AMELIA Y LAS MARIPOSAS NEGRAS

CULTURA / EL CUENTO DEL DOMINGO

Amelita Zurita Chacón fue la primera niña en suicidarse arrojándose al paso del tren en el valle de Imbuté

Por Walter R. Quinteros

Según consta en los libros de guardia de la policía local, libro de actas número cinco, folios treinta y uno, treinta y dos y treinta y tres, de aquel año siniestro.

La recordaba así su tía doña Ernestina Chacón viuda de De León, mujer que supo esconder durante todo el tiempo de requisa del gobierno conservador, papeles relacionados a la historia de la zona de Peremerimbé y de los integrantes de la "Turma Sem Bandeiras" de don Teófilo Cabanillas, donde militaban casi todos sus parientes. Ella me contó algo parecido a lo que ya me había relatado el ex policía detective, don Ricardo Muñoz, que dijo haber tenido en la mira de su arma al auténtico Cipriano Illapha Tavares pero que no lo pudo matar porque justo ladró un perro y él se dio vuelta y le mostró un estilete y que como dijo más adelante alguien más estaba en el lugar, que se le acercó lentamente y le apoyó el cañón de una pistola en la nuca, y que por eso la tuvo que entregar y caer de rodillas implorando por su vida hasta que le arrebataron el arma reglamentaria y que pudo ver que le quitaban la munición, que la vaciaban totalmente y que se la devolvían desarmada en todas sus partes. Diez años de seguimiento entre pistas falsas y verdaderas a lo largo y ancho de toda sudamérica perdidos por el ladrido de un perro vagabundo y callejero, y un puntapié certero de la mestiza Teresa Paniagua López. Y también dijo que "Por las sombras que alcanzaba a ver en el piso aseguraba que eran dos los hombres, más la mujer de huesos duros que le había pegado en los testículos, los que estaban en el lugar" —repitió eso todas las veces que pudo, hasta que los médicos firmaron su retiro obligatorio—.

Pero siguiendo el relato de doña Ernestina, me voy a detener en sus palabras y copiarlas textualmente, ya que me explica a través de este drama, cómo era aquella gente, de costumbres exóticas, y siempre sosteniéndose en su memoria prodigiosa, a pesar de sus ochenta años.

Ella empezó contando la historia de la siguiente manera: "Amelita, de muy niña, se paraba en un cajón de frutas y miraba como su padre se afeitaba, le veía enjabonarse la cara y con asombro miraba como la navaja guiada por una mano experta, se deslizaba de abajo hacia arriba en el cuello y de arriba hacia abajo por la cara, con cierto cuidado y delicadeza entre la nariz y el labio. Ella reía y aplaudía cuando se rasuraba su padre. Desde el cajón de frutas saltaba y decía que quería volar como las mujeres de Peremerimbé y que a su padre, eso le causaba gracia, mientras la hacía girar a su alrededor tomándola de las manos, y hasta le decía que trepe a los fresnos y que se arroje a sus brazos, cosa que la niña hacía con cierta destreza, bajo la mirada comprensiva de Leonor, que le enseñaba a bailar y cantar las canciones de moda. Amelita era siempre bañada y vestida como una princesa por su madre, mi hermana Leonor Chacón, que murió días después de la tragedia de su hija y que a partir de allí, fue que algunos cobardes se fueron entregando a las autoridades, y a dar nombres de otros revoltosos escondidos, pues Illapha Tavares había vuelto por ellos, y estos traidores del Movimiento, se señalaban entre ellos como los posibles matadores de los soldados Colque y Lizarraga en mutuas acusaciones. Pero volviendo a Amelita, le cuento que ella había quedado muda la noche que entraron a su casa los asesinos de mi cuñado. Illapha parecía un hombre común, sin rasgos particulares más que su sonrisa y su habilidad para el uso del cuchillo y Jensen era un rubio de mirada dominante y cabello largo que sacó a mi cuñado Jaime Zurita Copertuno de los pelos hacia afuera sin dejar de apuntar a mi afligida hermana, Amelia quiso gritar como gritaba su madre —teje con dos agujas mientras habla— pero no le salió más que el aire de sus pulmones", me dijo Leonor.

Después me cuenta que Amelita hizo varios dibujos de lo que ella había visto esa noche, desde la puerta de su habitación, pues a partir del asesinato de su padre, nunca más volvió a hablar.

—Le quité la navaja de rasurar que usaba su padre, y que tenía en sus manos quietecitas, dormidas, y la desperté a la mañana siguiente del funeral. Ella abrió los ojos, le dije que se levante pero no quiso. Te entiendo Amelita —le hablé despacio, pasándole mi mano por su largos cabellos negros— y la dejé sola para que suelte el llanto guardado. Mientras que mi pobre hermana Leonor, pensativa, miraba la mariposa negra posada en la luminaria del techo. En los dibujos de Amelita, que deben estar por ahí guardados —dice señalando la casa— aparece un hombre delgado y rubio apuntando con un arma a su madre. En otro, dibuja a Illapha agachado sobre su padre, ella hace una gran mancha color rojiza sobre el piso, y en el siguiente dibuja al mismo hombre de sombrero, con una enorme mariposa nocturna en las manos y que parece entregársela a ellla. Resalta la sonrisa de Illapha como una enorme y grotesca medialuna. Tiempo después, Amelita dibuja el vuelo de aquella mariposa negra como una gran ave, negra y misteriosa y ella desde la puerta parece observarla, vestida con su ropita de día domingo y un hermoso sombrero de alas anchas y cintas. Y en el último dibujo, que le hace a las autoridades que la interrogaron, muestra muchas manchas que fueron analizadas por el equipo de médicos que mandó el gobierno. Una mancha roja alargada, es su padre. Una mancha verde adentro de un cuadro, es su madre mirando y gritando por la ventana, una mancha rosa adentro de un rectángulo que simula una puerta, esa es ella, parada observando todo. Y dibuja cuatro manchas negras, tres alargadas y una casi redonda, las que se entendieron que eran tres las personas que vinieron a matar a Jaime, mientras que la otra, era el policía Ricardo Muñoz, que así lo admitió en el estudio médico posterior que le hicieron, cuando ya estaba instalada esa disciplina de interpretar las cosas que uno dice y piensa. Algunas pequeñas manchas más, como si fuesen estrellas había, lo que señalaba que el crimen fue de noche y arriba de todo, dibuja una extraña estrella negra. La mariposa, dijimos. Y en eso, coincidimos todos.

—¿Es la mariposa que le regala Illapha antes de irse?

—Así es señor, eso mismo les dije a las autoridades cuando me llamaron como intérprete de mi sobrina, ya que mi hermana continuaba con su estado emocional alterado. Amelita empezó a ir a la escuela y se entendía con los maestros y compañeros a través de pequeños dibujos, hasta que empezó a escribir con letra clara y prolija.

Recuerda doña Ernestina que su hermana, la madre de Amelita, sufrió un ataque que la dejó postrada en cama hasta su muerte, fue un día en que viajaban ellas dos, en un vagón atestado del tren donde bailaban los alegres passistas y puxadores del bloco carnavalesco que hacían sonar sus tamboriles, timbales y repiques. Y que entre las estaciones de Moncadas y Manvatará, los vieron mezclados entre los cantantes de pícaras marchinhas a Illapha, Jensen y Paniagua, que ellos se les acercaron y mostraron sus rostros cuando descorrieron sus máscaras de mariposas negras a pura risa, y que por eso Leonor pegó un grito y cayó desmayada y dicen que nadie pudo socorrerla, que recién fue atendida por la presión alta cuando el tren se detuvo y Amelita trajo un guarda y un policía al mostrarles el dibujo de su madre en el piso del vagón.

—Es decir que Leonor los había visto, estaban vivos y persiguiendo a los peremerimbinos que como su marido, Jaime Zurita Copertuno, habían emboscado y matado a los soldados del sargento Illapha Tavares en las cercanías de Naranjillos. 

—No me consta que mi cuñado haya matado soldado alguno, en la época de Cabanillas.

—¿Cómo muere Leonor?

—Mi hermana murió un sábado, su corazón no resistió. Su rostro estaba marcado por la tristeza, su hija no la había visitado el último jueves. No sabía nada de lo ocurrido a la niña, nadie quiso contarle.

—¿Cómo fueron esos últimos días de Amelita?

—Amelita estaba por cumplir trece años de edad, no sonreía, pero se mostraba respetuosa y atenta con todos. En la vecindad estábamos listos para prepararle una hermosa fiesta. Ella estudiaba por las mañanas en la escuela y los jueves a la tarde visitaba a su madre enferma en el hospital a la salida de la academia de piano que por aquí tenía la profesora Beatriz Pereda.

—La misma de la casa acribillada, ¿ella venía desde Moncadas?

—Si señor, la misma Beatriz Pereda que decía que no sabía quién era Illapha Tavares, la que se daba de mujer fina y era su puerca amante, y que un viento como el Tehuantepecer, la fue desarmando hasta convertirla en arena fina, por traidora, unos años después.

—En el último dibujo de Amelita, que encontraron al lado de las vías del ferrocarril, se ve claramente a una niña vestida de rosa, ¿se dibuja ella? ¿Para usted, era ella?

—Era ella, se dibuja ella, caminando pensativa por las vías vestida de rosa, mientras que a su alrededor, vuelan varias mariposas negras, y allá, al fondo, perfectamente delineada, había dibujado la silueta oscura y amenazante de la máquina del tren que avanzaba.

—¿Es la misma máquina que la arrastró mil metros, como dicen?

—Si, la misma máquina señor. La que los obreros envueltos en una furia incontenible y alocada, desguazaron a mazazos mientras sus manos sangraban por el esfuerzo de reventar los remaches de la caldera. Solo querían callar para siempre el resoplido vaporoso de sus cilindros, llevar al cansancio final a sus pistones, aquietar sus bielas y arrancar las manivelas, hasta su última exhalación. Y asi, a los golpes, el monstruo de acero pudo caer alcanzado por los estertores de la muerte, y se apagaron los quejidos de sus hierros calientes.

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