CULTURA
Me contaron que Juanito Paniagua había nacido en Mapuyo, el segundo día del mes de Mayo, y Lucinda Leonor López lo hizo al décimo día del mismo mes lluvioso en el mismo pueblo de la última sierra verde y húmeda
Por Walter R. Quinteros
Me dijeron que sabían ciertamente que no había nacimientos desde hacía tres años en aquel lugar, pues dicen que era porque los hombres se habían ido todos a pelear al lado del comandante don Juan Elerguido contra los intentos de invasión del gobierno conservador, en la rica región minera de las montañas nevadas.
Mientras se sentaban en improvisados troncos con sus cacharros de barro cocido alrededor de la gran olla con un guisado de arroz, legumbres, baicon y carne, acompañados con tragos de punta y guarapo, me decían que Juanito y Lucinda crecieron tomando de las mismas tetas, soportando las mismas enfermedades de la niñez, los barullos mismos de los juegos de niños, estropeados por los mismos golpes, las mismas aventuras y hasta cuentan que ellos decían haber soñado lo mismo, aunque nunca coincidían en el final de cada sueño. Todo era igual hasta la palabra final.
Una vez, me dijeron, que ellos aseguraban que habían soñado que el comandante Elerguido, pasaba caminando por las calles de tierra embarradas de Mapuyo, con un envoltorio de paños blancos en sus manos. Que los niños, con grandes certezas en sus apreciaciones y detalles contaban de la vestimenta del comandante, al que en realidad nunca vieron. Que a ellos los mayores, no les constaba que alguna vez, él haya visitado aquellos lugares, pero que lo describieron tal cual se sabía que era el glorioso comandante, un hombre grande, de casi dos metros de alto, corpulento, de cabello blanco y largo, con bigotes amarillentos por el tabaco y botas de cuero marrón hasta las rodillas, con su uniforme color caqui.
Dicen que los niños contaban que en el sueño él los llamaba y les mostraba lo que llevaba envuelto entre sus manos, y que les decía que era un presente que el gran Cacique Mapuyo le había dado allá, en la sierra nevada a tres mil cuatrocientos metros de altura y que Juanito decía que era la momia de una niña sentada y que Lucinda decía que era una niña todavía viva que lloraba y que allí se despertaban, cada uno en su cama, cada uno en su casa, pero que fue otro sueño que ambos contaron, en que los escasos habitantes de Pueblo Mapuyo se decidieran a separarlos por un tiempo, por sabios consejos que la interpretadora de sueños anunciaba.
Dicen que ellos tendrían entre ocho o nueve años y que cada uno en su casa a la hora del café de la mañana relataban a su familia el sueño de la calurosa noche pasada. Juanito comenzó diciéndole a los mayores que en su sueño aparecían grandes carros de metal vomitando fuego y enormes balas de cañón contra todas las casas al lado de un río y que las costas se llenaban de peces boqueando en la costa, y que un enorme pájaro de metal brilloso habría su panza y dejaba caer bombas que mataban a todas las personas. Y en su casa, casi a la misma hora Lucinda contaba que un monstruo de metal color verde escupía fuego contra las gentes de un pueblo y contra los peces del río y desde el aire un enorme pájaro con dos motores, les lanzaba bombas a las personas que huían, y que las ramas de los árboles no pudieron detener.
Juanito Paniagua dijo que en el sueño veía junto a los peces muertos, la momia de la niña que llevaba el comandante en sus manos. Lucinda Leonor López, en cambio dijo que la niña nadaba escapando entre las aguas rojas de sangre.
Cuentan que ambas familias vecinas se fueron de Pueblo Mapuyo por el descontento de la población ante el conocimiento de los sueños agoreros de los niños que infundían cierto temor y que a los nuevos novios les indicaban sacar cuentas antes de acostarse para evitar más nacimientos en el mes de Mayo. Decían eso.
Supe después que Juanito y Lucinda crecieron del otro lado de la Amazonía y lejos de Peremerimbé y cuentan que la distancia les quitó los sueños a ambos, siempre, cada uno en su nueva casa, decían no recordar si algo habían soñado. Simplemente crecían.
Hay registros que a los quince años Lucinda, era educada por severas monjas que nunca habían sentido nombrar a Peremerimbé y que a los quince años Juanito era tomado como ayudante en los hornos de una fundición de metales para hacer sonoras campanas, y flejes de metal para soportar las cargas de los carros. Pero parece que un día de los meses de lluvia bravía, Juanito Paniagua desertó, y guiado por una voz que solamente él escuchaba, salió a buscar a Lucinda por ciudades y aldeas, cruzó campos sembrados y ríos.
La niña tenía por costumbre espiar, cada vez que podía, por las altas ventanas de ese colegio hacia afuera, como buscándolo entre la gente y susurrando una canción serrana. Hasta que pudo verlo, entre la gente que lo rodeaba en la calle, haciendo trucos de magia, pidiendo hojas de papel, que convertía en bollitos, los soplaba, y de sus manos aparecía un pajarito que volaba por sobre las cabezas de los presentes. En los registros del convento se encuentra la notificación al obispo de la desaparición por abandono voluntario y sin el conocimiento de sus padres y tutores, de la niña Lucinda López, acompañada por una escueta nota: "El Señor me guía", que la niña dejó en su almohada. Tendría diecisiete años entonces, cuando se fue.
Los hombres que me cuentan estas historias, calculan que para llegar al pueblo de Embarcación, estos fugitivos, debieron haber navegado once días con sus noches, y deben haber sido alojados, escondidos y alimentados a lo largo del río, pues hay registros de una pareja que se ganaba el sustento contando sueños y haciendo trucos de magia. A pesar del reporte policial que los buscaba por sospechosos de una canoa robada con sus remos, red para pesca y el ancla respectiva en cercanías de Caçataibó.
Dicen que todos les hablaban en Guaraní y que allí aprendieron el idioma y que ella le contó a sus nuevas amigas que la noche que quedó embarazada fue en el río, porque llovía tanto que se guarecieron bajo un árbol costero y que en la oscuridad se abrazaron para darse calor y que se quitaron la ropa y sin decirse nada lo hicieron entre cuatro o cinco veces en el balanceo de la misma canoa hasta que amaneció y allí empezaron a reírse sobre lo que les había sucedido y que decidieron quedarse desnudos entre el follaje mientras las prendas se secaban al fuerte sol del mediodía, colgada de las ramas.
Y que luego con el tiempo, la policía logró encontrar a una de esas amigas lavanderas de ropa blanca que recordaba una carta en que Lucinda Leonor les contaba a todas que así hablaron entre ellos, la noche del amor pasado por agua: "Mira Juanito, si es así como se hace esa cosa que tu le llamas de amor, entonces estamos casados". Y que Juanito le contestó que; "Bajo este mismo cielo soy tu hombre y bajo este mismo cielo, tu eres mi mujer, niña Lucinda".
En esa carta y según dichos de esta señora, Lucinda contaba que al anochecer llegaron cansados, que amarraron la canoa lejos del muelle, que fueron seguidos por unos cuantos perros que les ladraban y despertaron a un caimán aguja que dormía entre algunos troncos secos. Fue una familia de pescadores quien les dio alojamiento, unas hamacas para dormir, comida caliente, y ropa seca como abrigo.
Hay registros en Embarcación, que dicen que contrajeron matrimonio ante el prefecto una semana después, y luego entraron a la Iglesia, se tomaron de la mano y se juramentaron amor para siempre, en una digna soledad, bajo el poder solemne de las palabras de los enamorados. La carta de Lucinda cierra contando que Juanito, en el mismo acto, juramentó que volverían a la región peremerimbina, porque allí habían nacido y allí deseaban morir.
No es preciso en los informes encontrados tiempo después, como es que el Prefecto de Embarcación, don Odilio Oviedo, devolvió la canoa con todos sus elementos ni cómo es que ocultó a la nueva pareja habitante del pueblo, de la búsqueda policial. Pero se supo más adelante que el herrero Juanito fue contratado para hacer algunos arreglos, y que Lucinda trabajase en el plan de vacunas obligatorias nacional, mientras su vientre crecía.
Dieciocho años después, el día de su cumpleaños, Teresa Paniagua López, conoció el mar. Su padre Juanito y su madre Lucinda, viajaban en el camarote vecino del vapor Triestino, siempre hablando sobre lo mismo. Que cómo era posible que Dios dispusiese que sólo tuviesen una hija y que en este viaje de regreso lo intentarían de nuevo, no una, sino varias veces sobre las aguas del enorme río, hasta quedar exhaustos.
Al regresar de su feliz paseo, tres meses después y, de haber agotado todos sus ahorros, aparentemente y coincidiendo con las fechas de otros relatos, desde el puerto tomaron el tren que pasaba por el nuevo dique de Imbuté. Lo que había sido la bella y exótica ciudad de Peremerimbé, del fallecido comandante Juan Elerguido, y que ahora dormía bajo las aguas del enorme lago. Cientos de soldados armados ocupaban algunos vagones del tren, conversando sobre el loco que se arrojó a las aguas para rescatar un féretro que flotaba desconsoladamente. Algunos soldados, como anteriormente algunos marineros, no dejaban de observar los enormes pechos de Teresa, que solo miraba el verde de la selva, que se transformaba a medida que el tren avanzaba, en lejanos morros azules y en montañas escondidas tras las nubes lejanas. Descendieron del tren en Manvatará y dos meses después moraban en Naranjillos.
Desde las ventanas de la casa que Juanito Paniagua y Lucinda López le habían comprado a los hermanos pescadores Virasolo, se veía el caudaloso río Naranjillos, la calle principal que desembocaba en el muelle de los fruteros y el techo de chapa de la estafeta. Desde la galería, hacia el este, se veía el puente angosto. Juanito se consideraba un hombre joven para emprender nuevamente su oficio de herrero, y Lucinda perdía por quinta vez su embarazo, como siempre, antes de los dos meses. La visita a las aguas del río y al mar no dio resultado.
Que por eso solía argumentar Lucinda, con cierta calma en su voz, que era porque no lo habían soñado, en sus sueños solo había una niña. A Juanito, le encargaron que fabricara con buen acero, algunos machetes, y que les diera más filo a otros. Teresa consiguió trabajo con el doctor Teófilo Cabanillas para atender la sala de atención primaria a la salud y dicen que atendía más a las putas de la casa de "La Rosa Blanca" y a los bandidos de los hermanos Fonseca, Fontana, los Barragán Puebla, a los hombres que mandaba el tabacalero Kindelán, y a los mensajeros de Teófilo Cabanillas, que a los niños del pueblo.
Dicen los últimos testigos de Pueblo Mapuyo, que después de la masacre de Naranjillos, donde el sargento Illapha Tavarez y el cabo primero Guillermo Jensen, mataron como a veinte revolucionarios peremerimbinos y se llevaron a Teresa Paniagua al río, que Juanito y Lucinda Leonor, volvieron a Mapuyo con muestras de aciago en sus cabizbajos rostros. No, no fue Teresa Paniagua López una traidora. Quizás, me dicen, dejaron que se la lleven, o tal vez, porque siempre el peremerimbino ha respetado a las mujeres que vuelan, por ser estas hechiceras, por la magia de su desnudez, o por sentirse libres de toda atadura.
Dicen que no pudieron haber visto que dos días después que escaparan, los tanques de guerra y un avión del gobierno bombardeaban hasta los sueños de la gente, y que las costas se llenaron de peces suplicantes en las aguas de color rojo sangre. Y dicen que ante tal desgracia, ellos ahora decían que entendían aquellos sueños que habían tenido de niños, y que los repetían ante los habitantes del pueblo, y que los habitantes del pueblo les pidieron nuevamente que se vayan y que los vieron subir, cargando sus equipajes llenos de desconsuelos, el camino a la Sierra Nevada del Indio Muerto. Tres días antes de la llegada de los soldados a Mapuyo, dos días antes que la bella niña Rosario Kindelán llegara al pueblo descalza, huérfana de padre y madre y con un fuerte ataque de tos.
Nunca más nadie supo de los padres de Teresa Paniagua López, los nacidos en el pueblo Mapuyo, los de los mismos sueños, los que vivieron con nosotros, bajo este mismo cielo.
(©Walter R. Quinteros-Bajo este mismo cielo-Crónicas peremerimbinas-2014)

Me encantan éstas historias de Florencia Bonelli.
ResponderBorrarTodas estas historias empecé a escribirlas a lo largo de mis viajes por Brasil, Paraguay y Bolivia allá por el 2011 y terminé de escribirlas en la ciudad de Córdoba en el 2014.
ResponderBorrarPrecioso relato de dos que se amaron y " me contaron " que se han de cenar amando .
ResponderBorrarDistintas historias en un mismo contexto. Muchas gracias.
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