OPINIÓN
Es curioso cómo la percepción del argentino respecto de su país depende de cientos de miles de factores
Por Nicolás Lucca
Un país masoquista o un país sufrido son dos conceptos que no van de la mano. En el primero de ellos, el país nos hace daño, en el segundo el país es dañado por sí mismo. Pero como un país no puede ser una persona humana y no tiene capacidad de razonamiento, deberíamos dar por sentado que no es ni masoquista ni sufre, sino que son las personas las que torturan a sus instituciones.
Amamos ser campeones del mundo, amamos nuestros quichicientos climas, amamos mentirnos que inventamos cosas que no hicimos, amamos todo lo que nos haga sentir los más mejores del universo por un rato en algún factor de la vida. ¿Dónde se origina todo eso? Bueno, tengo una serie de ensayos publicados en un mamotreto de 750 mil caracteres que se llama Te Odio, pero vamos a frenar en algo que es el lado B de lo que hizo que este país hable castellano a pesar de haber recibido más inmigrantes multiculturales que población local y migración hispanoparlante: la necesidad de la construcción de una identidad nacional.
El tema de este texto tampoco es explorar nuestro patriotismo, que cada uno tiene sus motivos. Incluso por la negativa, quienes putean al país lo hacen desde el lugar de que quisieran tener otra forma de universo social, político y económico, pero en este mismo lugar, no en otro.
Creo que una buen punto de partida es tener en mente cuál fue la motivación que llevó a los grandes países a ser los más en todas los aspectos de la vida. Y sí, hay un hilo rojo conductor y es que ninguno hizo lo que ha hecho con el objeto de ser los mejores ni por creer que tenían como destino ser el faro de absolutamente nada: lo hicieron porque correspondía y porque era la mejor solución del momento para un problema concreto.
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Uno de los soliloquios históricos de la televisión, un hito de la comunicación política por ser un sopapo, fue el que brindó Will McAvoy en The Newsroom, cuando en una charla de periodistas con estudiantes universitarios se ve presionado a dar “una respuesta humana” a la pregunta de una estudiante:
–¿Por qué cree que Estados Unidos es el mejor país del mundo?
–No lo somos.
Luego de mirar a su colega progresista y cagársele de risa por progresista, mira a su colega conservador y le dice: “¿En serio les vas a decir a estos chicos que Estados Unidos es tan maravilloso que somos los únicos en el mundo con libertad? Canadá tiene libertad, Japón tiene libertad… Reino Unido, Francia, Italia, Alemania, España, Australia, ¡Bélgica! tienen libertad. Doscientos siete estados soberanos en el mundo, como 180 de ellos tienen libertad.
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Lo bueno de ser mediocre es que no figurás en el Top Five de nada positivo, pero tampoco lo estás entre los peores. No tenemos el mejor PBI per cápita, tampoco el peor; no está la peor tasa de pobreza, tampoco es un paraíso en el que todos comen cuatro veces al día. En términos deportivos es como una mitad de tabla cómoda en la que nos sentimos los goleadores campeones de todos los torneos cuando en realidad alentamos a un equipo que se conforma con no descender. Y no está mal, es una estrategia válida. Si fuera una estrategia, claro. Lo cierto es que muchos de los países que comparten esa larga mitad de tabla hacen esfuerzos para superarse, para subir, no por competencia con otros, sino tan solo para estar mejor.
Suele decirse que tenemos una carga impositiva brutal. En materia de impuestos sobre los ingresos particulares –salarios, etcétera–, tampoco encabezamos. Shame on us. Quedamos a tres puntos porcentuales del grupo de países con mayor carga tributaria sobre los ingresos. Estuvimos muy cerquita de ser los países con mayor monto del Impuesto al Valor Agregado pero quedamos cuartos entre los que tienen una tasa única general. Nada mal, pero no entramos al podio de los que más fajan con el impuesto que paga tanto el rico como el pobre sobre el mismo producto. Y según el Instituto Argentino de Análisis Fiscal, este año tampoco podemos competir en el Tax Freedom Day, dado que seguimos con la costumbre de dedicar más de la mitad del año a pagar impuestos.
Hay cosas que, por más que no vayamos en punta, es bonito vernos del lado positivo, como formar parte de los 42 países –de los 190 medidos– que cuentan con superávit fiscal. ¿Por qué conservamos esa cantidad de carga tributaria si tenemos superávit fiscal? No sé, no tengo cara de economista, pero no le hacen ningún favor al discurso de que el ajuste lo paga la casta.
La percepción que tenemos de la corrupción pega duro y parejo porque mete a todos en la misma bolsa: gobierno nacional, gestiones provinciales y municipales, poderes legislativos varios, “la Justicia” en general y todas las fuerzas policiales que podamos recordar. Ahí tenemos un múltiple empate en el ranking junto a Gambia, Zambia, Etiopía y Bielorrusia, pero estamos mejor parados que Brasil, México, Perú, Paraguay y eso que tanto admiran llamado El Salvador.
Estamos pobremente poblados en comparación al resto del mundo. Tenemos 16 habitantes por kilómetro cuadrado, un discreto puesto 177 en densidad a nivel mundial y en la región sólo superados por Bolivia. Y eso que el 40% de la población está concentrado en eso que ahora llamamos Área Metropolitana de Buenos Aires.
Somos superiores en las cosas que no dependen de nosotros para nada porque están ahí o porque otros las hizo: el octavo país más extenso del mundo, el más grande de habla hispana –aunque no el de mayor cantidad de habitantes– uno de los ocho únicos países con copas mundiales ganadas a lo largo de un siglo, el tercero en cantidad de títulos (cuarto si tomamos en cuenta el empate en cuatro copas de Alemania e Italia), y el tercero en cantidad de finales disputadas. Todo esto sujeto a revisión de la Asociación Uruguaya de Fútbol.
No entramos ni por lejos al podio de los países con más premios Nobel del mundo, pero tenemos la misma cantidad que toda Sudamérica junta. Y si bien siempre llamó mi atención que Brasil no tenga ni uno solito, también es sorprendente que los premios Nobel que nos adjudicamos en ciencias duras hayan sido a pesar de la Argentina.
Aún estamos entre los escoltas de los países con mayor inflación del mundo, aunque muy lejos de los que disputan la punta y de los que se desconoce dato alguno desde 2022. Sí registramos el mayor descenso de la tasa inflacionaria. Epa, bien ahí, mi país.
Pero el dato que siempre rompe con toda previsión es el Ranking Mundial de Felicidad, en el cual la Argentina pareciera vivir en un universo paralelo al del discurso cotidiano. Cualquier encuesta de perspectiva a futuro económico, laboral, social o político se la da en la pera con nuestra clasificación, pero no tanto por el número (estamos 42, lejos de la punta finlandesa y muy arriba del triste puesto 147 de Afganistán), sino por los motivos que explican esa ubicación. Básicamente, sumamos 6.397 puntos y quedamos a una diferencia casi marginal de países como Estonia, España o Italia. El número se hace con una ponderación de seis factores y el peso que damos a cada una de esas cosas. Nuestra felicidad, entonces, se explica en un 25% por el apoyo social, que no es el Estado, sino la red de contención personal compuesta por amigos y familiares a quienes recurrir en caso de problemas. Entre los 147 países estudiados, ocupamos el puesto 21 en solidaridad con nuestros conocidos y le damos mucha importancia (92,3% al menos respondió eso) a ese factor para determinar nuestra felicidad. El PBI per cápita explica el 23,5% de lo que nos importa para ser felices. La libertad es un gran valor para el 87% de la población y explica el 12,3% de nuestro resultado.
Pero, ¿vieron que siempre nos gusta remarcar que el argentino es un tipo generoso? A olvidarlo, que los números hablan: nos fuimos al puesto 112 de generosidad, valorada por un 12% y con un peso nulo en nuestro ranking de felicidad. Nuestra percepción de la corrupción, esa que tenemos en un 75%, no pesa en nuestra felicidad. Sé que Gallup, la histórica mega maquinaria estadística que realiza esta evaluación tiene muchas explicaciones para dar (el documento es largo y pesado), pero desde la comodidad de mi teclado y bajo el análisis de los eslóganes más comunes y repetidos de los últimos tiempos, podríamos decir que nadie se salva solo es una realidad tan real como que sólo somos solidarios con nuestra tribu y la corrupción nos chupa un huevo.
Hay rankings que me resbalan porque no cambian la percepción. Esto es como cuando Aníbal Fernández comparó la tasa de homicidios de la Argentina con la de otros países de América Latina para decir que la inseguridad es una sensación. Y sí, el ranking era real y siempre lo fue: la Argentina, tradicionalmente, tiene una tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes más baja que el resto de la región. Sin embargo, la comparativa que pesa en esas cuestiones es con uno mismo. O sea: ¿De cuánto era la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes diez o veinte años antes? ¿Cuánto aumentó el porcentaje de delitos violentos respecto de otros años? ¿Para qué me sirve un ranking, más que para consuelo de “en otros lados están peor”?
Y también existen otros rankings en los que me alegro de no figurar ni en mitad de tabla. Me gusta estar fuera de la lista negra alimentaria, saber que no estamos en las previsiones de las 1.200 millones de personas que están en riesgo por crisis climáticas o que ni nos tengan en cuenta a la hora de contabilizar catástrofes naturales. No tenemos terremotos de importancia con alta periodicidad, no sabemos qué es un tsunami, no tenemos temporadas de huracanes ni estamos en riesgo de ser invadidos por ninguno de nuestros vecinos con quienes, tan solo, nos arrojamos chicanas. Incluso, junto a Chile, Bolivia, Paraguay y Uruguay, formamos parte del cono al que no puede llegar misil nuclear alguno.
En este preciso instante, mientras usted lee este texto en algún momento inmediato posterior al 21 de junio de 2025, en el mundo existen 98 conflictos armados. Noventa y ocho. Un nueve seguido de un ocho. Durante 2024, unas 233 mil personas perdieron la vida en conflictos armados de los países en los que se puede confiar de algún dato. Andá a chequear cuántos son los sudaneses que mueren en sus desplazamientos para huir de la guerra. No es un dato para nada menor y es triste tener que agradecer a la providencia por vivir en un país en el que el enemigo es el que fabriquemos en algún momento y a piacere.
Mientras, en la Argentina, nos preocupan cosas como el debate por las prerrogativas de sangre o si la presidencia otorga título de nobleza frente a la Justicia Penal. Mientras, en Argentum Patrae, pasan de largo anuncios como las ganas de Pato de terminar su trabajo inconcluso de destruir lo que queda de la Federal; un anuncio que quedó en la nada dos horas después por el malestar causado: así como generó confusión que anuncien la creación de dependencias que funcionan como tales desde hace unas tres décadas, sobre la misma tarde del día del anuncio de las nuevas políticas de seguridad trascendió la bronca del oficialato. Finalmente, ni siquiera cambiarán el gallo del logo por el águila en el escudo.
Nosotros nos entretenemos con estas minucias porque no toleramos el aburrimiento. Afuera, el mundo se divide en dos: los que están en guerra con otros países y los que van en camino a un conflicto contra el sistema democrático y liberal.
Hace tiempo que distintas fundaciones y consultoras miden diversas variables que hacen a la cultura democrática y a la fortaleza de las instituciones. Allí es imponente la percepción, no como en otros casos. Por ejemplo, en una sociedad civilizada bajo parámetros del siglo XXI y ante el amparo del conocimiento de la Constitución Nacional, a nadie se le ocurriría realizar un sondeo de qué opina la gente sobre una sentencia judicial. La Constitución prohíbe que se hagan consultas en solo dos materias: una es la penal. ¿Motivo? Porque es un tema sensible, porque la teoría que justifica la privación de la libertad es un quilombo en el que ni los abogados más eruditos pueden ponerse de acuerdo y porque tenemos la sospecha de que la mayoría de la gente que está en contra de la Justicia también pide pena de muerte sin darse cuenta de que la aplicarían esos mismos jueces que pueden condenar a doce años de prisión por violación a un tipo al que doce años después le dijeron “sorry, man, le pifiamos”. En lo particular, también creo que los legisladores preferirían evitar que se le consulte a la gente si está bien que la pena por defraudar al Estado desde un cargo público sea la misma que la de un robo simple.
Al menos desde 2022, las encuestas en confianza pública sobre el sistema democrático tienen un resultado preocupante para los que somos fans de las libertades y garantías que ofrece una constitución republicana, democrática, federal y liberal: ante la afirmación “la democracia mejoró su calidad de vida”, el 76% de los encuestados dijo “no”. El número va en lento aumento año tras año, sondeo tras sondeo. Podríamos decir que ahí tenemos un buen ranking, a ver en qué puesto estamos, pero ni siquiera es un fenómeno local.
La última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) señala que el 12% de los jóvenes españoles de entre 18 y 24 años cree que en algunas circunstancias un gobierno autoritario es preferible a un sistema democrático. A su vez, el Sondeo de Opinión 2024 del Instituto de Ciencias Políticas y Sociales de Catalunya muestra la misma tendencia de los jóvenes y apunta que hasta un 16% de los hombres jóvenes compartía esta opinión. Otro estudio catalán contó que los jóvenes son el grupo etario que más está de acuerdo con la hipótesis de vivir en un país que pueda garantizar un nivel de vida adecuado aunque no sea del todo democrático.
El índice de cultura democrática que forma parte del universo de datos que analiza la Economist Intelligence Unit muestra que, de 2010 a la fecha, solo Taiwán, Portugal y Japón han visto mejoras en la calidad de sus votantes, mientras que los países nórdicos, Suiza y Canadá mantienen su siempre vigente alto standard de comportamiento cívico. Sería un dato bonito si no fuera porque el resto de los países (o sea, todo el fucking mundo) tiene un descenso entre leve y marcado. No hablo del índice democrático del mismo estudio, que está compuesto por diversos ítems, sino por una de sus patas y, quizá, la más crucial de todas: el compromiso y la calidad del votante. Todos bajamos. Todos. Y, cómo decían los abuelos, es un consuelo de tontos. Salvo para los que prefieren el autoritarismo “porque al menos vivimos mejor”.
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–Y tú, chica de fraternidad– continuó McAvoy en su verborragia– por si acaso un día entras por accidente en una cabina de votación, hay algunas cosas que debes saber, y una de ellas es que no hay ninguna prueba que respalde la afirmación de que somos el mejor país del mundo. Somos séptimos en alfabetización, vigésimo séptimo en matemáticas, vigésimo segundo en ciencias, cuadragésimo noveno en esperanza de vida, 178 en mortalidad infantil, terceros en ingresos familiares medios, cuarto en fuerza laboral y cuarto en exportaciones. Somos líderes mundiales en solo tres categorías: número de ciudadanos encarcelados per cápita, número de adultos que creen que los ángeles son reales y gasto en defensa, donde gastamos más que los siguientes veintiséis países juntos, veinticinco de los cuales son aliados. Nada de esto es culpa de una universitaria de veinte años pero tú, sin dudas, perteneces a la peor generación de la historia. Así que, cuando preguntas “qué nos convierte en el mejor país del mundo”, no sé de qué mierda estás hablando. ¿Yosemite?
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Puede que sea un período de euforia de mis ciclos frontales o que tal vez la embocaron con las pastillas, pero tiendo a mostrarme entre optimista y estúpidamente confiado en que todo saldrá, eventualmente, bien. Hay datos censales desde cinco siglos antes de Cristo y hace un siglo y medio que se aplican métodos científicos para cálculos estadísticos a escala. Gracias a eso es que podemos saber que el grueso de los norteamericanos no querían saber nada con la Gran Guerra ni mucho menos con la Segunda Guerra Mundial, que la opinión pública cambió tras Pearl Harbour, pero que aún así, para 1944, era mayoritaria la postura de preguntarse qué carajo hacían en Europa si los japoneses estaban del otro lado.
Los termómetros sociales no sirven para adoptar medidas necesarias –de ser así, otra habría sido la suerte de Europa en 1939– pero sí marcan cuál es el sentir mayoritario y los políticos tienden a moverse hasta donde lo permite la sociedad en su conjunto. ¿Podría haber conseguido Roosevelt que el Congreso lo autorizara a declarar la guerra al Eje si la opinión pública no se hubiera dado vuelta? ¿Influyó que se encontrara a mitad de un mandato y no en un año en el que se jugaba una reelección?
No existen encuestas que muestren cómo pensaba la sociedad argentina frente a la Segunda Guerra Mundial. Suele señalarse que fue culpa de Perón que declaramos la guerra al Eje cuando ya estaba todo cocinado, aunque el conflicto comenzó en 1939 y en el medio pasaron cuatro presidentes. Y está claro que, con tanto presidente en tan poco tiempo, la opinión pública importaba entre poco y la nada misma. De hecho, en 1942 la UBA quiso aliarse con la consultora Gallup para hacer informes y no prosperó. Sí existieron encuestas en las décadas siguientes y mierda que hablan: en 1972 el 73,5% de la Capital y su conurbano, otro 70% en Rosario y dos tercios de los cordobeses no estaba de acuerdo con el accionar subversivo en su generalidad. Al mismo tiempo un número similar pedía elecciones presidenciales en lo inmediato. El resto no estaba a favor, sino que preería no opinar.
No sé a ciencia cierta qué nos define en la argentinidad si cada uno tiene su propia argentinita mental en la que no hay matices para el resto. Lo que sí veo es que estamos en el paraíso geográfico del infierno conflictivo global y, sin embargo, debemos tolerar la exhibición compulsiva y obligatoria de los traumas irresueltos de todos. Esos son nuestros mayores problemas: gente que opina sobre la colimba con la comodidad de no haberla hecho ni tener edad para hacerla, tipos que celebran la ignorancia, gente que desprecia la belleza de lo distinto, y todos con una forma de ver el mundo en la que no entra la otra mitad. No entiendo en qué momento la impiedad y el sadismo abandonaron el ámbito de cierto tipo de humor y pasaron a ser un comportamiento natural, pero extraño un poco ese país en el que nunca viví pero que en mi cabeza se recuerda mucho más feliz.
Iba a chorear un poco más con el soliloquio de McAvoy, pero me frenó sentirme identificado. Eso y que me parece una falta de respeto cobrar por un texto ajeno. Ni que trabajara en un diario. Pero cuando el personaje en cuestión llega al punto de decir “alguna vez lo fuimos”, comienza a ponderar una serie de hechos de los que solo quiero rescatar dos: la inteligencia no nos hacía sentir inferiores y no nos identificábamos por a quién votamos en las últimas elecciones. En este país de los movimientos populares, la identificación de la masa ha sido un fenómeno por el cual han viajado grandes investigadores. Sin embargo, por más popular que sea un movimiento en su punto de máxima expansión, nunca, jamás, never in the puta life ha llegado a identificar a la totalidad, ni cerca de los tres cuartos ni aproximado a los dos tercios de la población. ¿Perón ganó por el 61,8% de los votos en 1973? No todos eran peronistas, es el hombre, la urna y el momento. De ahí para abajo, todo pierde sentido de totalidad. Excepto para los que creen que una verdad es más verdadera si se grita más fuerte.
Quizá entre tanto número pueda haber una conclusión recontra tirada de los pelos. Algo así como que una cosa es fumarse un gobierno que no gusta y otra es quererlo, o que una cosa es querer mucho que algo ocurra y otra muy distinta es convalidar cualquier medio para alcanzarlo. En algún momento de nuestra historia, el termómetro social decía que no. Saber que esa luz estaba encendida en medio de los años más oscuros, a mí, al menos, me da cierta esperanza en el porvenir de esta cosa inentendible e inexplicable a la que llamamos humanidad.
P.D: Una línea más. “El primer paso para resolver cualquier problema es reconocer que hay uno: no somos el mejor país del mundo”.
(Relato del PRESENTE)
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