EL AÑO EN QUE PERÓN CANCELÓ LA NAVIDAD

HISTORIAS

Por el enfrentamiento entre el gobierno y la Iglesia, en 1954 la sociedad argentina tuvo que celebrar las fiestas en privado



Imagen: PELOTA CREATIVA


Por Gonzalo Lafflito

A fines de 1954, la sociedad argentina vivió una Navidad atípica, sin decoraciones religiosas en las vidrieras de los negocios ni las típicas audiciones radiales católicas o las procesiones por las calles y con la prohibición de diversas misas de Nochebuena en todo el país. Esto fue resultado no de una pérdida del sentimiento religioso entre los argentinos ni por un cambio en sus tradiciones, sino porque el gobierno de Juan Domingo Perón había impuesto restricciones a las actividades públicas desarrolladas por el catolicismo durante las fiestas de fin de año, en medio de su creciente y sorpresivo conflicto con la Iglesia Católica, una disputa que terminaría alterando la vida de los argentinos en los siguientes meses.

Poco parecía pronosticar un enfrentamiento abierto entre Perón y la Iglesia. Después de todo, el Congreso, dominado por el peronismo, había hecho permanente la instrucción religiosa obligatoria en las escuelas en 1947 y la Constitución de 1949 había mantenido al catolicismo como religión oficial. En coherencia con esta línea, el gobierno otorgó subsidios a instituciones y escuelas católicas, mientras la jerarquía eclesiástica apoyó (o al menos se abstuvo cuidadosamente de criticar) al peronismo.

Sin embargo, en 1954 diversas cuestiones contribuyeron a que la Iglesia adoptara un papel cada vez más opositor. El principal motivo en la primera etapa de la pelea fue la disputa por la influencia sobre la juventud. A partir de 1953, y bajo la influencia del ministro de Educación, Armando Méndez San Martín, Perón decidió extender el alcance de la red de organizaciones peronistas a las escuelas secundarias, mediante la formación de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES). Afiliarse a la UES implicaba no solo adoctrinamiento político sino también beneficios materiales concretos, como acceso a instalaciones deportivas, espacios recreativos y vacaciones gratuitas. Perón asignó propiedades estatales a la organización y permitió que la residencia de Olivos fuera usada por la rama femenina.

Desde la perspectiva del clero, esto resultaba inquietante. Desconfiaban de la actitud de Perón de invitar a la rama femenina de la UES a Olivos para actividades recreativas, tanto por la impropiedad de que se rodeara de adolescentes como por lo que veían como una amenaza directa a la influencia de la Iglesia y de las familias. No tardaron en circular, además, rumores sobre una supuesta “relación impropia” del presidente con Nelly Rivas, una de las estudiantes. También irritó a la cúpula eclesiástica la permisividad del gobierno hacia manifestaciones religiosas no católicas como la autorización a las multitudinarias convocatorias en canchas de fútbol, a mediados de 1954, del pastor evangélico estadounidense Tommy Hicks. En respuesta a estas señales de alarma, una parte de la jerarquía eclesiástica, liderada por el obispo Miguel de Andrea, impulsó y apoyó la formación semiclandestina del Partido Demócrata Cristiano en julio de ese año, mientras que en varias provincias, principalmente en Córdoba, con el apoyo del arzobispo Fermín Lafitte, la juventud de la Acción Católica Argentina comenzó a competir con la UES por el apoyo estudiantil.

“Infiltración clerical”

Para el gobierno, estos movimientos fueron interpretados como un desafío. A fines de septiembre, Perón denunció públicamente la presencia de prácticas religiosas dentro de organizaciones sindicales, anticipando un giro discursivo que se consolidaría semanas después. En el acto del 17 de octubre, se refirió a “algunos que se disfrazan de peronistas”, una expresión que apuntaba a sectores de la Iglesia. Para noviembre, la maquinaria comunicacional oficial ya hablaba de una “infiltración clerical” y denunciaba el nacimiento de un “imperialismo de sotana” a través de la creación del PDC, cuyo propósito sería “congregar a la oligarquía para disputarle al peronismo la conducción de la juventud”.

El 10 de noviembre, durante una reunión de gobernadores transmitida por cadena nacional, Perón lanzó un ataque explícito contra la Iglesia, denunció a Acción Católica como una organización hostil al peronismo y acusó a varios obispos y sacerdotes de conspirar contra el gobierno. La ofensiva no se detuvo ahí. Al día siguiente, la CGT prohibió las imágenes religiosas en los edificios de los sindicatos y se registraron numerosos arrestos de varias autoridades eclesiásticas. Dos semanas más tarde, en un acto convocado por el oficialismo en el Luna Park, que tuvo como oradores a figuras centrales del gobierno como el vicepresidente Alberto Teisaire, se pronunciaron duros discursos contra la llamada “infiltración clerical” y se llamó a los peronistas a mantener vigilancia sobre “esos elementos clericales” considerados capaces de provocar disturbios.

En ese clima, los ataques de Perón a la Iglesia terminaron unificando a la oposición, que se expresó masivamente en la celebración del 8 de diciembre por la Inmaculada Concepción. Unas 300.000 personas llenaron Plaza de Mayo y la Catedral Metropolitana, una asistencia unas 50 veces mayor que la movilizada por el gobierno para recibir al boxeador Pascual Pérez, cuya llegada se había demorado deliberadamente para superponerla con la marcha opositora. La manifestación, a la vez política y religiosa, revitalizó a los opositores de larga data y representó un serio desafío a la autoridad del gobierno, que reaccionó con dureza.

El primer gesto de esa reacción ante la desobediencia opositora fue la clausura del diario católico El Pueblo, que había publicado una amplia cobertura de la marcha. En los días siguientes, el Congreso, reunido en sesiones extraordinarias, aprobó distintas leyes que apuntaban directamente contra la Iglesia Católica. El 13 de diciembre, por ejemplo, se aprobó una ley que autorizaba el divorcio. La reforma, incorporada a último momento en un proyecto ya en debate, se aprobó sin discusión pública. Dos días después, el Congreso aprobó otra ley que prohibía las procesiones y los actos religiosos en la vía pública. Finalmente, el 20 de diciembre se reimplantó por decreto la ley de profilaxis social, derogada desde 1936, que habilitaba la existencia de prostíbulos regulados.

En este contexto, el conflicto entre el gobierno y la Iglesia iba escalando cada vez más y los enfrentamientos se daban con mayor fuerza, lo que terminó afectando directamente las celebraciones de la Navidad de 1954. La Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, controlada de forma directa por el Poder Ejecutivo, prohibió a los comerciantes porteños exponer pesebres u otras figuras religiosas en las vidrieras de sus negocios, y también prohibió la tradicional misa de Nochebuena en los hospitales municipales. El gobierno dejó cesantes y, en otros casos, detuvo a los capellanes de cárceles, policlínicos y otros establecimientos del Estado Nacional. Además, se prohibieron las típicas audiciones católicas de Navidad en las radios del país. No se trataba sólo de medidas administrativas: eran decisiones que intervenían de lleno en el universo simbólico de la sociedad. En La Rioja, el gobernador peronista prohibió la celebración de la tradicional fiesta del Niño Alcalde, cuyo origen se remontaba a la época colonial. La provincia de Santiago del Estero fue intervenida por el Poder Ejecutivo Nacional porque su gobernador, Francisco González, también peronista, había participado en celebraciones religiosas y no había dado señales de “reprimir las interferencias clericales”.

Escalada y Corpus Christi

El conflicto entre el gobierno y la Iglesia se profundizó con el cambio de año. Después de una fallida reunión entre Perón y el cardenal Santiago Copello, la campaña contra los católicos siguió su curso. El 22 de marzo, el gobierno reordenó por decreto el sistema de feriados nacionales con el argumento de reducir la inactividad de los obreros y lograr una mayor actividad productiva. Solo se descansaría el 1º de Mayo, el 25 de Mayo, el 9 de Julio, el 26 de Agosto (“Día del Renunciamiento”) y el 17 de Octubre (“Día de la Lealtad”), suprimiendo efectivamente los feriados religiosos. Más allá de la retórica productivista, el mensaje político era inequívoco: el calendario cívico peronista desplazaba al calendario religioso.

El 1º de mayo, durante el acto por el Día del Trabajador, el jefe de la CGT, Eduardo Vuletich, ratificó públicamente la voluntad del gobierno de separar la Iglesia del Estado. El 25 de mayo, ninguna autoridad oficial asistió al Tedéum en la Catedral, mientras diarios oficialistas como Democracia y Crítica intensificaron sus ataques a la Iglesia. Paralelamente, se multiplicaban las detenciones de sacerdotes y civiles vinculados al ámbito eclesiástico. En ese mismo mes de mayo, el Congreso Nacional aprobó la ley 14.401, que derogó la ley de enseñanza religiosa; la ley 14.404, que declaró la necesidad de reformar la Constitución en todo lo relativo a la Iglesia y sus relaciones con el Estado, convocando a una convención reformadora en un plazo de seis meses; y la ley 14.405, que derogó exenciones impositivas y beneficios de las instituciones religiosas.

Como era previsible, las medidas anticatólicas también generaron malestar dentro de las propias filas del peronismo, sobre todo entre dirigentes de origen católico y dentro del Partido Peronista Femenino. En abril se le pidió la renuncia al ministro de Comercio, Antonio Cafiero, por sus vínculos previos con la Acción Católica. En mayo, dos diputados y un senador fueron expulsados del Congreso por objetar las leyes contra el catolicismo. Ya en diciembre de 1954, tras la aprobación del divorcio, la senadora Elvira Rodríguez Leonardi de Rosales y la diputada Dominga Ortiz Sosa de Vivas habían renunciado a sus bancas y luego fueron expulsadas del justicialismo por “falta de disciplina partidaria” y cesanteadas de sus cargos como docentes.

Al hacerse evidente el continuo apoyo de Perón a las medidas anticlericales, su dominio sobre la lealtad de los oficiales de las Fuerzas Armadas comenzó debilitarse, y quienes en tiempos anteriores se habían constituido como sus mayores apoyos empezaron a darse vuelta. De esta forma, una importante cantidad de altos mandos del Ejército y también dentro de la Marina iniciaron diversas conspiraciones para derrocar al gobierno.

El 11 de junio de 1955 la oposición organizó una masiva demostración de más de 200.000 personas, en abierto desafío a las órdenes del gobierno. La disputa generada por la campaña anticlerical había salido del Congreso y tomado las calles. La ocasión fue la celebración de Corpus Christi, postergada dos días para que cayera en sábado y pudiera ir una mayor cantidad de manifestantes. Aunque el ministro del Interior, Ángel Borlenghi, había autorizado la procesión para el día 9, se negó a hacerlo para el 11. Aun así, tras los oficios en la Catedral, miles de personas se sumaron a la marcha hacia el Congreso, agitando pañuelos como gesto de solidaridad y rechazo al gobierno. Encabezada por el obispo Manuel Tato, la procesión avanzó por el centro porteño; en el trayecto hubo pedradas contra diarios oficialistas y, al llegar al Congreso, la bandera nacional fue arriada y reemplazada por la del Vaticano.

El preludio de la tragedia

La reacción oficial fue inmediata. Borlenghi acusó a los manifestantes de cometer actos de vandalismo, de arriar la bandera nacional para poner la del Vaticano, de arrancar placas en homenaje a Eva Perón y de dañar estatuas de próceres nacionales. Entre las denuncias, la más grave fue la supuesta quema de una bandera argentina. Sólo más tarde se supo que quienes la habían quemado eran policías actuando bajo órdenes del propio Borlenghi. El discurso oficial buscaba presentar a la Iglesia como parte de un complot “anti argentino”, asociado a la oligarquía y a intereses extranjeros.

Dos días después de la marcha, Perón usó la radio para acusar abiertamente a las autoridades católicas: “Ahora que el clero ha decidido mostrar el lobo que escondía bajo sus pieles de cordero, aliándose con la oligarquía para resucitar una nueva Unión Democrática clerical y oligárquica, no voy a eludir la responsabilidad de poner las cosas en su justo lugar”. La tarde siguiente una multitud participó en un acto oficialista en el que Perón advirtió a la Iglesia que respondería con severidad si continuaban los disturbios. Tras el acto se intentó incendiar la Catedral, defendida únicamente por fieles. Horas después, el gobierno expulsó del país, sin orden judicial, a los monseñores Manuel Tato y Ramón Novoa, acusados de haber encabezado la procesión prohibida. En forma inmediata la Santa Sede dispuso la excomunión de los responsables del hecho, entre ellos el presidente Perón y el ministro Borlenghi, pero la noticia no fue publicada por la prensa argentina.

Mientras tanto, en el ámbito militar las tensiones también habían llegado a un punto crítico. Desde fines de 1954, un grupo de oficiales de la Marina, encabezado por el contraalmirante Samuel Toranzo Calderón, conspiraba para derrocar al presidente. El grupo estaba apoyado por varios oficiales y mantenía estrechos contactos con dirigentes políticos de la oposición. Intentaron sumar al Ejército a través de Eduardo Lonardi y Pedro Aramburu, sin éxito, y finalmente recurrieron al general Justo León Bengoa, militar nacionalista distanciado de Perón por el conflicto con la Iglesia. En abril de 1955 acordaron avanzar con el golpe, aunque entre los conspiradores no existía un programa común más allá de derrocar al presidente. El plan preveía un régimen cívico-militar encabezado por Toranzo Calderón y una junta civil integrada por Miguel Ángel Zavala Ortiz, Adolfo Vicchi y Américo Ghioldi.

Tras la tensión generada por los hechos de Corpus Christi, los golpistas aceleraron los preparativos. Toranzo Calderón decidió actuar al enterarse de que su casa había sido filmada por inteligencia aeronáutica, anticipo de una inminente detención. Ordenó iniciar la sublevación el 16 de junio mediante un ataque aéreo y terrestre a la Casa Rosada, apoyado por fuerzas del Ejército y la Marina en distintas regiones. Sin embargo, la improvisación y la falta de coordinación hicieron fracasar el plan: solo se concretó el bombardeo sobre Plaza de Mayo, ejecutado por aviones navales con el lema “Cristo Vence”. El ataque, dirigido a asesinar a Perón, causó cerca de 1.000 muertos y heridos, en su gran mayoría civiles. Por la tarde y noche de ese día, militantes peronistas incendiaron y saquearon diversas iglesias de la Capital Federal bajo órdenes del vicepresidente Teisaire.

En definitiva, el balance del conflicto entre el gobierno y la Iglesia permite dimensionar cómo en 1954 se marcó un punto de inflexión tanto en lo político como en lo simbólico. Perón subestimó el poder de la Iglesia Católica como factor aglutinador de una oposición hasta entonces dispersa y, además, se apoyó en los consejos de colaboradores cercanos como Teisaire, convencido de que el país era católico sólo en nombre y que la sociedad no reaccionaría ante medidas anticlericales. Incluso llegó a afirmar que muchos hogares habían reemplazado las imágenes de la Virgen María por retratos de Perón y Evita. Sin embargo, aquellas decisiones, que incluyeron gestos tan provocadores como las prohibiciones que pesaban contra las tradiciones católicas en la celebración de la Navidad, terminaron representando una pérdida sustantiva de poder para el presidente y revelaron las fracturas internas en el peronismo, debilitaron la relación del gobierno con las Fuerzas Armadas y catalizaron una crisis institucional que culminaría meses después en su derrocamiento, encabezado por algunos de sus antiguos aliados.

Revista Seúl


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