SI VAMOS A PEDIR

OPINIÓN

De querer, quiero el pozo vacante y libre de impuestos. Si me dan a elegir, quisiera dedicarme a cualquier otra cosa, borrarme del planeta, hablar de música, libros y películas, que el tiempo no acelere con cada vuelta al Sol

Por Nicolás Lucca

Cierta vez, con motivo de una reacción alérgica que disparó un prurito en todo mi cuerpo, concurrí a una guardia médica. Obviamente no había un dermatólogo en la oferta así que el médico clínico me revisó y dispuso que se me diera una inyección de decadrón para interrumpir el proceso. Para potenciar el efecto, me recetó un corticoide de ingesta por cinco días. Cuando se cumplió el plazo y me vieron en la guardia aún peor que como había ingresado la primera vez, otro médico decidió que debía sumar un nuevo corticoide por una semana. No cambiar, sumarlo al anterior.

Mientras me rascaba como cuidador de monos, le manifesté mi preocupación por la repercusión de tanto corticoide. Porque una cosa es que pique mucho y otra muy distinta es perder un riñón. “No pasa nada” me resultó una opinión profesional válida.

Se fue otra semana y ahí estaba mi humanidad, nuevamente en la guardia con un cuadro aún más agravado. Les puntó consultar con un dermatólogo. Y con el llamado alcanzó para que el galeno especialista dispusiera la ingesta de un tercer corticoide. No en reemplazo, uno más y van tres.

Lo interesante de todas estas consultas no pasó por la total falta de diagnóstico certero sino por las lecturas de la sala de espera. En una de ellas, no recuerdo cuál, estaba con un libro sobre las bondades de vivir en un país con instituciones sólidas y llamó mi atención que tanta gente la tuviera tan clara. Es como si ya no existieran permisos para dudar, como si manifestar una preocupación fuera un acto de cobardía, como si decir “me intriga dónde terminará todo esto” fuera sinónimo de claudicación.

El problema de estudiar un tema es que uno tiende a descreer de todo. Me pasa con toda profesión. Veo a un médico, sé que sabe que el hecho de que estemos vivos es un factor fortuito y que un paciente sano es el que no fue bien estudiado, y no comprendo cómo hace para seguir con su vida sin pensar en eso todo el tiempo, sin tener presente que es todo una joda en la que nada está bajo nuestro control real.

Un total de cinco médicos a lo largo de dos semanas alcanzaron para llegar a una solución a la reacción alérgica. Fueron cinco. Ninguno tenía la posta, sino que probaban distintas soluciones. Y eso que, si existe algo que ha sido estudiado en profundidad a lo largo de la historia, ése algo es el cuerpo humano.

Esta introducción es una forma muy sutil –la única que se me ocurrió– de decir que no sé cómo es que hay gente que cobra –y muy bien– por tirar la posta de lo que pasará en el país. Sobre todo cuando tanta gente también tira la posta todo el tiempo, solo que lo hace gratis, sin ponerse un saco ni una corbata y sin recurrir a caras de ojete ni a revoleos de cejas danzantes. En ocasiones hasta dudo de si existo o sólo soy el producto del sueño delirante de otro ser, no sé si la calle que camino es la que creo que es, entro en pánico si alguien me pregunta cómo llegar al kiosco de la esquina de mi casa y no entiendo, lo juro, cómo es que personas que aparentan inteligencia tengan tantas certezas sobre cosas que no controlan, que no manejan y en las que no gravitan.

Cuando alguien dice ser un experto absoluto en determinada materia, me apago, se desconecta mi audífono interno, mi visión entra en modo salvapantallas, el cerebro pasa a ahorro de energía. Ni que hablar cuando me vienen con cuestiones que hacen a construcciones humanas, como el sistema legal que nos mueve y demás cosas que las puedo llegar a comprender cuando provienen de un tipo que nunca pisó una facultad. Pero si una persona transitó un pasillo universitario y tuvo que elegir entre dos o más cátedras para una misma materia, debería saber de antemano que no hay un solo concepto que tenga el apoyo de la humanidad completa.

De todos los comentarios recibidos en el texto del sábado pasado hubo uno que me dejó la sangre en el ojo, y no me refiero al capo que dijo que no sé escribir. Yo meta llorar por los que estuvimos juntos y hoy transitamos veredas distintas y me vienen con que aquello fue pura efervescencia, que siempre estuvo presente la realidad de la naturaleza de cada uno de los que nos juntamos por cuestiones de rechazos políticos.

Coincido. Coincido mucho.

Con el paso de los años, algunos pasaron de manifestarse en contra de Cristina a no darse cuenta de que la tenían de jefa política mientras pegaban un cargo en el Estado cual derecho humano que no puede ser negado. Otros nos quedamos en el polo de los que creemos en la república, la igualdad ante la ley y demás pelotudeces anacrónicas. Y de ahí es la última división, la que más me jodió. Porque el ex peronista que vuelve al redil, bueno, tenía una historia, un lugar de pertenencia al que decide retornar. Pero los que nos taladraron con el recurso republicano, el nepotismo y la mar en coche, medio que no pueden correr a nadie y, sin embargo, pareciera que tienen la posta hasta de qué está compuesta la materia oscura.

Si tuviéramos que encarar una versión posmoderna de “Educando al soberano”, deberíamos comenzar por la definición de república. Verá, es un tanto compleja porque se nos mete hasta Platón en el medio, pero para asimilar qué entiende la Argentina por república podemos recurrir a los constitucionalistas, los doctrinarios que dieron forma a la constitución original o que participaron, analizaron y explicaron varias de sus reformas. Nuestra república es la forma de administrarnos, una división de poderes tripartita, con la soberanía colocada en la cabeza de la ciudadanía que se autogobierna a través de sus representantes. Divino, ¿no?

Solemos citar como mantra a la Constitución de 1853 por su connotación histórica, pero más parecida a la actual es la que se aprobó en 1860 tras la incorporación de Buenos Aires. En aquel 1860, la Convención estuvo integrada, entre otros, por los Alsina, Sarmiento, Mitre, Paunero, Frías, Vélez Sársfield, Mármol, Elizalde y Costa. Sarmiento, como relator de la Constitución, legó un listado de análisis de la anterior, la de 1853, que es para llorar de risas si no fuera que vivimos aquí. Por ejemplo, en el intercambio epistolar entre los relatores y el Presidente Urquiza, había un tema que atravesaba toda la correspondencia: el bendito culto católico. Urquiza necesitaba cuanto antes una Constitución y resulta que los convencionales del interior discutían a muerte un solo aspecto. Ese punto crucial no era ni la capital del país, ni la cantidad de representantes por habitantes, ni la declaración de derechos, obligaciones y garantías. Tampoco se trataba de un motivo de debate el exacerbado presidencialismo, la falta total de criterios de organización para el Poder Judicial o el nivel de autonomía de las provincias. Llegó un punto en el que el único reclamo fue que el Estado argentino debía adherir al culto Católico. En una de esas cartas, Urquiza termina por pedir que entreguen lo que tengan que entregar pero que le den la bendita constitución.

Cuando se reunieron los convencionales constituyentes de 1860, la situación era de ardor ya que veníamos de Cepeda, el Pacto de San José de Flores y estaba todo tan, pero tan calentito que aún faltaban unas cuantas batallas más. Sin embargo, casi sobre el final de las revisiones, en el momento preciso anterior a la votación general de las reformas, el convencional porteño Félix Frías pidió modificar el artículo segundo de la Constitución para que fuera más preciso y dijera que el Estado tiene una religión, que ésta es la Católica y que debía ser defendida y costeada. No puedo imaginar la cara de Sarmiento sin reirme porque eran colegas, porque se tenían confianza y porque Frías a nadie avisó lo que haría. Según los anales de aquellas sesiones –si no van a la biblioteca del Congreso, los pueden encontrar en el libro “Sarmiento y el Laicismo”–, don Frías justificó su propuesta en las virtudes religiosas y los valores morales. Sarmiento tuvo que improvisar y le revoleó tres escuetas preguntas: “¿Esta América no ha tenido tres siglos de religión, de moral y de virtudes? ¿Quién le estorbaba a la religión producir tan bellos resultados? ¿Por qué no prosperaron estos pueblos si la base de la libertad y del progreso es el predominio exclusivo de una religión?”

Me gusta esto de revolear los apellidos de los reformistas de 1860 porque sé que genera un efecto hermoso: mirá esos nombres, mirá esos legisladores, qué bajo caímos y demás reacciones esperables. Pero con toda la parafernalia, el debate de aquel entonces ya fue bastante pedorro y zafamos de un estado dependiente del Vaticano porque Sarmiento estaba despabilado. Sin ningún tipo de rencores, Sarmiento confió en Frías lo suficiente como para encomendarle la embajada en Chile durante su presidencia, donde tuvo que bancar la parada de defender la soberanía argentina sobre una Patagonia que todavía no había visto la llegada de Roca.

Donde hay dos abogados surgen tres opiniones. Todo aquel que no conozca las mieles del derecho puede llegar a sufrir un derrame si intenta pensar cómo es que un juez falla a favor pero en disidencia, cómo es que está de acuerdo en un fin pero por otros motivos cuando la pregunta era por sí o por no. Si a eso le sumamos el control de constitucionalidad, el entendimiento de qué es una república se nos va al tacho. De ahí a que nunca prenda en la conversación pública ningún debate en torno a la Corte Suprema de Justicia. Ni la imagen de Mauricio Macri se vio afectada por el nombramiento de dos jueces por decreto –luego corregido– ni Alberto Fernández logró mover el amperímetro de nadie con un intento de juicio a la corte en 2021.

Y hasta podría arriesgarme a decir que tenemos muy sobrevalorado el impacto en la opinión pública de la renovación de la Corte Suprema a inicios del gobierno de Néstor Kirchner. Por aquellos años, este servidor vivía entre expedientes y les puedo jurar que no recuerdo que fuera tema siquiera entre los empleados judiciales. Quizá algún comentario al pasar, porái alguien tiró “che, destituyeron a Boggiano”, o puede que alguien haya preguntado qué onda con la renuncia de Nazareno. Pero las medialunas no se manchan y a otra cosa. No es que le quiera bajar el precio a la gesta, pero permítanme sostener la duda respecto a si los votantes de 2005 pensamos “uf, qué alivio que ya no tenemos una corte adicta a un presidente que ya no está” a la hora de colocar nuestro sobre en la urna.

Donde sí la pasamos bien con la cuestión del juicio a la Corte fue en los debates de estudiantina. Siete tomos viejos o tres nuevos de Bidart Campos y uno entraba al aula creyéndose el que le enseñó a escribir a Alberdi. Que si estaba bien fundada cada acusación, que si estaba mal, que es más complejo y todo con la imprudencia verbal de quienes en la década de 1990 no registramos las noticias de la Corte porque, básicamente, nos importaba un cazzo: estábamos en la escuela.

Esto es algo que entró en mi cabeza de nuevo, como un recuerdo de esos que no recordábamos recordar, cuando me llevé puesto en un zapping una explicación muy práctica sobre algo que es totalmente teórico. Hace tiempo que vivimos una época en la que los especialistas en cosas nos presentan verdades absolutas de cuestiones que se encuentran muy argumentadas pero que no dejan de ser teorías, alguna que otra vez probadas, si es que hubo suerte. Nos parecen fascinantes y un soplo de aire fresco porque esta es también la era del “a mí me parece qué” como punto de partida para una opinión totalmente carente de argumentos. Y ahí estaba yo, con la cabeza a punto de entrar en remojo cuando escucho un “pero no lo digo yo, también lo sostienen…” para pasar a mencionar a otros autores, igual de teóricos pero aún más relevantes. Y se me apareció ese profesor que, entre puteadas, repetía “sentencia con siete votos a favor, cuatro por la mayoría y tres por su cuenta”. No recuerdo cuál era el fallo de la Corte pero las puteadas se hicieron colectivas cuando nos encargó el análisis como tarea para el hogar.

Tampoco es privativo del Poder Judicial. Si bajo por Talcahuano hasta Avenida de Mayo y encaro para el Congreso, me encuentro con esas sesiones maratónicas en las que hay que escuchar 120 discursos distintos a favor de un voto positivo. Y nos reímos de un fallo dividido. Pero es un buen síntoma que lleva a que todos tengamos por seguro que nadie puede estar seguro de nada. ¿Por qué estás a favor de que se canten un puñado de versos del Himno Nacional y no las veintisiete estrofas de la versión original? Probablemente tu argumento sea distinto al mío, te resulten muy beligerantes las estrofas que omitimos o quizá te guste así como está por una cuestión de síntesis. Los dos coincidimos en que la versión completa haría que los actos escolares se conviertan en sesiones de tormentos, aunque por motivos distintos.

Pero el tema de la Constitución es tan loco que nos atraviesa de vez en cuándo como si tuviéramos a Sarmiento y Alberdi con sus caras de ojete en dirección nuestra. En parte es producto de la solemnidad con la que hablamos de sus institutos, de sus órdenes, de las cosas que obligan y molestan. Los doctrinarios tienen la particularidad de referirse a la interpretación de las leyes con el eufemismo “la motivación del legislador” a secas. “El legislador” es el Congreso en su conjunto. No me parece mal esta costumbre porque nadie puede tomarse en serio un argumento si hay que pensar en qué quiso decir el legislador más burro que podamos encontrar. Y ahí hay competencia.

Ahora, en materia constitucional, aún tenemos a Alberdi como el Espíritu Santo. Y está bien que así sea: si les digo que nos rige una Constitución reformada por constituyentes que incluyeron a grandes luminarias de la teoría jurídica y a Palito Ortega y Evangelina Salazar; grandes demócratas ultra constitucionalistas y a Aldo Rico y Antonio Bussi. Abogados, contadores, economistas, cineastas, amas de casa, parientes de gobernadores, todos mezclados para darnos algo que, en definitiva, terminó por ser lo que Carlos Fayt definió como “un listado de sugerencias”.

Esos convencionales constituyentes fueron votados por el pueblo de cada una de las provincias que representaron. El proceso es el mismo que el de una legislativa como la que tuvimos hace un par de semanas. El cupo de representación, también.

En estos días en los que ya escuchamos “qué barbaridad” a medida que comienzan a conocerse los verdaderos ingresantes al próximo congreso, me resulta fascinante volver al principio de representación porque más de una vez me encontré en el lugar del dedito moral al decir “qué barbaridad, nadie se fija a quién mete en el Congreso”. Hasta que un día me di cuenta de que tampoco recuerdo el quinto lugar de la lista de diputados de las anteriores elecciones.

Y el país funciona igual. O hacemos de cuenta que funciona. Hasta en eso nos resultó la copia del experimento norteamericano que lleva 250 años, apenas un cuarto de lo que duraron países que ya no existen. Podemos darnos el lujo de no sonrojarnos al leer en la nota de apertura del medio más leído que “el Presidente se puso al frente de la conducción política del gobierno” porque el experimento funciona. Podemos ni preguntarnos si hay algún artículo del código penal que sancione la repetición en seis ocasiones a lo largo de ocho párrafos de algún sinónimo de “la conducción política del Presidente”. Y podemos porque el experimento funciona. Es probable que pensemos en que hay que recordarlo a cada instante del mismo modo que Ten Seconds Tom debe repetir cada diez segundos que se llama Tom en 50 First Dates: porque se olvida que él es Tom.

Todo es más probable que el hecho de que nos sentemos a pensar seriamente cómo es que funcionan las instituciones de esto a lo que nos gusta llamarle Argentina, un país que se da a sí mismo un sistema representativo, republicano y federal; uno que no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimiento, en el que no existen fueros personales ni títulos de nobleza y en el que todos somos iguales ante la ley, aunque nos hayamos acostumbrado a que algunos sean más iguales que otros.

Puedo resumir en que estas son algunas de las cosas que me pasan por la cabeza cuando leo, al pasar, algún comentario con desdén por quejarnos de que las cosas no sean como tienen que ser. Y esto no es un “a mí me parece qué”: estas son sólo algunas premisas que surgen de vez en cuando. No surgen cuando se cruza algún chichipío desconocido que no tiene porqué saber nuestra historia personal. En cambio, estos argumentos tienen la manía de inundarlo todo cuando el desdén viene de los que pedían república y hoy usan cartas tan, pero tan bajas que son capaces de corrernos con un impotente “qué querés, que gane el enano soviético”. Ya pueden ir de la manito con los que dejaron de preguntarse cuántos brazos puede cortarse el Presidente con cada impuesto que aumenta. Destruir el Estado desde adentro es más caro de lo que pensaba. “Vos porque querés que la Argentina no salga de tres milenios de decadencia populista”, me chifla un amigo para luego decirme que el borrador del ministerio de Economía es una noticia falsa. Claro que es falsa, mirá si alguien puede llegar a adulto y creer que no pedimos facturas porque somos tontos y no porque queremos gronchear lo que podamos para pagar menos. Es obvio que es falsa porque no es creíble que circule un proyecto que propone, básicamente, un saqueo a los eslabones más bajos de la cadena tributaria.

Qué se yo… De querer, quiero el pozo vacante y libre de impuestos. Si me dan a elegir, quisiera dedicarme a cualquier otra cosa, borrarme del planeta, hablar de música, libros y películas, que el tiempo no acelere con cada vuelta al Sol, que las harinas no engorden, que el monotributo desaparezca de la faz de la Tierra sin ninguna trampa mega recaudatoria y que me dejen aburrirme en paz, que ya no quiero vivir más tiempos interesantes. Si piensa que pido lo imposible, más inalcanzable era un acuerdo comercial con un país que tenga algo para darnos y pasó. Le juro que mi listado es eterno.

Y si nada de eso es factible, bueno, con que no venga Tony Montana a decirme que es él o Fidel, me doy por satisfecho. Para todo lo demás, tenemos un país que funciona igual. Como esos autos viejos que nunca tuvieron un service, ¿vio? Y mejor que a esta altura nadie abra el motor. A ver si todavía lo rompen en serio.

P.D: Quiero todo lo que guardan los espejos y una flor adentro de un raviol…

Relato del PRESENTE




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