OPINIÓN
Hay una máxima que no recuerdo el nombre del autor y eso me desquicia
Por Nicolás Lucca
Llevo más de una hora de consultar libros, de escribirle a amigos, de mandarle un mensaje a una profesora que no recordaba mi existencia tras un par de décadas de no interactuar. Google, buscador de palabras claves en textos y demás recursos fueron en vano. Harto, decidí bajar la bandera “este texto fue redactado sin ayuda de Inteligencia Artificial” y recurrí a tres o cuatro de ellos. Ninguno me sirvió. No bajo ninguna banderita.
La busco porque gira en torno a “No por mucho conocer la historia se sabe qué hacer en una situación similar”. Es que sonaba mucho más bella en mi memoria. El asunto es que detesto el “esto ya lo ví”, al igual que el “ya sé cómo termina” y ni hablar del egocéntrico “a mi no me la vas a contar que yo lo viví”.
Cuando la noche del día de las elecciones que consagraron a Donald Trump nos habíamos sentado con un par de personas a jugar a los números con estados consolidados, los variables y la cantidad de electores del sistema norteamericano. Para variar, no había chances de que Trump no ganara y no fue con el diario del lunes. Los que insistían en que no había chances eran los que salían a hacer encuestas en las grandes urbes, donde el voto consolidado estaba en su contra. Así, el sesgo de percepción siempre juega en contra.
Recuerdo haber escrito alguna gansada pasatista, un texto para salir del paso pero, a la vez, con algunos chascarrillos para descomprimir. Era de madrugada, día laborable, llevaba un par de jornadas sin dormir y esa fue mi forma de relajar, con una carta a Trump muy en joda, pero bastante seria para los que vivieron las elecciones de Estados Unidos como si fuera la final de un Mundial en el que se cocinaba el futuro de la humanidad. De hecho, debe ser uno de los pocos textos que recuerdo con cariño y que, en parte, me gustó como quedó. Tomé a la ligera lo que todos vieron con pánico y algunos me hicieron saber que el tipo les daba miedo de todos modos. Y no, no eran precisamente kirchneristas quienes me decían esas cosas.
Pasados casi nueve años de aquel 9 de noviembre de 2016, fui a releer el texto muy por arriba. Es, cuanto menos, un recordatorio que las historias nunca se repiten ni aunque reaparezcan los mismos personajes. Cuando comenzó el año 2017 ya gobernaba Donald Trump los Estados Unidos, pero del otro lado de lo que podríamos llamar “el mundo occidental, liberal, democrático y capitalista”, estaban Nicolás Maduro en Venezuela, Vladimiro en Rusia, Orbán en Hungría, Xi Jinping en China, el psicópata asiático en Corea del Norte y el mismo Ayatollah en Irán. De hecho, a excepción de algún puñado de nombres, las páginas amarillas de la política internacional de primera categoría no han sufrido muchas modificaciones. Hasta Macron ya despuntaba el vicio de lidiar con la infumable manía de sobreactuar cada evento, situación o accionar internacional, una costumbre que se convertiría en símbolo de época: todo, absolutamente todo lo que ocurra en otra parte del mundo, será exagerado, militado, atacado o defendido como si fuera lo mismo una guerra o un partido de cricket. Quizá la gran faltante en la comparativa de fotos, además del colágeno en el rostro de los mandatarios, se trate del trajecito sastre y el peinado Playmobil de Angela Merkel.
La frase que busco no es de Hannah Arendt, sino de un tipo. Arendt creía en lo mismo, obvio, pero desde las causalidades de toda acción humana: la historia como resultado de acciones impredecibles y no de un plan. No podemos escribir nuestra historia, sino tan solo protagonizarla. Margaret Atwood había dicho una vez que la historia no es un manual de instrucciones, sino tan solo advertencias, pero no me sirve porque no hablo de una mujer.
Sí, es un tipo pero no es Harari. Él también dice que la historia es inútil para predecir el futuro, pero lo lleva enseguida a nuestro presente, a cuestionarnos y pensar alternativas pero sin saber qué vendrá luego.
O yo viví en otro universo similar a este, o la memoria me falla, pero recuerdo que uno de los mayores temores esgrimidos sin un solo freno inhibitorio contra la llegada de Trump a su primera presidencia, llegaba en forma de “este tipo te puede llevar a la Tercera Guerra Mundial”. Evidentemente, si algo heredamos de las generaciones criadas durante los años de la Guerra Fría –entre las que, en parte, me incluyo– está el temor a que todo puede terminar en una Tercera Guerra. Como si no hubieran existido tragedias previas. Como si la primera guerra no hubiera comenzado con un atentado absolutamente desproporcionado al caos prolongado en el tiempo. Como si el aleteo de una mariposa en Turdera no pudiera terminar, un par de años después, en un invierno nuclear.
Aquel primer gobierno de Trump terminó en caos para los norteamericanos. El resto del mundo estaba en otra, sumido en una parálisis por un virus no controlado por el país que, supuestamente, era el principal interés de Trump: China.
La intensidad del latiguillo “los pueblos que no conocen su historia están condenados a repeblablablá” se hace insoportable cuando vemos que los temores de daño hacia las instituciones y a la estabilidad global por culpa del autoritarismo posible de un megalómano narcisista sin respeto por un “no”, faltó sin aviso hasta que le tocó entregar la llave de la Casa Blanca. Hoy sí tienen un poco más de sustento esos temores, en parte por cómo agitó un alzamiento tercermundista contra el Capitolio al perder las elecciones, en parte porque fusionó al TEG con el Monopoly y un día te clava 100% de aranceles a la importación de cordones, al otro te los baja a cero y en ambos casos puede dar la misma justificación insólita. También contribuye un poco a construir una imagen insoportable esa manía de agigantar las cosas, como enviar fuerzas armadas a Los Ángeles, o intervenir la seguridad del Distrito de Columbia. Y ni que hablar del mareo que puede generar a un analista que no resida en la Argentina esa cosa de recortar programas para ahorrar dinero de los contribuyentes y otorgarle un tortón de guita a la Argentina.
Lo cierto es que Trump esta semana se convirtió en la noticia central a nivel global. En nuestro país, va por la tercera semana al hilo gracias al salvataje de dólares para apuntalar a los expertos en crecimiento con o con dinero, pero en el plano internacional acabamos de ser testigos de un hecho histórico. Toda semblanza o biografía que se haga de Donald Trump en el futuro deberá incluir sí o sí su rol protagónico en ponerle fin a la mayor barbarie que haya vivido el mundo Occidental desde el atentado del 11 de septiembre de 2001. Ahí está la foto del hombre que iba a desatar la Tercera Guerra Mundial. Ahí están los tradicionales líderes del mundo occidental tradicional: chiquititos, sentados atrás, algunos con más cara de upite que otros, mientras la cabeza se les llena de preguntas. ¿Cómo hizo este tipo para lograr tamaño acuerdo? ¿Corresponde llamarle “paz” cuando las guerras son entre Estados y no contra un grupo de psicópatas que mató, torturó, violó y secuestró de a miles? ¿Dónde metemos la sobreactuación política de prédica antiimperialista de los mandatarios de Francia, España y Reino Unido, por lejos los países con menos autoridad histórica para hablar de imperialismos? Ahora que Macron tiene tiempo y ya no debe correr a resolver la geopolítica de Oriente Medio con un posteo en Xwitter, ¿continuará creyendo que un Estado y su gobierno son la misma cosa sólo cuando se trata de Israel, seguirá opinando cómo deben ser límites ajenos o se habrá preguntado por qué la frontera más extensa de Francia es la que tiene con Brasil a 7.200 kilómetros de París?
A ver si la frase era de este tipo… Ah, qué cosa hermosa Isaiah Berlin y qué tarde llegaron a mis ojos sus escritos. Tarde en cuanto a edad, no en cuanto a capacidad de disfrute. Es más, me obliga tanto a estudiar para poder entenderlo, que probablemente no hubiera podido asimilar ni una de sus ideas antes de los treinta pirulos. Me viene bien que se haya colado en esta búsqueda porque debe ser uno de los autores liberales que más roncha hizo y, a la vez, el menos mencionado por estos lares.
Una vez, hace como diez años, me lo encontré en un ensayo sobre el separatismo catalán. Páginas enteras de guitarreo intenso dedicado a reflexionar sobre qué tendría para decirnos don Isaiah si viviera. Y si bien no viene al caso a qué conclusión llegó el autor, sí cabría recordar que, lo más probable, es que Isaiah lo mandara a la mierda por no haber entendido algo tan básico y elemental a su pensamiento como que la idea de que la historia sigue leyes y que la clave de mañana está en el ayer “es una falacia” digna del marxismo.
Tampoco nos sirve demasiado para suponer qué tendría para decir de este mundo en el que vivimos, aunque sus anécdotas de trifulcas ensayísticas contra otros pensadores son para comer pochoclos. Berlin era sionista de cuna y de pensamiento, y a la vez era un tipo que no comulgaba con el nacionalismo cuando la palabra excedía su sentimiento de pertenencia e identificación para convertirse en una ideología que consagrara a un ente por encima de la libertad de los individuos. Suena contradictorio, pero no lo es si lo llevamos a lo más llano: es la diferencia entre tener un lugar al que llamar hogar y esa idea de que tu lugar es mejor que otros sólo porque vos naciste ahí.
En una de sus más recordadas intervenciones –si es que se recuerda alguna por fuera del mundo de la filosofía– Berlin contestó públicamente al escritor polirrubro Arthur Koestler. En tiempos de la creación del Estado de Israel, éste último había dicho en una entrevista en un medio británico que los judíos tenían dos caminos: asimilarse totalmente a la cultura de los países que habitan o emigrar a Israel. Berlin lo cruzó con los tapones de punta, a la altura de la rodilla, al decir que los judíos tienen el mismo derecho que cualquiera a elegir: la asimilación total, parcial, la conservación de las tradiciones, la emigración, o lo que quisieran hacer dentro del uso de sus libertades individuales.
En cuanto a nosotros, de nuevo nos encontramos ante una situación que, por análoga, no quiere decir que sepamos cómo terminará. Sí, otra vez está Trump del otro lado de la línea de crédito político, pero ya vimos que en estas páginas no creemos en la repetición de la historia. Sí, otra vez tenemos un temita de puja de modelos económicos que se resuelven en las urnas y no en políticas de Estado. Sí, otra vez el presidente argentino es tratado con más respeto en el distrito de Columbia que en su casa. Y ahí hasta el más oficialista comienza a decir “pará, Macri no trató de culorrotos a los que le tienen que votar las leyes”, y sí, hay un punto a considerar. Con más razón se entiende eso de que las comparaciones nunca dejan de ser odiosas. ¿Cómo termina esto? Nadie tiene la bola de cristal.
Por lo pronto, acá se habla mucho y un poco se respiró en las redacciones cuando llegó la noticia del acuerdo de paz. Cuando ya no quedaban más chamuyos para aventurar qué podrá pasar con la economía, llegó el momento de la sobreactuación de unos ante las cámaras y de los “sí, pero” de otros. Pocas veces se han visto tantos “Sin embargo” y “A pesar de” en textos que hablan de un acuerdo de paz. Y no es para tanto: es una noticia. Una buena noticia. Una enorme noticia muy, muy buena. Qué importa qué tan cómodo estás con esa noticia, man.
Y si bien debemos reconocer que no dimensionamos lo suficiente el punch marketinero de la frase “Milei está otra vez en La Cornisa”, todavía transitamos la campaña electoral más accidentada de la que se tenga memoria desde el regreso de la democracia: que nos quieren bajar un candidato, que no se baja nada, que no tiene qué ocultar, que, bueno, alguna cosita puede ser, que la cosita era una cosota, que no lo bajan, que no se baja nada de nuevo, que se bajó, que la segunda no gusta, que el tercero pasa a primero, que pase la segunda, que pase el tercero pero no se reimprimen las boletas, que se reimprimen, que no hay plata, que el que dice “no hay plata” no es usted, señor juez, que los candidatos de otras provincias quieren que la joda continúe para siempre para que no les presten atención a ellos, y así.
Mientras tanto, con tanto pecho hinchado y solemne para hablar del código electoral, ni los candidatos entienden cómo se vota con la boleta única y no hay indicios de que se intente una instrucción relámpago. Hasta podría hacerse por Cadena Nacional, que para algo se inventó.
Mientras tanto, todos los spots propagandísticos con los que nos queman la cabeza en radio y tevé juegan una competencia de quién está más en contra del gobierno nacional. Y mientras tanto, ni una sola propuesta a favor de otra cosa con la siempre honrosa y ridícula excepción de los troskos con sus promesas de salarios mínimos de dos millones de pesos. Si no va a salir ni en pedo, propongan más guita, timidones.
Esto es lo mejor y eso no quiere decir otra cosa: es lo mejor de lo existente. Todo es mejor o peor en comparación a otras cosas. No es que Trump sea el ideal, sino que el resto es un desastre. ¿Qué tan desastroso? Bueno, el mundo es un delirio tan grande que un megalómano narcisista, anteriormente potencial causal de la Tercera Guerra, terminó por ser un candidatazo al Nobel de la Paz.
Tampoco es que sea tan irreal que el resultado deseado haya venido de su mano. Más de una vez se ha dicho por estos lugares que da un poco de cosa saber que el mundo que habitamos, esta mitad del planeta en la que podemos quejarnos del sistema gracias a que vivimos en este sistema, este universo de libertades individuales menor o mayormente garantizadas, pero impensadas en otros lugares, este mundo se lo debemos a un puñado muy chiquitito de personas que actuaron por su propia voluntad. Si trazamos la línea divisoria en la aniquilación de los totalitarismos fascistas en Europa, la mesa de los vencedores estaba en un pleno conformada por tipos que no entraban en sus espejos. Y si bien nos encanta hablar de los héroes sin capa o ese mundo mejor conformado por tipos que hacen lo que corresponde hacer, los puntos de quiebre requirieron siempre de personalidades fuertes.
Tan a la mierda se fue todo que allí nos fuimos también y los que le tenían miedo en 2016 hoy lo ven como un prócer. ¿El mérito? Toda de los idiotas que gobiernan en el resto del orbe. Si Trump resultó la mejor opción, habla mucho más de la triste oferta reinante como alternativa. Una oferta en la que, cuando dicen que no es tan grave que Estados Unidos se retire de su rol de gendarme internacional, corren en círculos para ver cómo quedar bien con una estudiantina tan comprometida con la política que recuerda siempre levantar la bandera que esté de moda y luego no sabe ubicarlo en el mapa, boludos que creen que el mundo es un lugar feliz en el que pueden decir lo quieren, coger con quien quieren, rezar si quieren al dios que les parezca mejor, comer lo que quieren, vestirse como quieren, casarse con quien quieren o no casarse nunca si así lo desean.
¡Todorov! Era Todorov el nombre que no recordaba. Y lo bien que hizo mi cabeza en no recordarlo de entrada ya que así me fui de paseo por otro lado en busca de lo poco útil que resulta realizar traslaciones de la historia para predecir el futuro.
Por eso decía que mis conocimientos son totalmente al pedo, pero al menos soy consciente de eso. No como el resto de los que traen todas esas propuestas que nos muestran que tienen todo el pasado por delante.
Relato del PRESENTE
P.D: “¿Todas las convicciones son igual de ridículas?”, preguntó la estudiante Martha Masters, visiblemente ofuscada por el descarado cinismo de su jefe, a lo que el Dr. Greg House contestó: “Solo cuando se aplican indiscriminadamente a todo”.
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