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viernes, 26 de agosto de 2016

LILIANA HEKER: CUANDO TODO BRILLE


Todo empezó con el viento. Cuando Margarita le dijo a su marido aquello del viento. El ni atinó a cerrar la puerta de su casa. Se quedó como conge­lado en la actitud de empujar, el brazo extendido hacia el picaporte, los ojos clavados en los ojos de su mujer. Pareció que iba a perpetuarse en esta si­tuación pero al fin aulló. Fue sorprendente. Du­rante varios segundos los dos permanecieron estáticos, estudiándose, como si trataran de confirmar en la presencia del otro lo que acababa de suceder. Hasta que Margarita rompió el sortilegio. Con fa­miliaridad, casi con ternura, como si en cierto mo­do nada hubiera pasado, apoyó una mano en el brazo de su marido para mantener el equilibrio mientras con la otra mano daba un suave empujón a la puerta y, con el pie derecho y un patín de fiel­tro, eliminaba del piso el polvo que había entrado.

—¿Cómo te fue hoy, querido? —preguntó.
Y lo preguntó menos por curiosidad (dadas las circunstancias no esperaba una respuesta, y tam­poco la obtuvo) que por restablecer un rito. Nece­sitaba comunicarse cifradamente con él, transmitirle un mensaje mediante su pregunta habitual de todos los atardeceres. Todo está en orden sin embar­go. Nada ha pasado. Nada nuevo puede pasar:
Acabó de limpiar la entrada y soltó el brazo de su marido. El se alejó muy rápido camino del dor­mitorio y le dejó la impresión que deja en los dedos una mariposa a la que se ha tenido sujeta por las alas y a la que de pronto se libera. No había usado los patines para desplazarse; así pudo verificar Margari­ta que su marido estaba furioso. Sin duda exageraba: ella no le había pedido que se arrojara desnudo desde lo alto del obelisco al fin y al cabo. Pero no le dijo nada. Con sus propios patines fue limpiando las marcas de zapatos que él había dejado. Sin embargo al dormitorio no entró: sabía que mejor es no echarle leña al fuego. Justo en la puerta desvió su trayectoria hacia la cocina; más tarde encontraría el momento oportuno para hablarle del viento.
Ya había terminado de preparar la cena (al principio, sólo por complacerlo y a pesar de que era miércoles había pensado en unos bifes con pa­pas fritas, pero enseguida desistió: la grasa vapori­zada impregna las alacenas, impregna las paredes, impregna hasta las ganas de vivir; si una la deja desde un miércoles hasta un lunes, que es el día de la limpieza profunda, la grasitud tiene tiempo de pe­netrar hasta el fondo de los poros de las cosas y se queda para siempre; de modo que al fin Margarita sacó una tarta de la heladera y la puso en el horno) y estaba tendiendo la mesa cuando oyó que su ma­rido entraba al baño. Un minuto después, como un buen agüero, el alegre zumbido de la ducha resonaba en la casa.
Era el momento de ir al dormitorio. Apenas en­tró, Margarita pudo comprobar que él había dejado todo en desorden. Cepilló el saco, cepilló el pantalón, los colgó, hizo un montoncito con la camisa y las medias, y fue a golpear la puerta del baño.
—Voy a entrar, querido —dijo con dulzura.
El no contestó, pero canturreaba. Margarita se llevó la camiseta y los calzoncillos y los agregó al montoncito. Lavó todo con entusiasmo. Cuando cerró la canilla lo oyó a él, en el living, tarareando el vals Sobre las olas. La tormenta había pasado.
Sin embargo recién a la mañana siguiente, mientras tomaban el desayuno, medio riéndose como para restarle importancia a la escena del día anterior, Margarita mencionó lo del viento. Una bobada, ella estaba dispuesta a admitirlo, pero costaba tan poco, ¿sí? El no tenía que pensar que eso le iba a complicar la vida de algún modo. Sim­plemente, ella le pedía que cuando el viento sopla­ba del norte él entrara por la puerta del fondo que daba al sur; y cuando soplaba del sur, entrara por la puerta del frente, que daba al norte. Un capri­chito, si a él le gustaba llamarlo así, pero la ayudaría tanto, él ni se imaginaba. Ella había notado que, por más que barriera y lustrara, el piso de la entrada siempre se llenaba de tierra cuando había viento norte. Por supuesto, él podía entrar por donde se le antojase cuando el viento soplara del este o del oeste. Y ni que hablar de cuando no ha­bía viento.
—Vio mi salvaje, vio mi protestón que no era para hacer tanto escándalo —dijo.
Rió traviesamente.
Él se puso de pie como quien va a pronunciar un discurso, gargajeó con sonoridad, casi con de­lectación. Después inclinó levemente el torso, es­cupió en el suelo, recuperó su posición erguida y, con pasos mesurados, salió de la cocina.
Margarita se quedó mirando el redondel, refulgente a la luz del sol matinal, como se debe mi­rar a un diminuto ser de otro planeta sentado muy orondo sobre el piso de nuestra cocina. Una puer­ta se cerró y se abrió, unas paredes retumbaron, pasos cruzaron la casa, otra puerta se cerró con es­trépito. El cerebro de Margarita apenas detectó estos acontecimientos. Toda su persona parecía converger hacia el pequeño foco del suelo. Foco in­feccioso. La expresión aleteó livianamente en su ca­beza, se expandió como una onda, la inundó. En los colectivos, cuando la gente tose desparrama invisibles gotitas de saliva, cada gotita es portadora de millares de gérmenes, cuántos gérmenes hay en... Millares de millones de gérmenes se agitaron, se refocilaron y brincaron sobre el mosaico rojo. Mecánicamente Margarita tomó lo primero que tuvo a mano: una servilleta. De rodillas en el piso se puso a frotar con energía el mosaico. Fue inútil: por más que frotaba la zona pegajosa resaltaba co­mo un estigma. Gérmenes achatados arrastrándose como amebas.Margarita dejó la servilleta sobre la mesa y fue a embeber una esponjita en detergente. Friccionó el mosaico con la esponjita y echó un balde de agua. Iba a secar el piso cuando se quedó paralizada. ¿Había estado loca ella? ¿No había usado una servilleta para? Dios mío, con lo fácil que es llevarse una servilleta a los labios. La tomó por una punta y la contempló con pavura. ¿Qué haría ahora? Lavarla le pareció poco prudente de modo que llenó una cacerola con agua, la puso al fuego, y echó la servilleta adentro.
Estaba friccionando la mesa con desinfectante (la servilleta había estado largo tiempo en contacto con la mesa) cuando sonó el teléfono. Fue a aten­der y apenas traspuso la puerta del dormitorio cap­tó algo inusual, algo que se le manifestó bajo la forma de una opresión en el pecho y cuya realidad no pudo constatar hasta que colgó el teléfono y abrió la puerta del placard. Entonces sí lo supo con certeza, la ropa de él no estaba, muy bien, se había ido, maravillosamente bien, ¿iba a llorar ella por eso? No iba a llorar. ¿Iba a arrancarse los pelos y tirarse de cabeza contra las paredes? No iba a arrancarse los pelos y mucho menos iba a tirarse de cabeza contra las paredes. ¿Acaso un hombre es algo cuya pérdida hay que lamentar? Tan desproli­jos como son, tan sucios, cortan el pan sobre la mesa, dejan las marcas de sus zapatos embarrados, abren las puertas contra el viento, escupen en el suelo y una nunca puede tener su casa limpia, el cuerpo, una nunca puede tener su cuerpo limpio, de noche son como bestias babosas, oh su aliento y su sudor, oh su semen, la asquerosa humedad del amor, por qué, Dios mío, Tú que todo lo podías, por qué hiciste tan sucio el amor, el cuerpo de tus hijos tan lleno de inmundicia, el mundo que creaste tan colmado de basura. Pero nunca más. En su casa nunca más. Margarita arrancó las sábanas de la cama, sacó las cortinas de sus rieles, levantó las alfombras, removió almohadones, apiló carpetas.
Margarita fregó y sacudió y cepilló hasta que se le enrojecieron los nudillos y se le acalambraron los brazos. Lavó paredes, enceró pisos, bruñó metales, arrancó resplandores solares de las cacerolas, otor­gó un centelleo diamantino a los caireles, bañó co­mo a hijos adorados a bucólicas pastoras de porce­lana, pulió maderas, perfumó armarios, blanqueó opalinas, abrillantó alabastros. Ya las siete de la tarde, como un pintor que le pone la firma al cua­dro con que había soñado toda su vida, empuñó el escobillón y lo sacudió en el tacho de basura.
Después respiró profundamente el aire em­balsamado de cera. Echó una lenta mirada de sa­tisfacción a su alrededor. Captó fulgores, paladeó blancuras, degustó transparencias, advirtió que un poco de polvo había caído fuera del tacho al sacu­dir el escobillón. Lo barrió; lo recogió con la pala, vació la pala en el tacho. De nuevo sacudió el esco­billón, pero esta vez con extrema delicadeza, para que ni una mota de polvo cayera afuera del tacho. Lo guardó en el armario e iba a guardar también la pala cuando un pensamiento la acosó: la gente sue­le ser ingrata con las palas; las usa para recoger cualquier basura pero nunca se le ocurre que un poco de esa basura ha de quedar por fuerza adheri­da a su superficie. Decidió lavar la pala. Le puso detergente y le pasó el cepillo, un líquido oscuro se desparramó sobre la pileta. Margarita hizo correr el agua pero quedaba como una especie de encaje negro en el fondo. Lo limpió con un trapo enja­bonado, enjuagó la pileta y lavó el trapo. Enton­ces se acordó del cepillo. Lo lavó y se volvió a en­suciar la pileta. Fregó la pileta con el trapo y se dio cuenta de que si ahora lavaba el trapo en la pileta esto iba a ser un cuento de nunca acabar. Lo más razonable era quemar el trapo. Primero lo se­có con el secador del pelo y después lo sacó a la ca­lle y le prendió fuego. Justo cuando entraba a la casa vino un golpe de viento norte y Margarita no pudo evitar que algo de ceniza entrara en el living.
Era mejor no usar el escobillón, ahora que ya estaba limpio. Utilizó un trapito con un poco de cera (con los trapitos siempre queda la posibilidad de prenderles fuego). Pero fue un error. El color quedaba desparejo. Lustró, extendió la cera a una zona más amplia: todo fue inútil.
Aproximadamente a las cinco de la mañana los pisos de toda la casa estaban rasqueteados pero un polvo rojo flotaba en el aire, cubría los muebles, se había adherido a los zócalos. Margarita abrió las ventanas, barrió (ya encontraría el momento de limpiar el escobillón y en el peor de los casos podía tirarlo), estaba terminando de lavar los zócalos cuando advirtió que un poco de agua se había de­rramado. Miró con desaliento las manchas de hu­medad en el suelo, le faltaban fuerzas, por el color del cielo debían ser casi las siete de la mañana. De­cidió dejar eso para más tarde, con buena suerte no iba a tener que rasquetear todos los pisos otra vez. Se tiró en la cama vestida (no olvidarse, después, de cambiar nuevamente las sábanas) y se durmió de inmediato pero las manchas húmedas se expandie­ron, se ablandaron, extendían sus seudópodos. La atraparon. Eran una ciénaga donde Margarita se hundía, se hundía. Se despertó sobresaltada. No había dormido ni media hora. Se levantó y fue a ver las manchas: ya estaban bastante secas pero no habían desaparecido. Rasqueteó la zona pero nun­ca quedaba del mismo color. Un ligero desvaneci­miento la hizo caer; abrió soñadoramente los ojos, vislumbró las vetas blancuzcas y dio un suspiro; calculó que no había comido nada en las últimas veinticuatro horas.
Se levantó y fue a la cocina. Una comida ca­liente tal vez la haría sentir mejor pero no: después hay que lavar las ollas. Abrió la heladera e iba a sa­car una manzana cuando la invadió una ola de te­rror: no había barrido el polvo del rasqueteo y las ventanas estaban abiertas. Retiró con brusquedad la mano de la heladera y tiró una canastita con huevos. Observó el charco amarillo que se dilata­ba lenta y viscosamente. Creyó que iba a llorar. De ninguna manera: cada cosa a su tiempo. Ahora, a barrer el polvo del rasqueteo; ya le llegaría su tur­no al piso de la cocina, no hay como el orden. Bus­có el escobillón y la pala, fue hasta el living y cuando estaba por ponerse a barrer, reparó en las suelas de sus zapatos; sin duda no estaban limpias: habían trazado sobre el parquet un discontinuo senderito de huevo. A Margarita casi le dio risa verse con el escobillón y la pala. Polvo del rasqueteo, murmuró, polvo del rasqueteo. Recordó que todavía no había comido nada, dejó el escobillón y la pala y se fue pa­ra la cocina.
La manzana estaba en el centro del charco amarillo. Margarita la alzó, ávidamente le dio unos mordiscos, y de golpe descubrió que era absurdo no prepararse una comida caliente, ahora que todo estaba un poco sucio. Puso la plancha sobre el fuego, peló papas (era agradable dejar que las largas tiras en espiral se hundieran esponjosamente en las yemas y las claras ahora que las cosas habían em­pezado a ensuciarse y de cualquier manera habría que limpiar todo más tarde). Puso un bife sobre la plancha y aceite en la sartén. La grasa se achicha­rró alegremente, las papas chisporrotearon, Margarita se dio cuenta de que se había olvidado de abrir la ventana de la cocina pero de cualquier mo­do era demasiado tarde: la grasa vaporizada ya ha­bía penetrado en los poros de las cosas, y en sus propios poros, había impregnado su ropa y su pelo, espesaba el aire. Margarita aspiró profundamente. El olor de la carne y de lo frito entró por su nariz, la anegó, la hizo enloquecer de deleite.
La impaciencia puede volver a la gente un po­co torpe. Algo de aceite se le volcó a Margarita al sacar las papas; ella disimuladamente lo desparra­mó con el pie, sacó el bife, se le cayó al suelo, al le­vantarlo la cercanía, el contacto, el maravilloso aroma de la carne asada la embriagaron: no pudo resistir darle algunas dentelladas antes de colocarlo en el plato.
Comió con ferocidad. Puso las cosas sucias en la pileta pero no las lavó: tenía mucho sueño, ya llegaría el momento de lavar todo. Abrió la canilla para que el agua corriera y se fue para el dormito­rio. No llegó. Antes de salir de la cocina el aceite de las suelas la hizo patinar y cayó al suelo. De cualquier manera se sentía muy cómoda en el sue­lo. Apoyó la cabeza en los mosaicos y se quedó dormida. La despertó el agua. Ligeramente acei­tosa, el agua serpenteaba por la cocina, se ramificaba en sutiles hilos por las junturas de los mosai­cos y, adelgazándose pero persistente, avanzaba hacia el comedor. A Margarita le dolía un poco la cabeza. Hundió su mano en el agua y se refrescó las sienes. Torció el cuello, sacó la lengua todo lo que le fue posible, y consiguió beber: ahora ya se sentía mejor. Un poco descompuesta, nomás, pero le faltaban fuerzas para levantarse e ir al baño. To­do estaba ya bastante sucio de todos modos. No de­bía ensuciarse el vestidito. Margarita tenía seis años y no debía ensuciarse el vestidito. Ni las rodillas. Debía tener mucho cuidado de no ensuciarse las rodillas. Hasta que al caer la noche una voz grita­ba: ¡a bañarse!, entonces ella corría frenéticamen­te al fondo de la casa, se revolcaba en la tierra, se llenaba el pelo y las uñas y las orejas de tierra, ella debía sentir que estaba sucia, que cada recoveco de su cuerpo estaba sucio para poder hundirse des­pués en el baño purificador, el baño que arrastrará toda la mugre del cuerpo de Margarita y la dejará blanca y radiante como un pimpollo. ¿Hay pimpo­llos de margarita, mamá? Sintió una inefable sen­sación de bienestar. Se corrió un poco del lugar donde estaba tendida y tuvo ganas de reírse. Su dedo señaló un lugar, próximo a ella, sobre el suelo. Caca, dijo. Su dedo se hundió voluptuosamente y después escribió su nombre sobre el suelo. Marga­rita. Pero sobre el mosaico rojo no se notaba bien. Se levantó, ahora sin esfuerzo, y escribió sobre la pared. Mierda. Firmó: Margarita. Después envol­vió toda la leyenda en un gran corazón. Una co­rriente en la espalda la hizo estremecer. El viento. Entraba por las ventanas abiertas, arrastraba el polvo de la calle, arrastraba la basura del mundo que se adhería a las paredes y a su nombre escrito en las paredes y a su corazón, se mezclaba con el agua que corría en el comedor, entraba por su na­riz y por sus orejas y por sus ojos, le ensuciaba el vestidito.
Cinco días después, un luminoso día de sol con el cielo gloriosamente azul y pájaros cantando, el marido de Margarita se detuvo ante un puesto de flores.
—Margaritas —le dijo al puestero—. Las más blancas. Muchas margaritas.
Y con el ramo enorme caminó hasta su casa. Antes de introducir la llave hizo una travesura, un gesto pícaro y colmado de amor, digno de ser contemplado por una esposa amante que estuviera espiando detrás de los visillos: se chupó el dedo índi­ce y, levantándolo como un estandarte, analizó la dirección del viento. Venía del norte. De modo que el hombre, dócilmente, alegremente, pala­deando de antemano el inigualable sabor de la reconciliación, dio la vuelta a su casa. Silbando una canción festiva abrió la puerta. Un chapoteo blan­do, gorgoteante, le llegó desde la cocina.


Liliana Heker
(Buenos Aires, 9 de febrero de 1943)
es una cuentista,novelista y ensayista argentina.
Su vocación literaria despertó desde muy joven. A los 17 años le hace llegar a Abelardo Castillo unos poemas (de trescientos versos cada uno), a lo que este responde:
"El poema es pésimo, pero por la carta se nota que sos una escritora"
A raíz de esa carta Liliana Heker comienza a colaborar en 1959 en la revista literaria El grillo de papel, uno de cuyos directores era precisamente Castillo. Más tarde, participó, siempre junto con Castillo, en la fundación de las revistas literarias El Escarabajo de Oro (que existió entre 1961 y 1974) y El Ornitorrinco (1977 -1987).
Su primer libro de cuentos, Los que vieron la zarza, apareció en 1966. Sus relatos han sido traducidos al inglés y también se han publicado en Alemania, Israel, Rusia, Turquía, Holanda, Canadá y Polonia. Alfaguara reúne todos sus cuentos primero en el volumen Los bordes de lo real, en 1991, y después en Cuentos, en 2004.
En 1996 publica la novela El fin de la historia, ambientada en la década del'70.
En 1999 se edita Las hermanas de Shakespeare, volumen que contiene los artículos publicados en diferentes medios entre 1971 y 1977. Ha mencionado que entre sus autores preferidos se encuentran: Guy de Maupassant, Antón Chéjov, J. D. Salinger, John Cheever, Flannery O'Connor, William Saroyan y Dino Buzzati, y entre los cuentos que más recuerda menciona los siguientes: Los exiliados de Poker Flat, de Francis Bret Harte, Un día perfecto para el pez banana de J.D. Salinger, Matar a un niño de Stig Dagerman y La vida secreta de Walter Mitty de James Thurber.
Fuente: escrituracreativa08.blogspot.com.ar - es.wikipedia.org - foto: audiovideotecaba.com

ADOLFO BIOY CASARES: EL ÚLTIMO PISO


La comida sería a las nueve y media, pero me encarecieron que llegara un rato antes, para que me presentaran a los otros invitados. 

Llegué apresuradamente, sobre la hora, y, ya en el ascensor, apreté el botón del último piso, donde me dijeron que vivían. 
Llamé a la puerta. La abrieron y me hicieron pasar a una sala en la que no había nadie. Al rato entró una muchacha que parecía asombrada de mi presencia. 
- ¿Lo conozco? -me preguntó 
- No lo creo -dije-. ¿Aquí viven los señores Roemer? 
- ¿Los Roemer? -preguntó la muchacha, riendo-. Los Roemer viven en el piso de abajo. 
- No me arrepiento de mi error. Me permitió conocerla -aseguré. 
- ¿No habrá sido deliberado? -inquirió la muchacha, muy divertida. 
- Fue una simple casualidad -afirmé. 
- Señor... -dijo. Ni siquiera sé cómo se llama. 
- Bioy -le dije-. ¿Y usted?. 
- Margarita. Señor Bioy, ya que de una manera u otra llegó a mi casa, no me dirá que no, si lo convido a tomar una copita. 
- ¿Para brindar por mi error? Me parece muy bien. 
Brindamos y conversamos. Pasamos un rato que no olvidaré. 
Llegó así un momento en que miré el reloj y exclamé alarmado: 
- Tengo que dejarla. Me esperan, para comer, los Roemer a las nueve y media. 
- No seas malo -exclamó. 
- No soy malo. !Que mas querría que no dejarte nunca!, pero me esperan para comer. 
- Bueno, si preferís la comida no insisto. Has de tener mucha hambre. 
- No tengo hambre -protesté- pero prometí que llegaría antes de las nueve y media. Los Roemer estarán esperándome. 
- Perfectamente. Corra abajo. No lo retengo aunque le aclaro: no creo que vuelva a verme. 
- Volveré -dije-. Le prometo que volveré. 
Podría jurar que antes nos habíamos tuteado. Pensé que estaba enojada, pero no tenía tiempo de aclarar nada. La besé en la frente, solté mis manos de las suyas, y corrí abajo. 
Llegué a las nueve y treinta al octavo piso. Comí con los Roemer y sus otros invitados. Hablamos de muchas cosas, pero no me pregunten de qué, porque yo sólo pensaba en Margarita. Cuando pude me despedí. Me acompañaron hasta el ascensor. 
Cerré la puerta y me dispuse a oprimir el botón del noveno piso. No existía ese botón. El de mas arriba era el octavo. 
Cuando oí que los Roemer cerraban la puerta de su departamento, salí del ascensor para subir por la escalera. Sólo había allí escalera para bajar. Oí que había gente hablando en el palier del sexto piso. Bajé por la escalera y les pregunté como podía subir al noveno piso. 
- No hay noveno piso- me dijeron. 
Empezaron a explicarme que en el octavo vivían los Roemer, que eran, seguramente, las personas a quienes yo quería ver... Murmuré no sé qué y sin escuchar lo que me decían me largué escaleras abajo.



Adolfo Bioy Casares

(Buenos Aires, 15 de septiembre de 1914 - 8 de marzo de 1999).
Nacido en una familia acomodada, recibe una educación esmerada y se interesa, desde bien joven, por la literatura. Su familia cuenta con una gran biblioteca que le sirve para acercarse a la literatura argentina y a los clásicos de la literatura universal, incluso en sus lenguas originales, como el inglés y el francés. Vive siempre en Buenos Aires, aunque a lo largo de su vida realiza numerosos viajes al extranjero. Uno de los primeros fue en 1928 cuando contaba con 14 años, por Egipto y Oriente Próximo.
En 1932 conoce a Jorge Luis Borges, con quien entabla una amistad personal y literaria de por vida, y con quien posteriormente escribe muchas obras en colaboración, utilizando varios seudónimos que adoptaron entre los dos: C.I. Lynch, B. Suárez Lynch y el más conocido de todos, H. Bustos Domecq.
En 1940 se casa con la pintora y escritora Silvina Ocampo, perteneciente a una conocida familia de intelectuales argentinos. Abandona la universidad para dedicarse a escribir, alentado por Borges y por Silvina. Su carrera literaria empieza muy pronto, al publicar la novela La invención de Morel en 1941 y obtener así el Premio Municipal de Literatura de la Ciudad de Buenos Aires.
Posteriormente publica numerosos cuentos y participa en varias revistas literarias, como Sur. Además, junto a Borges, dirige una colección de novelas policiales, El séptimo círculo, crea la revista literaria Destiempo, prepara laAntología de los mejores cuentos policiales y escribe varios ensayos y traducciones. En 1941 publican la Antología poética argentina.
Muchas de sus obras son llevadas al cine y sus novelas y cuentos se traducen en numerosas lenguas. Se le considera el maestro del cuento y de la literatura fantástica. La impecable construcción de sus relatos y la claridad de su lenguaje son los rasgos más característicos de su narrativa.
En 1990 obtiene el Premio Miguel de Cervantes, máximo galardón de las letras hispánicas.

Fuente: http://nigaxzu.tumblr.com - taringa.net - cervantes.es - Foto: archivo del blog

CLAIRE KEEGAN: QUEMADURAS

Lo intentarán en verano. Juntos, van a confrontar su pasado, la fuente de todo su problema, y erradicarlo. Esa, al menos, es la teoría. La primera noche, se sientan afuera, delante de la casa, los tres niños, su padre y Robin, la nueva esposa. Los niños se sientan en el columpio del porche, sin decir palabra. El cielo está de un fantasmagórico azul policía. El mayor, cuyas piernas son las más largas, los separa de la verja con los pies, su hermano y hermana a cada lado de él. El padre está sentado en la mecedora, pero no se mece. En lugar de eso, está recordando olores de fibra y ungüento, gasa envuelta en papel de aluminio, vinagre helado para una quemadura. Su nueva esposa está en la verja, limándose las uñas. Físicamente, es exactamente lo opuesto de la madre de los chicos, una mujer simple, de poco busto, con el cabello oscuro que le llega hasta la cintura. Todo el mundo está escuchando. Los altos pinos peinan al viento. (¿Quién anda ahí?, parece decir: ¿Quién? ¿Quién?). La cadena de la silla cruje. Allá en el campo, algo se sacude ruidosamente, una vaca, que quizás se rasca contra una reja. Los chicos siguen columpiándose, chocando con la oscuridad. Cuando la niña cierra los ojos, su padre la levanta y la lleva adentro. Los varones, que no desean quedarse solos con su madrastra, pronto los siguen. Se enciende la luz del dormitorio; brilla débilmente a través de las ventanas sucias. Robin oye cómo se hunden los colchones sobre los resortes, las zapatillas que caen sobre pisos de madera, el chasquido de un cinturón, un cierre relámpago, voces bajas. Está oscuro y estrellado, y hay serpientes en los alrededores. Un camino cubierto de grava que lleva hasta una casa desconocida, el olor a humedad y a ganado, charcos de agua de lluvia en el patio poceado. Su marido sale y cruza el porche. Cuando habla, su voz suena potente y tierna. No lamenta haberse casado con él. 
–Nadie dice que no podemos volver atrás, Robin. Nada es definitivo. Lo sabes. 
–Lo sé –dice y se estira para apretarle la mano. 
–Tenemos que hacer las paces con esa cosa. Si esto no funciona, siempre podemos volver a la ciudad, y acá no ha pasado nada. ¿Entiendes? Ella asiente en la oscuridad. 
–Dios, es como retroceder en el tiempo. Sigo esperando oír el ruido del cajón de los cubiertos que se cierra de golpe. Así empezaba. Cuando golpeaba el cajón de los cuchillos, uno ya olía problemas –dice, aferrándose a la verja hasta que los nudillos se le ponen blancos–. ¿Ves ese columpio? Lo hice instalar para el chico, para que pudiera columpiarse descalzo y enfriarse las quemaduras. Dios –y menea la cabeza, como si todo estuviera más allá de él–. He sido un tonto por tanto tiempo. 
–Vamos a la cama, querido –dice Robin, tomándolo de la mano. Sus pertenencias, cajas y bolsos están vacíos, desperdigados por el suelo, pero ella se abre camino hasta el último dormitorio por el resplandor de los veladores de los niños. Ellos se desvisten y acuestan sin preocuparse por lavarse o cepillarse los dientes. Robin se tapa con la manta hasta el mentón. En la oscuridad, no alcanza a distinguirlo. No puede decir lo oscuro que está ahí afuera. No caminaría sola por ese camino de grava ni que le pagaran un millón de dólares. Se acurruca en el calor del cuerpo de su marido, siente el sueño, tironeando, arrastrándola y, cuando se rinde, dejándose ir, recuerda que allí era donde dormía la ex mujer de él. A la mañana, dejan las puertas y ventanas abiertas y un viento fresco recorre la casa. Algunas de las aldabas de las ventanas están duras; hay telarañas en cada rincón. Los niños inspeccionan las polillas muertas y los insectos en las repisas de las ventanas, los dan vuelta con escarbadientes, cuentan las patas, les arrancan las alas. 
–¡Qué asco! –dice la niña, al encontrar una cucaracha pequeña debajo de una vieja caja de Cornflakes en la despensa. Sobre todo hay una gruesa capa de polvo blanco. La niña escribe su nombre sobre la mesada. (Hace poco que ha aprendido a leer y a escribir). La cabeza embalsamada de venado que está encima del hogar da la impresión de que hubiese venido de la nieve. Robin odia sus ojos plásticos y mirones, y hay algo sombrío a propósito de la cocina, con sus paredes naranja, los gansos azules de madera, volando en V, sobre la pileta, la mesa de la cocina que se tambalea. Desayunan comida basura, sobras del viaje: galletas, queso, papas fritas. Robin raspa lo que queda de un café instantáneo en un frasco, hierve agua en una olla. Buena parte de los cubiertos que hay en los cajones están oxidados. Al abrir la heladera, ve pickles que flotan en un frasco de vinagre verde, bulbos secos de ajo, salchichas arrugadas. 
–¿Quién quiere una inyección de penicilina? –pregunta, sosteniendo un tomate mohoso. Después del desayuno, exploran la casa. La parte habitada de la casa está toda en el primer piso: la cocina, una sala de estar grande y con techo alto, tres dormitorios con baños y un dormitorio colectivo con ocho camas de una plaza. (La familia ampliada solía venir para el Día de Acción de Gracias). Afuera de la cocina, un cuarto de trastos con una máquina de lavar y una secadora, una cuna, una pared con estantes donde se apilan latas de pintura, andadores, frisbees, carbón. Todo descolorido por haber estado expuesto demasiado tiempo al sol. Bajan por las escaleras de la sala de estar hasta la planta baja, que está vacía. No hay nada ahí, solo una sensación de lugar cerrado, un piso de hormigón, viejos olores a cuero, raíces y ratones. El segundo niño se queda arriba de los escalones y observa cómo los demás descienden y vuelven, pero no se aventura a bajar. El patio se continúa en un establo con caballerizas, fardos de heno, un cobertizo para las gallinas con hongos venenosos del lado de adentro. En el extremo más lejano de la casa, brotan de los árboles duraznos pequeños y duros. El sol matinal sume ese lado de la casa en una sombra profunda y palpable. Las cañas de bambú sobre las que se apoyaban arvejas y habas todavía se yerguen oblicuas en la parcela de los vegetales. Los niños las desencajan de la tierra y las arrojan como jabalinas por encima de la hierba alta. La niña está callada, cargando su jirafa de peluche, sosteniéndola para espiar a través de las rendijas del gallinero, las caballerizas en el establo, leyendo los nombres de las marcas en las bolsas de comida vacías. Cuando los varones se van al pueblo con el padre para buscar provisiones, Robin lleva a la niña a recoger flores silvestres al campo. Los alrededores son color rojo sangre, con algunos arbustos cuyo nombre desconoce. La niña señala la hiedra venenosa, le dice a Robin “cuidado” y se estira para arrancar los capullos más rojos y pesados. Robin ve la cicatriz circular en la muñeca de la niña, pero no dice nada. Caminan de vuelta a la casa atravesando los pastizales sibilantes. La niña encuentra en el cuarto de los trastos unas viejas latas de tomates italianos, les saca las etiquetas descoloridas, debajo de las cuales se revela la hojalata brillante y plateada, y arregla las flores rojas, mientras Robin barre los pisos. 
–¿Has visto alguna vez tanto polvo? –dice Robin. La niña se ríe y los varones vuelven con bolsas de papel madera con productos de almacén y Cajitas Felices de McDonald’s. Su padre trajo un bidón de agua potable para el surtidor. Cuando la niña se trepa a un taburete, la mesa tambalea y su bebida se derrama. Su rostro se ve surcado por una mirada de terror. Empieza a llorar fuera de toda proporción. 
–¡Eh! –dice su padre–. ¡Eh, querida! ¿Qué pasa? Toma, no es para tanto. Toma, bebe la mía. La sienta sobre sus rodillas y le da un sorbo de su bebida, hunde una papa frita en el ketchup y le dice que es una niña buena, su niña, que coma, que pronto va a ser tan alta como ese pasto del patio, pero la niña se desliza entre sus rodillas y se acurruca buscando refugio debajo de la mesa. Esa noche, en la cama, después de que los niños se han ido a dormir y que se cerraron las puertas, hablan. 
–Tal vez, viniendo acá, abro una lata llena de gusanos –dice él–. Trayendo a los niños. Abriendo una gran lata de gusanos. 
–No me parece, querido. –Es como si esa puta todavía estuviera aquí. Lo siento. Los niños lo sienten –dice–. ¿La viste hoy, lo mal que se puso por solo derramar su bebida? Quizás esto no es necesario. Toda esa mierda de charlatanería psicológica sobre enfrentarse al pasado –dice, estirándose para subir la potencia del ventilador. Aun cuando es otoño, siente calor en esos cuartos, demasiado calor para estar cómodo–. Una vez estábamos en un restaurante, y derramó su jugo de uvas, que mancha. Era un lugar sofisticado, con un mantel blanco y todo. Bien, mi esposa explotó de furia y le cruzó una cachetada a nuestra hijita antes de que yo pudiera moverme. 
–Dios. Él bebe agua de un vaso de plástico. Algunos de los pelos de su estómago se le han puesto blancos. 
–Quizás deberíamos transformar el lugar, renovarlo, cambiar las cosas de sitio –dice Robin–. Podríamos invitar a algunos de los amigos de los chicos. No es que vaya a faltar espacio. 
–Quizás –dice, pasándose la mano por la frente–. Tal vez deberíamos hacer que tiraran agua bendita, llamar al cura. Tal vez deberíamos prenderle fuego al lugar y mandarnos a mudar de aquí. Volver a casa, hacer que nos vean los psicólogos. 
–No te preocupes –dice ella, rascándole la cabeza–. Todo va a salir bien, ya verás. 
–Eso espero –dice él, acomodándose las almohadas–. Por cierto que eso espero. La cocina es en lo primero que empiezan a trabajar. Sacan todos los muebles, el aparador, la mesa que se tambalea, retiran de las paredes los platos de madera y el extintor y vacían todos los cajones. Dibujan un croquis para una nueva cocina en la parte posterior de un viejo calendario del Whitney Bank. Se deciden por una isla. Algo alrededor de lo que se puedan sentar todos y cocinar. Dejan que cada uno de los niños elija un nombre de la sección “Carpinteros” en las páginas amarillas y llaman para pedir presupuestos. Cuando termina la semana, la isla se construye en el centro de la cocina. Nada lujoso, apenas un mostrador alto y rectangular, con cajones abajo. El gasista instaló por adentro un caño que se une a las hornallas. Robin se llevó a la niña a la cooperativa y eligieron unas bonitas tejas rojo ladrillo para los zócalos y tejas decorativas con hojas color beige para el borde. Juntas, mezclan cemento blanco en una palangana y lo colocan. La mujer deja que la niña se quede levantada hasta tarde para ayudarla, mientras todos los demás duermen. Compra seis sillas de director, del tipo de las que se les saca el asiento de tela para poder meterlo en el lavarropas; hace venir a un electricista para que instale interruptores que disminuyen la luz encima de la repisa. Los niños atornillan ganchos en la viga y cuelgan todos los utensilios de cocina del techo. La noche en que terminan el trabajo, el padre va hasta el mercado de Winn-Dixie para comprar cerveza sin alcohol. Robin tiene una bandeja de lasañas en el horno y de postre cocina una torta de chocolate. Los niños se arrodillan sobre las sillas de director que hay alrededor de la isla para ayudar. Robin pone al mayor a cargo de tamizar la harina y la cocoa, mientras ella mezcla la manteca y el azúcar con una cuchara de madera. La niña mide las cucharaditas de polvo de hornear y maicena, y enmanteca el molde, en tanto su hermano bate los huevos. Robin les concede a cada uno un turno en el bol, le sonríe al mayor, que es zurdo y mezcla contra la dirección de las agujas del reloj. Verifica el horno, vierte la masa en el molde. Los niños lamen el bol hasta dejarlo limpio.
–Bueno –dice Robin–, papá está por llegar. Vamos a limpiar. Robin enciende una vela y la ubica en el medio de la isla, baja las luces. Busca flores rojas en el alfeizar y nota que hay algo a sus pies. Al principio cree que es un ratón. No les teme a los ratones. La niña es la primera que grita. Los niños instintivamente se trepan sobre la isla y la vela encendida se cae. Y es así como los ve el padre: los tres niños y su nueva esposa que gritan, una llama desnuda, un fuego que comienza en la cocina y el piso que se mueve. Rápidamente apaga la vela antes de que el fuego se propague y mira el suelo. Nunca ha visto nada igual. Por alguna razón, no puede moverse. En cambio, recuerda una vieja película en blanco y negro con langostas que descienden sobre un campo en algún lugar de África, borrando una cosecha entera, el medio de subsistencia, en minutos. Las cucarachas están en todas partes. Cucarachas duras y brillantes. Se arrastran alrededor de la isla, avanzando rápidamente por las puertas de la mesada, detrás de las canillas, debajo del surtidor de agua. Se arremolinan detrás de las flores del alfeizar, que huelen a pis de gato. El sonido que producen no es muy distinto del de la llovizna. Los niños se quedan sobre la isla. El mayor agarra los utensilios de cocina de la viga, la cuchara de servir, la paleta de servir, el cucharón, y se los pasa a sus hermanos. Empieza la matanza. Las aplastan con las zapatillas. La niña, renuente al principio, se arremanga, para darles un buen golpe. Robin corre hasta el cuarto de los trastos. Sus zapatos producen un sonido horrible a cada paso. Trae raquetas de tenis y un bate de béisbol de plástico, y también participa de la masacre. Su marido está paralizado. Su nueva esposa está matando con ambas manos. 
–¡No te quedes ahí! –le grita ella–. ¡Ayúdanos! Le pasa el bate de béisbol, abre una de las puertas del bajo mesada y se desparrama una nueva camada de invasoras sobre el piso. Un rápido torrente se arrastra desde lo que parece ser el corazón de la casa, desde la planta baja hasta el centro de la cocina. Una oleada de voces infantiles, agudas e irreverentes, atruena por toda la casa. Todos trepan, desean exterminarlas. 
–¡Vamos! –grita el padre–. ¡Vamos, putas! No pueden decir cuánto tiempo pasa antes de que el torrente brillante de cucarachas decrezca hasta convertirse en un hilillo y se detenga. Las cejas del padre están empapadas de sudor, a la niña se le corrió el elástico de la cola de caballo hasta quedar casi en la punta del pelo, los varones jadean como si hubieran jugado un partido de fútbol. No huelen la cena, que se quemó. Están mirando. Están escuchando. Todos están escuchando. Pueden oír los latidos de sus propios corazones. Al caer una gota de agua en la pileta de la cocina, plop, se sobresaltan, al mismo tiempo, todos juntos.


Claire Keegan
Nació en 1968 en County Wicklow, Irlanda. Estudió inglés y ciencias políticas en la Universidad Loyola en Nueva Orleáns, Estados Unidos, y realizó una maestría en escritura creativa en la Universidad de Gales, Cardiff. Además de Tres luces (2010), con el que obtuvo el Davy Byrnes Award, ha publicado Antártida (1999, premiado con el William Trevor Prize y el Rooney Prize for Irish Literature), y Recorre los campos azules (2007, ganador del Edge Hill Prize), ambos editados también por Eterna Cadencia. En la actualidad vive en County Wexford, Irlanda.

Fuentes:Antártida, Eterna Cadencia Editora - lavoz.com.ar - compartelibros.com - Foto:dublin.cervantes.es

CLAUDIA ALARCÓN H. : LEYENDAS Y MITOS DE LA PAMPA



Al igual que los cuentos. Había una vez un lugar del mundo donde las estrellas prácticamente se podían agarrar con ambas manos, donde no habían estaciones y los puntos cardinales pasaban a ser casi una anécdota ante el incesante trabajo en las calicheras.

Aquí habitaban y aún habitan, personajes eternamente buscadores, metafóricos... lúdicos... forjados bajo el rigor de las herramientas y el sol desentrañando el preciado salitre.

Los ancianos que cuando niños se deslumbraron con añosas películas, corretearon por las plazas y pulperías de cientos de ex oficinas salitreras diseminadas en la Segunda Región, entre los sones festivos de una banda con ritmo de charleston, hoy se acomodan en sus asientos y echan a correr los sueños mirando al infinito con una chispa en los ojos y una gran sonrisa cargada de picardía. Con sus relatos son capaces de combinar la poesía, la pasión y hasta la locura. Pero es precisamente allí, en sus mentes, donde se conservan los recuerdos más vivos y preciados de ese territorio único en el planeta... la querida pampa, que transformó el desierto en una manera de vivir sin precedentes en el mundo. Pedro de Valdivia, Vergara, Pampa Unión y Chacabuco son algunos mudos testigos de una historia de grandeza que no volverá a repetirse, donde el mito y la leyenda pasan a convertirse en un recuerdo de hombres que vivieron en torno a la riqueza del caliche, provenientes desde diferentes rincones del mundo.

     

MISTERIOS
Y es que el viajero que habitualmente se aburre de pasar en medio de piedras, tierra y colores café, el que asegura que allí no hay nada más que la nada, a simple vista no percibe los misterios ocultos junto a los cientos de kilómetros de carretera adornados por ruinas y cementerios con cruces de madera, en una curiosa combinación de vida y muerte.

Aquí miles de calicheros laboraron por años más allá de cada ruinoso muro, cada pedazo de riel hoy apenas visible o cada historia formal contada en libros plastificados.

Lo que pasa, cuentan los pampinos, es que los espíritus mágicos viajan solos, montados en los fabulosos colores de la puesta de sol o en medio de algún árido cementerio pampino.

Hay que buscar. Ir a un pueblo fantasma de la época (pintado de sepia o blanco y negro) y mirar entre los vestigios de una casa obrera... hasta una vieja etiqueta insinúa que allí hubo algo más vivo que las simples piedras.


LEYENDAS
Son leyendas que inundan la tranquilidad de un mundo aparentemente dedicado a producir y producir, personajes que nacen y mueren como un pueblo abandonado. Aquí también surgen fantasmas y hasta muertos en vida, que recorren aquellos parajes en donde alguna vez nacieron, crecieron, vivieron, amaron locamente y buscaron fortuna.

Es cierto, todo es seco y despoblado, pero enigmático. Fantasmal. Cargado de almas perdidas. Animas sin nombres ni apellido. Almas sin destino.

Y es que, sin duda, el encantamiento de estos lugares nace justo cuando la piedra estalla para entregar su riqueza. Ese momento, ese sagrado instante, es capaz de abrir senderos hacia otra dimensión y dejar la vida y la muerte a un solo paso.



"LA RUBIA"
Una mujer delgada, joven y de largos cabellos claros deambula por la pampa. Su alma vaga por el desierto buscando sin descanso a su familia a la que tuvo que dejar forzadamente. Su historia es conocida por todos los ancianos de la zona y dicen que cada vez que sale de su tumba busca casa por casa a sus seres queridos, dejando un olor nauseabundo a su paso. Las oficinas salitreras son testigos de su constante peregrinar. Vestida con una túnica negra pedía alojamiento en cada vivienda y gracias a su poder de convencimiento y sus ojos indefensos terminaba por entrar al hogar pampino en busca de sus hijos. Al no encontrarlos, desaparecía misteriosamente.

Para muchos "La rubia" representa a todas las personas que se niegan a abandonar su tierra... como un espíritu que protege a los entrañables hijos de las calicheras.


EL PERRO NEGRO
Quienes han visto a este animal cuentan que de lejos es un perro común y corriente, pero al acercarse... muestra sus grandes ojos del tamaño de un plato y color rojo fuego. De su cuello cuelga una maciza cadena de oro puro y tiene la particularidad de aparecer sólo una vez al mes. Se dice que es el guardián de la veta más rica de oro que existe en el mundo y muchos de los calicheros se sintieron atraídos por su siniestra figura, señal inequivoca de fortunas inimaginables. Para obtenerla sólo había que seguirlo y observar donde escarbaba. Ahí había que dejar un puñal con la punta muy afilada, para que la veta no se corra y volver al día siguiente a excavar. Sin embargo muchos desistieron porque no hay ser humano capaz de resistir el terror que esta fiera inspira.

Y es que este famoso can azabache es el guardián del diablo y sólo obedece a su amo, quien acostumbra a llamarlo con un silbido tan penetrante que resuena en poblados enteros.


"YASTAY"
Al recorrer los cerros y quebradas del norte grande, en mas de alguna de oportunidad los viajeros podían encontrarse con manadas de tranquilos guanacos, pero pocos han tenido la fortuna -o la desgracia- de toparse de frente con la figura del "yastay". Este animal de impecable piel es el guanaco protector de las manadas. Es fácil de reconocer porque luce más grande que todos los demás. Es el "jefe de los jefes" y aparece en los momentos más inesperados. En algunos casos es capaz de mostrar toda su furia a los cazadores transfigurado en una cabeza de demonio lanzando fuego por su boca. No hay bala ni fuerza humana que sea capaz de derribarlo.

Pero también puede ser de gran ayuda. A veces el yastay puede aparecer con un rostro angelical y servir de guía en medio del desierto cuando detecta la bondad en quienes se acercan a sus protegidos.

"EL PIJE"
Los ancianos cuentan que decenas de pampinos quedaron simplemente al borde del infarto en alguna noche de juerga luego de encontrarse con "El pije". Temido y envidiado por su éxito con las mujeres este hombre de sombrero de copa, impecable frac oscuro y bastón con empuñadura de oro, deambulaba con elegancia por los pasillos obscuros y fantasmales.

Sin embargo, aparte del susto, su presencia era sinónimo de buenos augurios en materia de festejos. Sus ojos profundos, brillantes y que no necesitaban pestañar, respaldaban a los "enfiestados" para continuar con sus andanzas con la confianza de que nada les podría pasar.


"ALICANTO"
Para muchos mineros, es un sueño que algún día el quimérico alicanto les muestre el camino de la fortuna... pájaro enorme, de grandes alas color metálico que relucen bajo el sol, pico encorvado, y patas alargadas con afiladas garras. A este mítico ser se le atribuyen poderes tan mágicos que es capaz de señalar el sendero hacia una rica veta mineral. Muchos ya lo han visto, y dejando todo de lado. Lo han seguido hasta el lugar donde la enorme ave se posa, indicándoles el lugar exacto de la riqueza. Pero quienes lo siguen, lo hacen en forma tan inesperada que al llegar al sitio que esconde el supuesto tesoro el ave lo abandona dejando al aventurero sin agua ni comida. Sólo una plegaria a la virgen les pueda mostrar el camino de regreso.


LA VIUDA
Pero al viajar a través de los enigmas del desierto, también hay sorpresas que demuestran la delgada línea entre la fantasía y la realidad. Es el caso de "la viuda" de María Elena que por años asoló a los transeúntes que cruzaban el sector de las canchas sindicales ubicadas al oriente del pueblo. Muchos la vieron y sufrieron sus ataques. Ella no sólo se limitaba a asustar ya que de una vez era capaz de arrebatarle todas las pertenencias a sus víctimas que, preferentemente, eran hombres "pasados de copas". Su presencia desató un verdadero pánico colectivo que dejó inerme a la policía y obligó a la empresa a contratar una brigada especial de investigadores. Sólo después de varios meses se logró aclarar el enigma... aprovechando su conocimiento de las diligencias uno de los carabineros que allí prestaba servicios por las noches se disfrazaba con una capa negra para perpetrar sus fechorías, aún muy comentadas por los ???.


"EL EMPAMPADO"
Una de las historias más clásicas se remonta a la tarde del jueves 2 de febrero de 1956, cuando Julio Riquelme, abordó el tren Longitudinal Norte en La Calera para asistir al bautizo de su nieto en la ciudad de Iquique. Nunca llegó a destino y su rastro se perdió por más de 43 años en la inmensidad de la pampa. Los restos de este hombre se convirtieron en una verdadera leyenda, dando paso a libros y hasta películas.

La última vez que lo vieron fue arrojándose desde el convoy a la altura de la estación Los Vientos, unos 100 kilómetros al sur de Antofagasta. Aparentemente agobiado por problemas personales y de salud decidió saltar del tren y ahí, tirado en el suelo, quedó inconsciente. Dicen que cuando despertó, en una especie de suicidio, se internó sin rumbo hacia la nada infinita.

Recién en enero de 1999 los huesos blanquecinos de Riquelme aparecieron de cara al sol en medio del desierto solitario, abandonado junto a sus pertenencias. Hoy descansa en el Cementerio Nº 3 de Iquique.


PAMPA UNION
La hoy en ruinas ciudadela de Pampa Unión es quizás uno de los lugares ligados a la actividad salitrera más populares y emblemáticos. Por décadas su nombre fue sinónimo de bohemia, mujeres complacientes, comercio y parrandas eternas. Por eso dicen que una enigmática mujer llegó del más allá para darle un nuevo giro a esta historia y, tal vez, vengarse por el desprecio de un amor. Sólo hace un par de meses la vieron por última vez. Portaba un látigo y estaba vestida con el traje de cuero negro que resalta sus curvas. Con su rostro claro, indefectible, escolta un hombre encadenado y con el torso desnudo... como un verdadero esclavo. Desde hace algún tiempo es el comentario obligado de los choferes de buses y automovilistas, que en medio de la noche, pálidos de pánico, no han tenido el atrevimiento de detenerse para descubrir el misterio tras su figura.

Por Claudia Alarcón H.
Fuente:mercurioantofagasta.cl

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A. Matta 2112, Antofagasta, Chile teléfono (56 55) 453600

HORACIO CASTILLO: POEMAS


Tren de ganado

Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Asomados por el tragaluz mirábamos la inmensa llanura.
De pronto un mugido nos traía el recuerdo de Ifigenia
y volviéndonos hacia nuestros hijos los apretábamos contra el pecho.
¿Qué es aquello? El sol. ¿Qué es aquello? Una nube.
Habíamos olvidado el color del mar, el olor de la lluvia.
Los que sabían de estrellas habían olvidado sus nombres
y les dábamos los nombres de nuestros hijos para orientarnos al regreso.
¿Qué es aquello? Un árbol. ¿Qué es aquello? Un río.
Y un canto gregoriano se elevaba a nuestro alrededor,
hablaba por todos los destinados al sacrificio.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
La leche se había agriado en los pechos de las madres,
peinábamos nuestro cabello y se convertía en ceniza.
¿Qué es aquello? Un pájaro. ¿Qué es aquello? Una piedra.
Y bajando la cabeza ocultábamos nuestro rubor,
cortábamos en silencio las uñas de los muertos.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Bebíamos al atardecer el vino de los ciegos,
soñábamos todavía con un bosque de orquídeas.
¿Qué es aquello? Arena. ¿Qué es aquello? Niebla.
Y la vida escapaba como un murciélago entre las sombras
y nos dormíamos con una inusitada mansedumbre en la mirada.
Después nuestros ojos se volvieron como los ojos de las estatuas,
miramos nuestras manos y había desaparecido la línea de la vida,
y desde la estiba se elevó el ronco yambo
gimiendo por ti, por mí, por todos nuestros compañeros.
Sólo quedaron detrás nuestro líneas etruscas,
cantos de cera navegando hacia el sol,
y a nuestro lado siempre tú, piadoso coro,
tú, alma mía, vaca coronada de nardos y violetas.



Hice un hoyo

Hice un hoyo en la tierra
y lloré dentro de él; lloré de bruces,
hasta que el llanto llegó al fondo,
hasta que todo se anegó,
hasta que brotó de la profundidad
un tallo que nadie hubo tocado.


Anquises sobre los hombros


Todos llevamos, como Eneas, a nuestro padre sobre los hombros.
Débiles aún, su peso nos impide la marcha,
Pero luego se vuelve cada vez más liviano,
Hasta que un día deja de sentirse
y advertimos que ha muerto.
Entonces lo abandonamos para siempre
En un recodo del camino
y trepamos a los hombros de nuestro hijo.


Horacio Castillo

(Ensenada, Provincia de Buenos Aires 1934 – La Plata 5 de julio de 2010 ) fue un poeta, ensayista y traductor argentino. Fue también miembro de número de la Academia Argentina de Letras y correspondiente de la Real Academia Española. Realizó diversas traducciones del griego. Se recibió de abogado en la Universidad de La Plata. Su obra fue traducida a varios idiomas, como el francés, inglés, portugués e italiano. Descripción (1971, poesía) - Materia acre (1974, poesía) -Tuerto rey (1982, poesía) - Alaska (1993, poesía) - Los gatos de la Acrópolis (1998, poesía) - Cendra (2000, poesía) - Música de la víctima y otros poemas (2003, poesía) - Mandala (2005, poesía) - La casa del ahorcado (reúne su obra poética de 1974-1999) y Por un poco más de luz (reúne su obra poética de 1974-2005).
Fuente: asuetohojasdepoesia.blogspot.com - es.wikipedia.org - Foto: lospoetasnovanalcielo.blogspot.com.ar



MÚSICA: LUCIANO PAVAROTTI


"Parlami d'amore Mariú"
de Ennio Neri y Césare Andrea Bixio
Subido por: Giampero Ligrone
Gentileza: YouTube


Parlami d'amore Mariù è una canzone italiana del 1932 con testo scritto da Ennio Neri e musica composta da Cesare Andrea Bixio per la voce di Vittorio De Sica, che l'avrebbe interpretata nel film "Gli uomini, che mascalzoni...". E' una delle canzoni di maggior successo nella storia della musica leggera. Questa la versione cantata da Luciano Pavarotti.



"Ave María"
de: Schubert
subido por:belovedcarr
Gentileza YouTube estándar




Luciano Pavarotti
(Módena, 1935 - 2007) Tenor italiano, considerado uno de los mejores del siglo XX, cuya popularidad contribuyó a la difusión de la lírica fuera del ámbito estrictamente operístico. Luciano Pavarotti dio sus primeros pasos en el mundo de la lírica como cantante de coro. Después de trabajar durante dos años como profesor de una escuela elemental, realizó estudios de canto en su ciudad natal con Arrigo Pola, y años después perfeccionó su técnica en Mantua con Ettore Campogalliani.

Debutó el 29 de abril de 1961 en la ciudad italiana de Reggio Emilia con el papel que más tarde le haría popular: Rodolfo, de La bohème. En 1963, en el Covent Garden de Londres, sustituyó a Giuseppe di Stefano en dicho papel, interpretación que le valió un gran éxito de crítica y público. Ese mismo año debutó en Viena, en Zurich y, con el rol de Edgardo (Lucia di Lammermoor), en Ámsterdam. Su primera actuación en España tuvo lugar en Barcelona en 1963, con una única representación de La traviata. Asimismo, se le pudo escuchar en 1964 en el Festival de Ópera de Glyndebourne, en el papel de Idamante (Idomeneo), junto a la cantante Enriqueta Tarrés. Un año más tarde, en 1965, se produjo su debut norteamericano en Miami.

Ese mismo año, y tras haber conocido al director de orquesta Richard Bonynge, esposo de la soprano Joan Sutherland, realizó una gira por Australia cantando de nuevo el rol de Edgardo (Lucia di Lammermoor) con la compañía operística de la citada soprano, que más adelante sería su pareja en óperas de Donizetti y Bellini. El éxito que consiguió con La fille du Régiment de Donizetti, con su difícil aria de tenor, es impresionante. Desde entonces su carrera fue imparable.

En 1966 cantó por primera vez en el Teatro de la Scala de Milán un papel secundario, el de Tebaldo en I Capuleti ed i Montecchi de Bellini, y a ese mismo teatro volvería más adelante en el papel de Des Grieux de la ópera Manon de Massenet y, ya en 1967, el Réquiem de Verdi con motivo del centenario del maestro Arturo Toscanini. Un año más tarde debutó en San Francisco interpretando a Rodolfo (La bohème), Nemorino (L'elissir del amore) y Enzo (en La Gioconda de Ponchielli). En el Metropolitan de Nueva York interpretó en 1968 en su papel favorito: el de Rodolfo de La bohème, y más adelante representó en ese mismo teatro a Fernando (La Favorita, de Donizetti), Arturo (I puritani, de Bellini) y Manrico (Il trovatore, de Verdi), entre otros.

A pesar de algunos fracasos puntuales, como el de la Scala con Don Carlo de Verdi en 1992, Pavarotti fue un tenor de reconocido prestigio que poseía una bella voz de brillantes agudos y elegante estilo, que apenas si perdió colorido a pesar del paso del tiempo. Fue el único tenor, junto a Nicolai Gedda, capaz de cantar el famoso Fa5 en falsete escrito en la parte final de la ópera I puritani. La singular pureza de su voz, la disciplina técnica del cantante y su extraordinaria musicalidad le permitieron, en efecto, cantar con aparente facilidad los fragmentos de más complicada estructura melódica o tonal.

Entre sus interpretaciones destacadas figuran también la grabación de Madame Butterfly (en la que trabajó con su gran amiga la soprano Mirella Freni y con Von Karajan), su interpretación del duque de Mantua en Rigoletto de Verdi y su Nemorino de L'elissir del amore de Donizetti. En 1991 cantó Otello en versión de concierto con la Orquesta Sinfónica de Chicago bajo la dirección de Sir Georg Solti. De sus numerosos trabajos discográficos, cabe citar el de Arnold (Guillaume Tell, de Rossini), Orombello (Beatrice di Tenda, de Bellini) y el rol principal de la ópera L'amico Fritz, de Pietro Mascagni.

Su arrolladora personalidad y sus grandes dotes de comunicación posibilitaron que, a partir de la década de los años ochenta, Pavarotti se hiciera popular en todo el mundo a través de grabaciones, vídeos y conciertos. Con un repertorio no muy extenso, pero escogido, centrado en los grandes títulos de la ópera francesa e italiana románticas, de Bellini y Donizetti a Verdi y Puccini, este tenor supo hacerse con un amplio grupo de admiradores, merced también a sus incursiones en la música popular y a sus recitales en grandes espacios, en ocasiones en compañía de Plácido Domingo y José Carreras bajo el apelativo común de Los Tres Tenores. Con ellos dio recitales en lugares como las Termas de Caracalla, con motivo del Mundial de Fútbol de 1990, además de participar en conciertos benéficos para contribuir a la reconstrucción de los teatros de La Fenice (Venecia) y del Liceu (Barcelona). En 1996 interpretó de nuevo a Rodolfo deLa bohème en Turín, junto a Mirella Freni, para la celebración del centenario del estreno de dicha ópera.

El tenor italiano también dedicó parte de su tiempo a impartir clases magistrales en diversos conservatorios del mundo. Su apoyo a los jóvenes cantantes se materializó en el concurso de canto que lleva su nombre, Luciano Pavarotti International Vocal Competition, cuya primera edición se celebró en 1980.

Su compromiso social como cantante se tradujo en múltiples actuaciones solidarias, como la que tuvo lugar en 1992 a favor de la Fundación Berloni, que lucha contra la anemia mediterránea. Tras este concierto, Pavarotti participó en una serie de recitales titulados War Child junto a estrellas de la canción como Bono (de U2), Elton John o Liza Minnelli. En 1997 se inauguró en Mostar (Bosnia-Herzegovina) el centro musical Pavarotti Music Centre, gracias a los beneficios obtenidos en las giras del espectáculo Pavarotti & Friends en 1995 y 1996. Posteriormente, y mediante el citado proyecto musical, Pavarotti aportó ayudas a proyectos en Guatemala y Kosovo (1999), y en Camboya y el Tibet al año siguiente.

Pavarotti se mantuvo activo en los últimos años, pero paulatinamente empezó a reducir su presencia en los escenarios. Los rumores acerca de su retirada se acrecentaron en julio de 2006, cuando canceló todos sus compromisos por una convalecencia provocada por una intervención de un tumor maligno en el páncreas. El 5 de Septiembre de 2007, el Gobierno italiano concedió a Pavarotti el Premio Excelencia en la Cultura de Italia. Un día después fallecía a causa de su enfermedad.
Fuentes: biografiasyvidas.com - YouTube - Foto: mtv.com


viernes, 19 de agosto de 2016

IBARRECHEA: PAUSAS PARA VENTAS COMERCIALES

-Decía mi abuela que todo comenzó cuando el abuelo de mi abuelo se puso a cavar con los otros peones del campo, una represa para el agua de los animales, que es aquella que está allá, y que entonces encontró una malla y un morrión enterrado. Ella decía que a esas cosas las usaban los españoles para combatir y que anduvieron por estas tierras matando a los indios Comechingones y que, a los que quedaban vivos los hacían construir las casas y aquella capilla que está a la entrada del pueblo, donde los turistas se sacan fotos.

Analía Vallejos le vende a una clienta.
Jabón en polvo Drive, suavizante Camellito y una botellita de detergente Ala. Chau.

-Entonces como le iba contando, decía que la abuela decía, que las cosas esas estaban guardadas en el baúl de la pieza del fondo y que la familia se fue olvidando de ellas porque el baúl se fue envejeciendo junto con su abuelo y con todos los de la familia, hasta que un día el travieso de uno de sus hermanos, cuando era niño, se le dio por abrir las valijas y el baúl, y que al encontrarlas, se puso a hacer barullo en el patio. Es como que se puso a despertar fantasmas. Para qué, nos decía mi abuela que a partir de aquel momento y a través de los años se sucedieron acontecimientos fabulosos en este pueblo. ¿Me espera un momento?

Analía Vallejos atiende ahora un cliente.
Una botella de vino Toro tinto, 200 gramos de queso Sancor, 300 gramos de mortadela Paladini y dos tiras de pan francés, estos panes son de la Panadería Ideal. Hasta luego.

-Había gente que afirmaba ver un tipo medio raro dando vueltas por el pueblo, pero que casi siempre venía para esta casa a espiar. Decía mi abuela que era un hombre alto, altísimo, que siempre, desde que murió el abuelo, la mami, y el papi, él se escondía detrás del algarrobo que está allá, aquel ¿ve? para mirar lo que nosotros hacíamos. Pero no nos asustábamos mucho porque los perros no le ladraban, lo miraban, nada más. Nos hacíamos los tontos y seguíamos con nuestras tareas en este almacén. No era que él siempre venía para acá, a veces, nos parecía que caminaba por las vías del ferrocarril. Nos acostumbramos, total, el desgraciado no repartía milagros ni cosas buenas, aunque entre nosotros, tampoco hacía le hacía mal a nadie. Ni siquiera le importaba al bruto del Intendente, ni se le dio por averiguar si eran verdaderas o falsas estas historias.

Analía Vallejos vuelve a atender
Dos cervezas Brahma, dos paquetes de fideos Luchetti, cuatro huevos, estos son caseros, son de nuestras gallinas -dice-, y 250 gramos de salame Piamontesa. Ya está.

-Como le iba contando, el tipo estaba ahí, a veces parecía que se sentaba bajo las sombras, otras que se guarecía de las lluvias. ¿Usted me cree si le cuento que la gente chusma de este pueblo decía que era un invento nuestro para tener más ventas? Y hasta había gente que decía que le habíamos pagado a ese pobre hombre para que ande disfrazado de alma en pena ¡Qué gente loca! Espéreme un poquito.

A otro:
Una etiqueta de cigarrillos Marlboro, otra de Phillip Morris, caramelos de menta Arcor y dos chupetines sabor naranja, estos son de Georgalos, tome el vuelto. Gracias.

-Hasta la policía quería atraparlo, yo ya era más grandecita, y nunca tuve nada de novios y menos en este pueblo, que aquí se creen que porque una ande vestida con pantalones ajustados y esta blusa medio escotada, que les da derecho a invitarnos a sus camas. Y eso que tenemos nuestra casa al frente de la ruta y que los colectivos tienen la parada aquí, y que de aquí hasta la plaza del pueblo hay doce cuadras, já, imagínese si estuviésemos en el centro. Una vez, les robaron algunos frascos de arrope y tres docenas de tunas a unos chicos que los vendían allá, donde comienza la curva. Y la chusma le echó la culpa al fantasmita nuestro, diciendo que él hizo eso porque nosotros no le dábamos de comer.
Así es que al final se convencieron que en realidad se trataba de un fantasma. 
Nosotros, los últimos que quedamos de la familia, pensamos que venía por sus cosas, esas que encontró el abuelo de mi abuelo, nos dijo eso un licenciado que mandó el gobierno de la provincia, que quería que aportáramos datos para juntar esas cosas y llevarlas a un museo, y el tipo me dijo que si yo le decía que si, a su invitación deshonesta, me llevaba de secretaria no se a cuál Ministerio. 

A unas niñas que me miran curiosas.
Me quedan galletitas Polvorita, Diversión, Tita y Rhodesia, chocolates Águila y si no te gustan llevate alfajores con dulce de leche, gracias.

-Así que fue Juan, mi hermano, hace ya unos días de esto, cuando yo estaba por cumplir mis cuarenta y seis años. 
No tengo problemas en decir mi edad y que soy soltera, José.
Como te decía, fue a mi hermano al que se le ocurrió descolgar de las paredes esas cosas que estaban de adorno y decidimos devolvérselas al fantasma. 
Pobre hombre, vaya uno a saber cómo se llamaría, aparte, ya era más importante atender al bebé de la Claudia, pobrecita ella y el bebé, que se asustaban en las noches. 
¿Viste esas noches que nos dan unos escarmientos bárbaros, con  esas tormentas llenas de rayos y de truenos escandalosos como las de la semana pasada?
Esas que no dejaban ni a los animales tranquilos, porque ahí era que él se acercaba a las ventanas de la casa para espiarnos más de cerca. Un día les mostré mis tetas. ¡Já Já! se ve que era un fantasma, no más.

A una señora  que busca el dinero apurada, en la cartera.
Para eso lleve la harina Blancaflor, ah, levadura ya tiene, huevos, vainilla, una Pepsi Cola, una Mirinda de naranja y una manteca Manfrey, listo.

-Yo ya le había dicho a la Claudia, mi hermana menor, que no se metiera con el Fernando, porque los Salvatierra tienen hijos por todos lados, buscan las minas, se hacen los novios, les dan, y listo, después se te mandan a mudar.
Bueno ya está, no quería contarte estas cosas a vos, pero es lo que nos ha pasado. Pero es así, ahora tenemos que andar cargando la criatura treinta y seis kilómetros por la ruta hasta una ciudad o treinta kilómetros hasta la otra, para ver si algún médico se le da por atenderla, a ella y a él. El problema es que ahora se viene el frío, y me preocupa tanto ella como el bebé. Vos sabés, por eso es que nos fuimos entorpeciendo y hasta descuidamos un poco el negocito, pero hemos podido llegar a comprar el autito, es un Renault.

A otra señora -entre ellas me miran y hablan en voz baja, se ríen-, luego le dice:
Tengo la mayonesa Fiesta, y la mostaza Savora, dos cubitos para caldo de verduras Knorr, una cajita de vino Termidor blanco, un kilo de pan y una mermelada Orietta,  la soda sacala de la heladera, y el arroz Gallo. Llevate el vuelto, no te vayas todavía.

Pero en realidad lo anota todo en una libreta. Y sigue:

-Después que el fantasma se fue, se nos murió una oveja, no sabemos qué carajo le pasó. Hay una vaquita, de las tres que tenemos, que está media embichada y alguien se ha robado la trampera para los zorros, bichos dañinos. Por acá está lleno, de zorros y de ladrones ¿me entiendes, no? 
Lo bueno de todo esto es que de nuevo estamos juntos los tres hermanos, bueno, ahora cuatro con el bebé, que la Claudia le puso Mauricio, porque así se llama el que decía que iba a ser su esposo y que al final se borró, se mandó a mudar a la estancia que tienen cerca de las sierras. Tipo infeliz. Y que el bueno del Juan volvió de Córdoba, donde fue a hacer unos trabajitos, para juntar algo más de plata. 
Mi hermano Juan siempre fue solidario con nosotras. 
Si, también es soltero y anda por los treinta y ocho creo, yo le llevo seis años a él y dieciséis a mi hermana.

A otro cliente.
Tengo estas cajas de  ravioles Ottonello y también fideos frescos de la misma marca, una leche y un yogurt de  La Serenísima.  Gracias.

-Pero vos viniste para saber algo más sobre ese fantasma que nos espiaba, ¿verdad?
Una vez yo misma le tiré un gomerazo, para que nos deje de espiar, cosa que venía haciendo durante años y años, como te conté, pero no me animé a nada más, porque el algarrobo está del alambrado para allá, en el otro lote, el de los Tapia y ellos nos tienen un poco de envidia. Y además son tan poca buena gente, que se pusieron a hablar de que a la Claudia la embarazaron unos tipos que trabajaban para la empresa que arreglaba y marcaba la ruta, y no el salvaje del Mauricio Salvatierra, dijeron eso porque son medios parientes entre ellos, son primos lejanos.

Otra persona más se acerca al mostrador.
Las arvejas al natural son De La Huerta, el puré de tomate es Noel,  más un  aperitivo Gancia y 200 gs. de aceitunas Álvarez. Listo.

-Te cuento que la vez que más cerca estuve del fantasma, lo vi con una cara de espanto, como asustado, muy viejito, muy cansado, Juan le llevaba el morrión y la malla que eran pesados, de chapa vieja, toda oxidada, con un herrumbre de años soportando el calor, el frío, las humedades,que fue nido de arañas y vaya uno a saber que cosas más habrían soportado en el oscuro silencio del baúl y las insensibles caricias de mis plumerazos, muy de vez en cuando. 
¿Al obispo? ¿A los curas? No, nunca les dijimos nada ni nunca vinieron para acá, una cree más en Dios que en los hombres ¿No te parece?

A un policía que le mira el escote profundo de la blusa.
Hay pomada para calzado Cobra y Washington, pasta dental tengo la Colgate. Chau Marcos, hasta luego.

-¿Sabés cómo hizo el pobrecito cuando nos vio acercarnos? 
Se puso lentamente de pié. Agarrándose del árbol.
Estiraba las manos, yo veía sus dedos largos y huesudos y el tipo nos miraba con unos ojos negros, grandes, pero con una mirada tierna, que daba lástima y que parecía un poco agradecida. Tenía mal olor. Era como un olor que impregnaba todo el patio. Hediondo. Nosotros nos volvimos despacio, retrocedíamos sin decir ni una palabra.
Y caminaba, venía para el lado del alambrado, 
Primero se calzó la malla de acero como si fuera una chaqueta, y sonreía, parecía que él sonreía. Luego se acomodó los bigotes, se tiró el cabello largo para atrás, bien para atrás, y se calzó el morrión en su cabeza. Pobre hombre, el peso de esas cosas no le dejaba caminar bien, arrastraba los pies en cada paso, parecía un suplicio cada paso que daba. Pero él parecía feliz, muy feliz.

A un niño con guardapolvo escolar.
No aquí no tengo nada de librería hijo, pero andá allá, en la otra cuadra, a doña Emilia.

Analía Vallejos, sale de atrás del mostrador de su negocio, me toma de la mano, salimos a la galería del frente, que tiene mesas, sillas, plantas y un toldo de caña y madera.

-Como te decía, se fue caminando por allá, vení conmigo que te muestro, ¿ves? 
Aquel camino lo lleva a la casa de los Espinosa, que está construída cerca del camino a las sierras La gente dice que dicen que los abuelos de sus abuelos encontraron una espada, también, cerca de la represa.

¿Quieres tomar un fernet Branca con Coca Cola?

(Yo voy a tratar de darle forma al artículo sobre el fantasma del español errante, claro.)
















Ibarrechea