CARAS Y CARETAS CORDOBESAS III

CULTURA

La figura de Arturo Orgaz aparecía destacada en la sección sobre cultura en Córdoba, del semanario, con una breve biografía y una foto. Aquí se comparte un gracioso cuento campero sobre curas y palomas, de su autoría



Por Víctor Ramés

Jóvenes y doctos poetas del año 15 (Tercera parte)

El 27 de noviembre de 1915 le tocaba al joven doctor Arturo Orgaz, un cordobés de familia destacada en el campo intelectual, ser la figura elegida por Caras y Caretas para hacer foco en la cultura de la Docta, en una sección que venía presentándose sobre ese tema. Orgaz contaba veinticinco años cuando ya era presentado en la publicación nacional como un referente de las letras y la cultura de Córdoba. Logros posteriores lo dejarían grabado en la historia. Focalizando en la revista porteña, esta le dedicaba una foto de perfil, una reseña biográfica temprana y un gracioso cuento campero escrito por Orgaz. A esto se reducirá esta vez nuestro papel de intermediarios. Al largo cuento titulado “Los cueros al sol”, dedicado “Para Caras y Caretas".

“Allá, metida en un ancho recodo del valle, como avergonzada de su pobreza y su ignorancia, la villa de Picayo amontonaba sus hospitalarias casuchas de barro y paja. Sólo la iglesia, engreída y blanca, tenía pretensiones arquitecturales; parecía una dama opulenta y díscola rodeada de su servidumbre desarrapada y tímida.
Llegué a Picayo un día, tras mucho molerme sobre mi mula serrana. El sol hacia espejear al fondo del valle, la corriente del arroyo saltarín y rezongón como chico travieso. Las haciendas diseminadas aquí y allá pastaban, y el eco de las esquilas delataba a las madrinas ensoberbecidas. Mi llegada ocasionó gran alboroto.
Aquellas humildes gentes no se cansaban de repetir, sorprendidas, que había llegao un doutor de la ciudá y me contemplaban con algo de temor y algo de simpatía, imaginando tal vez estar frente a frente de un brujo o algo parecido. Me instalé en casa del cura, vale decir, gocé de la esplendidez lugareña. Don Epitacio, pastor de almas y de apellido, ejercía la suprema autoridad; cuando el Juez de Paz se hallaba perplejo ante algún litigio vidrioso, don Epitacio fallaba; cuando el comisario se sentía flaquear, don Epitacio ponía orden; cuando alguna infortunada esposa no hallaba medio de imponerse a su marido borrachón u holgazán, don Epitacio se encargaba do ponerlo al prójimo como nuevo.
Era don Epitacio un criollo de buen sentido y de malas pulgas. Me recibió sonriente, rozagante y fortachón a pesar de que sobre su frente cada cabello negro peleaba con dos cabellos blancos. Era un tipo esbelto y ágil, metido dentro de una sotana verde y escasa, con un gran pañuelo escocés a guisa de gola, un chambergo enorme encajado hasta la nuca, el breviario maltrecho en la diestra y un descomunal cigarrillo de tabaco colorado envuelto en chala, capaz de marear a un transatlántico, entre los dientes. Pocas palabras bastaron para hacernos amigos. A final de cuentas tocamos el punto de su ministerio. El hombre debía pronunciar un furibundo sermón al siguiente día, a causa de que los robos de ganado eran harto frecuentes en villa Picayo, sindicándose como autores los unos vecinos a los otros. Le prometí asistir al acto. Me recogí temprano, buscando reponer el cuerpo do las penurias de la jornada y el sueño complaciente me aplastó con todos sus geniecillos.
Comenzaba el nuevo día a insinuarse, cuando se me apareció don Epitacio en la pieza, cejijunto y hosco. Sorprendióse de hallarme despierto.
— Ahora verá usted, — díjome sin previo saludo, — cómo arreglo las cosas. Estos guasos son muy picaros, pero yo les conozco la madriguera. ¿Ve esta paloma? Bueno. Se la daré al sacristán que se ocultará en el coro y cuando yo empiece a toser, él largará el bicho para que revolotee sobro mi auditorio. Verá usted; en Córdoba no saben educar bellacos.
Y advirtiendo mi asombro ante tan extrañas palabras, prosiguió:
— Amigo, los códigos no enseñan esto que yo sé.
Y sin otro discurso, marchóse.
Me vestí precipitadamente; almorcé un plato de cuajada con mazamorra y me encaminé a la iglesia.
El concurso de feligreses era numeroso. Las mujeres lucían faldas de percal floreado, batas ceñidas a reventar y los hombres bombacha y blusa, pañuelo de seda al cuello, bota de media caña, y tirador de la más variada chafalonía.
En el ambiente flotaba un presagio de tempestad.
Tras breves instantes de oración encaramóse en el pulpito don Epitacio. Paseó su mirada aquilina por sobre los circunstantes, ansiosos y encogidos de emoción, y acompañando la voz con amplios ademanes y múltiples gestos, disertó ardorosamente, descabelladamente sobre los tormentos del infierno, sobre los mandamientos de la ley de Dios, sobre los malos católicos, sobre las miserias de la vida, sobre Sodoma y Gomorra; fulminó anatemas, profetizó el castigo, barbotó latines apocalípticos que parecían pedradas demostenianas, rugió, pálido, frenético, dándose golpes en el pecho y palmadas en la frente: su verba era torrentosa, sonora, formidable.
De las mujeres unas sufrieron síncopes, otras lloraron como histéricas, otras no osaron levantar los ojos del suelo. Los hombres sintieron cubrirse sus cuerpos de frío mador y secárseles las lenguas en el fondo de las gargantas.
Radiante don Epitacio, con el golpe teatral de su oratoria, se dispuso a dar remate a la catilinaria;
— Puede ser, sin embargo, que nuestro Señor se apiade de vosotros, malos hijos. Puede ser que el Espíritu Santo descienda hasta vosotros en señal de reconciliación con tan indignos vástagos. ¡Esperad la paloma blanca, si viene, estáis salvados; si no, temblad, temblad, porque se os abren las puertas del infierno... !
Entonces don Epitacio comenzó a toser porfiadamente.
Y volvía a la carga:
— Puede ser que descienda la blanca paloma...
Y vuelta a toser.
En una de tantos fingidos accesos de tos, una voz quejumbrosa dominó una pausa:
— ¡Padre, el Espíritu Santo no puede ir porque se me ha volado la paloma por la ventana, pero puedo traer el pichón copetudo si le es lo mismo...!”

Arturo Orgaz.

(Alfil)

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