba la posición de sus dedos-, se tiraban a las figuritas.
Luego me dijo que iba a cerrar un poco los ojos para sentir el aroma de la tierra mojada de su calle y memorizar el nombre de la panadería de la esquina, de la sodería, de la verdulería de su barrio y el nombre de cada uno de sus compañeros de cincuenta y pico de años atrás.

-Llévame a casa, nena.
José Antonio navegaba en el mar de sus recuerdos, con la brisa que soplaba su corazón cansado, y cerca de la ciudad de Jesús María, se quedó dormido, abrazado a su teléfono celular. Parecía un niño escondido detrás  de su bigote desprolijo. 
Quizás viajando, un día de estos, te cuente mi vida amigo. 

- Yo nací el año anterior al de tu primer matrimonio. 
Empecé nuestra conversación así, cuando tomamos un café. 













Berenice Weber
http://diceelwalter.blogspot.com

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