TEÓFILO CABANILLAS, EL EVOCADOR DE LA MEMORIA

CULTURA

Teófilo Cabanillas, era periodista, escritor, historiador y hasta oficiaba de médico de parturientas que atendía con una dedicación y esmero ejemplar

Por Walter R. Quinteros

—¡Que pongan un arma en mis manos, que la pongan ahora mismo!— Habría ordenado el caudillo de la Sierra del Indio Muerto, Teófilo Cabanillas, que era periodista, escritor, historiador y hasta oficiaba de médico de parturientas que atendía con una dedicación y esmero ejemplar, y resulta ser que un exaltado que huía despavorido por allí le alcanzó un Marling cuarenta y cuatro y medio. Entonces Illapha Tavares lo mató.

En los recortes periodísticos de "Crónicas peremerimbinas", que el Gobierno Conservador de aquella época mandó a destruir, quemaron todo, y hasta a las mismas cenizas les volvieron a prender fuego. Me dicen, y siempre viene la aclaración del caso. —"Antes que la memoria nos juegue algunas de las malas, aunque no sabemos muy bien en qué grado de veracidad, pues no nos quedan documentos ni artilugios que no sean los caminos del recuerdo".

Me dicen que Teófilo Cabanillas había sido un buen hombre, que se lo veía tranquilo con su traje de lino color blanco tiza y un moño austeramente negro en el cuello de la camisa, que se lo veía, caminar de aquí para allá, porque la tecnología avanzaba y que cada vez había más periódicos afines al gobierno y que ninguno relataba las viejas historias de la ciudad de Peremerimbé, que yacía bajo el agua del enorme dique que atrapó sin misericordia al río Imbuté. Ya no había próceres, ni poetas, trataban de borrar todo vestigio de aquel pueblo heroico, quitándolo de la memoria de los últimos sobrevivientes, como si nunca hubiese existido. Hasta que un día, Teófilo Cabanillas explotó en una furia incontenible. Fue cuando le dijeron que la gente se asomaba a ver la espuma de los dos vertederos para las usinas eléctricas y que vieron en el agua flotar un féretro que había emergido, y que uno de los allí presentes gritó exasperado —¡Cielo Santo, Cielo Santo es el cajón del abuelo Atanasio!—. Y que el pobre desgraciado se arrojó a las aguas bravías del embalse, muriendo ahogado y destrozado por el caudal por tratar de recuperar el cajón de su pariente. Para el gobierno se trató de un suicidio de un loco que veía visiones como todo peremerimbino.

Para el gobierno, los ideales que tenía la gente de aquel pueblo, los señalaba como peligrosos revolucionarios, contrabandistas, deshonestos, ilegales y hasta hijos de mala madre. Me dicen. Se podía definir que aquella gente sufría el síndrome del desarraigo o algo parecido y que por ello alucinaban, pero me aclaran que sus abuelos les contaban que efectivamente vieron salir a flote varios féretros del lago Imbuté. Que no tuvieron piedad ni con los muertos.

Eso hizo que Teófilo Cabanillas, alzara primero su voz en algunas plazas, pidiendo la reivindicación del pensamiento y los derechos de los descendientes peremerimbinos. Luego intentó abrir nuevamente algo parecido al "Crónicas" y que finalmente, con el odio metido en la sangre, se le acercaron varios idealistas, delincuentes, gente que no tenía nada que hacer y se fueron sumando a lo que se llamó "A Turma sem bandeiras". Un nombre que les puso Marcela da Silva, una de las mujeres de los Fontana, que era de piel bien oscura y que finalmente se volvió a su tierra porque quería aprender a pilotear aviones para repartir periódicos lanzándolos desde el aire, cosas que se les ocurrían a algunas mujeres, que querían volar, como dicen que volaban las mujeres vírgenes de Peremerimbé, poseedoras de esa donosura desde tiempos ancestrales, en que se elevaban buscando los caminos que los árboles de la selva escondían.

Pero que luego se fueron armando lentamente y aparecieron los primeros delitos de la Turma. Muy pero muy lejos del pensamiento del ilustrado Teófilo. Dicen. Hubo un brazo armado, donde andaban metidos los hermanos Fontana, y fue allí, en Naranjillos donde se hicieron fuertes. Naranjillos era un caserío que albergó a los peremerimbinos caídos en desgracia, pero que desvirtuó aquella lucha ejemplar del uso de la palabra como fundamento que exponía Cabanillas, siempre aferrado a la historia. Aunque también dicen que la gente los quería, porque algunos repartían algo de lo que robaban por aquí y por la capital. Naranjillos tampoco figura en los mapas escolares, también lo borraron. Hay una parte en la selva, espesa y verde, que las raíces custodian aquel asentamiento humano. Los árboles se movieron cambiando el paisaje, confundiendo a los guías, borrando caminos y huellas, golpeando con sus ramas a los curiosos exploradores y donde el olor a pólvora quemada se pega en la piel como la humedad.

Aquellos hechos delictivos llevó al gobierno a ordenar el despliegue del ejército porque ya era insostenible esa avalancha de secuestradores, asesinos y delincuentes que se amparaban bajo los ideales justos y muy bien fundamentados del reconocimiento al pueblo originario peremerimbino. De sus logros como comunidad, de su enseñanza, de sus labores. Se volvieron locos. Y hasta hubo algunos jefes de pandillas que se enriquecían aprovechando la flaqueza intelectual de sus "camaradas".

Teófilo Cabanillas viajaba siempre a la Sierra donde había llevado manuales explicativos de lo que fue el "Imperio Peremerimbino", para ser repartido entre alumnos, y decían que en algunos establecimientos tuvieron que entregarlo por la fuerza, porque los docentes no querían saber nada con ellos, por orden del gobierno. Dicen que una de sus mujeres se llamaba Cachita Barragán, a ella le dejó su casa y él se instaló en un hermoso cuarto con cocina, baño, y amplio ventanal desde donde se divisaba el puente angosto, el que volaron los soldados. Justo atrás de su imprenta y oficina de los rebeldes. Y coincidían en señalar que entre la furia de palabras que usaba en sus arengas, metió su recordada "Oda a las putas". Parece que era todo un cabrón don Teófilo Cabanillas. Recitan en coro:

¡Oh glorioso pueblo peremerimbino!
Dignos dueños de la tierra,
que va desde el inmenso mar,
hasta las montañas nevadas del Indio Muerto.
Bravo Cacique Mapuyo,
soberano aliado en las lides
de nuestro comandante,
Coronel don Juan Elerguido.
Ante ustedes pido.
¡La gloria en las batallas!
¡Y el coraje de las putas
que nos han parido!

Un día fueron avisados que merodeaba un pelotón del ejército nacional por el monte. Salieron a enfrentarlos sin el consentimiento de Cabanillas, que de eso de andar combatiendo no entendía nada. Uno de los hermanos Fontana mandó a emboscarlos y liquidarlos en una muestra de total insensatez. Gran error, fue allí que se metieron con el brazo armado del Gobierno. Dicen.

Y que justo allí nace el mito del tal sargento Illapha Tavares, que era un tipo más loco que estos locos y que a los tiros entró y liquidó unos veinte, junto a su compañero, que era un tipo rubio que se llevó a la enfermera tirándola de los cabellos, arrastrándola hasta el río, dijeron. Eran nada más que dos locos, Illapha y un gringo que era cabo primero, llamado Guillermo Jensen. De acuerdo a las crónicas, decían que el ejército los había dado por desaparecidos y muertos a los dos suboficiales y hasta negaban aquel enfrentamiento.

Teresa Paniagua Apaz, era la enfermera que estaba de turno en la Unidad Auxiliadora Primaria, pues en el caserío no había hospital, ni curas ni policías adscriptos, según argumentaban las crónicas regionalistas de aquellos tiempos. Y que se le entendía poco a la tal Teresa, porque solo hablaba en Guaraní. Pero que escribía muy bien en español, decían eso.

Según recuerdan, dicen que se la llevaron para el río, después volaron el puente y nunca más nadie los vio. A ninguno. Si hubiesen dejado que vuelen el puente, no pasaba más nada, aseguraban. Pero parece que los guerrilleros de Fontana los emboscaron, mataron a dos soldados y ellos reaccionaron así. El tiroteo era como un baile de locos gritando y disparando. Un espectáculo de terror, con suplicantes ayes moribundos, quejidos de maderas quebradas por impactos, vidrios astillados, mampostería trémula tras el espeso humo, el olor a pólvora y sangre salpicada que buscaba apresurada las pendientes para llegar al río, donde las barcazas de los Virasolo se balanceban inquietantes contra el muelle, a las aguas frías donde las mujeres venidas de Oriente, lavaban sus intimidades nocturnas.

En realidad, quedan muy pocas personas que hayan estado en esa parte de Naranjillos a la hora del tiroteo y de la masacre, ya son muy viejos, y de eso prefieren no hablar. Pero casi con certeza, todos recuerdan aquella mañana en que el evocador de la memoria peremerimbina, don Teófilo Cabanillas, salió corriendo y se paró en medio de la calle escandalosa por el tiroteo y con el aire caliente por el tufo a pólvora y sangre, y que gritaba en pleno descontrol que le pongan un arma en sus manos, un arma que no sabía usar y que en el medio del fuego cruzado por el milico gringo y los llamados "a turma sem bandeiras" que estaban sorprendidos por la fiereza de esos dos militares malucos, que entraron a los tiros, sonrientes, espalda contra espalda, cambiando cargadores mientras reían, como si estuviesen bailando con alegría la canción de Cortijo y su combo que sonaba en los altavoces del muelle; "Si yo llego a saber que perico era sordo, yo paro el tren. Oyemé maricuini, que si yo llego a saber que perico era sordo paro el tren y no mango a perico. Perico, estaba comiendo caña en la vía y no vio el tren". Que las mujeres cantaban por las noches en la casa de citas "La Rosa Blanca".

Los acontecimientos sucedieron en pocos minutos, según cuentan, dicen que vieron que de repente, Illapha y Cabanillas quedaron frente a frente, midiéndose, Illapha iba derecho a buscarlo y Cabanillas que parecía no entender que estaba frente a la muerte misma. Sorprendido, como si hubiese visto un fantasma errante. Lo contaban aquellos que alcanzaron a leer las "Crónicas de los que quedamos", antes de la requisa y quema. Hay ahí un relato de uno de los Fontana que lo debe tener doña Irene de De León, la viuda de Epifanio De León, que murió acuchillado en la garganta, seis años después, y que dice algo así como que Cabanillas levantó las manos y que el sargento, mesmo assim, le disparó, sin piedad, ennobleciendo la actitud de uno y tirando a la mierda la del sargento del ejército nacional. Pero hay otro relato, el común que contaron quienes huyeron a salvar sus vidas y que, efectivamente, se ponen de acuerdo en que Cabanillas pedía un arma a los gritos, que decía que pongan un arma en sus manos, ¡ahora mismo carajo! dicen que gritaba y que le alcanzaron un rifle Marling, no sabemos quién fue, aclaran, y que cuando cargó un cartucho en la recámara se dio cuenta que tenía al sargento de frente, que el tipo tenía la cara enmascarada con barro y una pistola de uso reglamentario en su mano derecha y que le apuntaba pero que le dio tiempo al doctor Cabanillas a que le apunte y le dispare, y que Cabanillas, que estaba nervioso, erró el disparo y que lo último que entonces vio, seguramente, parece que fueron los dientes sonrientes del sargento, a través del barro en la cara, y que debe haber sentido el tufo maloliente de ese uniforme transpirado, orinado y manchado en sangre. Porque el proyectil le entró por el pecho y dicen los que estaban escondidos, que el balazo lo tiró tres metros para atrás, lejos de su blanco sombrero que rodaba por la tierra de la calle, sin parar, como buscando respuestas en cada giro, difícil de atrapar, desplazándose como un gallo perseguido, como impulsado por una brisa invisible y silenciosa. Y seguía dando vueltas cuando todos se fueron, como un eterno rondín, vigilante y solitario. 

Hay quienes contaban que antes de morir, después de fallar su disparo contra el sargento Illapha, que don Teófilo Cabanillas de más o menos unos sesenta y pico de años, le pidió un segundo y definitivo tiro. Y que el sargento, se agachó, sacó de su bota embarrada y con un espeso manto de estiércol de vacas, un cuchillo fino y filoso, y se lo clavó en la garganta. Todo eso en medio de un tiroteo, dicen que dijeron los que allí estuvieron y que ya nadie recuerda quiénes lo dijeron. Porque todos eran niños cuando ocurrió. Y ya habían pasado algo así cono sesenta años de aquello. Y en un pueblo que no era el de ellos.

©2013-En un pueblo que no era el de ellos. Autor: Walter R. Quinteros. Escritor y periodista ninguneado. Nacido bajo el signo de Escorpio en Dean Funes, Córdoba, Argentina. Viajero latinoamericano.





Comentarios

  1. Me encanta. Un relato con mucha presencia de la mejor página del americanismo, tan frecuente en lo suyo, querido don Walter R. Quinteros.

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    1. Muchas gracias. A estos relatos les quito letra para que no sean tan largos en internet, pero a veces no se puede. Abrazos.

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