CULTURA / EL CUENTO DEL FIN DE SEMANA
Por Walter R. Quinteros
Era él, me decían, vestido como siempre lo hizo por aquí, no cabe ninguna duda de eso, aunque quizás parecía algo más delgado, pero era él, y de repente llegó el auto de los asesinos, doblaron la esquina despacio, frenaron y empezaron a tirarle, lo acribillaron desde arriba del auto, luego se bajaron y siguieron descargando las armas con proyectiles que acertaban perforarle la espalda, brazos y piernas. No había piedad en el vuelo de las balas.
Recuerdan que aquel día él parecía muy confiado y seguro. Y que era una linda mañana donde al final todo se fue al carajo con esa mierda de olor a sangre y pólvora que duró por cuatro días con sus noches, como una espesa niebla maloliente, hasta la llegada del misericordioso viento. Con la policía cercando el lugar, con algunos sacando fotos de las paredes, de la puerta, de las ventanas con postigos que nunca se abrieron, y de la salpicada vereda de la casa donde lo mataron. Solo eran imágenes, no hubo un grito, no hubo más ruido que el traqueteo de las balas de las metralletas, de la estampida de las astillas de los huesos, y el escopetazo con su trueno desalmado del tiro final. El silencio siguiente aturdía más.
Luego ellos subieron al auto y se fueron, doblaron dos cuadras más adelante. Los primeros policías en llegar fueron los custodias del juez, que pasaban siempre a la misma hora. Y el mismo juez pedía a los gritos que busquen a la ambulancia, que hagan callar a los perros y a las mujeres histéricas, que desvién el tránsito y tapen el cuerpo de una buena vez, mientras la gente le indicaba con las manos y a los gritos, la dirección por dónde se escapaban los asesinos.
Los mismos fueron detenidos cuando salieron a la ruta, ya que por hacer una maniobra torpe al esquivar el burro del mayoral, se fueron a la banquina y dieron varias vueltas hasta que el automóvil se detuvo en los maizales costeros. Fueron encañonados por los dos policías del distrito que los perseguían, y soltaron las armas, menos un tal Tobías que quiso seguir tirando y se disparó el solo en la pierna de tan mareado y borracho que estaba. Un tal Luis lloraba mientras se limpiaba la ropa embarrada por la sangre y la tierra suelta del campo. Los otros dos, que luego supieron se llamaban Isidro y Edwin, saltaban contentos y abrazados diciendo que habían hecho justicia.
Fueron desarmados y los acostaron boca abajo, les ataron las manos con sus propios cintos y los descalzaron. Nada hicieron por parar el desangre ni espantar las moscas que hurgaban la herida del tal Tobías, hasta que después, y abriéndose paso en la multitud que cortaba el camino, llegó otro patrullero, la guardia militar y una ambulancia.
Dicen que el muerto había sido un hombre generoso, que a veces cuando llegaba a la ciudad, jugaba a las cartas en el club social. Que se llamaba Cipriano Illapha Tavares, y lo confirmaría una carta que evidenciaba que se trataba de él, pues aquel cuerpo estaba todo desfigurado a balazos, era algo irreconocible envuelto en lo que fue un traje con corbata.
La crónica; Dicen que la mañana de aquel día se presentaba esplendorosa, que había un sol tenue escondido entre unas nubes remolonas, aunque el clima era algo cálido y húmedo. Que corría una brisa suave que venía desde las sierras y abanicaba las hojas de los árboles.
Dicen que pocos lo habían visto llegar. Que ni siquiera fue reconocido por los primeros transeúntes mientras caminó las catorce cuadras desde la estación de trenes hasta llegar al umbral de la casa de la señora Arminda Beatriz Pineda, donde fue muerto acribillado. Pero después aparecieron algunos tempraneros mozos de cordel que atestiguaron haberlo visto descender del tren que llegaba a las seis, y que lo reconocieron porque tampoco había cambiado tanto su aspecto en varios años de ausencia.
Que él siempre aparentaba ser una especie de vigilante perspicaz de las pertenencias ajenas, y se mostraba muy bondadoso con las suyas, siendo dueño de una gran imaginación, era un cuentista al que había que prestarle atención en sus relatos. Dueño de un muy buen talante, bastante arreglado en sus costumbres, sin inquietudes ni preocupaciones, parecía encontrarse en una situación económica arreglada, bien acomodada. Que nunca lo vieron en cosas raras, ni metido en enredos ni en trampas, menos aun en los cambalaches de mal género frecuentado por mujeres cariñosas y solidarias.
Que se comportaba sin ceremonias ni formulismos, que era uno más de ellos, afable y sencillo, dispuesto para cualquier broma, porque él, era también un hombre divertido, con un estilo muy peculiar, muy privativo, se hacía apreciar y se distinguía por lo esmerado y elegante. Que andaba sin engañar a nadie, respondía de todo sin emplear evasivas. Pero sabía ponerse a buen resguardo cuando amenazaban las tempestades. Acertaba en lo que buscaba. Que contaba con una honradez y una integridad admirable y tenía por cualidad, la pureza de su alma. Que dada su arrogancia, su estirpe y sus atractivos naturales, habría hecho muy bien en fijarse en la profesora Arminda Pineda, adulta linda, elegante, y sacristana católica.
Pero lo asesinaron en la puerta de la casa de ella, con cincuenta y seis balazos de distintos calibres, todos ingresaron por la espalda, mientras se desplomaba lentamente hacia el suelo, con las manos abiertas palpando las texturas, suplicando una última caricia consoladora, en una casa que lo negaba, que permaneció totalmente cerrada, soportando sus paredes la despiadada embestida. Y que al caer, dicen, levantó una de sus manos como intentando frenar el tiro final, un escopetazo con perdigones del calibre 12 que destruyó por completo su rostro.
Que la cuenta final de los peritos en balística señala que encontraron treinta y siete impactos contra mamposterías, vereda y aberturas más los impactos directos que perforaron su cuerpo. Que él se encontraba desarmado y no portaba ninguna clase de documentos, una cadenita de oro colgaba de su cuello con la medallita de la Virgen de El Quinche, pero además encontraron en uno de sus bolsillos, una carta intacta, milagrosamente limpia, manuscrita con letra cursiva firme y sencilla, dirigida a la dueña de la casa, y donde le recordaba ardientes noches de amor.
Que según expedientes judiciales, Illapha Tavares, era el responsable de más de treinta muertes acaecidas en los ultimos diez años de personas fanáticas, sospechadas de cometer crímenes ideológicos y que nunca se mostraron dispuestos a arrepentirse de sus acciones a las que consideraban redentoras y benéficas para su causa política. Pero que las crónicas no empleaban crudeza en el relato de aquellos hechos, sino que exponían con cierto romanticismo en cada asesinato, el argumento de la venganza del hombre común ante las injusticias. Que la explicación moral apuntaba a una lejana épica donde se interpretaba a la venganza, no como un delito, sino como única respuesta legitima. Y por eso lo respetaban y adulaban empleando sensibilidad narrativa sobre él, desdibujando la realidad y ocultando al monstruo que lo habitaba.
Los sicarios extrañamente murieron envenenados en la cárcel esperando el juicio y en celdas separadas, la expresión de alivio en sus rostros lívidos, fue el indicador común de que esperaban morir en silencio. La señora Arminda Beatriz Pineda siempre aseguró no conocer a Cipriano Illapha Tavares, pero algunos investigadores le comunicaron que supuestamente ella, y siguiendo una certera línea investigativa, era la última presa del cazador en su larga lista. Es así que puso en venta su casa con sus cosas. Escapaba del pueblo una tórrida siesta de verano, cuando fue envuelta por una tolvanera de tierra y viento que azotaba las calles, rompiendo su valija que se fue vaciando de ropa, joyas y perfumes. La arenisca la fue desintegrando en pequeños fragmentos volátiles que se elevaban sobre los techos de las casas, por encima de las palmas de cera y las cecropias, mientras caminaba las tristes catorce cuadras que la separaban de la estación.
Ningún mozo de cordel salió a ayudarla.
©2013-Sin ceremonias ni formulismos. Autor: Walter R. Quinteros. Escritor y periodista ninguneado. Nacido bajo el signo de Escorpio en Dean Funes, Córdoba, Argentina. Viajero latinoamericano.

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