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viernes, 25 de septiembre de 2015

IBARRECHEA: AQUÍ NO HA PASADO NADA


Porque cuando nos avisaron que encontraron el féretro fuera de su tumba, todo roto, supimos que lo hicieron para robarle el oro al finado, no hay otros motivos -me dijo el suboficial de la policía de la provincia, Alcídes Pérez, conocido como el "poligordo."


Luego me decía, el doctor Eugenio Mansilla Crespo, que ante este caso, notaba que ya el cuerpo estaba en un estado de momificación, que ya no tenía tejidos blandos, que había entrado en lo que se llama, descalcificación, pulverización esquelética -el proceso que le digo-, consiste en la desecación del cadáver al evaporarse el agua de los tejidos. Y bueno, ha estado en un medio seco y ha tenido algo de aire circulante que ha contribuido, también el cadáver ya estaba adelgazado, desangrado. Pero esto se produce luego de un periodo mínimo de uno a dos años, en las condiciones ideales que le decía. 



La doctora María Clara Saldivia de Herrera me habló de la pérdida de peso del cadáver y el aspecto oscuro de la piel, que se adosaba al esqueleto, y que claramente se preservaban la fisonomía y los traumatismos en sus partes blandas. Parece que su muerte se produjo en forma natural -asintió-. Aunque no se exactamente en que fecha.



Pregunté de quién se trataba y en los registros del cementerio y de la oficina municipal no había más datos esclarecedores de que, hace aproximadamente treinta y cinco años atrás, la familia de don Orestes Orozco, pagó la tumba a perpetuidad, enterró al muerto y tiempo después vendieron sus propiedades y partieron en sus automóviles. 


Nunca se supo quién, cada tanto, le llevaba alguna que otra  flor de plástico -agregaron-.

Trabajaron la noche del domingo, por lo menos fueron dos personas -seguía contándome Alcides Pérez-, quienes no rompieron el candado de la puerta, usaron la portezuela del crematorio, que apenas tenía una simple traba y salida a los baldíos de los Herrera. Hay que tener huevos para eso. Y ¿Sabe una cosa? había huellas de zapatos grandes. Por eso detuvimos a varios empleados del cementerio, por averiguaciones, señor. Hicimos requisas en sus casas. Porque como usted se habrá dado cuenta, acá se sabe todo, de todos.

En la casa del empleado Rogelio Rojas, dice que encontraron una pequeña caja de chapa con dos millones de pesos moneda nacional, en billetes podridos, dos anillos de oro y una cadena con un crucifijo del mismo metal, y otras joyas que este bruto no supo esconder. Y cómo será de bruto que él mismo formula la denuncia ante nuestra dependencia.

En la casa del ex empleado municipal, Ernesto Villagra, cuñado de Rojas, dice que encontraron un libro del escritor Augusto Ponce de León, ya fallecido, que había sido donado y sellado como patrimonio municipal hace cincuenta y tres años atrás, y que debía haber estado en el último estante de la biblioteca, la de los autores locales, y que se titula "Historia de las familias de mi pueblo." 

En la página treinta y seis había un título intrigante: "El oro de los Orozco."


Según me explicaba el abogado penalista Rafael Díaz Erramuspe, que hay aquí una práctica increíblemente omitida en nuestro Código Penal. Para la ley de nuestro país, no es delito profanar tumbas, exhumar clandestinamente un cuerpo o robar un cadáver, salvo en los casos en que se pida un rescate. Fíjese usted que hoy en día -me dice mientras tomamos un café-,  ante una tumba profanada los damnificados sólo pueden abrir una causa por daños materiales, sin embargo, en el Código, son apenas contravenciones previstas en un  artículo contra la libertad y el honor. En este artículo, se prohíbe expresamente inhumar o exhumar clandestinamente un cadáver humano, violar un sepulcro o profanar un cadáver, sustraer o dispersar restos o cenizas de humanos, alterar o suprimir la identificación de una sepultura. También está prohibido conservar insepulto un cadáver humano fuera de los casos legalmente autorizados, dejarlo en la vía pública o en lugar no autorizado. Es simplemente una contravención grave, nada más. Así es que, con estos argumentos pediré la inmediata libertad de mis clientes inocentes.



El miércoles por la mañana, yo debía escribir la crónica correspondiente para mi periódico.
Me asomé a la calle temprano, a eso de las seis.
Tomé un desayuno en el bar del hotel.
Las radios se encienden.

Desde la gran ventana iluminada veo al lechero, que desde su carro, levanta la mano y saluda a los panaderos que fuman alegremente en la puerta de su negocio, mientras preparan el reparto para algunos almacenes. 

Las luces del día empezaban a clarear los techos de este pueblo.

Un ómnibus llega con algunas maestras que se van directamente a la escuela.

Se levantan las persianas de los comercios.
Los niños pasan con sus libros, cuadernos y útiles escolares.
Los obreros van a la fábrica de embutidos.
Los empleados administrativos, lucen mejores ropas en sus escritorios.
Algunas señoras se asoman por las ventanas.
Hay gente barriendo las veredas.
Dos perros cruzan la calle mansamente.
El quinielero escribe en una pizarra los números de la lotería favorecidos.
Hay una leve brisa que llena el aire con un tenue olor a bosta de vacas.

Una abuela, diría que octogenaria, vestida de luto y con una flor de plástico en la mano, viene hacia mi con paso decidido, me mira y me dice que aquí, en este pueblo, no ha pasado nada. 













José Antonio Ibarrechea
diceelwalter@gmail.com

RAFAEL R. COSTA: LA FACTORÍA

Wolfgang von Kempeler le pidió que le siguiera para mostrarle unos mapas, pero eran tantas salas, corredores y espacios los que conformaban aquella Factoría de Máquinas y Juguetes Dotados de Alma que, el equilibrista se alegraba de los pasos cortos del Maestro, porque así podía leer los nombres de las cosas que veía. El aire no era de calidad, tenía un espesor característico, olía a mecanismos, a grasa, a aceite, a resortes y a muelles, aunque no llegaba a resultar asfixiante. 
—Esos mecanismos de ahí —le dijo Wolfgang—, son Herones de Alejandría: aves que pueden silbar, sorber agua y expulsarla a chorros... Ésos son robotas sin rodillas ni codos... Y ésos que ve ahí son patos artificiales: capaces de picotear grano y defecarlo triturado; los que están enfrente son vulgares y ortopédicos hardimans, se cuentan por docenas... Gólems de cábalas y gólems de Meyrink (todos de cobre y metal batido, a excepción de sus corazones fabricados con porcelana), saltimbanquis, forzudos, volatineros, parejas de funambulistas, monos que suben por escaleras y se voltean, y otros... Hablaba sin darle importancia, sin mirar las piezas que le iba señalando ayudándose con un bombín color canela. Por su parte, él observaba embelesado. Un hombre de tantos conocimientos como su genética le había proporcionado, y acostumbrado a la suspensión aséptica de quirófanos, a la pulcritud extrema de las muestras de laboratorio, a fórmulas de abstracciones exactas y a leyes y principios descritos por la nanotécnica, se hallaba en la misma situación de ignorancia que cualquier otro sin sabiduría, mirando aquellos juguetes, aquellas máquinas –antropomorfas muchas de ellas– que conservaban la equidistancia entre la belleza más compacta y su doblez inquietante, y de las que poca gente cuerda aseguraría que no tenían alma de verdad. 
—¡Es fascinante, Maestro! Pero, ¿cuál es esa máquina de allí? Más que una máquina, como la llamó Gran Unus, era un muñeco autómata sentado en actitud desafiante, con los codos apoyados en una mesa de alabastro y mirando por encima un tablero de ajedrez incrustado en el centro, que mantenía todas las piezas dispuestas correctamente, como a punto de comenzar una partida. Era muy bonito aunque algo extravagante por lo extraordinario, de la altura de un hombre de mediano tamaño, adornado con un turbante de ostentosas rayas rojas y negras rematado con un diamante. En sus labios sostenía una larga pipa, y su rostro expresaba paciencia y arrogancia a partes iguales. 
—¿Ése le ha llamado la atención especialmente? ¿Por qué? 
—No sé, Maestro, es muy bonito. Se acercó al ingenio y lo miró con más detenimiento. 
—Es muy hermoso, un poco fantasmal, pero verdaderamente romántico, Maestro, parece que sólo le hace falta... 
—¿Comenzar la partida? Mueva la primera pieza, él juega con las negras... 
—¿Mover yo una pieza? ¡No...! No sé jugar a esto. Yo procedo de un mundo de números binarios, ajeno a la ilusión. Le aseguro que mi ciencia me permite entender el funcionamiento matemático de probabilidades aplicadas a la estrategia, pero no mi nostalgia, ni eso que ustedes llaman trance del jugador... Von Kempeler movió su mano con aspavientos dando a entender que no aceptaba renuncias tan vanas. 
—¡Mueva una pieza...! ¡Atrévase! Sin saber por qué, el equilibrista se acercó a la mesa, tocó una pieza y ésta se movió. Resultó ser uno de los peones de torre. Inmediatamente, de la pipa del muñeco surtió un halo de humo, en el turbante se encendió la piedra preciosa, se oyó un chasquido y un rodar de engranajes y por fin el ajedrecista autómata movió su pieza. Aquel acto mecánico fue suficiente para él, quien miró sorprendido y sonriente a Wolfgang. —Con esa salida, llamada Prusiana de hache dos, no tiene ninguna oportunidad de vencerle... 
—No me importa, ya le he dicho... Sólo puedo admirar tan exquisita obra de ingenio, en ningún caso competir con ella... ¿Quién la construyó? ¿Cuándo? ¿Por qué? 
—Eso no tiene importancia. Además, ya ha visto su funcionamiento: no son sino palancas, barras, engranajes y mecanismos sutiles de relojería, pero no se haga matemáticas, no son útiles para medir la dimensión que busca, sólo para desmembrarla en cortos períodos de duración de balancín... Créame, es más fácil construir una máquina para comunicarse con los muertos que una capaz de compenetrarse con el Tiempo. Ahora es necesario que me siga, quiero enseñarle esos mapas antes de que sea tarde. La idea de ver mapas que auguraban ser muy extraños y útiles para su búsqueda del Tiempo tenía la suficiente consistencia para dejar de pensar en otras cosas, pero aun siguiendo a la espalda del Maestro no pudo dejar de mirar el ingenio y de leer grabado en una plaquita de metal: El Turco, construido por el Maestro en Robótica Von Kempeler, XVIII. No quiso preguntarle nada, pues el diminuto y áspero señor del bombín color canela y engreídas maneras le señaló la pared donde estaba colgada la singular cartografía. 


© Rafael R. Costa 
Huelva – España 
Fuente: Anaquel literario Micrófono Abierto: Vivir de Libros 
Para conocer más del autor visita este sitio web: Amazon-Espasa Narrativa-La interpretadora de sueños-Rafael R. Costa. 
La interpretadora de sueños. Nueva edición
http://anaquelliterario.blogspot.com/2014/12/antologia-microfono-abierto-2014.html

Nació en Huelva capital, en la popular barriada de La Navidad (1959). Después de una vida de bohemio y viajero literario por Alemania, Francia y Sudáfrica, regresa a Huelva y gana una oposición en la conocida como 'Casa de la Cultura', donde se ubica la Biblioteca Pública Provincial. Aquí permanece durante cinco años hasta que decide marcharse a Madrid, donde reside desde 1989, dedicándose de manera exclusiva al oficio de escribir. Ha publicado varios libros de poesía, casi siempre resultado de premios ganados. También ha publicado varias novelas: El caracol de Byron que fue Premio Ciudad de Irún de Novela y El niño que quiso llamarse Paul Newman que ganó el Premio Onuba de Novela, y recientemente ha sido también finalista en la cuarta edición del premio Irreverentes de novela con su obra El Cráneo de Balboa. Sus obras: 44 sonetos de amor y otros barcos a la deriva - Berlín melodrama - El nazi elegante - La interpretadora de sueños - La novelista fingida - La novia de Txeroki - Valdemar Canaris, el navegante solitario. Fuente: www.compartelibros.com


CHARLES BUKOWSKI: NO HAY CAMINO AL PARAÍSO


Yo estaba sentado en un bar de la avenida Western. Era alrededor de medianoche y me encontraba en mi habitual estado de confusión. Quiero decir, bueno, ya sabes, nada funciona bien: las mujeres, el trabajo, el ocio el tiempo, los perros... Finalmente sólo puedes ir y sentarte atontado, totalmente noqueado, y esperar; como si estuvieses en una parada de autobús aguardando la muerte.



Bueno, pues yo estaba allí sentado y aquí entra una con el pelo largo y moreno, un bello cuerpo y tristes ojos marrones. Yo no di la vuelta para mirarla, seguí con mi vaso. La ignoré incluso cuando vino y se sentó a mi lado a pesar de que todos los demás asientos estaban vacíos. De hecho, éramos las únicas personas que había en el bar sin contar al encargado. Pidió un vino seco. Entonces me preguntó lo que estaba bebiendo.


-Escocés con agua -contesté.

-Y sírvale al señor un escocés con agua -le dijo al cantinero.

Bueno, esto no era muy normal.

Abrió su bolso, cogió una pequeña jaula, sacó de ella unos hombrecitos y los puso sobre la barra. Tenían alrededor de diez centímetros de altura, estaban apropiadamente vestidos y parecían tener vida. Eran cuatro: dos mujeres y dos hombres.

-Ahora los hacen así -dijo ella-. Son muy caros. Me costaron cerca de 2000 dólares cada uno cuando los compré. Ahora ya valen cerca de 2400. No conozco el proceso de fabricación pero probablemente sea ilegal.

Estaban paseando sobre la barra. De repente, uno de los hombrecitos abofeteó a una de las pequeñas mujeres.

-¡Tú, perra! -dijo-. No quiero saber nada más de ti.

-¡No, George, no puedes hacerme esto! -gritaba ella llorando-. ¡Yo te amo! ¡Me mataré! ¡Te necesito!

-No me importa -dijo el hombrecito, y sacó un minúsculo cigarrillo, encendiéndolo con gesto altivo-. Tengo derecho a hacer lo que me dé la gana.

-Si tú no la quieres -dijo el otro hombrecito- yo me quedo con ella, la amo.

-Pero yo no te quiero a ti, Marty. Yo estoy enamorada de George.

-Pero él es un cabrón, Anna, un verdadero cabronazo.

-Lo sé, pero lo amo de todos modos.

Entonces el pequeño cabrón se fue hacia la otra mujercita y la besó.

-Creo que se me está formando un triángulo -dijo la señorita que me había invitado al whisky–. Te los presentaré. Ese es Marty, y George, y Anna y Ruthie. George va de bajada, se lo hace bien. Marty es una especie de cabeza cuadrada.

-¿No es triste mirar todo esto? Eh... ¿Cómo te llamas?

-Dawn. Un nombre horrible, pero eso es lo que a veces les hacen las madres a sus hijos.

-Yo soy Hank. ¿Pero no es triste...?

-No, no es triste mirar todo esto. Yo no he tenido mucha suerte con mis propios amores, una suerte horrible, a decir verdad.

-Todos tenemos una suerte horrible.

-Supongo que sí. De todos modos, me compré estos hombrecitos y ahora me entretengo mirándolos, es como no tener ninguno de los problemas, pero tenerlo todo presente. Lo malo es que me pongo terriblemente caliente cuando empiezan a hacer el amor. Es la parte más difícil para mí.

-¿Son sexys?

-¡Muy, muy sexys! ¡Dios, me ponen de verdad caliente!

-¿Por qué no los pones a que lo hagan? Quiero decir, ahora mismo. Podremos mirarlos juntos.

-Oh, no se pueden manejar, tienen que ponerse a hacerlo por su cuenta.

-¿Y lo hacen a menudo?

-Oh, son bastante buenos. Lo hacen cerca de cuatro o cinco veces por semana.

Mientras tanto, ellos paseaban por la barra.

-Escucha -decía Marty-, dame una oportunidad. Sólo dame una oportunidad, Anna...

-No -decía la pequeña Anna-, mi amor pertenece a George. No puede ser de otra manera.

George estaba besando a Ruthie, acariciando sus pechos. Ruthie estaba empezando a calentarse.

-Ruthie está empezando a calentarse -le dije a Dawn.

-Sí que lo está. Está empezando de verdad.

Yo también me estaba excitando. Abracé a Dawn y la besé.

-Mira -dijo ella-, no me gusta que hagan el amor en público. Me los voy a llevar a casa y que lo hagan allí.

-Pero entonces no podré verlo.

-Bueno, sólo tienes que venir conmigo y podrás.

-De acuerdo -dije- vámonos.

Acabé mi bebida y salimos juntos. Ella llevaba a los hombrecitos metidos en la jaula. Subimos al coche y los pusimos entre nosotros en el asiento delantero. Miré a Dawn. Era realmente joven y bella. Parecía también inteligente. ¿Cómo podía haber fracasado con los hombres? Bueno, había tantos modos de fracasar unas relaciones... Los hombrecitos le habían costado 8000 dólares. Todo eso sólo para alejarse de las relaciones sexuales sin alejarse de ellas. Su casa estaba cerca de las colinas, un sitio agradable. Salimos del coche y fuimos hacia la puerta. Yo llevaba a la gentecilla en la jaula mientras Dawn abría la puerta.

-Estuve oyendo a Randy Newman la semana pasada en el Trovador. ¿Verdad que es grande? -me preguntó.

-Sí que lo es -contesté.

Entramos y Dawn abrió la jaula y los sacó y los puso sobre la mesita de café. Entonces se metió en la cocina y abrió el refrigerador y sacó una botella de vino. La trajo en compañía de dos copas.

-Perdona -dijo- pero pareces un poco chiflado. ¿En qué trabajas?

-Soy escritor.

-¿Y vas a escribir algo acerca de esto?

-Nunca se lo creerá nadie, pero lo escribiré.

-Mira -dijo Dawn- George le ha quitado las bragas a Ruthie. Le está metiendo el dedo. ¿Un poco de hielo?

-Sí, ya lo veo. No, no quiero hielo. El tipo va bien derecho.

-No sé -dijo Dawn-, pero de verdad que me excita mirarlos. Quizás es porque son tan pequeños. Realmente me calientan.

-Entiendo lo que quieres decir.

-Mira, George la está tumbando, se lo va a hacer.

-Sí, allá van.

-¡Míralos!

-¡Dios o la puta!

Abracé a Dawn. Comenzamos a besarnos. Cuando parábamos, sus ojos pasaban de mirarme a mí a mirar a los hombrecitos fornicando, y luego volvía a mirarme de nuevo a los ojos. Yo seguía siempre su mirada.

El pequeño Marty y la pequeña Anna también estaban mirando.

-Mira -decía Marty-, ellos lo están haciendo. Nosotros deberíamos hacerlo también. Incluso las personas grandes van a hacerlo. ¡Míralos!

-¿Oíste eso? -le pregunté a Dawn-. Ellos dicen que vamos a hacerlo, ¿es verdad eso?

-Espero que sea verdad -dijo Dawn.

La tumbé sobre el sofá y le subí la falda por encima de los muslos. La besé a lo largo del cuello.

-Te amo -dije.

-¿De verdad? ¿De verdad?

-Sí, de alguna manera, sí...

-De acuerdo -dijo la pequeña Anna al pequeño Marty- podemos hacerlo nosotros también, pero que quede claro que yo no te quiero.

Se abrazaron en medio de la mesita de café. Yo le había quitado ya a Dawn las bragas. Dawn gemía. La pequeña Ruthie gemía. Marty se la metió por fin a la pequeña Anna. Estaba pasando en todas partes. Me pareció como si toda la gente del mundo estuviese haciéndolo. Entonces me olvidé de toda la otra gente del mundo. Nos fuimos al dormitorio y allí se la metí a Dawn en una larga y tranquila cabalgada...

Cuando ella salió del baño yo estaba leyendo una estúpida historia en el Playboy.

-Estuvo tan bien -dijo.

-Fue un placer -contesté.

Se volvió a meter en la cama conmigo. Dejé la revista.

-¿Crees que nos lo podemos hacer juntos? -me preguntó.

-¿Qué quieres decir?

-Quiero decir que si tú crees que podemos seguir así, juntos, durante algún tiempo.

-No sé. Las cosas ocurren. El principio siempre es lo más fácil.

Entonces escuchamos un grito proveniente de la salita. «Oh oh», dijo Dawn. Se levantó y salió corriendo de la habitación. Yo la seguí.

Cuando llegué, ella estaba sosteniendo a George en sus manos.

-¡Oh, Dios mío!

-Qué ha pasado?

-Anna se lo hizo.

-¿Qué le hizo?

-¡Le cortó las pelotas! ¡George es un eunuco!

-¡Uau!

-¡Tráeme algo de papel higiénico, rápido! ¡Se está desangrando!

-Ese hijo de puta -decía la pequeña Anna desde la mesita de café- si yo no puedo tener a George, nadie lo tendrá.

-¡Ahora las dos me pertenecen! -dijo Marty.

-Ah no, tienes que elegir una de nosotras -dijo Anna.

-¿A cuál prefieres? -preguntó Ruthie.

-Yo las amo a las dos -dijo Marty.

-Ha parado de sangrar -dijo Dawn -se está quedando frío.

Envolvió a George en un pañuelo y lo puso sobre el mantel.

-Quiero decir -dijo Dawn- que si tú crees que lo nuestro no va a funcionar, no quiero seguir por más tiempo.

-Creo que te amo, Dawn -dije.

-Mira -dijo ella-. ¡Marty está abrazando a Ruthie!

-¿Crees que van a hacerlo?

-No sé. Parecen excitados.

Dawn cogió a Anna y la metió en la pequeña jaula.

-¡Déjenme salir! ¡Los mataré a los dos! ¡Déjenme salir! -gritaba.

George gimió desde el interior del pañuelo sobre el mantel. Marty le había quitado las bragas a Ruthie. Yo me atraje a Dawn. Era joven, bella e inteligente. Podía volver a estar enamorado. Era posible. Nos besamos. Me sumergí en sus grandes ojos marrones. Entonces me levanté y eché a correr. Sabía dónde estaba. Una cucaracha y un águila hacían el amor. El tiempo era un bobo con un banjo. Seguía corriendo. Su larga cabellera me caía por la cara.

-¡Mataré a todo el mundo! -gritaba la pequeña Anna. Se agitaba sacudiendo su jaula de alambre a las tres de la madrugada.



Charles Bukowski


Poeta y novelista norteamericano nacido en  Andernach, Alemania, en 1920, trasladado a Los Angeles, 
EE.UU., en 1922. El traumático ambiente familiar que soportó en su infancia lo convirtió en un joven de 
carácter conflictivo, amante del alcohol y de la vida bohemia, costumbres que sólo abandonó por períodos
muy cortos de su vida. Algunos estudios de arte, periodismo y literatura, fueron la base para iniciar su carrera literaria, publicando los primeros poemas a la edad de treinta y cinco años.  Su obra, unas veces realista y brutal, y otras, tierna y sentimental, está representada por más de treinta publicaciones, entre las que se destacan: 
"Crucifijo en una mano muerta" 1965, "Cartero"1970, "El amor es un perro del infierno" 1974, "La senda del perdedor"1982, "Shakespeare nunca lo hizo" 1990"Peleando a la contra" 1991 , "La última noche de la tierra" 
1992 y "El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco" 1994.Falleció en 1994. © amediavoz.com 

ROBERTO BOLAÑO: JIM

Hace muchos años tuve un amigo que se llamaba Jim y desde entonces nunca he vuelto a ver a un norteamericano más triste. Desesperados he visto muchos. Tristes, como Jim, ninguno. Una vez se marchó a Perú, en un viaje que debía durar más de seis meses, pero al cabo de poco tiempo volví a verlo. ¿En qué consiste la poesía, Jim?, le preguntaban los niños mendigos de México. Jim los escuchaba mirando las nubes y luego se ponía a vomitar. Léxico, elocuencia, búsqueda de la verdad. Epifanía. Como cuando se te aparece la Virgen. En Centroamérica lo asaltaron varias veces, lo que resultaba extraordinario para alguien que había sido marine y antiguo combatiente en Vietnam. No más peleas, decía Jim. Ahora soy poeta y busco lo extraordinario para decirlo con palabras comunes y corrientes. ¿Tú crees que existen palabras comunes y corrientes? Yo creo que sí, decía Jim. Su mujer era una poeta chicana que amenazaba, cada cierto tiempo, con abandonarlo. Me mostró una foto de ella. No era particularmente bonita. Su rostro expresaba sufrimiento y debajo del sufrimiento asomaba la rabia. La imaginé en un apartamento de San Francisco o en una casa de Los Ángeles, con las ventanas cerradas y las cortinas abiertas, sentada a la mesa, comiendo trocitos de pan de molde y un plato de sopa verde. Por lo visto a Jim le gustaban las morenas, las mujeres secretas de la historia, decía sin dar mayores explicaciones. A mí, por el contrario, me gustaban las rubias. Una vez lo vi contemplando a los tragafuegos de las calles del DF. Lo vi de espaldas y no lo saludé, pero evidentemente era Jim. El pelo mal cortado, la camisa blanca y sucia, la espalda cargada como si aún sintiera el peso de la mochila. El cuello rojo, un cuello que evocaba, de alguna manera, un linchamiento en el campo, un campo en blanco y negro, sin anuncios ni luces de estaciones de gasolina, un campo tal como es o como debería ser el campo: baldíos sin solución de continuidad, habitaciones de ladrillo o blindadas de donde hemos escapado y que esperan nuestro regreso. Jim tenía las manos en los bolsillos. El tragafuegos agitaba su antorcha y se reía de forma feroz. Su rostro, ennegrecido, decía que podía tener treintaicinco años o quince. No llevaba camisa y una cicatriz vertical le subía desde el ombligo hasta el pecho. Cada cierto tiempo se llenaba la boca de líquido inflamable y luego escupía una larga culebra de fuego. La gente lo miraba, apreciaba su arte y seguía su camino, menos Jim, que permanecía en el borde de la acera, inmóvil, como si esperara algo más del tragafuegos, una décima señal después de haber descifrado las nueve de rigor, o como si en el rostro tiznado hubiera descubierto la cara de un antiguo amigo o de alguien que había matado. Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entonces tenía dieciocho o diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no lo era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí. Pasado un tiempo me cansé de mirar la espalda de Jim y los visajes del tragafuegos. Lo cierto es que me acerqué y lo llamé. Jim pareció no oírme. Al volverse observé que tenía la cara mojada de sudor. Parecía afiebrado y le costó reconocerme: me saludó con un movimiento de cabeza y luego siguió mirando al tragafuegos. Cuando me puse a su lado me di cuenta de que estaba llorando. Probablemente también tenía fiebre. Asimismo descubrí, con menos asombro con el que ahora lo escribo, que el tragafuegos estaba trabajando exclusivamente para él, como si todos los demás transeúntes de aquella esquina del DF no existiéramos. Las llamaradas, en ocasiones, iban a morir a menos de un metro de donde estábamos. ¿Qué quieres, le dije, que te asen en la calle? Una broma tonta, dicha sin pensar, pero de golpe caí en que eso, precisamente, esperaba Jim. Chingado, hechizado / Chingado, hechizado, era el estribillo, creo recordar, de una canción de moda aquel año en algunos hoyos funkis. Chingado y hechizado parecía Jim. El embrujo de México lo había atrapado y ahora miraba directamente a la cara a sus fantasmas. Vámonos de aquí, le dije. También le pregunté si estaba drogado, si se sentía mal. Dijo que no con la cabeza. El tragafuegos nos miró. Luego, con los carrillos hinchados, como Eolo, el dios del viento, se acercó a nosotros. Supe, en una fracción de segundo, que no era precisamente viento lo que nos iba a caer encima. Vámonos, dije, y de un golpe lo despegué del funesto borde de la acera. Nos perdimos calle abajo, en dirección a Reforma, y al poco rato nos separamos. Jim no abrió la boca en todo el tiempo. Nunca más lo volví a ver.

Roberto Bolaño (Santiago, 28 de abril de 1953 – Barcelona, 15 de julio de 2003 ) fue un escritor y poeta chileno, cuya novela Los detectives salvajes ganó los premios Herralde 1998 y Rómulo Gallegos 1999.

DÁMASO ALONSO: EN LA SOMBRA


Sí: tú me buscas.

A veces en la noche yo te siento a mi lado,
que me acechas,
que me quieres palpar,
y el alma se me agita con el terror y el sueño,
como una cabritilla, amarrada a una estaca,
que ha sentido la onda sigilosa del tigre
y el fallido zarpazo que no incendió la carne,
que se extinguió en el aire oscuro.

Sí: tú me buscas.

Tú me oteas, escucho tu jadear caliente,
tu revolver de bestia que se hiere en los troncos,
siento en la sombra
tu inmensa mole blanca, sin ojos, que voltea
igual que un iceberg que sin rumor se invierte en el
agua salobre.

Sí: me buscas.
Torpemente, furiosamente llena de amor me buscas.

No me digas que no. No, no me digas
que soy náufrago solo
como esos que de súbito han visto las tinieblas
rasgadas por la brasa de luz de un gran navío,
y el corazón les puja de gozo y de esperanza.
Pero el resuello enorme
pasó, rozó lentísimo, y se alejó en la noche,
indiferente y sordo.

Dime, di que me buscas.
Tengo miedo de ser náufrago solitario,
miedo de que me ignores
como al náufrago ignoran los vientos que le baten,
las nebulosas últimas, que, sin ver, le contemplan.


Dámaso Alonso 

(Dámaso Alonso y Fernández de las Redondas, Madrid, 1898 - 1990), crítico literario, editor, antólogo, traductor, filólogo y director de la R.A.E,  fue uno de los grandes poetas de la generación del 27. Dámaso Alonso © lapalabraesmágica.blogspot.com.es - Foto: Langrocultura.com

MÚSICA: EL CUARTETO IMPERIAL


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Historia del Cuarteto Imperial


    La historia del Cuarteto Imperial, responde totalmente a hechos reales, recopilados a través de toda una vida llena de música y canciones, que el Cuarteto Imperial a través de tantos años ha venido difundiendo por diferentes países del mundo, hechos estos y circunstancias, que han nacido por la necesidad de transmitir alegría  a este mundo, lleno de seres humanos, de pasiones, inquietudes, egoí­smo, ilusiones, esperanzas, desazones y otras cualidades buenas o malas que la música hace transformar y que con mayor razón si se trata de una música alegre y divertida como la cumbia, uno de los aires más representativos del folclore Colombiano.


    El cuarteto imperial ha recibido mucho apoyo y cariño del publico que presencia nuestras actuaciones, muy especialmente el publico argentino, que no solo gusta de escuchar nuestra música, si no que también se interesa por los detalles y por menores que rodean la vida y el origen del grupo.

    Este conjunto de origen colombiano que salió de Colombia buscando nuevos horizontes a la república argentina un 13 de junio del año 1964 del siglo pasado y basto con grabar su primer long play para convertirse en los reyes de la cumbia y ser el grupo colombiano que mas discos a grabado en el exterior, haciéndose acreedores a muchos discos de oro y platino por sus ventas millonarias, que en la sola república argentina supero los 30 millones de discos vendidos.


    Han recibido innumerables trofeos, no solo en Argentina, sino en Paraguay, Uruguay, Estados Unidos y su patria colombiana. También visitaron Australia donde fue el primer grupo de música tropical que les editaron 2 discos de larga duración.

    El cuarteto imperial dentro de su gama musical, han infundido notablemente la cumbia con la que se han identificado por que la cumbia es alegría, y es música que embellece la especie humana.


    Acabamos de cumplir 40 años de éxitos del cuarteto imperial y gracias a Dios seguimos vigentes, pues nuestro éxito "la cumbia del monstruo" lo ratifica. Gracias mil gracias a todo el publico que asiste a nuestras presentaciones y nos brindan sus aplausos y simpatía. También a los diferentes medios de comunicación que difunden nuestras grabaciones.

    Aunque todos los hombres no tienen la vocación de ser músicos, cantantes, poetas, pintores, etc. por no tener la actitud o disposición para estos oficios; sin embargo tendrán muchos de ellos en diferentes ocasiones de la vida civil, acreditar con el imperio de la palabra su merito.


    El cuarteto imperial tuvo la suerte de acreditar su nombre, con el imperio de la cumbia. 


    HELI TORO ALVAREZ

    Director y creador del cuarteto imperial.
    Nacido en Manzanares, Caldas, Colombia.
    Fuente:www.cuartetoimperial.com


    viernes, 18 de septiembre de 2015

    IBARRECHEA: BOMBONES DE CHOCOLATE RELLENOS


    Elvira Suárez se casó a los veintiún años con el hijo del puestero de la estancia "Rosendo" a quien todos en el pueblo llamaban "el vasco" Irigarribia.


    Había sido su primer novio. 
    A él le hizo sus primeros bombones de chocolate rellenos copiando recetas.

    Discutió varias veces con su padre porque nunca quiso al vasco como su compañero. 
    Le decía que era un bruto, un cabeza dura.



    El matrimonio duró quince años.

    El vasco murió una tarde de otoño, cuando cayó de cabeza desde su caballo.

    Su madre tenía artritis. La llevaron sus hermanas.
    Su padre, ya viejo y cansado también se fue con ellas. 



    Elvira tenía dos hijos varones. 
    Ellos siguieron cumpliendo con las tareas de su finado padre.



    Después, Cristian, el hijo mayor, se enroló en la Armada.
    Era un eficiente suboficial de una nave torpedera.



    Mauro, conoció una señora mayor que por largas noches de placer lo llevó a vivir a la ciudad. 
    Lo llevaba de vacaciones al mar.


    Elvira, tenía cuarenta y seis años cuando quedó sola en la casa de campo.

    Cobraba la pensión, los hijos le enviaban dinero, decía que nada le faltaba.



    La abordaron varios hombres por su madura belleza.
    A todos los rechazó.



    Hombres casados, no. Solteros, no. Divorciados, no. Viudos, no. Separados, no.
    Rubios, no. Morenos, no. Colorados, no.

    Con mucho dinero, no. Con poco dinero, no.
    Ni altos, ni bajos, ni con ojos azules, ni marrones, ni negros, no.

    Al médico clínico, no. Al ingeniero agrónomo, no. Al veterinario, no.
    Al poeta de los endecasílabos, no. Al mecánico de piropos apasionados, no.

    No, no y no.
    Muchas gracias caballero por prestarme su amable atención.

    Elvira hacía las compras y todos murmuraban, nadie se atrevía a preguntarle nada.
    No tenía amigas, solo algunas conocidas, eso alimentaba la máquina de chismes.

    No concurría a la Iglesia.
    Estaba enojada con Dios y sus hermanas por la muerte de sus padres en un geriátrico.

    Había que verla caminar para imaginarla desnuda en la cama.
    Sonrisa atrayente, modales elegantes, carnes vigorosas, cabello suelto.

    La espiaban, estaba sola.
    Vivía sola.

    Sola, lo que se dice sola, tampoco. Cuatro gatos, dos perros, un caballo viejo al fondo, al lado del granero y los ratones de siempre. Por el maíz, vienen por el maíz.

    A veces venían sus hijos a visitarla.
    Ella preparaba unos ricos bombones de chocolate rellenos para convidarlos. 

    Preparaba los moldes.
    Los limpiaba con alcohol y los secaba.
    Derretía el baño de repostería, templaba el chocolate elegido.
    Colocaba una pequeña cantidad en cada hueco de los moldes.
    Realizaba unos suaves movimientos, para que se cubran de chocolate. 
    Cuando comenzaban a orearse, los rellenaba.
    Utilizaba una bolsita o una manga para eso. 
    Empujaba el relleno a la punta para que salga con facilidad. 
    A veces mezclaba dulce de leche con algún licor o cognac para darle un toque especial.
    Pasas de uva, nuez, almendras.
    Finalmente, los dejaba secar y los desmoldaba.

    Cristian la hizo abuela, cerca de la Navidad.
    El niño fue bautizado como Ignacio Irigarribia.

    Mauro, sonriente, le mostró el auto importado que le regalaron algunas señoras de la ciudad, por sus servicios sexuales descontrolados.

    Cristian murió en la guerra.
    Ahogado en las frías aguas del Atlántico.

    Mauro, murió al año siguiente, le contaron cuatro balazos en la espalda, en una cama ajena, arriba de una mujer ajena.

    Su esposo el vasco, el féretro vacío y embanderado de Cristian, y el de Mauro, dormían en los nichos del Panteón Social del cementerio. En un manso silencio.

    Allí, envuelta en todo su dolor, compartió algunas veladas con sus vecinas y el cura Aparicio.
    Rezaban novenas.

    Cuando Elvira cumplió cincuenta años, invitó a ciertas señoras del pueblo a festejar su medio siglo de penurias. Fue casa por casa, golpeaba las manos. Tocaba timbres.

    En la ferretería y forrajería "La Rueda", compró warfarina y brometalina.
    En la panadería "San Cayetano", compró los elementos para hacer los bombones rellenos.

    Asistieron en total catorce vecinas y conocidas, todas ellas muy curiosas.
    Estaban bien vestidas para la ocasión. Volverían con chismes frescos.

    Le llevaron costosos regalos.
    Le hablaban de las bondades de los productos.

    Ella les agradeció la visita.
    Les convidó sus sabrosos bombones de chocolate rellenos.

    Elvira Suárez separó los suyos.
    Los comió y brindó con sidra en una amigable reunión.

    Cayó muerta envenenada.
    Cuarenta minutos después que la última vecina se retiró.

    Algunas dijeron que los bombones estaban exquisitos.
    Formidables, riquísimos.


    José Antonio Ibarrechea

    Deán Funes, Córdoba, Argentina.1955. Escritor.
    Fuente: diceelwalter.blogspot.com

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: LOS FUNERALES DE LA MAMÁ GRANDE


    Ésta es, incrédulos del mundo entero, la verídica historia de la Mamá Grande, soberana absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió en olor de santidad un martes del setiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo Pontífice.

    Ahora que la nación sacudida en sus entrañas ha recobrado el equilibrio; ahora que los gaiteros de San Jacinto, los contrabandistas de la Guajira, los arroceros del Sinú, las prostitutas de Guacamayal, los hechiceros de la Sierpe y los bananeros de Aracataca han colgado sus toldos para restablecerse de la extenuante vigilia, y que han recuperado la serenidad y vuelto a tomar posesión de sus estados el presidente de la república y sus ministros y todos aquellos que representaron al poder público y a las potencias sobrenaturales en la más espléndida ocasión funeraria que registren los anales históricos; ahora que el Sumo Pontífice ha subido a los Cielos en cuerpo y alma, y que es imposible transitar en Macondo a causa de las botellas vacías, las colillas de cigarrillos, los huesos roídos, las latas y trapos y excrementos que dejó la muchedumbre que vino al entierro, ahora es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a contar desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional, antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores.

    Hace catorce semanas, después de interminables noches de cataplasmas, sinapismos y ventosas, demolida por la delirante agonía, la Mamá Grande ordenó que la sentaran en su viejo mecedor de bejuco para expresar su última voluntad. Era el único requisito que le hacía falta para morir. Aquella mañana, por intermedio del padre Antonio Isabel, había arreglado los negocios de su alma, y sólo le faltaba arreglar los de sus arcas con los nueve sobrinos, sus herederos universales, que velaban en torno al lecho. El párroco, hablando solo y a punto de cumplir cien años, permanecía en el cuarto. Se habían necesitado diez hombres para subirlo hasta la alcoba de la Mamá Grande, y se había decidido que allí permaneciera para no tener que bajarlo y volverlo a subir en el minuto final.

    Nicanor, el sobrino mayor, titánico y montaraz, vestido de caqui, botas con espuelas y un revólver calibre 38, cañón largo, ajustado bajo la camisa, fue en busca del notario. La enorme mansión de dos plantas, olorosa a melaza y a orégano, con sus oscuros aposentos atiborrados de arcones y cachivaches de cuatro generaciones convertidas en polvo, se había paralizado desde la semana anterior a la expectativa de aquel momento. En el profundo corredor central, con garfios en las paredes donde en otro tiempo se colgaron cerdos desollados y se desangraban venados en los soñolientos domingos de agosto, los peones dormían amontonados sobre sacos de sal y útiles de labranza, esperando la orden de ensillar las bestias para divulgar la mala noticia en el ámbito de la hacienda desmedida. El resto de la familia estaba en la sala. Las mujeres lívidas, desangradas por la herencia y la vigilia, guardaban un luto cerrado que era una suma de incontables lutos superpuestos. La rigidez matriarcal de la Mamá Grande había cercado su fortuna y su apellido con una alambrada sacramental, dentro de la cual los tíos se casaban con las hijas de las sobrinas, y los primos con las tías, y los hermanos con las cuñadas, hasta formar una intrincada maraña de consanguinidad que convirtió la procreación en un círculo vicioso. Sólo Magdalena, la menor de las sobrinas, logró escapar al cerco; aterrorizada por las alucinaciones se hizo exorcizar por el padre Antonio Isabel, se rapó la cabeza y renunció a las glorias y vanidades del mundo en el noviciado de la Prefectura Apostólica. Al margen de la familia oficial y en ejercicio del derecho de pernada, los varones habían fecundado hatos, veredas y caseríos con toda una descendencia bastarda, que circulaba entre la servidumbre sin apellidos a título de ahijados, dependientes, favoritos y protegidos de la Mamá Grande.

    La inminencia de la muerte removió la extenuante expectativa. La voz de la moribunda, acostumbrada al homenaje y a la obediencia, no fue más sonora que un bajo de órgano en la pieza cerrada, pero resonó en los más apartados rincones de la hacienda. Nadie era indiferente a esa muerte. Durante el presente siglo, la Mamá Grande había sido el centro de gravedad de Macondo, como sus hermanos, sus padres y los padres de sus padres lo fueron en el pasado, en una hegemonía que colmaba dos siglos. La aldea se fundó alrededor de su apellido. Nadie conocía el origen, ni los límites ni el valor real del patrimonio, pero todo el mundo se había acostumbrado a creer que la Mamá Grande era dueña de las aguas corrientes y estancadas, llovidas y por llover, y de los caminos vecinales, los postes del telégrafo, los años bisiestos y el calor, y que tenía además un derecho heredado sobre vida y haciendas. Cuando se sentaba a tomar el fresco de la tarde en el balcón de su casa, con todo el peso de sus vísceras y su autoridad aplastado en su viejo mecedor de bejuco, parecía en verdad infinitamente rica y poderosa, la matrona más rica y poderosa del mundo.
    A nadie se le había ocurrido pensar que la Mamá Grande fuera mortal, salvo a los miembros de su tribu, y a ella misma, aguijoneada por las premoniciones seniles del padre Antonio Isabel. Pero ella confiaba en que viviría más de 100 años, como su abuela materna, que en la guerra de 1875 se enfrentó a una patrulla del coronel Aureliano Buendía, atrincherada en la cocina de la hacienda. Sólo en abril de este año comprendió la Mamá Grande que Dios no le concedería el privilegio de liquidar personalmente, en franca refriega, a una horda de masones federalistas.
    En la primera semana de dolores el médico de la familia la entretuvo con cataplasmas de mostaza y calcetines de lana. Era un médico hereditario, laureado en Montpellier, contrario por convicción filosófica a los progresos de su ciencia, a quien la Mamá Grande había concedido la prebenda de que se impidiera en Macondo el establecimiento de otros médicos. En un tiempo recorría el pueblo a caballo, visitando a los lúgubres enfermos del atardecer, y la naturaleza le concedió el privilegio de ser padre de numerosos hijos ajenos. Pero la artritis le anquilosó en un chinchorro, y terminó por atender a sus pacientes sin visitarlos, por medio de suposiciones, correveidiles y recados. Requerido por la Mamá Grande atravesó la plaza en pijama, apoyado en dos bastones, y se instaló en la alcoba de la enferma. Sólo cuando comprendió que la Mamá Grande agonizaba, hizo llevar un arca con pomos de porcelana marcados en latín y durante tres semanas embadurnó a la moribunda por dentro y por fuera con toda suerte de emplastos académicos, julepes magníficos y supositorios magistrales. Después le aplicó sapos ahumados en el sitio del dolor y sanguijuelas en los riñones, hasta la madrugada de ese día en que tuvo que enfrentarse a la disyuntiva de hacerla sangrar por el barbero o exorcizar por el padre Antonio Isabel.
    Nicanor mandó a buscar al párroco. Sus diez hombres mejores lo llevaron desde la casa cural hasta el dormitorio de la Mamá Grande, sentado en su crujiente mecedor de mimbre bajo el mohoso palio de las grandes ocasiones. La campanilla del Viático en el tibio amanecer de setiembre fue la primera notificación a los habitantes de Macondo. Cuando salió el sol, la placita frente a la casa de la Mamá Grande parecía una feria rural.
    Era como el recuerdo de otra época. Hasta cuando cumplió los 70, la Mamá Grande celebró su cumpleaños con las ferias más prolongadas y tumultuosas de que se tenga memoria. Se ponían damajuanas de aguardiente a disposición del pueblo, se sacrificaban reses en la plaza pública, y una banda de músicos instalada sobre una mesa tocaba sin tregua durante tres días. Bajo los almendros polvorientos donde la primera semana del siglo acamparon las legiones del coronel Aureliano Buendía, se ponían ventas de masato, bollos, morcillas, chicharrones, empanadas, butifarras, caribañolas, pandeyuca, almojábanas, buñuelos, arepuelas, hojaldres, longanizas, mondongos, cocadas, guarapo, entre todo género de menudencias, chucherías, baratijas y cacharros, y peleas de gallos y juegos de lotería. En medio de la confusión de la muchedumbre alborotada, se vendían estampas y escapularios con la imagen de la Mamá Grande.
    Las festividades comenzaban la antevíspera y terminaban el día del cumpleaños, con un estruendo de fuegos artificiales y un baile familiar en la casa de la Mamá Grande. Los selectos invitados y los miembros legítimos de la familia, generosamente servidos por la bastardía, bailaban al compás de la vieja pianola equipada con rollos de moda. La Mamá Grande presidía la fiesta desde el fondo del salón, en una poltrona con almohadas de lino, impartiendo discretas instrucciones con su diestra adornada de anillos en todos los dedos. A veces en complicidad con los enamorados pero casi siempre aconsejada por su propia inspiración, aquella noche concertaba los matrimonios del año entrante. Para clausurar el jubileo, la Mamá Grande salía al balcón adornado con diademas y faroles de papel, y arrojaba monedas a la muchedumbre.
    Aquella tradición se había interrumpido, en parte por los duelos sucesivos de la familia, y en parte por la incertidumbre política de los últimos tiempos. Las nuevas generaciones no asistieron sino de oídas a aquellas manifestaciones de esplendor. No alcanzaron a ver a la Mamá Grande en la misa mayor, abanicada por algún miembro de la autoridad civil, disfrutando del privilegio de no arrodillarse ni en el instante de la elevación para no estropear su saya de volantes holandeses y sus almidonados pollerines de olán. Los ancianos recordaban como una alucinación de la juventud los doscientos metros de esteras que se tendieron desde la casa solariega hasta el altar mayor, la tarde en que María del Rosario Castañeda y Montero asistió a los funerales de su padre, y regresó por la calle esterada investida de su nueva e irradiante dignidad, a los 22 años, convertida en la Mamá Grande. Aquella visión medieval pertenecía entonces no sólo al pasado de la familia, sino al pasado de la nación. Cada vez más imprecisa y remota, visible apenas en su balcón sofocado entonces por los geranios en las tardes de calor, la Mamá Grande se esfumaba en su propia leyenda. Su autoridad se ejercía a través de Nicanor. Existía la promesa tácita, formulada por la tradición, de que el día en que la Mamá Grande lacrara su testamento, los herederos decretarían tres noches de jolgorios públicos. Pero se sabía asimismo que ella había decidido no expresar su voluntad última hasta pocas horas antes de morir, y nadie pensaba seriamente en la posibilidad de que la Mamá Grande fuera mortal. Sólo esa madrugada, despertados por los cencerros del Viático, los habitantes de Macondo se convencieron de que la Mamá Grande no sólo era mortal, sino que se estaba muriendo.
    Su hora era llegada. En su cama de lienzo, embadurnada de áloes hasta las orejas, bajo la marquesina de polvorienta espumilla, apenas se adivinaba la vida en la tenue respiración de sus tetas matriarcales. La Mamá Grande, que hasta los cincuenta años rechazó a los más apasionados pretendientes, y que fue dotada por la naturaleza para amamantar ella sola a toda su especie, agonizaba virgen y sin hijos. En el momento de la extremaunción, el padre Antonio Isabel tuvo que pedir ayuda para aplicarle los óleos en la palma de las manos, pues desde el principio de su agonía la Mamá Grande tenía los puños cerrados. De nada valió el concurso de las sobrinas. En el forcejeo, por primera vez en una semana, la moribunda apretó contra su pecho la mano constelada de piedras preciosas, y fijó en las sobrinas su mirada sin color, diciendo: “Salteadoras.” Luego vio al padre Antonio Isabel en indumentaria litúrgica y al monaguillo con los instrumentos sacramentales, y murmuró con una convicción apacible: “Me estoy muriendo.” Entonces se quitó el anillo con el Diamante Mayor y se lo dio a Magdalena, la novicia, a quien correspondía por ser la heredera menor. Aquél era el final de una tradición: Magdalena había renunciado a su herencia en favor de la Iglesia.
    Al amanecer, la Mamá Grande pidió que la dejaran a solas con Nicanor para impartir sus últimas instrucciones. Durante media hora, con perfecto dominio de sus facultades, se informó de la marcha de los negocios. Hizo formulaciones especiales sobre el destino de su cadáver, y se ocupó por último de las velaciones. “Tienes que estar con los ojos abiertos”, dijo. “Guarda bajo llave todas las cosas de valor, pues mucha gente no viene a los velorios sino a robar.” Un momento después, a solas con el párroco, hizo una confesión dispendiosa, sincera y detallada, y comulgó más tarde en presencia de los sobrinos. Entonces fue cuando pidió que la sentaran en el mecedor de bejuco para expresar su última voluntad.
    Nicanor había preparado, en veinticuatro folios escritos con letra muy clara, una escrupulosa relación de sus bienes. Respirando apaciblemente, con el médico y el padre Antonio Isabel por testigos, la Mamá Grande dictó al notario la lista de sus propiedades, fuente suprema y única de su grandeza y autoridad. Reducido a sus proporciones reales, el patrimonio físico se reducía a tres encomiendas adjudicadas por Cédula Real durante la Colonia, y que con el transcurso del tiempo, en virtud de intrincados matrimonios de conveniencia, se habían acumulado bajo el dominio de la Mamá Grande. En ese territorio ocioso, sin límites definidos, que abarcaba cinco municipios y en el cual no se sembró nunca un solo grano por cuenta de los propietarios, vivían a título de arrendatarias 352 familias. Todos los años, en vísperas de su onomástico, la Mamá Grande ejercía el único acto de dominio que había impedido el regreso de las tierras al estado: el cobro de los arrendamientos. Sentada en el corredor interior de su casa, ella recibía personalmente el pago del derecho de habitar en sus tierras, como durante más de un siglo lo recibieron sus antepasados de los antepasados de los arrendatarios. Pasados los tres días de la recolección, el patio estaba atiborrado de cerdos, pavos y gallinas, y de los diezmos y primicias sobre los frutos de la tierra que se depositaban allí en calidad de regalo. En realidad, ésa era la única cosecha que jamás recogió la familia de un territorio muerto desde sus orígenes, calculado a primera vista en 100.000 hectáreas. Pero las circunstancias históricas habían dispuesto que dentro de esos límites crecieran y prosperaran las seis poblaciones del distrito de Macondo, incluso la cabecera del municipio, de manera que todo el que habitara una casa no tenía más derecho de propiedad del que le correspondía sobre los materiales, pues la tierra pertenecía a la Mamá Grande y a ella se pagaba el alquiler, como tenía que pagarlo el gobierno por el uso que los ciudadanos hacían en las calles.
    En los alrededores de los caseríos, merodeaba un número nunca contado y menos atendido de animales herrados en los cuartos traseros con la forma de un candado. Ese hierro hereditario, que más por el desorden que por la cantidad se había hecho familiar en remotos departamentos donde llegaban en verano, muertas de sed, las reses desperdigadas, era uno de los más sólidos soportes de la leyenda. Por razones que nadie se había detenido a explicar, las extensas caballerizas de la casa se habían vaciado progresivamente desde la última guerra civil, y en los últimos tiempos se habían instalado en ellas trapiches de caña, corrales de ordeño, y una piladora de arroz.
    Aparte de lo enumerado, se hacía constar en el testamento la existencia de tres vasijas de morrocotas enterradas en algún lugar de la casa durante la guerra de Independencia, que no habían sido halladas en periódicas y laboriosas excavaciones. Con el derecho de continuar la explotación de la tierra arrendada y de percibir los diezmos y primicias y toda clase de dádivas extraordinarias, los herederos recibían un plano levantado de generación en generación, y por cada generación perfeccionado, que facilitaba el hallazgo del tesoro enterrado.
    La Mamá Grande necesitó tres horas para enumerar sus asuntos terrenales. En la sofocación de la alcoba, la voz de la moribunda parecía dignificar en su sitio cada cosa enumerada. Cuando estampó su firma, balbuciente, y debajo estamparon la suya los testigos, un temblor secreto sacudió el corazón de las muchedumbres que empezaban a concentrarse frente a la casa, a la sombra de los almendros polvorientos.
    Sólo faltaba entonces la enumeración minuciosa de los bienes morales. Haciendo un esfuerzo supremo -el mismo que hicieron sus antepasados antes de morir para asegurar el predominio de su especie- la Mamá Grande se irguió sobre sus nalgas monumentales, y con voz dominante y sincera, abandonada a su memoria, dictó al notario la lista de su patrimonio invisible:
    La riqueza del subsuelo, las aguas territoriales, los colores de la bandera, la soberanía nacional, los partidos tradicionales, los derechos del hombre, las libertades ciudadanas, el primer magistrado, la segunda instancia, el tercer debate, las cartas de recomendación, las constancias históricas, las elecciones libres, las reinas de la belleza, los discursos trascendentales, las grandiosas manifestaciones, las distinguidas señoritas, los correctos caballeros, los pundonorosos militares, su señoría ilustrísima, la corte suprema de justicia, los artículos de prohibida importación, las damas liberales, el problema de la carne, la pureza del lenguaje, los ejemplos para el mundo, el orden jurídico, la prensa libre pero responsable, la Atenas sudamericana, la opinión pública, las lecciones democráticas, la moral cristiana, la escasez de divisas, el derecho de asilo, el peligro comunista, la nave del estado, la carestía de la vida, las tradiciones republicanas, las clases desfavorecidas, los mensajes de adhesión.
    No alcanzó a terminar. La laboriosa enumeración tronchó su último viaje. Ahogándose en el maremagnum de fórmulas abstractas que durante dos siglos constituyeron la justificación moral del poderío de la familia, la Mamá Grande emitió un sonoro eructo, y expiró.
    Los habitantes de la capital remota y sombría vieron esa tarde el retrato de una mujer de veinte años en la primera página de las ediciones extraordinarias, y pensaron que era una nueva reina de la belleza. La Mamá Grande vivía otra vez la momentánea juventud de su fotografía, ampliada a cuatro columnas y con retoques urgentes, su abundante cabellera recogida a lo alto del cráneo con un peine de marfil, y una diadema sobre la gola de encajes. Aquella imagen, captada por un fotógrafo ambulante que pasó por Macondo a principios de siglo y archivada por los periódicos durante muchos años en la división de personajes desconocidos, estaba destinada a perdurar en la memoria de las generaciones futuras. En los autobuses decrépitos, en los ascensores de los ministerios, en los lúgubres salones de té forrados de pálidas colgaduras, se susurró con veneración y respeto de la autoridad muerta en su distrito de calor y malaria, cuyo nombre se ignoraba en el resto del país hacía pocas horas, antes de ser consagrado por la palabra impresa. Una llovizna menuda cubría de recelo y de verdín a los transeúntes. Las campanas de todas las iglesias tocaban a muerto. El presidente de la república, sorprendido por la noticia cuando se dirigía al acto de graduación de los nuevos cadetes, sugirió al ministro de la guerra, en una nota escrita de su puño y letra en el revés del telegrama, que concluyera su discurso con un minuto de silencio en homenaje a la Mamá Grande.
    El orden social había sido rozado por la muerte. El propio presidente de la república, a quien los sentimientos urbanos llegaban como a través de un filtro de purificación, alcanzó a percibir desde su automóvil en una visión instantánea pero hasta un cierto punto brutal, la silenciosa consternación de la ciudad. Sólo permanecían abiertos algunos cafetines de mala muerte, y la Catedral Metropolitana, dispuesta para nueve días de honras fúnebres. En el Capitolio Nacional, donde los mendigos envueltos en papeles dormían al amparo de columnas dóricas y taciturnas estatuas de presidentes muertos, las luces del Congreso estaban encendidas. Cuando el primer mandatario entró a su despacho, conmovido por la visión de la capital enlutada, sus ministros lo esperaban vestidos de tafetán funerario, de pie, más solemnes y pálidos que de costumbre.
    Los acontecimientos de aquella noche y las siguientes serían más tarde definidos como una lección histórica. No sólo por el espíritu cristiano que inspiró a los más elevados personeros del poder público, sino por la abnegación con que se conciliaron intereses disímiles y criterios contrapuestos, en el propósito común de enterrar un cadáver ilustre. Durante muchos años la Mamá Grande había garantizado la paz social y la concordia política de su imperio, en virtud de los tres baúles de cédulas electorales falsas que formaban parte de su patrimonio secreto. Los varones de la servidumbre, sus protegidos y arrendatarios, mayores y menores de edad, ejercitaban no sólo su propio derecho de sufragio, sino también el de los electores muertos en un siglo. Ella era la prioridad del poder tradicional sobre la autoridad transitoria, el predominio de la clase sobre la plebe, la trascendencia de la sabiduría divina sobre la improvisación mortal. En tiempos pacíficos, su voluntad hegemónica acordaba y desacordaba canonjías, prebendas y sinecuras, y velaba por el bienestar de los asociados así tuviera para lograrlo que recurrir a la trapisonda o al fraude electoral. En tiempos tormentosos, la Mamá Grande contribuyó en secreto para armar a sus partidarios, y socorrió en público a sus víctimas. Aquel celo patriótico la acreditaba para los más altos honores.
    El presidente de la república no había tenido necesidad de recurrir a sus consejeros para medir el peso de su responsabilidad. Entre la sala de audiencias de Palacio y el patiecito adoquinado que sirvió de cochera a los virreyes, mediaba un jardín interior de cipreses oscuros donde un fraile portugués se ahorcó por amor en las postrimerías de la Colonia. A pesar de su ruidoso aparato de oficiales condecorados, el presidente no podía reprimir un ligero temblor de incertidumbre cuando pasaba por ese lugar después del crepúsculo. Pero aquella noche, el estremecimiento tuvo la fuerza de una premonición. Entonces adquirió plena conciencia de su destino histórico, y decretó nueve días de duelo nacional, y honores póstumos a la Mamá Grande en la categoría de heroína muerta por la patria en el campo de batalla. Como lo expresó en la dramática alocución que aquella madrugada dirigió a sus compatriotas a través de la cadena nacional de radio y televisión, el primer magistrado de la nación confiaba en que los funerales de la Mamá Grande constituyeran un nuevo ejemplo para el mundo.
    Tan altos propósitos debían tropezar sin embargo con graves inconvenientes. La estructura jurídica del país, construida por remotos ascendientes de la Mamá Grande, no estaba preparada para acontecimientos como los que empezaban a producirse. Sabios doctores de la ley, probados alquimistas del derecho ahondaron en hermenéuticas y silogismos, en busca de la fórmula que permitiera al presidente de la república asistir a los funerales. Se vivieron días de sobresalto en las altas esferas de la política, el clero y las finanzas. En el vasto hemiciclo del Congreso, enrarecido por un siglo de legislación abstracta, entre óleos de próceres nacionales y bustos de pensadores griegos, la evocación de la Mamá Grande alcanzó proporciones insospechables, mientras su cadáver se llenaba de burbujas en el duro setiembre de Macondo. Por primera vez se habló de ella y se la concibió sin su mecedor de bejuco, sus sopores a las dos de la tarde y sus cataplasmas de mostaza, y se la vio pura y sin edad, destilada por la leyenda.
    Horas interminables se llenaron de palabras, palabras, palabras que repercutían en el ámbito de la república, aprestigiadas por los altavoces de la letra impresa. Hasta que alguien dotado de sentido de la realidad en aquella asamblea de jurisconsultos asépticos, interrumpió el blablablá histórico para recordar que el cadáver de la Mamá Grande esperaba la decisión a 40 grados a la sombra. Nadie se inmutó frente a aquella irrupción del sentido común en la atmósfera pura de la ley escrita. Se impartieron órdenes para que fuera embalsamado el cadáver, mientras se encontraban fórmulas, se conciliaban pareceres o se hacían enmiendas constitucionales que permitieran al presidente de la república asistir al entierro.
    Tanto se había parlado, que los parloteos transpusieron las fronteras, transpasaron el océano y atravesaron como un presentimiento las habitaciones pontificias de Castelgandolfo. Repuesto de la modorra del ferragosto reciente, el Sumo Pontífice estaba en la ventana, viendo en el lago sumergirse los buzos que buscaban la cabeza de la doncella decapitada. En las últimas semanas los periódicos de la tarde no se habían ocupado de otra cosa, y el Sumo Pontífice no podía ser indiferente a un enigma planteado a tan corta distancia de su residencia de verano. Pero aquella tarde, en una sustitución imprevista, los periódicos cambiaron las fotografías de las posibles víctimas, por la de una sola mujer de veinte años, señalada con una blonda de luto. “La Mamá Grande”, exclamó el Sumo Pontífice, reconociendo al instante el borroso daguerrotipo que muchos años antes le había sido ofrendado con ocasión de su ascenso a la Silla de San Pedro. “La Mamá Grande”, exclamaron a coro en sus habitaciones privadas los miembros del Colegio Cardenalicio, y por tercera vez en veinte siglos hubo una hora de desconciertos, sofoquines y correndillas en el imperio sin límites de la cristiandad, hasta que el Sumo Pontífice estuvo instalado en su larga góndola negra, rumbo a los fantásticos y remotos funerales de la Mamá Grande.
    Detrás quedaron los luminosos sembrados de melocotones, la Vía Apia Antica con tibias actrices de cine dorándose en las terrazas sin todavía tener noticias de la conmoción, y después el sombrío promontorio del Castelsantangelo en el horizonte del Tíber. Al crepúsculo los profundos dobles de la Basílica de San Pedro se entreveraron con los bronces cuarteados de Macondo. Desde su toldo sofocante, a través de los caños intrincados y las ciénagas sigilosas que marcaban el límite del Imperio Romano y los hatos de la Mamá Grande, el Sumo Pontífice oyó toda la noche la bullaranga de los monos alborotados por el paso de las muchedumbres. En su itinerario nocturno la canoa pontificia se había ido llenando de costales de yuca, racimos de plátanos verdes y huacales de gallina, y de hombres y mujeres que abandonaban sus ocupaciones habituales para tentar fortuna con cosas de vender en los funerales de la Mamá Grande. Su Santidad padeció esa noche, por primera vez en la historia de la Iglesia, la fiebre de la vigilia y el tormento de los zancudos. Pero el prodigioso amanecer sobre los dominios de la Gran Vieja, la visión primigenia del reino de la balsamina y de la iguana, borraron de su memoria los padecimientos del viaje y lo compensaron del sacrificio.
    Nicanor había sido despertado por tres golpes en la puerta que anunciaban el arribo inminente de Su Santidad. La muerte había tomado posesión de la casa. Inspirados por sucesivas y apremiantes alocuciones presidenciales, por las febriles controversias de los parlamentarios que habían perdido la voz y continuaban entendiéndose por medio de signos convencionales, hombres y congregaciones de todo el mundo se desentendieron de sus asuntos y colmaron con su presencia los oscuros corredores, los atiborrados pasadizos, las asfixiantes buhardas, y quienes llegaron con retardo se treparon y acomodaron del mejor modo en barbacanas, palenques, atalayas, maderámenes y matacanes. En el salón central, momificándose en espera de las grandes decisiones, yacía el cadáver de la Mamá Grande, bajo un estremecido promontorio de telegramas. Extenuados por las lágrimas, los nueve sobrinos velaban el cuerpo en un éxtasis de vigilancia recíproca.
    Aún debió el universo prolongar el acecho durante muchos días. En el salón del consejo municipal, acondicionado con cuatro taburetes de cuero, una tinaja de agua filtrada y una hamaca de lampazo, el Sumo Pontífice padeció un insomnio sudoroso, entreteniéndose con la lectura de memoriales y disposiciones administrativas en las dilatadas noches sofocantes. Durante el día, repartía caramelos italianos a los niños que se acercaban a verlo por la ventana, y almorzaba bajo la pérgola de astromelias con el padre Antonio Isabel, y ocasionalmente con Nicanor. Así vivió semanas interminables y meses alargados por la expectativa y el calor, hasta que Pastor Pastrana se plantó con su redoblante en el centro de la plaza y leyó el bando de la decisión. Se declaraba turbado el orden público, tarrataplán, y el presidente de la república, tarrataplán, disponía de las facultades extraordinarias, tarrataplán, que le permitían asistir a los funerales de la Mamá Grande, tarrataplán, rataplán, plan, plan.
    El gran día era venido. En las calles congestionadas de ruletas, fritangas y mesas de lotería, y hombres con culebras enrolladas en el cuello que pregonaban el bálsamo definitivo para curar la erisipela y asegurar la vida eterna; en la placita abigarrada donde las muchedumbres habían colgado sus toldos y desenrollado sus petates, apuestos ballesteros despejaron el paso a la autoridad. Allí estaban, en espera del momento supremo, las lavanderas del San Jorge, los pescadores de perla del Cabo de Vela, los atarrayeros de Ciénega, los camaroneros de Tasajera, los brujos de la Mojana, los salineros de Manaure, los acordeoneros de Valledupar, los chalanes de Ayapel, los papayeros de San Pelayo, los mamadores de gallo de La Cueva, los improvisadores de las Sabanas de Bolívar, los camajanes de Rebolo, los bogas del Magdalena, los tinterillos de Mompox, además de los que se enumeran al principio de esta crónica, y muchos otros. Hasta los veteranos del coronel Aureliano Buendía -el duque de Marlborough a la cabeza, con su atuendo de pieles y uñas y dientes de tigre- se sobrepusieron a su rencor centenario por la Mamá Grande y los de su especie, y vinieron a los funerales, para solicitar del presidente de la república el pago de las pensiones de guerra que esperaban desde hacía sesenta años.
    Poco antes de las once, la muchedumbre delirante que se asfixiaba al sol, contenida por una élite imperturbable de guerreros uniformados de dormanes guarnecidos y espumosos morriones, lanzó un poderoso rugido de júbilo. Dignos, solemnes en sus sacolevas y chisteras, el presidente de la república y sus ministros, las comisiones del parlamento, la corte suprema de justicia, el consejo de estado, los partidos tradicionales y el clero, y los representantes de la banca, el comercio y la industria, hicieron su aparición por la esquina de la telegrafía. Calvo y rechoncho, el anciano y enfermo presidente de la república desfiló frente a los ojos atónitos de las muchedumbres que lo habían investido sin conocerlo y que sólo ahora podían dar un testimonio verídico de su existencia. Entre los arzobispos extenuados por la gravedad de su ministerio y los militares de robusto tórax acorazado de insignias, el primer magistrado de la nación transpiraba el hálito inconfundible del poder.
    En segundo término, en un sereno transcurso de crespones luctuosos, desfilaban las reinas nacionales de todas las cosas habidas y por haber. Por primera vez desprovistas del esplendor terrenal, allí pasaron, precedidas de la reina universal, la reina del mango de hilacha, la reina de la ahuyama verde, la reina del guineo manzano, la reina de la yuca harinosa, la reina de la guayaba perulera, la reina del coco de agua, la reina del frijol de cabecita negra, la reina de 426 kilómetros de sartales de huevos de iguana, y todas las que se omiten por no hacer interminables estas crónicas.
    En su féretro con vueltas de púrpura, separada de la realidad por ocho torniquetes de cobre, la Mamá Grande estaba entonces demasiado embebida en su eternidad de formaldehído para darse cuenta de la magnitud de su grandeza. Todo el esplendor con que ella había soñado en el balcón de su casa durante las vigilias del calor, se cumplió con aquellas cuarenta y ocho gloriosas en que todos los símbolos de la época rindieron homenaje a su memoria. El propio Sumo Pontífice, a quien ella imaginó en sus delirios suspendido en una carroza resplandeciente sobre los jardines del Vaticano, se sobrepuso al calor con un abanico de palma trenzada y honró con su dignidad suprema los funerales más grandes del mundo.
    Obnubilado por el espectáculo del poder, el populacho no determinó el ávido aleteo que ocurrió en el caballete de la casa cuando se impuso el acuerdo en la disputa de los ilustres, y se sacó el catafalco a la calle en hombros de los más ilustres. Nadie vio la vigilante sombra de gallinazos que siguió al cortejo por las ardientes callecitas de Macondo, ni reparó que al paso de los ilustres éstas se iban cubriendo de un pestilente rastro de desperdicios. Nadie advirtió que los sobrinos, ahijados, sirvientes y protegidos de la Mamá Grande cerraron las puertas tan pronto como sacaron el cadáver, y desmontaron las puertas, desenclavaron las tablas y desenterraron los cimientos para repartirse la casa. Lo único que para nadie pasó inadvertido en el fragor de aquel entierro, fue el estruendoso suspiro de descanso que exhalaron las muchedumbres cuando se cumplieron los catorce días de plegarias, exaltaciones y ditirambos, y la tumba fue sellada con una plataforma de plomo. Algunos de los allí presentes dispusieron de la suficiente clarividencia para comprender que estaban asistiendo al nacimiento de una nueva época. Ahora podía el Sumo Pontífice subir al Cielo en cuerpo y alma, cumplida su misión en la tierra, y podía el presidente de la república sentarse a gobernar según su buen criterio, y podían las reinas de todo lo habido y por haber casarse y ser felices y engendrar y parir muchos hijos, y podían las muchedumbres colgar sus toldos según su leal modo de saber y entender en los desmesurados dominios de la Mamá Grande, porque la única que podía oponerse a ello y tenía suficiente poder para hacerlo había empezado a pudrirse bajo una plataforma de plomo. Sólo faltaba entonces que alguien recostara un taburete en la puerta para contar esta historia, lección y escarmiento de las generaciones futuras, y que ninguno de los incrédulos del mundo se quedara sin conocer la noticia de la Mamá Grande, que mañana miércoles vendrán los barrenderos y barrerán la basura de sus funerales, por todos los siglos de los siglos.




    Gabriel García Márquez
    (Aracataca, Colombia, 6 de marzo de 1927) 
    escritor, novelista, cuentista, guionista y periodista colombiano. 
    En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura.