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viernes, 30 de septiembre de 2016

A E QUINTERO: POEMAS (Y PERSONAS NORMALES)

LLORA UN NIÑO
Tal vez tenga tíos y vecinos en los ojos.
Tal vez
tenga los pies metidos en un sueño,
o la espalda ancha y masculina,
o no traiga lentes, o traiga
crema de ojos adentro de los ojos.
O todo junto. Y además dedos.

Pero llora
ocupando tantas gargantas.

Desde toda su nariz.
Desde su frágil homosexualidad hacia las ramas
y las palomas. Frágil
como un vaso llevado en la cabeza.

Llora
de heterosexualidad que se encuentra
con un sabueso
frente a su charca propia,
frente a su pedazo de aguas personales.

Llora este niño muchas niñas que se calla.
Todas las muñecas que pudo ser desde una banca.
Los soldados de plomo
que hubieran podido llevar hasta su almohada.

Y las uñas pintadas de los pies
para atrapar fantasmas.
Para conocer faunos, cíclopes de tres pisadas, tritones,
relojes construídos con pólvora bajo los ojos de
                                                                        las sábanas.

Llora fantasmas este niño,
cuerpos de caballos mayores,
el terreno minado por el que pasan las puntillas
las hojas de los pequeños árboles y el pecho y la baja
                                                                       ventana:
los músculos ejercitados de un otoño
carnoso como unos labios, y largo.

Los puños del otoño hacia la definición ruidosa
                                                                    de las hojas.

Llora un niño
Tal vez tenga en sus ojos hombres con piedras,
tal vez floreros,
o una pareja de novios frente a la iglesia.
O todo junto. Y personas normales.



EL NIÑO INTERCAMBIA OJOS
con su perro. Ladran

porque el amor tiene
muchas formas de ladrarle a un niño.

Y subir un perro a la cama
cuando los padres cierran su luz oscura
es una manera de salvarse.

De día
el niño aprende a beber del plato como el perro,
a contraer las fosas nasales
y bajar del miedo
hacia el más seguro de los ladridos. Bajar
sin importar otros niños, otras niñas en la ventana.

Ese puede ser un buen modo de socializar:
llegar de a poco, creer en los puentes, confiar.

Mirar la correa en la pared
y al perro
que alguna vez 
estuvo vivo.



INFANCIA
No conozco una palabra que muera tanto.
Tal vez abuela. O tal vez perro,
o tal vez gato. Mi gato.
Pero mascota no es una palabra.

Tal vez niño no sea una palabra.

Esta tarde en que los árboles
parecieran rascarse
su mucho viento.

Esta tarde en que la infancia
pareciera saltar como una pulga sola, y esconderse.

Pienso que un niño con miedo
no tiene cuerpo para ser persona todavía.
Tiene ojos. Solamente
ojos
para observar el mundo bajo las sábanas;
para levantarse a mitad del sueño
y revisar que mamá respire, que el gato respire,
que la perra melenuda siga respirando.

Porque el aire siempre calla de pronto, castigado
                                                               a muerte
guarda su poderoso silencio de aire que se despide
desde la ventanilla de un tren, desde un autobús repleto
                                                                          de niños
—de un solo niño— niños
que la palabra muerte se turna
para ir despertando.




AE Quintero

Alfredo Espinosa Quintero, Nació en Culiacán, Sinaloa en 1969 y radica en el Distrito Federal. Es Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Estudió el doctorado en Teoría de la Literatura en la Universidad Autónoma Metropolitana. En 1996 ganó el Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa por el poemario Los postigos del verano.
En el año 2011 obtuvo el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes con el Poemario Cuenta regresiva. Su libro La telenovela de las cuatro no se detendrá porque alguien logró matarse fue seleccionado como mejor libro de poesía del 2014 en La Feria del Libro Independiente de la AEMI. 
Poemas extraídos del libro 200 gramos de almendras - Editorial Simiente, Colección Simonía - México

TUNUNA MERCADO: ANTIEROS


Comenzar por los cuartos. Barrer cuidadosamente con una escoba mojada el tapete (un balde con agua debe acom­pañar ese tránsito desde la recámara del fondo y por las otras recámaras hasta el final del pasillo). Recoger la basura una pri­mera vez al terminar la primera recámara y así sucesivamente con las otras. Regresar a la primera recámara, la del fondo, y quitar el polvo de los muebles con una franela húmeda pero no mojada. Sacudir sábanas y cobijas y tender la cama. La colcha debe cubrir la almohada, bajo la cual se pone el pijama o el camisón del durmiente. 
Poner en orden las sillas y otros ob­jetos que pudieran haber sido desplazados de su sitio la víspe­ra (siempre hay una víspera que "produce" una marca que hay que subsanar). Un primer recorrido habrá permitido rescatar vasos, tazas, botellas, ropa sucia, depositados sucesivamente en la cocina y el lavadero. Pasar al segundo cuarto que ya ha­brá sido barrido como los otros, el pasillo, y los baños que dan a él. Repetir allí las acciones llevadas a cabo en el anterior: sa­cudir el polvo, airear las sábanas y cobijas, tender la cama con las sábanas bien estiradas (el pliegue es un enemigo), alisar la almohada luego de esponjarla, entrar bien las sábanas y cobi­jas debajo del colchón; en el ángulo de cada uno de los pies, la ropa de cama debe ser entrada en dos etapas, primero ha­cia la derecha y luego hacia la izquierda y viceversa –depende del lado en cuestión– para formar un pico que se correspon­derá geométricamente con el ángulo. El estado óptimo: la ten­sión del lienzo debe ser como la de los bastidores del bordado. En el tercer cuarto predisponerse a tender una cama matrimonial; calcular por lo tanto los movimientos para eco­nomizar el máximo de tiempo posible. La operación de entrar la sábana de abajo y luego la segunda sábana debe hacerse, más allá de toda lógica, por separado; la astucia de plegarlas juntas produce un efecto que no deja dormir en toda la noche. La economía debe consistir, más bien, en agotar el mayor número de operaciones en un lado antes de pasar al otro. Una vez finalizada la etapa de la limpieza y arreglo de las recáma­ras echar un visto a cada una para ajustar cualquier detalle que hubiera podido ser dejado de lado; corregirlo; dejar apenas entreabiertas las persianas, la ventana entornada, las cortinas corridas. Gozar un instante, por turno, en el vano de la puer­ta de cada habitación, el quieto resplandor que segrega el in­terior en la semipenumbra. En los baños, tallar con pulidores especiales todo lo que sea mayólica y azulejos. Abrir la llave del agua caliente para lograr vapor, el mejor limpiador de es­pejos. Frotar y frotar hasta sacar brillo, aromatizar con pro­ductos especiales –nunca con el puro cloro, que despide olor a miseria–; reacomodar jabones, jaboneras, botellas de cham­pú, de acondicionadores, potes de crema y cosméticos, dejando fuera de los botiquines la menor cantidad de elementos. Doblar correctamente las toallas, combinando entre la de ba­ño y la de la cara, el color más afín. (Quien limpia no debe mirarse en el espejo.) Fregar el piso, verificar si falta papel, no dejar un solo pelo en ninguno de los artefactos del baño, ni siquiera en los peines y cepillos. Pasar luego a la sala. Recoger todo lo que esté tirado, barrer con un escobillón y pasar des­pués una franela con algún lustrador, solamente para rectifi­car el encerado (tarea que debe realizarse una vez por mes en forma total y que diariamente sólo admite un retoque); qui­tar con un plumero el polvo de los libros y de las hojas de las plantas (éstas también requieren una limpieza profunda cada diez o más días); reubicar, ordenar, meticulosamente dar cier­ta armonía a la disposición de los objetos sobre los estantes, los aparadores, los trinchantes, las vitrinas y todo el mobilia­rio; sacudir los cortinados, darles aire para que queden renovados, con una buena caída. Dar forma a los cojines, estirar perfectamente las alfombras y las carpetas; poner un gran cui­dado en regar las plantas sin desparramar agua. Quitar el pol­vo de los marcos de los cuadros; si hubiera una mancha sobre los vidrios rociarlos con un poquito de limpiador ad-hoc y pa­sar encima una gamuza seca; sacudir también los vanos de las puertas y ventanas, los alféizares, las alfarjías; con un cepillo sacar la tierra de las alforzas. Con un estropajo seco sacarle brillo al parquet. Si los cobres y platas estuvieran tristes darles una pasadita con Silvo; si las caobas tuvieran la palidez de la depresión, levantarlas con un poco de lustrador. En el sillón más muelle, el de pana verde de preferencia, tenderse unos instantes con un pequeño cojín en el cuello y, desde ese lugar, entregarse a la visión de un espacio deslumbrante, con las cor­tinas a medio cerrar y las ventanas abiertas que dejan pasar, por entre las plantas y los linos, una brisa llena de aromas. En­tretanto habráse puesto en el fuego a hervir un agua, no cual­quier agua, sino la justa y necesaria para echar los huesos del puerco con algunas verduras pertinentes: cebollas de verdeo, hinojos, apio, culantro, tomillo, laurel y mejorana: esta agua hierve a olla y puerta cerrada, lejos de esa atmósfera pura de limpieza que exalta los sentidos en la sala, a mediados del día, cuando la gente se esmera en sus oficinas o se desespera en sus automóviles yendo a las citas de negocios. La brisa ondea el voile pero apenas consigue mover las cortinas, anudadas con un cordón dorado a cada lado del ventanal, en bandeaux. 
Sa­carse los zapatos para sentir la frescura cálida del terciopelo. Llevar la mano derecha suavemente desde la pantorrilla hasta el muslo y acariciarla, confirmando que esa piel puede perfec­tamente competir con la pana; no subir más arriba la mano; desprenderse la blusa y dejar unos momentos los pechos al ai­re, erguirse y, con la mano en jarras, mirarse el perfil en el es­pejo del fondo de la vitrina, por entremedio de las copas de cristal. Salir de la sala y, previamente, cerrar la camisa, aboto­narla y reacomodar los pliegues de la falda bajo el delantal. 
Entrar en la cocina, humeante por los huesos que hierven a todo vapor en la olla y cuyo destino es sólo convertirse en ba­se para algún otro manjar. Echar el polvo detergente en un re­cipiente de plástico, el que se usa de costumbre, y hacer una mezcla espumosa con agua caliente; lavar los trastos del desa­yuno: tazas, jarritas, cucharas, cuchillos, platos, todo lo que hubiese sido retirado de la mesa y acumulado en la pileta. Pensar una vez más, como todos los días, que es una lástima no poder usar guantes de hule, aceptando, por consiguiente, el deterioro que los detergentes producen en la piel (hongos incluidos); usar las fibras que el objeto requiera: zacate, lana de aluminio o simplemente esponja. No dejar el trapito que se usa para secar la mesada colgado del mezclador de agua; no queda bien en el orden de la cocina. Limpiar las hornallas, raspar, pulir, frotar hasta dejar todo como un espejo. Sobre los azulejos, pasar un trapo con limpiador en polvo; ir acumulando la basura en un bote pequeño, que después será volcada en el mayor, debidamente protegido con una bolsa grande de plástico o con un forro de papel de diario confeccionado a esos efectos. Pasar el trapo por el piso; una y dos veces, escu­rriendo y chaguándolo cada vez. 
Ordenar, sobre todo ordenar; guardar en los armarios todo lo que esté afuera; reacomodar las cosas en el refrigerador. Saber, por ejemplo, que una beren­jena, como en el viejo cuento, puede estar arrinconada en el fondo, como bola de toro de exportación; que las zanahorias pueden tener un destino fálico, arrojadas a la puerta de un lu­panar y recubiertas de un opaco preservativo; que los pepinos pueden servir a la muchacha de las historias inmorales en sus ceremonias narcisistas; que el hongo más lúbrico no puede compararse con la morilla que el profesor de lingüística fran­co ruso le propuso a su colega franco alemana en una sesión amorosa vegetal; que las verduras y las frutas —salsifíes, nabos, mangos paraíso y petacones, semillas de mamey, chiles an­chos, pasillas y mulatos, chilacayotes y chayotes, pitayas y camotes— pueden ser el contenido secreto de la valija del viajante que anda de pueblo en pueblo ofreciéndose para ciertas prácticas que responden a vicios particulares.
Saber todo esto, mientras la olla echa humos que ascien­den al tuérdano, aunque ese tuérdano haya sido reemplazado por una enorme campana con luces y tragaires que le chupan la conciencia a los alimentos. Después arremeter con la cebo­lla, la reina, picarla pertinazmente desde arriba e ir logrando los pedazos más diminutos con ese sistema que, por milagro, puede hasta hacerla desaparecer bajo la hoja del cuchillo; rehogarla en el fuego lentamente, dejando apenas que se dore. Sobre esa base construir el gran edificio, con la carne dejada en pesadumbre durante noche y día, los jitomates, los ajos quemados hasta la extenuación para extraerles toda el alma, la sustancia hecha papilla (¿por qué los ajos tienen que desapa­recer? ¿por qué?), las hierbas, ajedrea predominante, y la copi­ta que se bebe a medida que con ella y otra y otra se alimenta el cuerpo receptivo de la carne por impregnación, macera­ción, "mijotage". El tiempo transcurre agigantando los granos del arroz, creando espumas suplementarias en la superficie del caldo, dejándose invadir por los olores de las hierbas cada vez más despojadas de su esencia, meros tallos, escasas nervaduras que intentan sobrevivir al máximo de sí que se les exprime. Nadie, ningún extraño puede irrumpir en esta sesión en la que todo se hace por hábito pero en la que cada detalle em­pieza de pronto a cobrar un sentido muy peculiar, de objeto en sí, de objeto que se dota de una existencia propia, para no decir prodigiosa. El aceite cubre la superficie de los aguacates pelados, resbala por su piel y se chorrea sobre el plato; el ajo expulsado de su piel con el canto del cuchillo deja aparecer una materia larval; la sangre brota de la carne y, correlativamente, produce una segregación salival en la boca; el limón despide sus jugos apretado por los dedos; la piel de los garban­zos se desliza entre los dedos y el grano sale despedido sobre la fuente; la leche se espesa en la harina de la salsa; el huevo sale de su cáscara y deja ver su galladura; la pasta amasada en forma de cilindro se estira sobre la mesa y rueda bajo la pal­ma de la mano; al calamar le salta, por acción de los dedos, una uña transparente de su mero centro; a la sardina le brota un pececito del vientre; la lechuga expulsa su cogollo. Volver a desabotonarse la blusa y dejar los pechos al aire y, sin mu­chos preámbulos, como si se frotara con alguna esencia una endivia o se sobara con algún aliño el belfo de un ternero, cu­brir con un poquito de aceite los pezones erectos, rodear con la punta del índice la aureola y masajear levemente cada uno de los pechos, sin restablecer diferencias entre los reinos, mez­clando incluso las especies y las especias por puro afán de ve­rificación, porque en una de esas a los pezones no les viene bien el eneldo, pero sí la salvia. Dejar que los fuegos ardan, que las marmitas borboteen sus aguas y sus jugos y que la campana del tuérdano absorba como un torbellino los vahos. Apagar y, en el silencio, percibir con absoluta nitidez el ruido de la transformación de la materia. Rememorar que adentro, todo está listo, que no hay nada que censurar, que en cada si­tio por el que pasaron las escobas y los escobillones, las jergas y los estropajos, todo ha quedado reluciente, invitando al reposo y a la quietud del mediodía; confirmarse también, y una vez más que, salvo algún proveedor a quien no hay que abrirle, nadie vendrá a interrumpir la sesión hasta casi las cuatro de la tarde. Poner, no obstante, el pestillo de seguridad en la puerta; quitarse lisa y llanamente la blusa y, después, la falda. Quedarse sólo con el delantal, mientras, con diferentes cucha­ras, probar una y otra vez, de una olla y la otra, los sabores, rectificándolos, dándoles más cuerpo, volviendo más denso su sentido particular. Con el mismo aceite con que se ha freído algunas de las tantas comidas que ahora bullen lentamente en sus fuegos, untarse la curva de las nalgas, las piernas, las pan­torrillas, los tobillos; agacharse y ponerse de pie con la preste­za de alguien acostumbrado a gimnasias domésticas. Reducir aún más los fuegos, casi hasta la extinción y, como vestal, pa­rarse en medio de la cocina y considerar ese espacio como un anfiteatro; añorar la alcoba, el interior, el recinto cerrado, prohibidos por estar prisioneros del orden que se ha instaurado unas horas antes. Untarse todo el cuerpo con mayor meti­culosidad, hendiduras de diferentes profundidades y carácter, depresiones y salientes; girar, doblarse, buscar la armonía de los movimientos, oler la oliva y el comino, el caraway y el curry, las mezclas que la piel ha terminado por absorber trastornando los sentidos y transformando en danza los pasos cada vez más cadenciosos y dejarse invadir por la culminación en medio de sudores y fragancias.


Tununa Mercado
Nilda Mercado, quien es conocida por su apodo "Tununa" (n. en Córdoba el 25 de diciembre de 1939) es una escritora argentina. Es esposa del también escritor Noé Jitrik
Sus padres eran un político y abogado y una escribana. A lo
s dos años de edad comenzaron a llamarla "Tununa", sobrenombre que conservaría y que usaría en su producción literaria. En 1958 comenzó a estudiar la carrera de Letras en la Universidad Nacional de Córdoba. Allí conocería 2 años más tarde a su futuro marido, Noé Jitrik, quien dictaba clases como profesor contratado. Se casó con él en enero de 1961, y tiene dos hijos: Oliverio (nacido en 1962) y Magdalena (nacida en 1966).
En 1964 se muda a Buenos Aires, abandonando la carrera faltándole 2 materias para terminarla. En 1966 envía el libro de cuentos "Celebrar a la mujer como la pascua" al Premio Casa de las Américas, por el que recibe una mención. Jitrik recibe una propuesta para trabajar en una universidad francesa, por lo que la familia se traslada al este de ese país por 3 años. Durante su estadía, Tununa reparte su tiempo entre el estudio del francés y el dictado de cursos sobre historia y civilización de América Latina.
Regresa a la Argentina en 1970, y en 1971 comienza a trabajar como periodista en el diario La Opinión. En 1974, Noé Jitrik viaja a México para dar clases durante seis meses. Mercado y sus hijos tenían pensado reunirse con él en las vacaciones de verano. Sin embargo, debido a amenazas recibidas por la Triple A deben adelantar el viaje. Luego de ello ya no pueden regresar al país, y vivirán en México hasta el fin de la dictadura (en 1983). Durante sus años en México, organizaron una comisión de solidaridad con otros exiliados argentinos en ese país. Esto se convirtió en un lugar de encuentro para todos ellos. Tununa trabajó como periodista free-lance y fue editora en la revistaFem, una de las primeras revistas feministas latinoamericanas.
Fuente: Hernán Alejandro Isnardi - lamaquinadeltiempo.com - Foto: artemuros.wordpress.com

JOSÉ SARAMAGO: DESQUITE



El muchacho venía del río. Descalzo, con los pantalones arremangados por encima de las rodillas, las piernas sucias de lodo. Vestía una camisa roja, abierta en el pecho, donde los primeros vellos de la pubertad empezaban a ennegrecer. Tenía el pelo oscuro, mojado por el sudor que le escurría por el cuello delgado. Se inclinaba un poco hacia delante, bajo el peso de los largos remos, de los que pendían hilos verdes de limos aún goteantes. El barco quedó balanceándose en el agua turbia y, allí cerca, como si lo espiasen, afloraron de repente los ojos globulosos de una rana. El muchacho la miró, y ella le miró. Después la rana hizo un movimiento brusco y desapareció. Un minuto más y la superficie del río quedó lisa y tranquila, y brillante como los ojos del muchacho. La respiración del limo desprendía lentas y muelles burbujas de gas que la corriente arrastraba. En el calor espeso de la tarde los chopos altos vibraban silenciosamente y, de golpe, flor rápida que naciese del aire, un ave azul pasó rasando el agua. El muchacho levantó la cabeza. Desde el otro lado del río una muchacha le miraba, inmóvil. El muchacho levantó la mano libre y todo su cuerpo dibujó el gesto de una palabra que no se oyó. El río fluía, lento.

El muchacho subió la ladera, sin mirar atrás. La hierba se acababa allí mismo. Hacia arriba, hacia allá, el sol calcinaba los terrones de los barbechos y los olivares cenicientos. Metálica, durísima, una cigarra roía el silencio. En la distancia la atmósfera temblaba.

La casa era baja, achaparrada, bruñida de cal, con una franja de ocre violento. Un lienzo de pared ciega, sin ventanas, una puerta en la que se abría un postigo. En el interior el suelo de barro refrescaba los pies. El muchacho apoyó los remos, se limpió el sudor con el antebrazo. Se quedó quieto, escuchando los golpes del corazón, el pausado brotar del sudor que se renovaba en la piel. Estuvo así unos minutos, sin conciencia de los rumores que venían de la parte de detrás de la casa y que se transformaron, de súbito, en gañidos lancinantes y gratuitos: la protesta de un cerdo atado. Cuando, por fin, empezó a moverse, el grito del animal, esta vez herido e insultado, le golpeó en los oídos. Y en seguida oyó otros gritos, agudos, rabiosos, una súplica desesperada, una llamada que no espera socorro.

Corrió hacia el patio, pero no pasó del umbral de la puerta,. Dos hombres y una mujer sujetaban al cerdo. Otro hombre, con un cuchillo ensangrentado, le abría un tajo vertical en el escroto. En la paja brillaba ya un óvalo achatado, rojo. El cerdo temblaba entero, lanzaba gritos entre las quijadas que apretaba una cuerda. La herida se alargó, el testículo apareció, lechoso y rayado de sangre, los dedos del hombre se introdujeron en la abertura, tiraron, retorcieron, arrancaron. La mujer tenía el rostro pálido y crispado. Desataron al cerdo, le liberaron el hocico y uno de los hombres se agachó y cogió las dos piezas, gruesas y suaves. El animal dio una vuelta, perplejo, y se quedó con la cabeza baja, respirando con dificultad. Entonces el hombre se los tiró. El cerdo los mordió, masticó ansioso, tragó. La mujer dijo algunas palabras y los hombres se encogieron de hombros. Uno de ellos se rió. Fue en ese momento cuando vieron al muchacho en el umbral de la puerta. Se quedaron todos callados y, como si fuese la única cosa que pudiesen hacer en aquel momento, se pusieron a mirar al animal, que se había echado en la paja, suspirando, con el hocico sucio de su propia sangre.

El muchacho volvió al interior. Llenó un puchero y bebió, dejando que el agua le corriese por las comisuras de la boca, por el cuello, hasta el vello del pecho que se volvió más oscuro. Mientras bebía miraba fuera las dos manchas rojas sobre la paja. Después, con un movimiento de cansancio, volvió a salir de la casa, atravesó el olivar otra vez bajo el bochorno del sol. El polvo le quemaba los pies y él, sin darse cuenta, los encogía para huir del contacto escaldante. La misma cigarra rechinaba en tono más sordo. Después la ladera, la hierba con su olor a savia caliente, la frescura atontadora debajo de las ramas, el lodo que se insinúa entre los dedos de los pies e irrumpe por arriba.

El muchacho se quedó quieto, mirando el río. Sobre un afloramiento de limo, una rana, parda como la primera, con los ojos redondos bajo las arcadas salientes, parecía estar esperando. La piel blanca del buche palpitaba. La boca cerrada formaba un pliegue de escarnio. Pasó un tiempo y ni la rana ni el muchacho se movían. Entonces él, desviando con dificultad los ojos, como para huir de un maleficio, vio al otro lado del río, entre las ramas bajas de los salgueros, aparecer una vez más a la muchacha. Y nuevamente, silencioso e inesperado, pasó sobre el agua el relámpago azul.

El muchacho se quitó la camisa despacio. Despacio se acabó de desvestir, y sólo cuando ya no tenía ropa ninguna sobre el cuerpo, su desnudez, lentamente, se reveló. Así como si se estuviese curando una ceguera de sí misma. La muchacha miraba de lejos. Después, con los mismos gestos lentos, se liberó del vestido y de todo cuanto la cubría. Desnuda sobre el fondo verde de los árboles.

El muchacho miró una vez más el río. El silencio se asentaba sobre la líquida piel de aquel interminable cuerpo. Círculos que se alargaban y perdían en la superficie tranquila, mostraban el lugar donde por fin la rana se había sumergido. Entonces el muchacho se metió en el agua y nadó hacia la otra orilla, mientras el bulto blanco y desnudo de la muchacha se recogía hacia la penumbra de las ramas.


José Saramago 
Nació en Azinhaga (Portugal) en 1922. Antes de responder a la llamada de la literatura trabajó en diversos oficios, desde cerrajero o mecánico, hasta editor. En 1947 publicó su primera novela, "Tierra de pecado", ahora reeditada en Portugal, coincidiendo con los cincuenta años de su aparición. Pese a las críticas estimulantes que entonces recibió, el autor decidió permanecer sin publicar más de veinte años porque, como él afirma ahora «quizá no tenía nada que decir». Sin embargo, a finales de los sesenta se presentó con dos libros de poemas: "Os poemas possiveis" y "Provavelmente alegría" (parte de un ciclo que completaría en 1975 con "O ano de 1993"). Puede que la demorada publicación de sus textos sea el motivo por el que numerosos críticos lo consideran un «autor tardío». Y quizá sea cierto, aunque ello en modo alguno vaya en contra de una cuestión mucho más importante: Saramago es dueño de un mundo propio, minuciosamente creado, libro a libro, y su obra lleva muchos años situándolo en el primer plano literario de su país. Ya sus primeras publicaciones en prosa -"Manual de pintura y caligrafía" (1977) y "Alzado del suelo" (1980),- lo acreditan como un autor de indiscutible originalidad, por su controvertida visión de la historia y de la cultura. Fallece en Tías, España en el 2010. 
Fuente: ciudadseva.com - mundolatino.org - Foto: culturacolectiva.com

HERTA MÜLLER: LA ORACIÓN FÚNEBRE



En la estación, los parientes avanzaban junto al tren humeante. A cada paso agitaban el brazo levantado y hacían señas.

Un joven estaba de pie tras la ventanilla del tren. El cristal le llegaba hasta debajo de los brazos. Sostenía un ramillete ajado de flores blancas a la altura del pecho. Tenía la cara rígida.

Una mujer joven salía de la estación con un niño de aspecto inexpresivo. La mujer tenía una joroba.

El tren iba a la guerra. Apagué el televisor.

Papá yacía en su ataúd en medio de la habitación. De las paredes colgaban tantas fotos que ya ni se veía la pared.

En una de ellas papá era la mitad de grande que la silla a la cual se aferraba.

Llevaba un vestido y sus piernas torcidas estaban llenas de pliegues adiposos. Su cabeza, sin pelo, tenía forma de pera.

En otra foto aparecía en traje de novio. Sólo se le veía la mitad del pecho. La otra mitad era un ramillete ajado de flores blancas que mamá tenía en la mano. Sus cabezas estaban tan cerca una de la otra que los lóbulos de sus orejas se tocaban.

En otra foto se veía a papá ante una valla, recto como un huso. Bajo sus zapatos altos había nieve. La nieve era tan blanca que papá quedaba en el vacío. Estaba saludando con la mano levantada sobre la cabeza. En el cuello de su chaqueta había unas runas.

En la foto de al lado papá llevaba una azada al hombro. Detrás de él, una planta de maíz se erguía hacia el cielo. Papá tenía un sombrero puesto. El sombrero daba una sombra ancha y ocultaba la cara de papá.

En la siguiente foto, papá iba sentado al volante de un camión. El camión estaba cargado de reses. Cada semana papá transportaba reses al matadero de la ciudad. Papá tenía una cara afilada, de rasgos duros.

En todas las fotos quedaba congelado en medio de un gesto. En todas las fotos parecía no saber nada más. Pero papá siempre sabía más. Por eso todas las fotos eran falsas. Y todas esas fotos falsas, con todas esas caras falsas, habían enfriado la habitación. Quise levantarme de la silla, pero el vestido se me había congelado en la madera. Mi vestido era transparente y negro. Crujía cuando me movía. Me levanté y le toqué la cara a papá. 

Estaba más fría que los demás objetos de la habitación. Fuera era verano. Las moscas, al volar, dejaban caer sus larvas. El pueblo se extendía bordeando el ancho camino de arena, un camino caliente, ocre, que le calcinaba a uno los ojos con su brillo.

El cementerio era de rocalla. Sobre las tumbas había enormes piedras.

Cuando miré el suelo, noté que las suelas de mis zapatos se habían vuelto hacia arriba. Me había estado pisando todo el tiempo los cordones, que, largos y gruesos, se enroscaban en los extremos, detrás de mí.

Dos hombrecillos tambaleantes sacaron el ataúd del coche fúnebre y lo bajaron a la tumba con dos cuerdas raídas. El ataúd se columpiaba. Los brazos y las cuerdas se alargaban cada vez más. Pese a la sequedad, la fosa estaba llena de agua.

Tu padre tiene muchos muertos en la conciencia, dijo uno de los hombrecillos borrachos.
Yo le dije: estuvo en la guerra. Por cada veinticinco muertos le daban una condecoración. Trajo a casa varias medallas.

Violó a una mujer en un campo de nabos, dijo el hombrecillo. Junto con cuatro soldados más. Tu padre le puso un nabo entre las piernas. Cuando nos fuimos, la mujer sangraba. Era una rusa. Después de aquello, y durante semanas, nos dio por llamar nabo a cualquier arma.

Fue a finales de otoño, dijo el hombrecillo. Las hojas de los nabos estaban negras y pegadas por la helada. El hombrecillo colocó luego una piedra gruesa sobre el ataúd. El otro hombrecillo borracho siguió hablando:

Ese Año Nuevo fuimos a la ópera en una pequeña ciudad alemana. Los agudos de la cantante eran tan estridentes como los gritos de la rusa. Abandonamos la sala uno tras otro. Tu padre se quedó hasta el final. Después, y durante semanas, llamó nabos a todas las canciones y a todas las mujeres.

El hombrecillo bebía aguardiente. Las tripas le sonaban. Tengo tanto aguardiente en la barriga como agua subterránea hay en las fosas, dijo.

Luego colocó una piedra gruesa sobre el ataúd.

El predicador estaba junto a una cruz de mármol blanco. Se dirigió hacia mí. Tenía ambas manos sepultadas en los bolsillos de su hábito.

El predicador se había puesto en el ojal una rosa del tamaño de una mano. Era aterciopelada. Cuando llegó a mi lado, sacó una mano del bolsillo. Era un puño. Quiso estirar los dedos y no pudo. Los ojos se le hincharon del dolor. Rompió a llorar en silencio.

En tiempos de guerra uno no se entiende con sus paisanos, dijo. No aceptan órdenes.

Y el predicador colocó luego una piedra gruesa sobre el ataúd. De pronto se instaló a mi lado un hombre gordo. Su cabeza parecía un tubo y no tenía cara.

Tu padre se acostó durante años con mi mujer, dijo. Me chantajeaba estando yo borracho y me robaba el dinero.

Se sentó sobre una piedra.

Luego se me acercó una mujer flaca y arrugada, escupió a la tierra y me dijo ¡qué asco!
La comitiva fúnebre estaba en el extremo opuesto de la fosa. Bajé la mirada y me asusté, porque se me veían los senos. Sentí mucho frío.

Todos tenían los ojos puestos en mí. Unos ojos vacíos. Sus pupilas punzaban bajo los párpados. Los hombres llevaban fusiles en bandolera, y las mujeres desgranaban sus rosarios.

El predicador se puso a juguetear con su rosa. Le arrancó un pétalo color sangre y se lo comió.

Me hizo una señal con la mano. Me di cuenta de que tenía que decir unas palabras. Todos me miraban.

No se me ocurría nada. Los ojos se me subieron por la garganta a la cabeza. Me llevé la mano a la boca y me mordí los dedos. En el dorso de mi mano si veían las huellas de mis dientes. Unos dientes cálidos. Por las comisuras de los labios empezó a gotear sangre sobre mis hombros.

El viento me había arrancado una de las mangas del vestido, que ondeaba ligera y negra en el aire.

Un hombre apoyó su bastón de caminante contra una gruesa piedra. Apuntó con un fusil y disparó a la manga. Cuando cayó al suelo ante mi cara, estaba llena de sangre. La comitiva fúnebre aplaudió.

Mi brazo estaba desnudo. Sentí cómo se petrificaba al contacto con el aire.

El predicador hizo una señal. Los aplausos enmudecieron. Estamos orgullosos de nuestra comunidad. Nuestra habilidad nos preserva del naufragio. No nos dejamos insultar, dijo. No nos dejamos calumniar. En nombre de nuestra comunidad alemana serás condenada a muerte.

Todos me apuntaron con sus fusiles. En mi cabeza retumbó una detonación ensordecedora.

Me desplomé y no llegué al suelo. Permanecí en el aire, flotando en diagonal sobre sus cabezas. Fui abriendo suavemente las puertas, una a una.

Mi madre había vaciado todas las habitaciones.

En el cuarto donde habían velado el cadáver se veía ahora una gran mesa. Era una mesa de matarife. Encima había un plato blanco vacío y un florero con un ramillete ajado de flores blancas.

Mamá llevaba puesto un vestido negro y transparente. En la mano tenía un cuchillo enorme. Se acercó al espejo y se cortó la gruesa trenza gris con el cuchillo enorme. Luego la llevó a la mesa con ambas manos y puso uno de sus extremos en el plato.

Vestiré de negro toda mi vida, dijo.

Encendió uno de los extremos de la trenza, que iba de un lado a otro de la mesa. La trenza ardió como una mecha. El fuego lamía y devoraba.

En Rusia me cortaron el pelo al rape. Era el castigo más leve, dijo. Apenas podía caminar de hambre. De noche me metía a rastras en un campo de nabos. El guardián tenía un fusil. Si me hubiera visto, me habría matado. Era un campo silencioso. El otoño tocaba a su fin, y las hojas de los nabos estaban negras y pegadas por la helada.

No volví a ver a mi madre. La trenza seguía ardiendo. La habitación estaba llena de humo.

Te han matado, dijo mi madre.

No volvimos a vernos por la cantidad de humo que había en la habitación. Oí sus pasos muy cerca de mí. Estiré los brazos tratando de aferrarla.

De pronto enganchó su mano huesuda en mi pelo. Me sacudió la cabeza. Yo grité.

Abrí bruscamente los ojos. La habitación daba vueltas. Yo yacía en una esfera de flores blancas ajadas y estaba encerrada.

Luego tuve la sensación de que todo el bloque de viviendas se volcaba y se vaciaba en el suelo.

Sonó el despertador. Era un sábado por la mañana, a las seis y media.


Herta Müller
Nació el 17 de agosto de 1953 en Niţchidorf, Banat, un lugar germanohablante de la región de Timisoara, en Rumanía. Su familia pertenece a una minoría alemana, los llamados Suabos del Danubio, que llevan varios siglos asentados en esa región. Su abuelo era granjero y comerciante, y había sido expropiado bajo el régimen comunista rumano. Su padre, Josef Müller, que se ganaba la vida como camionero, fue formado como nazi y sirvió durante la II Guerra Mundial en las Waffen-SS. Su madre, Katharina Müller, fue deportada a la Unión Soviética en 1945, donde pasó cinco años en un campo de trabajo realizando "trabajos de reparación". Muchos de los hombres y de las mujeres del pueblo en el que se crió Herta compartieron el mismo destino que sus padres. Según cuenta la propia Herta Müller, sus padres quedaron muy deteriorados tras las experiencias vividas durante la guerra y después de ella; no hablaban mucho de su pasado y ella creció rodeada de silencio y de tabúes. Fuente: espurocuento.wordpress.com - wikipedia.org - Foto: cuentosalaorejaverde.blogspot.com

GABRIELA CABEZÓN CÁMARA: FEMICIDIO BASURA




Tiradas a la basura, desgarradas, en pelotas: en la montaña asquerosa, un cuerpo como una cosa, como una cosa ya rota y que no sirve para nada, los restos del predador, la carne que le sobró de su festín asesino. Horas antes o después a la chica la buscaron la familia, los amigos, al final la policía y casi siempre la encuentra el que hace de la basura su trabajo cotidiano: un cartonero, el chofer de un camión recolector, alguien que anda por ahí. Después viene la ambulancia, le cambia la bolsa a blanca, se la llevan a la morgue y un auto lleva a los padres a ver si la chica es suya. Afuera espera la prensa: las cámaras y micrófonos buscando mostrarle al mundo el dolor más lacerante, la frase más torturada, la cara más arrugada por la angustia que la arrasa. 

Tiradas a la basura en la bolsa de consorcio: igual que se tira un forro, la cáscara del zapallo, los papeles que no sirven y los huesos del asado entre tantas otras cosas. Tiradas como si nada, como objetos de consumo que ya fueron consumidos. Agarrarlas, asustarlas, verlas rogar, desnudarlas, humillarlas, violarlas, después matarlas, meterlas en una bolsa, tirarlas a la montaña de restos de la ciudad. Ya terminó el predador. Seguirán la policía, los abogados, los jueces y las cámaras de TV: sigue la carnicería en un especie de show que explica los femicidios.

Si la chica usaba short. Si tenía más de un novio. Si puso fotos en Facebook con boquita pecadora. Si salía mucho de noche. Si volvía a la mañana y tenía olor a whisky. Si estudiaba o no estudiaba. Si trabajaba de día o repartía tarjetas en la puerta de un boliche. Si era virgen. Si le gustaba enfiestarse. Si fumaba marihuana o sólo tomaba agua. Si tenía buenas notas o había repetido de año. Lo que dicen los amigos. Lo que piensan los vecinos. Lo que recomienda el cura que dirige la parroquia. Lo que supone un psiquiatra que va a la televisión. Lo que dice el movilero. Lo que supone la prensa. La idea que todos dicen sin terminar de decir: si la chica usaba mini y le gustaba bailar y si llevaba adelante su propia vida sexual según lo que le gustaba, era una trola y las trolas se la buscan y la encuentran. 

La construyen poco a poco como si fuera culpable: digamé, comunicador y digan sus audiovidentes, si una mujer joven tiene más de un novio o, peor, ninguno, y vuelve en pedo a las seis y salió en vestido corto, ¿Se está buscando la muerte? ¿Piensa que se la merece? ¿Usted cree que debería volver antes de las doce? ¿Vestirse con una burka e ir a misa los domingos? ¿Usted quiere que le pida permiso a algún buen señor para salir cuando quiere? ¿Que deje de salir sola? ¿Que piense lo que se pone porque si a un hijo de puta le parece algo indecente por ahí la hace pelota? Le pregunto más cortito: ¿Piensa que una chica es propiedad de algún muchacho y que si no tiene dueño pueden matarla tranquilos? ¿De verdad se siente bien eligiendo como elige la foto más provocativa para decir sin decir “la piba era una atorranta”, “los padres no la cuidaban”, “su vida no tenía rumbo”? Empieza una denigración, algo que está en la cultura, no digo que lo inventa usted, pero podría revisar la máquina de prejuicios que le salta cuando habla y cuando hablan los demás. Entre otras cosas se nota la puntuación del mercado: hay cuerpos que valen más y hay cuerpos que valen menos. Casta, rica y estudiosa vale más que pobre y trola pero todas valen menos que el cuerpo del matador que es la manifestación extrema de este estado de las cosas: buena parte del planeta cree, a veces sin saberlo, que cosas somos nosotras. Pobres cosas, poca cosa, algo que se usa y se tira, nada de bienes suntuarios, muñecas que se descartan como globos ya pinchados. Es como canibalismo. Es una bestialidad. Piensen un poco, señores, piensen también las señoras y sientan un poco más: somos sus madres, sus hijas, sus hermanas, sus esposas, sus amigas, sus amantes, sus novias. Somos más de la mitad del mundo que hacemos juntos. No insumos a descartar.




Gabriela Cabezón Cámara
Gabriela Cabezón Cámara nació en San Isidro, provincia de Buenos Aires, en 1968. Es periodista y escritora. Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado relatos en diversas revistas literarias. En 2006 participó de la antología Una terraza propia. Actualmente trabaja para diversos medios gráficos de la Argentina. La Virgen Cabeza es su primera novela
Fuente: http://www.revistaanfibia.com - Foto: nacionalcordoba.com.ar

MÚSICA: MARK FARINA


"Suite for Beaver" Parte 1
Artistas: People Under the Stairs
Subido Por: dwell
Gentileza: YouTube estándar



"Dream Machine"
Canta: Sean Hayes
Subido por: Xee Shan
A Melodious Song "Dream Machine" By Mark Farina, with video by Andreas Salaff & lyrics,editing by Xeeshan Akram
Gentileza: YouTube estándar



Mark Farina (nacido el 25 de marzo de 1969 en Chicago, Illinois, EE.UU.) es un disc jockey y músico, conocido por sus obras en música house, el acid jazz y downtempo. Publicaciones notables incluyen el estado de ánimo (KMS Records, 1989) y el jazz de la seta serie ( OM registros , 1996-2011) y, recientemente, también conocidos por la compilación de house de El Divinio .Se le identifica principalmente con la música house en San Francisco, California, donde reside, pero es un DJ ampliamente reconocido en todo el mundo. Poco después de que Mark se hizo amigo Derrick Carter en 1988 en una tienda de discos en Chicago, desarrolló un interés en la música House. Marck experimentó con un estilo más profundo, cayendo De La música Soul, clásicos del disco y otros estilos que no se están reproduciendo en las principales salas de discotecas. Mientras exploran formas puristas de la música house, la marca desarrolló su estilo característico, conocido como "Mushroom Jazz":. Acid jazz infundido con las producciones de jazz, orgánicos de la Costa Oeste, junto con ritmos urbanos. Los aficionados se abrazaron al estilo downtempo de Mark, y comenzó en 1992 un programa semanal de Mushroom Jazz club nocturno en San Francisco con Patty Ryan. Se establecieron por 3 años en el club. Cuando el club cerró, Farina continuó la tradición mediante la liberación de una serie de CDs con el mismo nombre, el champiñón Jazz. Desde entonces, la marca ha estado llevando a cabo cientos de programas en todo el mundo cada año. Sus sets de la vivienda han sido descritos como el lado de jazz de Chicago House, mezcla de estilo de San Francisco. Algunos de sus juegos han llegado a durar hasta 8 horas. Farina ha sabido jugar en dos habitaciones diferentes en la misma fiesta. URB, MUZIK y BPM han tenido en él como uno de sus mejores DJ en las listas mundiales.
Fuente: wikipedia.org - Foto: tribalmixes.com




viernes, 23 de septiembre de 2016

IBARRECHEA: NAVEGANTES

El pequeño Dasgh, presentó sus papeles en la borda a la guardia y acomodó el equipaje de marinero donde su superior inmediato y los demás le indicaron, tomó su puesto de segundo vigía de proa y esperó por las órdenes del Oficial de Cubierta.

Mientras tanto, siente el inquietante sonido "floap, floap" que lanza la vela mayor cuando flamea, en el barco de su Majestad.

Todos los Gavieros trepan por los palos para sujetarla.
En lo alto, el Observador anuncia a los gritos.
-¡Viento en popa!
Los marineros sueltan las amarras.
-¡Viento en popa!
Agrega el Timonel.

Todas las velas se hinchan y despiden un estruendoso "floap, floap" que sacude a la veterana embarcación.

El pequeño Dasgh sabe entonces que debe levantar su mano derecha, y el primer vigía también para anunciar que todo está en orden.
El Cabo de Cubierta grita ahora.
-¡Leva la proa! ¡Leven anclas!
Y los Oficiales se dirigen a formar junto al Capitán, que mira hacia el cielo azul de primavera.

El Capitán luce un uniforme azul con insignias y atributos dorados y su barba larga, oculta la corbata negra de reluciente seda.

La gente, amontonada en el puerto, se agolpa a saludar la partida del barco de su Majestad, que intentará llegar al séptimo cielo.

La nave dibuja una línea de espuma en el mar y las velas van sonando en un monótono "floap, floap."

Entonces el barco de su Majestad, mas allá, se desprende del mar.

Se eleva chorreando agua.
Y el agua se hace lluvia sobre algunos caseríos lejanos.
Y el barco penetra entre las nubes.

Ahora todo queda lejos allá abajo. 
El capitán ordena a sus contramaestres que cada uno de los tripulantes ocupe su lugar. 

Solo queda una luz encendida, donde los navegantes leen las cartas astrales, mientras el pequeño Dasgh, marinero de primera, huérfano de papá y mamá, siente mareos y ganas de llorar, mientras crujen los maderos, mientras las blancas velas del barco espacial, siguen sonando así, "floap, floap."

Y después, mucho tiempo después, el barco alcanza las estrellas.


José Antonio Ibarrechea
diceelwalter@gmail.com

KAREL CAPEK: EQUIVOCACIÓN



Nos embarcamos en el Mediterráneo. Es tan bellamente azul que uno no sabe cuál es el cielo y cuál el mar, por lo que en todas partes de la costa y de los barcos hay letreros que indican en dónde es arriba y en dónde abajo; de otro modo uno puede confundirse. Para no ir más lejos, el otro día, nos contó el capitán que un barco se equivocó, y en lugar de seguir por el mar puso rumbo al cielo; y como el cielo es infinito no ha regresado aún, y nadie sabe en dónde está.



Karel Capek

(Malé Svatonovice, 1890 - Praga, 1938) Dramaturgo y novelista checo, uno de los más destacados escritores checos de la primera mitad del siglo XX. Estudió filosofía y, aunque publicó algunos ensayos en este campo, como El pragmatismo (1918), se dedicó, sobre todo, a la literatura de ficción y al periodismo. De talante relativista e ideas liberales, el ascenso del nazismo provocó en él durante los últimos años de su vida una fuerte reacción ética. Fue gran amigo personal del presidente Tomás Masaryk, empresario y director del teatro Vinohardsky, además de dirigir un periódico de Praga.

Capek es bien conocido como dramaturgo y su obra R.U.R. (siglas de Robots Universales Rossum, 1920) tuvo gran éxito y repercusión (el término robot procede de ella); la trama alerta sobre los peligros del maquinismo: los robots acaban exterminando a sus creadores humanos. Buena parte de sus piezas teatrales las escribió en colaboración con su hermano Josef, entre ellas, De la vida de los insectos (1921). En respuesta al peligro nazi, escribió La enfermedad blanca (1937) y La madre (1938), a modo de confrontación ética del individuo con la barbarie. En cuanto a su prosa, inicialmente en forma de relatos y redactada también en colaboración con su hermano, se caracteriza por la riqueza de estilo y el lirismo, especialmente apreciables en Abismos radiantes (1916). En solitario publicó colecciones de relatos donde se pone de manifiesto su actitud escéptica: Calvario (1917),Cuentos embarazosos (1921), Relatos de un bolsillo (1929) y Relatos del otro bolsillo (1929) son buenas muestras de su incursión en el género policiaco.
Pero su importancia como narrador se debe, sobre todo, a las novelas de ficción científica, que revelan su honda preocupación ante los peligros del progreso técnico. La fábrica de absoluto(1922) y La Krakatita (1924) son ejemplos de este género, mientras que una combinación de éste con la inquietud que le provocó la amenaza nazi le llevó a escribir La guerra de las salamandras, su novela más conocida. Frecuentó también otros géneros, como los libros de viajes, una de cuyas mejores muestras es Viaje a España (1929).
Fuente: diceelwalter.blogspot.com - biografiasyvidas.com - Foto: journalism.uoregon.edu

JUAN CÁRCAMO ROMERO: EL BARCO DE LOS RECUERDOS



Veo un barco que navega en medio de bosques esquivando árboles y montañas.
El cielo se extiende hasta el mar por un lado y unos cerros enormes por el otro. Los detalles de estos cerros no los distingo bien pero de sus alturas oscuras caen cascadas de nubes como corderitos blancos que inundan el suelo de madera de la nave. Luego se desvanecen lentamente con los rayos del sol.

El capitán es un señor de barba que guía firme y seguro el timón.
Toca la sirena de vez en cuando y hadas multicolores abandonan las flores y dejan un rastro fosforescente en el camino cuando eso ocurre.
Las ballenas se esconden, temerosas bajo la tierra buscando refugios de antaño, cuando el mar invadía el cielo y era un manto celeste salpicado de estrellas.
Una ola de ladridos de perros mece por un momento la embarcación y delfines alados dirigen su vuelo hacia el primer astro que se asoma en el firmamento.
Los pasajeros toman el té mientras miran por las ventanillas. Un niño se asombra de ver un rebaño de bicicletas pastando sobre una línea del tren. Tira del vestido de su madre para compartir esa imagen pero ella continua conversando con la persona que tiene en frente y le retira distraída su mano de la falda.

Y el viaje continúa lento y pausado hasta que llega a destino.
Entonces todo el mundo se levanta ansioso de sus asientos y en un bullicio de conversaciones y ruidos variados retiran sus maletas y se agolpan en las puertas aun cerradas del barco. Alguien se devuelve apresurado en busca de un objeto olvidado.
Afuera, personas, animales y otras cosas esperan impacientes en el muelle..
Hay una gatita sin cola, un abuelo con un tren de juguete entre sus manos, un perrito que se llama “copo de nieve”, un niño vestido para su primer día de clases, un árbol prehistórico, un diente de leche en una cajita de fósforo, un árbol llamado "albor", una vieja guitarra...

Y por fin todos abandonan el barco.


Juan Cárcamo Romero 
"Nací un día 7 de Junio en la ciudad de Santiago de Chile pero gran parte de mis recuerdos se confunden con las lluvias perennes del sur de mi país y el calor veraniego de las calles de Salvador de Bahia en Brasil. 
Soy medico pediatra de profesión y esto de escribir no es mas que la osadía imperfecta por llevar a las palabras los relatos que en ocasiones logran escapar desde los sueños."
Fuente: losmejorescuentos.com
Imagen: "Barco en un mar de nubes" subido por Érika para www.todofondos.com

JULIO CORTÁZAR: POEMAS

Para leer en forma interrogativa

Has visto,
verdaderamente has visto
la nieve, los astros, los pasos afelpados de la brisa...
Has tocado,
de verdad has tocado
el plato, el pan, la cara de esa mujer que tanto amás...
Has vivido
como un golpe en la frente,
el instante, el jadeo, la caída, la fuga...
Has sabido
con cada poro de la piel, sabido
que tus ojos, tus manos, tu sexo, tu blando corazón,
había que tirarlos
había que llorarlos
había que inventarlos otra vez.

El interrogador

No pregunto por las glorias ni las nieves, 
quiero saber dónde se van juntando 
las golondrinas muertas, 
adónde van las cajas de fósforos usadas. 
Por grande que sea el mundo 
hay los recortes de uñas, las pelusas, 
los sobres fatigados, las pestañas que caen. 
¿Adonde van las nieblas, la borra del café,
los almanaques de otro tiempo? 
Pregunto por la nada que nos mueve; 
en esos cementerios conjeturo que crece 
poco a poco el miedo, 
y que allí empolla el Roc.

Una carta de amor 

Todo lo que de vos quisiera
es tan poco en el fondo
porque en el fondo es todo
como un perro que pasa, una colina,
esas cosas de nada, cotidianas,
espiga y cabellera y dos terrones,
el olor de tu cuerpo,
lo que decís de cualquier cosa,
conmigo o contra mía,
todo eso es tan poco
yo lo quiero de vos porque te quiero.
Que mires más allá de mí,
que me ames con violenta prescindencia
del mañana, que el grito
de tu entrega se estrelle
en la cara de un jefe de oficina,
y que el placer que juntos inventamos
sea otro signo de la libertad.

Julio Cortázar

(Tomados del libro 'Salvo el crepúsculo')
En Bélgica nació Julio Florencio Cortázar el 26 de agosto de 1914 debido a que sus padres, María Herminia Descotte y Julio José Cortázar, ambos de nacionalidad argentina, fueron a vivir en tierra europea luego de que Julio José había sido destinado a trabajar en la Embajada de Argentina en ese país, de acuerdo con la biografía expuesta por el Ministerio de Educación de Argentina.
Dicen que durante la Primera Guerra Mundial tuvieron que refugiarse en Suiza, específicamente en 1916, y regresaron a Buenos Aires en 1918, continúa la web argentina. Cortázar viajó a París en 1951 porque obtuvo una beca del gobierno francés, agrega el portal. En algunas partes se dice que el escritor realmente huía de la presidencia de Perón. En la capital francesa se estableció y allí murió el 12 de febrero de 1984 por una leucemia (aunque según la versión de su amiga Cristina Peri Rossi pudo haber muerto de sida). Su cuerpo fue enterrado en el cementerio Montparnasse, en la misma tumba en la que estaba sepultada su pareja Carol Dunlop, afirma la página gubernamental. 
Fuente: pulzo.com - Foto: archivo del blog