¡DISIMULÁ, QUE VIENE LA COYUNTURA!

OPINIÓN

Escapo de la política argentina contando el mito griego del primer olivo: cuando Atenea venció a Poseidón y nos regaló el aceite de oliva, ese tesoro divino que nos salva de todo

Por Osvaldo Bazán

Una vieja de mi pueblo (pensé en poner “una señora mayor” pero ya estoy grande para hacerme el correcto), una vieja de mi pueblo repetía como un mantra “me duelen las coyunturas”. En este escrito iré desde la vieja de las coyunturas hasta el aceite de oliva pasando por el cuestionamiento de la palabra “privilegio”, por Wynton Marsalis, por Carlos Drummond de Andrade, por Fito Páez, por el patriarcado y por Atenas. Conseguiré escapar de la coyuntura.

Ya van a ver.

Todos los días, en la cola de la panadería o el almacén, la vieja de mi pueblo se quejaba “me duelen las coyunturas”.

Mi papá la anunciaba: “ahí viene la coyuntura”.

La acidez, señores, es hereditaria.

Murió la señora pero su consigna, no.

Nos duele la coyuntura.

Ya no sé si hablamos del cuerpo, las circunstancias políticas o ambas.

Termina otra semanita para decir “¡qué semanita!” o “¡qué semanota!” o “¡cómo se te nota!”. Porque se nota todo, porque todo es obvio, repetido, peronista y, como tal, cansador.

Nos duelen las coyunturas.

Los que mandan (ya no uso la palabra “casta” porque ha sido pervertida), los que mandan se disparan no con frases punzantes, datos comprobables o declaraciones certeras. Tortas, se disparan tortas de crema.

Las internas son una gran panadería de tortas de crema.

El Congreso es el set de Los tres chiflados pero sin gracia.

¿Cómo se protegen ustedes de las toneladas de detritus con forma de crema pastelera que desparraman los políticos que votamos, los medios que vemos, los dirigentes que conseguimos?

Dije basta.

Puse —y recomiendo fervorosamente— un CD doble (CD doble, googleen, mocosos) de Wynton Marsalis (googleen, mocosos). Para el momento, era lo ideal… Bueno, no era sobre música que quería hablar, pero quiero reflejar la escena.

Bajé las luces y escuché.

La trompeta del morocho abre espacios en la cabeza de la gente, es evidente.

Pensé entonces en lo privilegiado que era.

Tranquilo, eligiendo música, escuchándola.

Después pensé que escuchar música que uno elige escuchar, cuando uno elige escucharla, no debería ser un privilegio. Y después pensé con qué rapidez usamos la palabra “privilegio”.

No sé bien por qué, pero hay algo ahí que me molestó.

¿Por qué considerar una actividad normal, como escuchar música, un privilegio?

Y me contesté —siempre escapando de la coyuntura— que tanto hablar de “privilegiados” quizás sea una manera nada sutil de crear resentimientos.

El privilegiado está usando algo que yo no puedo.

Y yo también merezco.

Pero él es privilegiado.

No hizo ningún esfuerzo.

Sólo goza de privilegios.

“¿Quién se cree que es ese para tantos privilegios?”. De ahí a enojarme con todos los que están un poco mejor que yo (en el ámbito que sea), un paso. La envidia, la condición humana o lo que sea, siempre están dispuestos a darlo y…

Ahí me dije “¡pará, gordo! (yo me puedo decir “gordo” y no lo considero gordofobia, considero que estoy un poco excedido pero bueno), dejá de darte manija con todo, no tenés que pensar cada cosa y buscarle la quinta pata al gato cada vez”.

Como dice Fito Páez: “vivir cargado de sentido, esa sí que es la parte más pesada”.

Cuando veo un concepto lo agarro, lo cuestiono, lo estiro, lo doy vueltas, lo peleo, lo canso.

¡Ay, qué difícil ser yo, con privilegios y todo!

Por un momento dejo el hobby que más me gusta (hablar de mí) y busco algo que no sé.

Literalmente, no es que no sé qué busco sino que busco algo que no sé.

Algo que desconozco.

Algo del mundo.

Y recuerdo a Carlos Drummond de Andrade cuando dice en su «Poema de 7 caras»: “Mundo, mundo, vasto mundo, más vasto es mi corazón”.

Un mundo tan vasto, un corazón tan vasto ¿para hablar de Mayans? ¿De verdad? ¿Un corazón tan vasto para perder un segundo con Florencia Carignano o la gresca Lemoine/Pagano & Co?

Libérenme de ese compromiso, en serio.

La solución en estos casos es pensar en cosas que me gustan.

En el top ten, el aceite de oliva.

Y me dan ganas de conocer Atenas.

Y me pregunto, como seguramente te estarás preguntando en este momento, ¿por qué Atenas se llama Atenas?

¡Ups!, algo en lo que nunca me detuve. ¿Vos sí?

Alguna vez ¿te pusiste a pensar por qué Atenas se llama Atenas? ¿Sabías que gracias a que Atenas se llama Atenas gozamos los humanos de un privilegio gastronómico, una joya líquida, un oro comestible?

Sí señores, guste a quien le guste, gracias a Atenas tenemos aceite de oliva.

¡Ah!, ¿viste que siempre hay un tema que sirve para escapar de las tortas de crema del Congreso?

Quizás allá por 1500 a.C. (la mitología no tiene una cronología exacta, claro) Cecrops era el primer rey de Ática, una región en donde estaba Atenas que todavía no tenía nombre. Ojo que Cecrops no era un rey cualquiera, era mitad hombre, mitad serpiente, nacido de la tierra, de quien se dice que introdujo prácticas como el matrimonio, la escritura y los entierros ceremoniales.

O sea, un capo. Una especie de General Roca muchos años antes.

Cuentan Apolodoro, Ovidio, Heródoto y Pausanias, entre otros, que Cecrops buscaba un nombre para esa ciudad que tenía en su reino y no se le ocurría nada, entonces decidió llamar a concurso a los dioses a ver qué proponían. El que ganara iba a ser el patrono de la ciudad.

Se presentaron dos dioses, Poseidón, por el equipo de los chicos, y Atenea por el de las chicas.

Claro, Poseidón era dios del mar y la fuerza, pero Atenea era diosa de la sabiduría, la estrategia, la guerra justa y las habilidades artesanales. Punto para las chicas.

Vino Poseidón y con su tridente le pegó a una roca y de ahí salió un lago de agua salada (hay versiones que dicen que no fue un lago, que era un río, quizás el Cefiso o el Eridano, que cruzan la ciudad). Se dijo Poseidón, como una Margarita Stolbizer del Olimpo: “Yo ya gané”.

No contaba con que la inteligentísima Atenea se apareciera por la Acrópolis y en el templo dedicado a ella y a su contrincante, el Erecteón, plantara un árbol de olivo y con él dio a los habitantes de la ciudad aceitunas para comer, aceite para cocinar e iluminar, madera para construir y sombra para refugios. Y como si todo esto fuera poco, el simbolismo de la paz con la ramita de olivo. “¿Qué más quieren? ¿Camarones?” habrá dicho.

Los atenienses eligieron, claro, a Atenea.

Pero ojo, parece que no “los atenienses” sino “las atenienses”, que eran mayoría.

Ellas eligieron la sabiduría, la estrategia, la guerra justa y las habilidades artesanales, mientras que ellos eligieron la fuerza militar, el golpe a la piedra (aunque Ovidio dice en Metamorfosis que el regalo de Poseidón fue un caballo, útil en la guerra, no un lago o un río).

¡La que se armó!

Ella ganó gracias al voto femenino y Poseidón enloqueció, le mandó una inundación que dejó bajo el agua a toda la región. Zeus —hermano de Poseidón, padre de Atenea— le dijo a su hermano “dejate de joder con la inundación”. Poseidón aceptó pero a cambio tuvo permiso de Zeus para castigar a las votantes sacándoles el derecho al voto y a que los hijos lleven su apellido.

Y así nació el patriarcado.

Igual, no le salió gratis.

Mandó a su hijo, Halirrhothius, a cortar el olivo de Atenea (recordemos el único olivo del mundo, el primero). Si Halirrhothius se salía con la suya, hoy no teníamos aceite de oliva y el mundo sería muchísimo peor. Por suerte andaba por ahí Ares, que no es Carlos el periodista, sino el dios de la guerra, que se puso a defender el árbol con toda su fuerza, tanta que “accidentalmente”, como un ruso “resbalado” por una ventana, se cayó Halirrhothius y ¡se murió!

¡Otra vez, la que se armó!

Se vino el primer juicio por asesinato de la mitología griega, en el Areópago, la colina de Atenas usada para los juicios legales, pero los dioses, que seguro que ya habían probado el aceite de oliva dijeron “Cortala Poseidón, Ares no tuvo la culpa, ya fue” y listo, zanjada la discusión.

No fue la única vez que se salvó el árbol.

Cuando en el 480 a.C., en la segunda guerra médica, los persas al mando de Jerjes invadieron Atenas, de puro jodidos, quemaron toda la ciudad y, claro, la Acrópolis, donde estaba el olivo, ardió. El fin parecía haber llegado. Sin embargo, Heródoto contó que las cosas no fueron tan mal: “Ahora bien, sucedió que este olivo fue quemado junto con el resto del templo por los bárbaros; y al día siguiente del incendio, los atenienses que habían sido ordenados por el rey para ofrecer sacrificios, cuando subieron al templo, vieron que un brote había crecido desde la raíz del árbol, de aproximadamente un codo de largo”.

También cuenta que semillas de ese árbol se repartieron por toda la zona y según se asegura, en 1952 la (¿ex?) reina de España, Sofía, entonces princesa de Grecia, replantó un esqueje del árbol anterior que había sido dañado durante la Segunda Guerra Mundial.

O sea que si vas ahora a Atenas verás un “descendiente” del árbol de Atenea y, aunque más no sea, el simbolismo persiste.

Los romanos adaptaron este mito a sus propios dioses, Minerva y Neptuno.

Pero no sólo los griegos entendían que el aceite de oliva era lo mejor que te puede pasar en la vida y que hay que defenderlo, siempre, en toda circunstancia.

Una de las diosas más veneradas por los egipcios, Isis (a la vez hermana y esposa de Osiris, bueno che, otra cultura), entregó a los hombres el aceite de oliva. Por eso en los santuarios en su honor se usaba aceite de oliva en lámparas para iluminar altares o en ofrendas. El aceite de oliva era un medio para estar en contacto con la diosa.

O sea, tanto en Grecia como en Roma, como en Egipto queda claro: el aceite de oliva viene de los dioses, es un regalo de ellos, categoría a la que no llega el chocolate, ni los ravioles ni el asado.

Van Gogh, Monet y Dalí pintaron olivos y Neruda escribió “la oda al aceite de oliva” (bueno, es cierto que el sobrevalorado Neruda escribió oda a cualquier cosa).

En Sevilla, en la plaza de El Viso del Alcor se encuentra una estatua de una mujer con una cesta y una alforja que homenajea a las trabajadoras de la recolección.

Fue justamente en un bar de Sevilla que una mañana muy temprano vi a dos señoras ya muy mayores echándole aceite de oliva a una tostada sin mirar, hablando entre ellas, mientras el aceite corría alegre hacia el pan. Y seguían hablando y el aceite seguía corriendo. Y yo las miraba y ellas seguían hablando. Después, se zamparon los panes con un tazón de café con leche.

Y siguieron hablando.

Me pareció la imagen de la felicidad.

No me pareció ningún privilegio.

Me pareció un derecho universal.

Y me hizo sonreír ahora, mientras suena Wynton y me olvido de la coyuntura.

Hasta que recuerdo que un renombrado político tucumano, con malas artes y cierta ayuda de su amigo Guillermo Moreno, le sacaron a un inmigrante español su empresa de aceitunas y aceite de olivas. Me perdonarán el chivo pero en mi canal de YouTube, Planeta OB, está todito explicado. Y de sólo pensarlo me rompió el clima de aceite de oliva y trompeta jazzera.

En fin, como decía mi viejo: “Ahí viene la coyuntura”.

A ver de qué nos disfrazamos esta vez.

(Revista Seúl)


Comentarios