ESTADO DE SITUACIÓN PSIQUIÁTRICA EN ARGENTINA

OPINIÓN

Escribir a pedido es complicado

Por Nicolás Lucca

Hace un año, tras la salida de Diario de un Roto, me encontré con reacciones diversas de las personas que sí pueden hacer algo para cambiar la situación de la Salud Mental en la actualidad. Mucha marcha, mucha organización no gubernamental, mucho político con ganas de quedar en la historia como quien le dio una solución a las familias víctimas de una ley que no cuida a nadie.

En un momento, luego de otra nota de este sitio, fui contactado para saber si podía y tenía ganas de hablar en alguna de las comisiones parlamentarias. Dije que sí a pesar de haber sido ghosteado hasta por el Presidente de la Comisión de Salud. Automáticamente me pidieron un adelanto de los puntos más problemáticos de la Ley 26.657 y lo hice: me senté, redacté como en mis tiempos de empleado administrativo legal y técnico y envié un documento. Pasaron las semanas y, ante mi intriga por novedades, me fue requerido que comenzara a escribir como para hablar. Y en eso estaba hasta que me enteré por un medio de comunicación que se dio inicio a un nuevo debate en comisión para reformar la ley de Salud Mental. ¿A usted lo notificaron? A mí tampoco, pero ahí están, con otro debate inconducente para quedar bien. En ese brete de sentir que escribí al pedo, en ese manoseo innecesario y no buscado por mí, en ese sopapo del sistema al paciente psiquiátrico que escribe estas líneas, en esa falta total de escrúpulos, es que decidí publicarlo acá. Ustedes decidirán si es que esto se trata de un ensayo o de una investigación periodística o tan solo de una argumentación legislativa. Con ustedes, el texto:

Fracaso de la Ley de Salud Mental: antedentes, estado de situación de la sociedad, responsables y propuestas

Me encontraba en la fila del supermercado de mi barrio cuando noté que el sencillo asunto de pagar por la mercadería iba a demorar más de la cuenta por el cliente que se encontraba en plena transacción. No es que uno se vista de gala para realizar las compras, pero a esta persona se la veía realmente desaliñada, como si no tuviera ganas de hacer lo que hacía. Luego de pasar toda la mercadería, comenzó una charla que no podía oír, pero que daba la sensación de que se extendería más de lo deseable, puntualmente porque no había atisbo de extracción de un billete, de una tarjeta o de un celular para el pago. El hombre, que tendría unos treintas, sostenía con sus dos manos a la altura del pecho un pequeño objeto que parecía de tela, como si fuera un monedero pero en forma de tarjetero, y de una forma inaudible podía deducir que realizaba más preguntas que acciones.

Fue en ese preciso instante en el que noté que los comentarios que sonaban a mis espaldas no eran de una conversación, sino de un intento de iniciar una charla de cola de supermercado conmigo. Me giré lo suficiente como para pedir disculpas por no haber escuchado a la primera, y el hombre detrás mío tan sólo continuó con su charla sobre el tiempo que perderíamos porque era evidente que el cliente delante nuestro no se encontraba en el mejor de los estados. Luego de varias respuestas monosilábicas de mi parte para lograr pasar el rato lo más rápido posible, soltó el rápido y siempre fácil “qué loca está la gente”, a lo cual yo contesté que, técnicamente, un cuarto de toda la humanidad tendrá una crisis de salud mental a lo largo de su vida y que nunca sabemos a quién le puede tocar. Mi eventual interlocutor me puso una cara que debí haber interpretado de otro modo, lo sé, pero mi insolencia de datos me pudo más. Debí suponer lo que ya sé de antemano: que los datos no importan.

Mientras el cliente en caja seguía en su conversación inaudible y el pago se convertía en un acto de fe, mi compañero de la aventura de la línea de cajas continuó su perorata mientras yo pensaba en la barbaridad que le contesté. ¿Cómo uno de cada cuatro si ese dato es viejo? ¿Con qué dato le podría haber contestado si no hay novedades? Pensaba todas las variables del abordaje de una conversación absolutamente pasatista que para mí era importante. Fue un buen entretenimiento, porque finalmente el hombre delante nuestro pagó. En un acto de disculpas por mi brutal respuesta de dar datos desactualizados, dejé pasar primero a mi compañero de fila.

Volvía a casa y repasaba las posibles respuestas: que ese número arrojado corresponde a una estadística de 2019 y que desde la pandemia navegamos a ciegas, que los trastornos psiquiátricos son más, muchísimo más que una persona visiblemente afectada y que a nadie le importa absolutamente nada. Si fuera un tema de interés real, tendríamos otro tipo de legislación. Ahí fue cuando recordé que tenía pendiente un texto, uno a pedido, uno más bien técnico e informativo, uno para poder sumar a un debate legislativo que nunca se abrió, al menos no del todo. Y fue ahí, también, cuando tomé consciencia de que también existe la posibilidad de que me hubieran pedido el texto para que me entretenga, cuando decidí encarar esto. Eso y que tenía demasiadas páginas escritas para que alguien las lea sin una zanahoria delante.

El motivo del presente es probar otra forma, una distinta, para intentar que algo se modifique. Como más de una vez se ha dicho, nada puede cambiar si no se aborda y ningún problema tiene solución si ni siquiera se reconoce que existe un problema. Y la Argentina tiene uno serio: la vigencia de la 26.657, aprobada y promulgada en 2010, reglamentada en 2013 y que se ha promovido como una normativa de vanguardia cuando, a la luz de los resultados, no ha cumplido con nada de lo que se propuso, salvo que el propósito haya sido dejar a los padecientes librados a la suerte.

Los psiquiatras son médicos que se especializaron en esa rama de la medicina y no fueron consultados sobre una ley que habla de la salud mental. Es como sancionar una ley de salud cardiológica sin llamar a un solo cardiólogo. Si así ocurriese, todos dirían que los autores de tremenda aberración están locos. Pero la ley 26.657 impedirá que podamos hacer absolutamente nada ni por la salud mental de los legisladores ni por las consecuencias de sus actos.

La Ley 26.657 tiene por nombre “Protección de la Salud Mental” y al día de hoy todavía me pregunto de quién o de qué hay que proteger a la salud mental. Entre sus parámetros fundacionales se encuentran una redefinición de qué es la capacidad de una persona, de cuándo corresponde una internación involuntaria, de quiénes pueden interrumpir dicha internación, de cuáles son los centros de salud que abordarán eventos derivados de la salud mental. Y en todos y cada uno de esos casos, falló calamitosamente y no por falta de voluntad. Es la ley el problema.

Hablar

Muchas veces me dijeron que hablar de salud mental en primera persona es una actitud valiente. Casi siempre contesto lo mismo: no confundan valentía con imprudencia. El estigma del loquito existe, es una realidad y no busco victimizarme, que mis actitudes hablen por mí. La salud mental es un tabú y lo sabe cualquiera de los que lean este texto y que haya tenido alguna vez una licencia médica por algún pico de estrés. ¿Quién es el médico que otorga la licencia por estrés o burnout? Un psiquiatra.

Hablar de salud mental es fácil mientras se habla, o mientras se escribe. Lo difícil viene luego, con la cabeza que comienza a ir a cien mil revoluciones por minuto y a sobreanalizar si lo que dijimos será bien interpretado o si nos jugará en contra. La experiencia dicta que no hace falta sobreanalizar nada, que ocurrirán ambas opciones: será bien interpretado y jugará en contra. Cada vez que alguien me dice que no es tan así, que se cayeron un montón de tabúes, pongo algún ejemplo, con lo cual me vi en el desafío de imaginar alguno nuevo. Y como quisiera que este texto caiga en las manos correctas, voy con lo siguiente:

Supongamos que usted es un legislador nacional y necesita contratar un empleado para que los asesore en la redacción de discursos. Como tiene derecho a ponerse exigente, solicita que estos candidatos tengan experiencia y conocimientos legislativos. Ahora juguemos a que nos tomamos las cosas muy en serio y encargamos la preselección a un tercero, para darle mayor imparcialidad al asunto. Quedan dos preseleccionados con unas currículas que atemorizan a las propias. No sabemos cómo se llaman ni vemos sus fotos o edad. Frente a nosotros tenemos dos currículums vitae ciegos, sin fotos ni nombres, con formaciones académicas similares e idénticas experiencias laborales. Uno corresponde al sujeto identificado como A, el otro al B. Sin embargo, la única diferencia entre ellos (además de sus originales formas de identificarlos por A o por B) es que la opción A agrega en “otras consideraciones” un trastorno obsesivo compulsivo, una depresión crónica hipermaníaca y un consumo de alcohol que podría considerarse problemático. No hace falta que mientan, podemos decir abiertamente que elegiremos la opción saludable.

Nos felicito: acabamos de descartar a Winston Churchill.

No solo eso, sino que descartamos al que nos avisó qué tiene. Del otro, el del currículum elegido, su salud mental es una cuestión de suerte a averiguar. Puede haber mentido, puede que no sepa, puede que sea una bomba por estallar o puede que esté sano. No lo sabemos.

Podría seguir largo y tendido en el triste oficio de explicar que es fácil hablar de salud mental. Imprudente, pero fácil. Lo he hecho en innumerables ocasiones y sin importarme un comino el prejuicio de mi contraparte. No por falta de empatía si no por mi pecaminosa intolerancia hacia los intolerantes.

Hablar es fácil, lo que se torna complicado es notar la cantidad de personas que comenzaron a contarme sus problemas con la publicación de mi primer artículo sobre esta temática, tan lejos como queda el año 2016. Eso fue sencillo. Lidiar con el resultado de esa decisión, no tanto.

Difícil fue abordar la constante de parientes o amigos de personas que solo vieron una salida, una que no se puede mencionar sin que seamos castigados por los optimizadores de búsqueda, una que no podemos proponer como tema en un medio audiovisual sin que los productores digan que no por una vieja creencia que habla de evitar el efecto contagio. Esa salida en la que sentimos que nadie pudo ayudarlos para que no dejen ese enorme vacío en la vida de los demás. Difícil es saber que escribí un libro sobre mis experiencias sobre la salud mental y fue de mucho interés para mucha gente, menos para mis colegas periodistas de quienes sólo se hicieron eco los que sabían de mis conflictos desde mucho antes de que los diera a conocer.

Los (no) números y el (no) acceso a la información

Hablar es fácil, decía. Más fácil es practicar el fino arte de la demagogia, algo que ha ocurrido con la sanción de esta ley en 2010. O con los fundamentos del Plan Nacional, abundante en datos de historia política de aquel oficialismo y menos fluido en cimientos científicos. Esa demagogia sigue presente en cada acto espasmódico de alguna comisión parlamentaria. Y no los juzgo. Según un amplio informe publicado por Ipsos el 10 de octubre de 2024, el 82% de los argentinos considera que la salud mental es tan importante como la salud física, un 71% de los encuestados dijo haberse sentido «estresado hasta el punto de ver afectada su vida cotidiana» y un 74% sostuvo que «su nivel de estrés lo llevó a tener la sensación de no poder lidiar con las cosas». Brutal materia prima para que cualquier legislador pueda lucirse, le importe o no el tema.

Lo que es realmente difícil es hallar datos que puedan sustentar lo que todos sabemos: que la ley vigente no sirve. Es más, podemos ponernos de acuerdo en que nunca servirá y que con casi tres lustros de vigencia ya le dimos tiempo suficiente para darnos cuenta que todo ha empeorado.

Sin embargo, no se dan una idea de lo difícil que es darle cimientos a esto que todos sabemos. Podría sostener que ahora se ha abierto el panorama, que los artistas que cuentan sus penas ayudan a aflojar los tabúes, que al estar en el país de mayor cantidad de psicólogos por habitante en el mundo tenemos la puerta abierta para que cualquiera pueda verse beneficiado de un saludable estado mental. En cambio, la realidad dicta que es cada vez más frecuente asumir que hay locos por todos lados.

Es mucho más que un detalle: es la percepción cada vez mayor que tenemos de nuestro entorno inmediato y del eventual. No es necesario ser psiquiatra para notar actitudes agresivas, creencias inverosímiles expresadas por personas con estudios avanzados, comportamientos erráticos por donde miremos y una violencia verbal desencajada y totalmente desproporcionada e incompatible con una vida en comunidad. Los hechos se repiten a diario y deja de ser una sensación cuando los vemos en noticieros donde es cada vez más habitual una sección llamada Argentina Salvaje o Sociedad al límite o el nombre sensacionalista que venga al caso. Allí podremos ver filmaciones caseras con un peatón que se va a las manos con un conductor, un chofer de colectivos que muele a trompadas a un motoquero, o el hecho violento desproporcionado que se les ocurra. Pero tampoco es necesario ser psiquiatra para saber que todos, absolutamente todos conocemos a alguien que se encuentra bajo algún tratamiento psiquiátrico por un trastorno, eventual o crónico. Y si preguntamos, alguna inconsistencia o problemática encontraremos: problemas de acceso a tratamientos, ausencia de prevención, falta de contención a los pacientes y una ausencia total de información para pacientes y sus relaciones inmediatas.

Durante mucho tiempo me pregunté por qué se exige un apto psicofísico para cualquier empleo, más no para ocupar un cargo de funcionario público o para legislar. Incluso los titulares de dependencias públicas se ven en la obligación de cumplir con esos requisitos a la hora de tomar empleados, una normativa que no les toca. Y cito esto porque, de vez en cuando surgen nuevas propuestas con fines efectistas dentro, incluso, del recinto legislativo. En la década de 1990 se sugirió pedir una rinoscopía obligatoria a los legisladores, tiempo más tarde apareció la propuesta de requerir un apto psicológico. Esto podrá tener un tinte efectista político o un interés genuino, pero en ambos casos no puede responder la primera pregunta: ¿Bajo cuáles parámetros y por parte de cuál institución? Hay distintos estándares para cada labor y hay sujetos que viven al límite cuyas personalidades nos darían miedo en cualquier otro ámbito.

Aparecen necesidades argumentales que se chocan de frente con la burocracia y el “de eso no se habla” por parte de cualquier organismo. Y estas palabras la escribo luego de haberme chocado con todas las puertas cerradas en la jeta. Para pasar en claro: intenté conseguir información de cada uno de los organismos que ya sabía que no me darían esa información, o que me ignorarían o que buscarían una salida diplomática.

Por ejemplo, el organismo encargado de la gestión de las políticas de salud en la Argentina tiene, históricamente, una publicación anual que realiza la Dirección de Estadísticas e Información en Salud (la DEIS). Son plantillas con la totalidad de muertos registrados en el país con códigos para identificarlos. Hay que contarlos uno por uno y, si no se tiene a mano el manual de interpretación y al menos un especialista al lado, se hace difícil establecer si un suicidio es un X60, un X64 o por qué figuran con distintas siglas. ¿Se puede obtener una explicación? Sí. Pero la base de la información pública es que esta sea comprensible.

El problema con las cifras es que hay veces en las que se tiene que profundizar aún más. Viejas mañas obligan a querer preguntar por los accidentes que no fueron tales, cosas que se pueden averiguar en un expediente caratulado “Averiguación de Causales de Muerte”. Y así y todo nos queda un inmenso gris de cuántas muertes por ahogamiento fueron accidentales y cuántos muertos bajo los fierros de un tren ocurrieron por imprudencia del conductor y no por otras razones.

Dí, de milagro, con un par de datos de la Defensoría del Pueblo de la Provincia de Buenos Aires. Para realizar un chequeo doble y, de paso, actualizar también esos datos y estar un poco al día, quise realizar más consultas al menos en la Ciudad de Buenos Aires. Y nadie está más al día que el Ministerio Público Fiscal. De hecho, es el lugar ideal para chusmear, de paso, cuántos homicidios ocurrieron por brotes psicóticos o bajo la influencia de un desborde en una adicción o, como se puso de moda durante los meses de mayo y junio de 2025, por personas “psiquiátricamente afectadas”, con toda la liviandad que el término le puede dar al asunto. Eso de no querer estigmatizar, ¿se entiende?

Bien sabido es que cuando alguien ve el resultado de una persona que decidió poner fin a su vida, dará aviso al 911. Suponemos que todos hemos vivido en el planeta Tierra en las últimas décadas y somos conscientes que, si la policía llega primero, dará aviso a las autoridades médicas y a la fiscalía que por turno, departamento judicial o circunscripción corresponda. Y si llegan primero los profesionales de la salud de emergencia, darán aviso a la policía y esta, a su vez, a la fiscalía que por turno, por departamento judicial o por jurisdicción corresponda.

A esta notoria creencia popular, se suma la leyenda urbana del acceso a la información pública, muy difundida entre mis colegas periodistas y activistas políticos. El día lunes 16 de junio de 2025, luego de revisar los veintiún informes anuales del Ministerio Público Fiscal publicados desde 2004 hasta este año, cada uno de ellos de más de mil páginas, y luego de notar que la palabra “suicidio” sólo aparece mencionada unas tres veces en cada uno de esos informes y siempre vinculado a “instigación”, se me ocurrió que era una buena idea solicitar un pedido de informe. Busqué la plantilla que ellos mismos ofrecen en su página, la descargué y llené todos los datos. En el recuadro indicado para realizar el pedido, escribí lo que a continuación cito textualmente:

«Solicito la totalidad de expedientes bajo carátula “Suicidio”, “Tentativa de Suicidio” o carátulas afines a la conducta de atentar contra la propia vida del causante, dentro del ámbito de la Ciudad de Buenos Aires entre los años 2014 y 2024. De ser posible, con los años de inicio de los expedientes. En caso de no ser procedente la entrega de la información, agradecería un motivo para tal fin.»

Reconozco que la respuesta en menos de 24 horas me tomó por sorpresa. Nuevamente, cito de modo textual:

«Nos dirigimos a usted con relación a su pedido de acceso a la información pública N° 653 que tuvo ingreso a través del correo institucional del Ministerio Público Fiscal de la Nación. Al respecto cumplimos en informarle que no obra en la órbita de este Ministerio la información requerida por ser ajena a su competencia, toda vez que no constituye información que genere, obtenga, transforme, controle o custodie -en los términos del artículo 3º inciso a) de la ley 27.275- el Ministerio Público Fiscal de la Nación. Por este motivo, le sugerimos visitar los sitios institucionales de acceso a la información pública del Poder Judicial de la Nación.»

Luego de citar los artículos de la ley de acceso a la información y explicar dónde podía presentar mis pedidos, me dijeron que, si no estaba conforme con la respuesta, podía presentar un recurso amparo. Sí, un amparo.

Esta clase de acceso a la información es inaccesible para cualquiera que no tenga un abogado en la familia con suficiente tiempo como para redactar un amparo para algo que se podría haber resuelto con escribir la palabra “suicidio” en el buscador del sistema Corión que utiliza el Ministerio Público Fiscal. Sé que me mintieron, sé que las fiscalías nacionales intervienen en todo suicidio que haya ocurrido dentro de la ciudad de Buenos Aires. Lo sé por sentido común, por vivir en esta ciudad, por haber prestado atención en Educación Cívica y por haber trabajado en el Poder Judicial.

La información podía conseguirla de todos modos, con reserva de fuente, garantizada por la Constitución Nacional a personas en mi situación de riesgo social que algunos llaman periodistas. Pero todos sabemos que siempre impacta más una fuente oficial. Lamentablemente, otra vez me cerraron la puerta en la cara. Virtualmente, claro, pero dolió como duele cada vez que intentamos navegar sin brújula, con cielo nublado y de noche. Eso es lo que hacemos al buscar fundamentos.

De eso no se debe hablar

El informe que encontré de pura suerte fue publicado para conmemorar el Día Internacional de la Salud Mental. La Defensoría del Pueblo de la Provincia de Buenos Aires publicó el de 10 de septiembre de 2024 unas estadísticas que tomó, según surge del mismo informe, del Sistema Nacional de Información Criminal (SNIC) y de la Dirección de Estadísticas Criminales (DNEC), ambos organismos dependientes del Ministerio de Seguridad de la Nación. Allí consignan que en los diez años transcurridos entre 2014 y 2023, en la Argentina murieron por suicidio 35.064 personas. En 2023, se quitaron la vida 4.195 personas. Sólo para comparar, la tasa de homicidios dolosos de aquel año alcanzó las 2.046 víctimas. Por si no se entendió: los suicidios superaron a los homicidios por más del doble. De hecho, ahí hay un buen punto para suponer por qué no es un tema del que se quiera hablar demasiado: la cantidad de suicidios en la Argentina es la principal causa de muerte no causada por motivos naturales y supera a las muertes por accidentes viales y por crímenes.

Sin embargo, todos nos ponemos la seguridad vial al hombro, organizamos festivales ante una tragedia, nos conmocionamos con las víctimas de choques evitables y reclamamos por mayores controles y medidas de seguridad.

En materia de crimen, no hace falta decir demasiado más que saber que la tasa de homicidios puede ser determinante para un resultado electoral y existen carreras políticas y privadas sustentadas en la investigación y planificación de medidas para combatir y reducir la tasa de homicidios.

Y tanto en materia de seguridad vial como en torno al crimen, las estadísticas están a un click. Pueden probar conmigo y poner en el buscador de Google el enunciado “víctimas seguridad vial Argentina 2024”. Fueron 4.027 en 3.557 siniestros. Hasta podemos desagregar por provincia, si queremos hacer un click más. Ahora prueben escribir en el mismo buscador “víctimas de inseguridad Argentina 2024” y veran lo rápido que aparece la tasa de homicidios del 3,8 por cada 100 mil habitantes y las 247 víctimas por violencia de género. Prueben escribir “victimas fatalas de crisis psiquiátricas argentina 2024”. No hay datos. Ni la Inteligencia Artificial de Google, que siempre intenta darnos una pista, pudo hacer su magia.

Frente a la principal causa de muerte violenta del país no se puede decir absolutamente nada. En los medios no se puede hablar de suicidios por un viejo dogma que todos los colegas sabemos: evitar el efecto contagio. De hecho, cuando el muerto es lo suficientemente relevante como para no poder evitar hablar del tema, se procura no dar detalles de cómo se quitó la vida para evitar el contagio. Y resulta que el contagio explica solo un porcentaje tan marginal de los suicidios que oscila entre el 1 y el 5% de los casos.

Es cierto que tampoco se cubren mediáticamente la totalidad de los homicidios. Deberíamos hablar de un promedio superior a cinco muertes criminales por día. Sí pasa a primera plana cuando se trata de un caso muy conmocionante, como cuando le quitan la vida a un niño, a una madre, a un padre de familia, cuando ocurre en lugares donde antes no ocurrían. ¿Quieren un dato conmocionante? La principal causa de muerte adolescente es el suicidio. Y ahí incluyo a los accidentes viales, los homicidios y las muertes naturales. Todas, absolutamente todas las demás causas de muerte adolescente están por detrás del suicidio. ¿No les parece lo suficientemente conmocionante como para hablar del tema?

Cada tanto se hace alguna nota al respecto, como la efectuada por el streaming del portal Infobae el día 1º de julio de 2025 y que se tituló “Salud mental adolescente: el impacto del entorno digital y la importancia de la contención temprana”. Allí se abordó otra cuestión desprendida del abandono a las políticas de salud mental por todos los gobiernos: el autodiagnóstico. ¿Por qué digo que es un abandono? Porque la ley fue tratada y aprobada en 2010 y reglamentada en 2013. Cuando fue sancionada, Whatsapp no era el servicio de mensajería preferido por la mayoría de los Argentinos y las redes sociales de consumo de contenido audiovisual estaban lejos, muy lejos de tener el impacto masivo que hoy tienen. Lo curioso no fue que se hable de salud mental, sino que se haga hincapié en un fenómeno que ni por lejos es el más grave de los que atraviesan los adolescentes. Por si no quedó claro: se suicidan.

El domingo 22 de junio de 2025, Clarín publicó en su portal como noticia destacada un nuevo choque mortal en la Ruta 88, con un subtítulo que dió cuenta de la suma de muertes: 14 en lo que iba del año. No hubo una sola noticia de suicidios, homicidios en manos de brotes psicóticos o bajo estados toxicológicos, ni mucho menos novedades de los homicidios conmocionantes de familiares masacrados por familiares. No hablo de ese día, hablo de la normalidad cotidiana. Dato de color: en las dos masacres que ocurrieron en la semana previa a esa nota, surgieron cuestiones psiquiátricas desde el inicio de la investigación. En una de ellas, se supo que el psiquiatra que atendía a la persona que causó la masacre de su familia intentó convencerla de una internación. La forma en la que todos supimos que no aceptó fue muy cruel. La forma en que se dio el abordaje en medios, también.

Y es que ahí viene otro punto problemático, por no decir el que más ruido hace, del sistema legal en materia psiquiátrica: el valor que se le da a la voluntad de los padecientes. Son tan laxos los criterios para realizar una internación psiquiátrica involuntaria y tantas las personas que deben intervenir para que ocurra, que ya ni pensamos en el factor de infraestructura: no hay camas. No las hay. ¿Esperábamos, acaso, otra cosa si al saturado sistema de salud lo obligamos a ser los lugares de tratamiento psiquiátrico de las personas que antes eran derivadas a centros monovalentes para su seguridad y la de terceros?

Nos movemos a ciegas en el mundo de las estadísticas pero con la certeza de que el número real de un verdadero sondeo y mapeo de la situación psiquiátrica nos daría un resultado catastrófico. Lamento informarles que ya es una catástrofe. Si bien las Naciones Unidas y sus organismos no han publicado un solo dato oficial desde 2019, a lo que hay que sumarle que la humanidad atravesó un hecho insólito de encierro y terror durante dos largos años, sí sabemos que una de cada cuatro personas sufrirá o ha sufrido de algún trastorno mental a lo largo de su vida. Me atrevo a agregar que ese solo es el número de los que serán diagnosticados.

Ley inútil y sin voluntad, punto a punto

No es exagerado hablar que hace tiempo vivimos en una megacrisis psiquiátrica. Lo peor es que se agravó por razones lógicas y aún nadie lo mide. Luego de la pandemia, de los encierros, del aislamiento social, de los problemas económicos derivados y luego del temor a un mundo distinto, no se cuenta con un estado de situación actualizado. En su último informe, la OMS no dio mayores datos.

¿Qué ha hecho la Argentina al respecto? Patear debajo de la alfombra y con mucha antelación. No es que la ley quedó vieja: nació vieja.

Cuando se reglamentó la ley 26.657 se aprobó, también, un Plan Nacional redactado por el Ministerio de Salud. Entre varias consideraciones que pueden hacer ruido, quiero detenerme primero en esto:

«Cuando en las formulaciones políticas de Salud Mental se habla de des-institucionalización se hace referencia a la tarea de deconstruir esas producciones institucionales existentes y constitutivas de los imaginarios culturales compartidos. Producciones que van más allá de los manicomios reales, pero encuentran en sus lógicas derivadas su fuente y su consistencia. Deconstrucción que coincide con la creación y sostenimiento de experiencias alternativas, que se van convirtiendo en dispositivos e instituciones nuevas y, aun así, en constante transformación. Así, se pasa de la tutela, la punición y/o la exclusión a asumir las complejidades en juego en cada situación, buscando comprenderlas y ayudando a entenderlas. A crear redes donde existe desolación. A descubrir o inventar sentidos. A recuperar o lograr un lugar en el mundo para los que están aislados en su dolor.»

Nadie puede dudar de las buenas intenciones. Quizá, el mayor acto bondadoso hubiera sido darle asistencia psiquiátrica a quienes la necesitan. Pero basta una lectura al sumario del Plan Nacional para notar la licuación de la opinión del profesional médico: A lo largo de los Anexos de la resolución 2177/13 notaremos que fueron consultadas 124 organizaciones, entre dependencias de gobierno, ministerio público, gobernaciones provinciales, académicos y organizaciones no gubernamentales. Entre esas 124, sólo dos correspondían a asociaciones que nuclean a médicos psiquiatras. Y para hacerla completa, sus aportes se desconocen, dado que se encuentran comprendidos en un documento que da cuenta de los aportes de los profesionales de la salud mental (Anexo VI de la mencionada resolución) a los que se sumaron otras siete organizaciones que no se centran en el accionar médico psiquiátrico.

Tanto la ley 26.657 como el Decreto Reglamentario 603/2013 y el Plan Nacional de Salud Mental apuntaron la mira a tres cuestiones cruciales: la eliminación de los hospitales monovalentes y la consecuente ampliación de facultades de los hospitales generales públicos y privados, la necesidad de un cuerpo interdisciplinario en la que el psiquiatra es solo un miembro más y la voluntad del paciente como centralidad de cualquier medida.

La eliminación de monovalentes de psiquiatría quiere decir, lisa y llanamente, borrar la especialidad de la institución psiquiátrica. No requiere una demolición, sino una reconversión de todos los establecimientos existentes que no podrán abocarse solo a la psiquiatría. Como resultado lógico, todos los demás hospitales son lugares de atención psiquiátrica interdisciplinaria y sus profesionales deben ser capacitados para esta nueva realidad.

El cuerpo interdisciplinario incluye a psicólogos, trabajadores sociales, enfermeros, terapistas ocupacionales y otras ramas, sin especificar cuáles (Ley 26.657 art. 8). Es curioso que en uno de los puntos más cruciales para el derecho humano de la libertad, justo se deje abierto a consideraciones quiénes se pueden sumar a un equipo interdisciplinario que, entre otras cosas, definen la libertad de una persona.

Luego, la ley estableció que todos los profesionales con título de grado están en igualdad de condiciones para comandar el equipo interdisciplinario (ídem, art. 13). No creo que hagan falta mayores consideraciones. Sin desmedro de todas las respetables y admirables profesiones y oficios incluidos en la ley, el concepto de salud y mental se encierra, por definición, en médico y psiquiatra. Nadie debería negar una interconsulta para un mejor tratamiento, pero nadie imagina una orden de cirugía de rodilla por parte de un kinesiólogo.

En cuanto al rol dado a la presunción de capacidad, hay diversas posturas filosóficas pero una sola lógica. En nuestra legislación, para determinar si una persona cometió un delito, lo primero que se analiza es la “acción”. Y para que haya acción, tiene que haber voluntad. De ahí que los afectados psiquiátricamente al punto de no comprender la gravedad de sus actos, no son punibles ni perseguidos judicialmente. Para la legislación civil y comercial, la voluntad es la base filosófica de la capacidad de ejercicio de los derechos. Cualquier contrato o acción es inválida si una de sus partes no está en condiciones de ejercer sus derechos. Si no hay voluntad, no hay nada. Con estos antecedentes, no hay mucho debate para dar, pero si así hay que hacerlo, se hace de todos modos: si por definición una persona con un trastorno psiquiátrico tiene su discernimiento atravesado por su percepción de la realidad ¿cómo vamos a preguntarle si quiere o no quiere recibir un tratamiento? ¿Y los locos son los pacientes? Quisiera suponer que existe alguna interpretación que se me escapa para el presente análisis, pero solo con recordar que la ley 26.657 y la reforma del Código Civil fueron aprobadas por, casi, la misma composición legislativa. Alguno de los dos proyectos no fueron leídos en su profundidad o levantaron la mano por la camiseta.

Pero, a su vez, la ley vigente cuenta con un gran consenso que desconoce sus consecuencias o las minimiza. No quisiera alimentar una grieta, si es que esta existe, entre profesionales de la salud mental, pero bien sabido es que esta ley ha tenido un enfoque en el que se ha demonizado la medicina psiquiátrica y sus funciones, tanto farmacológicas como de tratamientos monovalentes. De hecho, durante los debates ocurridos en el año 2010 –y como ya mencioné con anterioridad– no se pudo escuchar la voz de ningún médico psiquiatra. Recién fueron citados tres años después y en una posición absolutamente minoritaria para trabajar sobre lo que ya estaba cocinado.

No desconozco el abuso de las malas prácticas medicinales, de los médicos que no hacen honor a su matrícula y demás asuntos conocidos por todos. Hemos sabido de historias de personas internadas sin necesidad con la connivencia de médicos corruptos con el solo fin de quitar a un ser humano del medio por motivos económicos.

Sin embargo, del mismo modo que la legislación penal no elimina la figura del agente de policía por los casos de corrupción, no se puede exterminar el rol del médico formado en psiquiatría. Tampoco se puede borrar del mapa a los hospitales monovalentes porque hay que “humanizar” los “problemas” mentales. Si prefieren decirles problemas a los trastornos y enfermedades, no tengo ninguna crítica al respecto. Pero por llamarlos de otra forma no pierden su naturaleza de pertenencia a la salud. Un problema de salud, o un trastorno en la salud o una enfermedad. Como prefieran llamarle.

Una ley no puede ser una expresión de buenos deseos, sino que tiene que ceñirse a la realidad de los hechos. Lamentablemente, el caso de la ley vigente es el de los buenos deseos y fue pensada y redactada con bases ideológicas y de adhesión a corrientes filosóficas más que a cuestiones médicas. Sólo así puede entenderse que el Plan Nacional surgido de su reglamentación hable de “monopolio” de los psiquiatras o de patrones culturales dentro de un diagnóstico. Quisiera ver cómo se daría ese mismo debate con esta tragedia social del presente. Si nadie lo notó, lo remarco: en la era de la explosión de las redes sociales de imágenes, del suicidio adolescente y de la pospandemia, contamos con una ley redactada para un mundo ficticio de otra era anterior, siquiera, a la televisión a color.

Todo cambió

La salud mental ha sido y aún es un tema conflictivo para las sociedades desde tiempos ancestrales. De hecho, todas las palabras vinculadas a la psiquiatría son heredadas del griego antiguo (psychos es alma) como para dimensionar cuánto peso tiene en el colectivo social.

La afirmación de que la psiquiatría es un método de control social se hizo bandera filosófica y de algunos psiquiatras revolucionarios a lo largo de las décadas de 1960 y 1970. Franco Basaglia y su esposa Franca Ongaro llevaron adelante una activa militancia en el campo y en la política para lograr el cierre de manicomios en Italia, lo cual consiguieron mediante la ley 180 en 1978. Cabe destacar que el manicomio más moderno existente en Italia en aquel entonces era uno construido en 1911, con el resto en funciones como se podía y con la particularidad de cualquier país milenario y que atravesó innumerables guerras: palacios bombardeados reconvertidos, monasterios medievales y cualquier instalación inhumana como depósito de personas.

Los Basaglia se inscriben en la acción final de un camino que se nutrió de personas como David Cooper y su “antipsiquiatría”, Ronald David Laing y sus comunidades terapéuticas y la Historia de la Locura de Michael Foucault. Cualquiera de estas obras es penosa si se la quisiera trasladar a la Argentina del siglo XXI por diversas razones: años de historia, contextos históricos y edilicios, y el paso del tiempo, algo no menor a la hora de hablar de tratamientos para la salud mental.

A lo largo de la historia, los padecientes fueron tratados de distintas formas, mayoritariamente excluyente de la sociedad. Antaño, se considerada alienada a una persona con delirios notorios. La depresión o los trastornos de ansiedad pueden percibirse en una enorme bolsa englobada en la palabra “humores”, utilizada durante siglos.

Los asilos de reclusión fueron la solución para la sociedad, nunca para los padecientes, con sobrados casos de personas que fueron institucionalizadas por cuestiones políticas o económicas. De allí a que se trate a la salud mental como método de control social.

Pero durante la primera mitad del siglo XX, y en buena medida empujados por las crisis masivas posteriores a las Guerras Mundiales, la ciencia farmacéutica avanzó en tratamientos de resultados diversos. Para comprender a los padecientes, se ha desarrollado y ha crecido exponencialmente tanto la psicología, como la psiquiatría y la ciencia farmacéutica.

Sin embargo, en el imaginario popular aún quedan las imágenes de conceptos psiquiátricos propios de películas de terror, imágenes del período victoriano de experimentación en pacientes, de forma tortuosa y alejados de sus seres queridos, si es que los tenían. El trabajo fotográfico realizado por Raymond Depardon en los manicomios italianos en el momento de la aprobación de la ley Basaglia todavía repercuten en la memoria de quienes vimos esas imágenes de personas en jaulas, tipos dormidos de pie en pasillos y condiciones edilicias indeseables. Hay dos motivos para la sobreabundancia de esta información literaria: la realidad de aquellos años y el temor básico y elemental que atraviesa a cualquier ser humano a volverse loco.

Los manicomios propios de películas de terror ya no tienen lugar en Occidente desde hace tiempo, y no desde la sanción de una ley en 2010. Incluso para quienes gustan de citar la experiencia italiana, allí mismo tuvieron que construir centros de salud mental para una gama de pacientes que no podían darse el lujo de un tratamiento deambulatorio, como los que son peligrosos para terceros sin posibilidad de estabilización.

Pero, incluso para quienes tienen la imagen de hospital monovalente como sinónimo de escenografía de obra de terror, bien vale prestar atención al artículo 14 de la Ley 26.657:

«La internación es considerada como un recurso terapéutico de carácter restrictivo, y sólo puede llevarse a cabo cuando aporte mayores beneficios terapéuticos que el resto de las intervenciones realizables en su entorno familiar, comunitario o social. Debe promoverse el mantenimiento de vínculos, contactos y comunicación de las personas internadas con sus familiares, allegados y con el entorno laboral y social, salvo en aquellas excepciones que por razones terapéuticas debidamente fundadas establezca el equipo de salud interviniente.»

En ningún momento se habla de la seguridad física de terceros, que es un punto extra terapéutico. Así es que deja de sorprender que encontremos en cárceles a personas que deberían estar en un centro psiquiátrico. Y si hay algo que se asemeja a esa concepción sesentera de la psiquiatría como método de control social es la inacción y depósito de personas incapaces en centros de reclusión no preparados para esos fines.

Otro botón de muestra de lo que puede una buena voluntad no anclada en la realidad, lo podemos encontrar en el artículo 23 de la santísima ley de protección de la salud mental:

«El alta, externación o permisos de salida son facultad del equipo de salud que no requiere autorización del juez. El mismo deberá ser informado si se tratase de una internación involuntaria, o voluntaria ya informada. El equipo de salud está obligado a externar a la persona o transformar la internación en voluntaria (…) apenas cesa la situación de riesgo cierto e inminente».

Amo el concepto de inmediatez en la variabilidad de un comportamiento compulsivo dañino. Es como si un brote psicótico agresivo fuera igual a pasarse de cafeína. Sólo con este artículo deberíamos haber tomado conciencia del daño por venir.

La dinámica propia de la ciencia médica ha logrado que las escenas de terror asociadas a los manicomios de la antigüedad queden en el ámbito literario sin que sea necesaria la sobreregulación. Asimismo, los medicamentos han dado saltos exponenciales. Los barbitúricos causantes de cientos de miles de muertes accidentales y suicidios, dieron paso a los antidepresivos de primera generación en la década de 1950.

No sé si somos conscientes de cuántas decenas de miles de años la humanidad ha vivido sin medicamentos para la depresión ni ansiolíticos. No sé si somos conscientes de que la tragedia de la salud mental es absolutamente provocada por no querer aceptar los avances científicos.

Churchill, Van Gogh, Virginia Woolf, Friedrich Nietzsche, Charles Dickens, Abraham Lincoln, Robert Schumann, Brian Wilson, Franz Kafka, Edgar Allan Poe, Isaac Newton, Ernest Hemingway, Tolstoi… todos ellos son parte del largo catálogo de enfermedades mentales que no tenían medicaciones eficientes para cuando las padecieron. ¿Alguien se anima a decirles que no hablen del tema, que no es para tanto, que piensen en positivo, que vibren alto? ¿Alguien se animaría a impedirles un acceso fácil e inmediato a un sistema de salud preparado para ellos? ¿Alguno de los que prestan atención a estas cosas que digo se anima a negarles a los parientes de todos ellos la información necesaria para que puedan ejercer una contención eficiente y no caigan todos juntos?

Sí, van tres cuartos de siglo desde el descubrimiento de los antidepresivos considerados seguros. Luego vinieron los de segunda, tercera y demás generaciones, cada uno de ellos aún más seguro que el anterior y con un conocimiento médico y farmacocinético cada vez más desarrollado respecto de la química del cerebro humano.

Y sin embargo…

A lo largo del repaso de los artículos de la ley vigente notarán diversos subterfugios que contribuyeron a que la situación de la salud mental en general decantara en estos resultados que todos percibimos o padecemos.

No pongo en duda la buena voluntad del cuerpo legislativo en el abordaje de la salud mental, pero una situación problemática no se resuelve con eliminar las instituciones especializadas. En razón de esta ley es que comenzaron los procesos de reconversión y cierre de instituciones, noticia que no es nueva aunque lo parezca. A mediados de 2021, la provincia de Buenos Aires anunció la creación de la Comisión Interministerial para avanzar en la desmanicomialización de su territorio, el más densamente poblado de la república argentina. No se planteó en 2013, sino en plena crisis sanitaria provocada por el Covid-19. No fue una medida tomada a espaldas de la opinión pública, sino anunciada y celebrada. Increíblemente, todos pusieron el grito en el cielo cuando trascendió la posibilidad del cierre y/o quita de recursos al Hospital Bonaparte: un hospital especializado en psiquiatría abocada al tratamiento de las adicciones.

En idéntico sentido avanzan las distintas provincias del país basadas en la corriente instalada por la Ley 26.657 y a pesar de las notorias y cada vez más evidentes fallas en el sistema de externaciones. Y digo esto último casi como eufemismo para no mencionar todas esas personas que jamás ingresarán al sistema porque no hay dónde tenerlos, porque cada vez hay menos hospitales monovalentes, porque el sistema está colapsado y la solución fue cerrar el sistema.

En la selva sin GPS

En la actualidad, y hablo solo por mí experiencia particular y las de las personas que me han comentado sus experiencias, las principales problemáticas de la salud mental en la Argentina pasan por la carencia total de criterios que ayuden al padeciente. Es abrumadora la falta de guías, de parámetros, de información para las familias. Todo el mundo sabe que tiene que pagar impuestos, prácticamente nadie sabe a dónde ir para pedir ayuda psiquiátrica. Si eso no es un abandono de las contraprestaciones del Estado, no sabría precisar qué otra cosa es más clara. Sin embargo, más abrumador que cualquier apreciación es hacer un conteo de la cantidad de casos psiquiátricos desatendidos de los que tomamos conocimiento de forma directa. Por no mencionar a las personas a las que ya no podemos ayudar porque dejaron de existir.

No quiero olvidar el abordaje de la cuestión socio-económica. Los problemas de salud mental no son un capricho burgués ni un aburrimiento de las clases pudientes. En todo caso, habría que preguntarse por qué tenemos menos percepción de los sectores más marginados: ¿creen que es por carencia de problemas o por carencia de recursos para detectar y tratar estos problemas? El Observatorio Permanente del Instituto para la Psicología Social Aplicada de la Universidad de Buenos Aires lleva a cabo un relevamiento anual sobre una porción limitada de la sociedad argentina mediante encuestas. El sector social dónde más se siente la crisis de salud mental es, no casualmente, el de menores recursos.

El sistema de provisión de medicamentos también afecta a todos los estratos sociales. Si alguien de un sector pauperizado tiene la inmensa fortuna de haber conseguido detectar y pedir ayuda a tiempo, deberá abastecerse con un solo tipo de antidepresivo, un sólo tipo de antipsicótico, un sólo tipo de benzodiacepina (ansiolítico). Uno solo de cada clase. Y cualquier persona con un mínimo de experiencia personal sabe bien que la Sertralina –el antidepresivo del Programa Nacional– no puede ni debe ser utilizada en algunos casos de condiciones preexistentes por resultar contraproducente, del mismo modo que alprazolam es contraindicado para asmáticos. Existen doce tipos de antidepresivos y en el futuro serán aún más. Hay más de cien benzodiacepinas. La ciencia médica avanza a una velocidad que la legislación no puede hacerlo, por lo que sería interesante una mayor velocidad en el proceso de admisión de los fármacos esenciales.

Respecto del resto de los sectores sociales, el factor económico no puede minimizarse bajo ningún contexto de bonanza o malaria. El costo de los medicamentos psiquiátricos quedan sujetos a las variables de cotizaciones monetarias en un país que se enorgullece de su industria farmacológica. Y ni siquiera entra la lógica del mercado: mientras los pacientes consumidores de psicofármacos han ido en aumento, también lo ha hecho la oferta farmacológica en competencia de laboratorios y diversidad de marcas. Sin embargo, la mayoría de los componentes primarios de esos medicamentos aún son importados.

Y todo esto sin tener en cuenta la situación previa a la sanción de la ley. No existió evaluación geográfica ni demográfica en un país que concentra al 40% de su población en un radio concéntrico a la ciudad capital y miles de pueblos en lugares remotos. Los dos extremos hacen imposible el abordaje de todas las disciplinas por razones que también deben ser abordadas: cada vez menos residentes médicos eligen la especialidad psiquiátrica y no hay forma de que los asistentes sociales alcancen el número necesario para la totalidad de personas del territorio. Es una cuestión básica y matemática.

Por último, y sólo por ahora, no quiero dejar de destacar la imperiosa necesidad de campañas de concientización serias a cargo de profesionales serios. No podemos dejar todo en manos de pseudo gurúes de la dictadura del bienestar a través de redes sociales. Estar bien es estar sano y, si eso es con ayuda médica, no es ninguna desgracia. ¿O acaso son desgraciados los diabéticos? ¿Acaso lo son los hipertensos?

Pero para concientizar y animar a consultar tiene que haber dónde y con qué. Sin estadísticas, no hay un dónde. Con una ley de salud mental que se centra en la voluntad de quienes, casualmente, tienen su voluntad obstruida, tampoco tenemos con qué. No sé si se entiende: es imperioso remarcar que se necesita del consenso de muchas personas para conseguir una internación de una persona que no desea ser internada. Podría citarles casos traumáticos, como un oficial de policía caído en cumplimiento del deber por enfrentarse a una persona que no estaba consciente de lo que hacía. O el de una familia entera muerta porque el médico psiquiatra no pudo más que “sugerir” una internación que, obviamente, no fue llevada a cabo porque no hubo voluntad.

Repito: no hay mucho que se pueda hacer si no sabemos dónde ni con qué. No podemos hacer un correcto abordaje de las personas en situación de calle si no incluimos a los que no son pacientes psiquiátricos porque ni siquiera entran en el sistema. No podemos hablar de políticas contra la criminalidad intrafamiliar si no abordamos ese estigma que impide que hasta la Oficina de Violencia Doméstica de la Corte Suprema de Justicia se vea impedida de tener desgranados los casos psiquiatricos. No podemos abordar absolutamente nada si no ponemos sobre la mesa la única enfermedad tan antigua como la humanidad que nos negamos a aceptar y enfrentar.

Pero, ya que hablamos de la voluntad, espero que quienes se sienten en condiciones de legislar sobre la vida de todos nosotros sí tengan la voluntad de abordar estos temas. Por lo pronto, no ha sido una experiencia positiva mi vinculación con quienes pueden hacer algo. El Presidente de la Comisión de Salud sabe bien de qué hablo, dado que no solo le solicité una audiencia por la vía postal electrónica correspondiente, sino que, al no recibir respuesta, conseguí su número de teléfono y le escribí para recibir el más sonoro silencio de su parte. Si esta comisión o alguna otra quiere hacer algo más que realizar actos, espero que tomen mi aporte como lo que es: solo la propuesta de un ciudadano incluido en ese enorme universo de los que tienen un temita de salud en la cabeza.

Es hora de que los responsables legislen de cara a la sociedad para aportar una solución más que reuniones para ser queridos y sacarse fotos.

(Relato del PRESENTE)


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