DICIEMBRE NO CUENTA

OPINIÓN

No sé si es que estamos en un diciembre raro o son otras las cosas que se me juegan

Por Nicolás Lucca

La mayoría del mundo que conozco acaba de entrar en una suerte de estado de gracia según el cual el año se acaba el próximo viernes. Quedan seis días hábiles para los servidores públicos, ocho para el común de los mortales, pero ya estamos en modo avión.

Por una parte podemos culpar a esta anomalía que ocurre cada cierta cantidad de años de tener Nochebuena y Nochevieja dos miércoles. Por otro lado, puede que estemos absolutamente quemados, pero a nivel carbonizados, con cenizas por neuronas que quedan adheridas a un cacho de molleja pasada de cocción que alguna vez supo ser un cerebro.

Es automático y lo comprendo porque estoy en la misma. Cada tanto conecto con el calendario y me doy cuenta de que yo no cierro el kiosco, que los textos tienen que escribirse de todos modos y me pregunto cómo haré para obrar un milagro tan extraño como conseguir lectores. Y es que ni yo tengo ganas de leer a esta altura.

Lejos de ser un resumen de año –hermoso recurso de redacciones, no para aliviar la carga laboral sino para llamar la atención de lectores ebrios o embolados– me sorprende la cantidad de cosas que ocurrieron y que ya ni recuerdo cuándo, por qué o qué pasó después. Y eso que fue un año electoral.

Existe una vieja teoría que asegura que en los años no electorales la gente consume menos noticias políticas y económicas porque ya delegó la gestión de esas cosas a través del voto. Si bien los resultados de las métricas de los medios sí muestran una caída en consumo de este tipo de noticias, también es cierto que la inmensa mayoría de las que son consumidas en años electorales, lo son por algún quilombo: lo que dijo uno del otro, la polémica de un aspirante a una banca que termina con vínculos con alguna mafia, cuál político odia más a otro y por qué, etcétera.

Sin embargo, este diciembre es un mes de ausencia. No recuerdo muchos años en los que tuviéramos la certeza de antemano de que estaríamos ante un diciembre calmo en materia de conflictividad en las calles. Me refiero a la certeza de antemano, no a que haya o no haya bolonqui. Desde que tengo 19 años, en la ciudad de Buenos Aires se vivieron una suerte de carnavales porteños anticipados, como los de Gualeguaychú, que comienzan en enero aunque la festividad de Carnaval sea a fines de febrero.

Incluso durante los largos años kirchneristas, cada diciembre fue un mes de quilombos, de grupejos que copaban Constitución, o sitiaban una plaza, o amenazaban con bardo en cualquier acceso de a la Capital Federal a cambio de obtener la reivindicación de un derecho humano fundamental, como una caja navideña.

Es la primera vez que recuerdo que un gobierno llega a diciembre sin que un solo analista o político diga “y todavía falta el mes de mayor conflictividad social”. Más bien todo lo contrario: llegamos a diciembre con aumentos de los combustibles que siquiera son avisados, con subas en los precios de todos los medios de transporte público, con aumentos en carnes, bebidas, frutas y demás cosas que hacen a que este cuerpo caprichoso quiera obtener sus nutrientes de objetos tan suntuosos. Y, al menos por ahora, no ha pasado nada.

Recuerdo algunos análisis políticos de aquellos años en los que nos decían que diciembre era un mes jodido porque llegaban las necesidades de las fiestas. Es una realidad con la que no todos podemos empatizar porque no todos hemos querido tener una cena de Año Nuevo sin la posibilidad de satisfacer ese deseo. Sin embargo, este año termina con 225 mil puestos de trabajo menos y el riesgo de que ese número escale pronto si no se levantan las suspensiones al personal en varias megaempresas. Y no pasa nada. Ni una piedra, ni un avioncito de papel, ni un papelito mojado disparado desde una cerbatana hecha con el cuerpo de una birome.

Probablemente tengamos alguna conmemoración con motivo de cumplirse un nuevo aniversario de las jornadas de 2001, que es eso lo que se celebraba en diciembre a nivel político, sólo que algunos festejos terminaban con lluvias de piedras.

Sin embargo, cuando miro para atrás a lo largo de este año, noto que nos hemos metido en tremendas discusiones. Casi al borde de la guerra civil verbal, cuesta creer que estemos en el último mes de un año en el que por todo nos hemos metido en batallas opinológicas no sin razón. Pero como la realidad es esa trompada que recibe el deseo de que las cosas sean como nosotros las vemos, me llegó el informecito de cuáles fueron las cosas más buscadas por los argentinos en Internet.

Incluso cuando volaron pupitres de un lado al otro del aula republicana para cuestionar los garrotazos partidarios antes, durante y después de las elecciones, ninguno de los implicados figura entre las búsquedas de Google. Y no es que todos los argentinos sepan quién es Alejandro Bongiovanni, por poner un ejemplo de cambio de afiliación partidaria. Sin embargo, es como que ni se lo buscó para saber quién es. Lejos de ser un palazo para el diputado nacional, el informe es lapidario en términos de búsquedas de nombres: la primera personalidad política que aparece es Karen Reichardt y recién lo hace cuando se realiza un subanálisis en la categoría “personas”. ¿Segundo político? Ninguno. Preguntamos más por “quién es Robert Prevost” que por cualquier otro nombre. Porque este también fue el año en el que murió el Papa Francisco.

El hecho de que este 2025 haya sido un año electoral tampoco modificó muchos los parámetros de búsqueda de ideas, partidos o lo que fuera. Sí, la primera búsqueda es “dónde voto”. No mucho más. Bueno, nada más en realidad.

Quisiera decir que no me sorprendió este predominio de la nada informativa, pero sí, lo hizo. Después caí en la cuenta de “y por qué no”, e intenté salir de nuestro metro cuadrado. En el mundo, en general, todo pareciera importar tres pepinos. Tres pepinos en un lugar con abundancia de pepinos, claro.

Ahora que varios de mis colegas dieron por terminado el conflicto en oriente medio, con cortes de pulseras y quita de cadenas televisadas con la cara puesta al tenor de la circunstancia –y sin tener en cuenta que nada, absolutamente nada ha cambiado tras la devolución de los rehenes que quedaban y que todo se reduce a pausar el tiempo– no nos quedó tiempo para volver a pensar en Ucrania y Rusia. Dirigimos la indignación de reposteros ajenos a la limpieza religiosa encarada por terroristas fundamentalistas en África. No podemos ubicar en qué parte de África ni con un mapa con división política, pero no viene al caso porque lo que está en juego es una cuestión de valores. Y hablar de valores es mucho más gráfico y comprensible cuando se trata de una religión contra otra. En cambio, si vamos a Rusia contra Ucrania, medio que no entendemos mucho porque el valor de integridad territorial se nos hace poca cosa frente a un enfermo que nos mata por creer en el mismo Dios pero en la supremacía de profetas distintos.

Ucrania fue un temón durante el triste revival kirchnerista porque Putin era fácil de vincularlo con la Sputnik. Es lo que creo y no pienso moverme de mi metro cuadrado: mientras Putin representó el rostro detrás de una vacuna de mierda que nos vendieron como la salvación soviética frente a la impotencia capitalista occidental, la vereda de enfrente vio en Putin todo lo malo. Putin aún es un tirano homófobo, expansionista, imperialista y criminal de lesa humanidad y, sin embargo, no estamos al tanto de los términos y condiciones que le quieren imponer a Ucrania para alcanzar una paz de mierda ante el bravucón del curso. Y si estamos al tanto, nos importa tres pepinos. Tres pepinos en un lugar… Bueno, eso.

A medida que el mundo continúe en su devenir, será cada vez más difícil llevarle la contra a Putin. ¿Un grupo terrorista de raíz islámica realiza una toma de rehenes? Mueren todos, rehenes incluídos. Con tamaño desprecio por la vida, nadie con los patitos en fila realizará otra toma. ¿Problemas con la oposición? Nada que una buena dosis de Polonio-14 no pueda solucionar. Un líder macho, con los huevos bien puestos. Y además, a nadie se le niega un vaso de agua y una buena invasión para recuperar el honor nacionalista perdido. Que encima banque a Iran, a Cuba, a Corea del Norte y a Venezuela es solo un detalle. Cuatro detalles.

No digo que no podamos preocuparnos por dos cosas a la vez, como la matanza de cristianos en África –Nigeria, Burkina Faso y República Democrática del Congo, entre los principales– y la resistencia ucraniana. Digo que no lo hacemos. Y es que cuesta ponerse selectivos con las propuestas de Donald Trump, principal mediador entre Putin y Zelenski. ¿Cuáles son las alternativas que hoy maneja el gobierno ucraniano? Alcanzar la paz y ceder todo el territorio invadido por Rusia o no cederlo y continuar en guerra hasta perder todos el territorio invadido por Rusia y todas las consecuencias que vengan en el medio.

Incluso aunque el gobierno ucraniano accediera a la petición más deshonrosa, nadie garantiza la paz: la toma de Crimea fue en 2014 y acá estamos con Rusia todavía hambrienta. En el medio, nos cargamos el orden internacional que comenzó a gestarse con Westfalia en 1648 y que, si bien voló por los aires con las invasiones napoleónicas, le garantizó a Europa un siglo y medio sin derramar sangre por invasiones. De hecho, el espanto generado por Napoleón fue precisamente ese: el cagarse en el derecho de la soberanía territorial ajena. Y si las Guerras Mundiales del siglo XX tienen la sentencia histórica de quiénes fueron los malos, es porque aquellos principios del derecho internacional que nacieron tras la Guerra de los 30 años no hicieron más que desarrollarse y crear el derecho internacional moderno y, de paso, lo que consideramos la diplomacia.

No sé si somos conscientes del daño a futuro que genera un tipo como Putin. Me corrijo: ni el peor de los derrames cerebrales justifica que no tomemos consciencia de que Rusia se ha cagado en los cuatro tratados que firmó para reconocer y revalidar las fronteras con Ucrania. El último de esos tratados fue firmado por el mismísimo Putin en 2003, el mismo Putin que en 2008 dijo que “Crimea no es un territorio en disputa”.

Entiendo que exista una corriente que se autopercibe “realista” y que sostiene que no se puede hacer nada ante el poderío bélico de Rusia. No tengo una respuesta de cómo revertirlo y, si la tuviera, mi vida sería distinta. Pero lo que sí sé es que la realidad que del mundo contemporáneo se basó en que el más fuerte no hace lo que quiere ni lo que puede, sino lo que corresponde en base a las leyes que de mutuo acuerdo suscribimos. En este mundo, el comportamiento de Putin no está permitido, por más que pueda hacerlo. Y así y todo, en su falta de frenos inhibitorios para cumplir con las normas, cada vez más lo ven como el único al que no le importa nada mantener el orden frente a bárbaros más bárbaros en nuestro ranking.

Los delincuentes delinquen porque pueden y no por eso vamos a decir que está todo bien. Bueno, quizá ahí tengamos otro punto. Porque lo que quien puede lo más puede lo menos. Si en nuestras conversaciones periódicas nos parece realista que Ucrania deba decir “pucha, ya fue”, incorporamos la costumbre y se nos hace carne para todo lo demás. O puede que se trate del huevo y la gallina y por decir “pucha, ya fue” con cuestiones institucionales internas, no sepamos cómo reaccionar ante lo que ocurre en el mundo.

Y todo esto para decir que a nadie le importa nada y me incluyo. Muy a mi pesar, lejos de cualquier moralina de superioridad, si me dan a elegir entre quince días de vacaciones en una playa y la paz en Europa, mi única duda será cuántas rabas puede un ser humano comer sin sufrir una sobredosis.

Aunque parezca que pasaron tres milenios, las elecciones legislativas de la provincia de Buenos Aires ocurrieron en septiembre. Caos en Xwitter, cobertura total de todos los medios de comunicación, terabytes destinados a textos y horas de aire abocados, todos ellos, a explicar lo que acababa de ocurrir. Aunque usted no lo crea, el tema no está entre lo más buscado en Internet en este 2025.

Y aunque cambió el orden de los factores para el mes de octubre, el resultado fue el mismo. Me refiero a que el oficialismo nacional se vistió de teflón, el agua no lo mojó, el fuego no lo quemó y tuvo la elección soñada. Caos en Xwitter, cobertura total de todos los medios de comunicación, terabytes destinados a textos y horas de aire abocados, todos ellos, a explicar lo que acababa de ocurrir. Aunque usted no lo crea, el tema tampoco está entre lo más buscado en Internet en este 2025.

Ahora estamos en diciembre, el mes del caos y, como la naturaleza no acepta vacíos, las polémicas llegarán en envase legislativo con las sesiones extraordinarias para tratar en un par de semanas reformas de cimientos. Se habla de esto hace, al menos, uno mes y, sin embargo, tampoco figura en ninguna búsqueda relevante en Internet.

La falta de interés es total y el motivo es absolutamente válido: estamos quemados. No venimos de capear una crisis, somos una crisis ambulante desde que tenemos memoria a tal punto que si el dólar no se mueve por un par de semanas sentimos que volvió el uno a uno. Se ha robado tanto, pero tanto en este país que alguien habla de un 3% y, si alguien compra la noticia, la siente como una promo, un descuento, el black friday de la cometa.

Y si la conducción de la AFA no puede frenar el quilombo padre que tienen por enriquecerse a una velocidad nunca antes vista, no es porque nos pusimos en puristas, sino porque se pegaron un tiro en el pie por idiotas. El fútbol es un horror, los campeonatos no tienen sentido y hay más premios en una rifa escolar que el cheque que recibe un campeón. Pero es de destacar que, al menos en esto, el tema sí importa. Por ahora. Todavía estamos en la etapa de la indignación pero ya vamos camino a ese momento en el que deja de preocuparnos que Tapia nos haga extrañar a Don Julio sino quién nos llevará a recordar con cariño a este agujero negro de dinero imposible de blanquear.

Ojo que este podría ser un bonito caso para plantear las paradojas de qué es la verdadera libertad y hasta resucitar un debate de liberales de la década del ´60 en torno a la satisfacción de deseos y la libertad de acción. Una postura sostenía que, si ser libre consiste simplemente en que otras personas no le impidan a uno hacer lo que quiera, también se puede ser libre al suprimir nuestros deseos, ya que nada nos impediría lo que no tenemos en nuestros planes tener.

Este fue el cachengue académico que se armó en torno a los ensayos sobre la libertad de Isaiah Berlin, un tipo que tuvo que salir a bancar la parada como hacen los sádicos: con más ensayos. Así es que recuerda al esclavo Epicteto que decía ser más libre que su amo. No menciona al catolicismo para no meterse en un brete, pero todos los que fuimos criados a hostiazos podemos llegar a sentir un poquito de incomodidad al leer que “es importante distinguir la libertad de las condiciones de su ejercicio” ya que si un hombre es demasiado pobre, ignorante o débil, para hacer uso de sus derechos, la libertad que estos le confieren no significa nada para él. De ahí que la obligación de educar, promover la salud, velar por la justicia, tender a un estándar de vida aceptable, de dar las oportunidades necesarias para el desarrollo y de impedir desigualdades arbitrarias y tácticas políticas, sociales o legales reaccionarias son necesarias para el establecimiento de las únicas condiciones que hacen posible que sea valioso tener libertad.

Aprovecho que a nadie le importa lo que pase y voy con lo que directamente ni mueve el amperímetro. Si usted todavía pasea sus ojos por estas líneas, sabe que hablo de la educación. Me acaba de pasar algo increíble mientras escribo. Quise ir a chequear lo que creí recordar de Berlin y me encontré con una cita del psicoanalista René Spitz. Una inception de citas, digamos. Spitz nos dejó como legado toda una labor dedicada al desarrollo afectivo, mental y social de los niños en situaciones de vulnerabilidad. Sostuvo que la igualdad educativa contribuye a mermar los males que surgen de la diferencia de estatus creada por un sistema de educación social de los padres, más que por la capacidad o por las necesidades de los niños, el ideal de solidaridad social, la necesidad de alimentar los cuerpos y almas del mayor número posible de seres humanos, y no solo de los que pertenecen a una clase privilegiada, y lo que es más importante aquí, la necesidad de dar al mayor número posible de niños la oportunidad de que puedan elegir libremente; lo cual es muy probable que aumente mediante la igualdad en la educación. A todo eso, Berlin le agregó: “Si me dijeran que esto reduciría notablemente la libertad de los padres, que dicen que tienen derecho a que nadie se meta en estos asuntos de educación, que son de su incumbencia, yo no estaría dispuesto a rechazarlo por completo. Pero defendería que, cuando los valores se oponen auténticamente entre sí, como pasa en este caso, no hay más remedio que elegir”.

Si usted no tiene idea de con qué información actual vincular estas frases, lo felicito: está definitivamente en un mundo mucho más feliz que yo.

Ocurren tantas cosas, todo en todas partes y al mismo tiempo, que no me queda otra que pensar si esto que siento es similar a lo que –supongo– vivenciaron mis ancestros cuando el mundo que conocían comenzó a cambiar a la velocidad de la luz. Y no me refiero a los saltos tecnológicos que indican que cuando nacieron mis abuelos no existía otra cosa que el radioteatro para quien pudiera pagar una radio del tamaño de una heladera moderna y a lo largo de su vida vieron al hombre ir y volver de la Luna varias veces, el nacimiento de las computadoras y la compresión de todo lo que no existía cuando eran chicos en un aparato que entra en un bolsillo.

Hablo de los cambios globales, del pánico mezclado con asco que sintieron por esa gente que cogía sin estar casada, que tomaban pastillas para no tener que que elegir entre hacerse cargo de una familia o disfrutar de la juventud en todos sus aspectos. Generacionalmente, me crié como hijo de gente que fue el terror de sus propios padres, melenudos, contestatarios, chicos con la cabeza lavada por el chingui-chingui de bandas foráneas que pretendían arruinar los altísimos valores morales deseados por una sociedad decente.

Quizá el mundo pegó la vuelta del todo y ahora el cagado en las patas soy yo por tener que aceptar la posibilidad del sacrificio de valores que creí inclaudicables para preservar otros. Pero como soy un varón caucásico y héterosexual, puede que la saque barata. Solo resta el posible resentimiento. Ah, cómo comienzo a entender a mis abuelos…

Pero puede que a esta altura del texto, sólo sean mis ojos los que estén sobre estas letras.

Relato del PRESENTE

P.D: Nicolasito, si sólo vos leés esto, recordá que te falta una cuota del monotributo.



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