OPINIÓN
Toda religión necesita un clero que custodie la doctrina. En este Vaticano criollo, La Cámpora fue el seminario
Por Iván Nolazco
Credo peronista
En el principio fue Perón, y Perón se hizo verbo. El movimiento nació como fe popular y pronto se convirtió en religión: el pueblo en procesión hacia la Plaza, Evita canonizada en vida como Virgen de los Descamisados y el líder como profeta con uniforme de general.
Pero todo credo, tarde o temprano, necesita su Vaticano. Y así llegó el kirchnerismo: no como herejía, sino como institucionalización. Si Perón había fundado la religión, Néstor y Cristina levantaron la Iglesia con dogmas, templos y una burocracia clerical.
La liturgia nacional
La misa mayor del kirchnerismo fue la cadena nacional. El sermón se transmitía a millones de fieles que escuchaban, no tanto para entender, sino para reafirmar la fe. Como en toda homilía, había bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres, porque recibirán planes”. Y también maldiciones: “Ay de vosotros, periodistas críticos, porque caerán sobre ustedes los demonios de la AFIP”.
Cada acto en Plaza de Mayo funcionaba como procesión: bombos como campanas, banderas como estandartes, militantes como acólitos. La liturgia era simple: cantar, repetir y creer.
Santos y reliquias
El kirchnerismo armó su propio santoral: San Néstor de Santa Cruz, apóstol de la obra pública; Santa Cristina, Virgen militante de labios inflados; y las Madres, profetisas de la Plaza eterna.
Las reliquias se multiplicaron: pañuelos blancos como estampitas, bustos de bronce en universidades como relicarios, el mausoleo de El Calafate como santuario de peregrinación. Hasta las fotos en oficinas públicas cumplían la función del crucifijo: recordarle al feligrés quién regía su destino.
Las indulgencias
Aquí aparece la genialidad teológica del kirchnerismo: reinventar las indulgencias medievales en versión criolla.
Los planes sociales y subsidios fueron pasaporte al paraíso inmediato. No eliminaban el pecado de la pobreza, pero otorgaban absolución temporal: la heladera llena unos días, la factura de gas aliviada, el colectivo a precio celestial.
Cada indulgencia tenía su precio: obediencia electoral. El subsidio era la confesión; el voto, la penitencia cumplida. Como en la Edad Media, cuanto más fiel eras, más rápida llegaba la absolución en forma de transferencia bancaria.
El clero militante
Toda religión necesita un clero que custodie la doctrina. En este Vaticano criollo, La Cámpora fue el seminario: jóvenes seminaristas formados en la obediencia y en el arte de repetir las escrituras del líder.
Los ministerios eran diócesis, la ANSES el cofre de limosnas, la AFIP el tribunal inquisitorial. El aparato estatal funcionaba como burocracia divina: repartir bendiciones a los creyentes y condenar a los herejes evasores o díscolos.
El dogma infalible
El kirchnerismo inventó su propia infalibilidad papal. Su dogma central era simple: “Nunca fuimos responsables de nada; siempre la culpa es del otro”.
El pasado era la dictadura, el presente eran los mercados, el futuro sería la derecha. La fe consistía en repetir: “Con nosotros se vivía mejor”, aunque la inflación alcanzara cifras bíblicas y la pobreza creciera como plaga de langostas.
Los herejes
Como en toda religión, los herejes abundaban: periodistas críticos, opositores, jueces, empresarios. Cada uno era señalado como enemigo de la fe. A unos se los excomulgaba públicamente en discursos; a otros, se los perseguía con las armas de la burocracia.
El hereje, sin embargo, cumplía una función: recordarle al pueblo que fuera de la Iglesia todo era desierto. Así, la sociedad se acostumbró a dividirse en creyentes y demonios, en leales y traidores.
El concilio patagónico
En Santa Cruz, tierra santa del sur, se escribieron los primeros cánones de esta fe: centralismo absoluto, culto a la lealtad, administración de la obra pública como sacramento. Allí nació la doctrina de que la política no es gestión, sino liturgia.
El templo vacío
El problema de toda religión que se convierte en Iglesia es el mismo: con el tiempo, los templos se vacían. El fervor se convierte en rutina, las indulgencias ya no alcanzan para absolver el hambre, los santos envejecen y los fieles buscan milagros en nuevas parroquias políticas.
El kirchnerismo, Vaticano del peronismo, logró institucionalizar la fe y repartir indulgencias con eficacia. Pero como las catedrales abandonadas de Europa, sus altares corren el riesgo de quedar como ruinas de un tiempo en que la política se confundió con religión y la ciudadanía con feligresía.
Tribuna de Periodistas
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