OPINIÓN

El descarrilamiento del Sarmiento muestra que el sistema de transporte necesita una reforma integral y profunda, con un Estado menos operativo pero más coordinador y transparente

Por Juan Ignacio Fulponi
El miércoles la Corte Suprema dejó firme la condena contra Julio de Vido por la tragedia de Once y, un rato después, se supo que había descarrilado un tren de la línea Sarmiento cerca de Liniers. La conjunción de ambos episodios, tan relacionados, me dio la oportunidad para ordenar una serie de ideas sobre el transporte público argentino y sobre cómo deberían encararse las reformas, urgentes e indispensables, en un contexto de Estado liberal.
Las causas del descarrilamiento todavía se están investigando, pero el propio “Pollo” Sobrero admitió que no se debió al estado de las vías sino a una tecnología nueva de cambios automáticos, instalada a pedido del sindicato hace apenas dos semanas. Este dato es un símbolo: en el transporte argentino casi nada es lineal y todo está atravesado por inercias, intereses corporativos y decisiones inconsistentes.
Durante décadas, el sector fue una usina de corrupción. En los colectivos, los subsidios se otorgaron durante años simplemente mediante una declaración jurada de los empresarios sobre kilómetros recorridos, sin auditorías de ningún tipo. Recién en 2012 comenzó a usarse la SUBE para estimar —con cierto rigor— los servicios efectivamente prestados. Para entonces ya se habían desperdiciado diez años de recursos públicos. En el ámbito ferroviario, la desidia tuvo consecuencias más dolorosas. La tragedia de Once, en febrero de 2012, marcó un antes y un después: quedó probado judicialmente que altos funcionarios del gobierno de entonces, incluido el propio De Vido, habían sido responsables de no controlar los miles de millones destinados a mantenimiento y renovación. Cualquiera que haya usado el tren en aquellos años recuerda el deterioro absoluto de formaciones, vías y estaciones.
Estos episodios explican por qué buena parte de la sociedad desarrolló una fuerte aversión a la idea de “Estado presente” que proponía el kirchnerismo: una narrativa paternalista que en la práctica encubría negocios, favores y oportunismos. Pero la pregunta sigue abierta: muerto el perro, ¿se acabó la rabia? Me inclino a pensar que no. La rabia hay que tratarla. No alcanza con cambiar nombres propios: hay que transformar las reglas, los incentivos y la estructura misma del sistema.
Cuando Javier Milei asumió, celebré la posibilidad de reformas disruptivas. Sabía que el transporte no sería prioridad inmediata con una inflación del 25% mensual, pero imaginé que, una vez pasado el shock inicial, el tema ocuparía un lugar central. Dos años después, con el sistema prácticamente en punto muerto, creo que se agotó el margen de espera. Es hora de encarar transformaciones profundas en uno de los componentes más cotidianos y determinantes de la calidad de vida: la movilidad.
El transporte y las personas
El transporte es una demanda derivada: la gente viaja para trabajar, estudiar, hacer trámites, atender su salud, recrearse. Ese desplazamiento implica un costo en tiempo y esfuerzo. Tradicionalmente se habla de “desutilidad”: el tiempo de viaje como tiempo perdido. Hoy esa idea merece matices. Con el trabajo remoto, los smartphones y las laptops, algunos viajes pueden volverse tiempo productivo. Pero esto aplica sólo a ciertos medios, ciertos trayectos y ciertos tipos de empleo.
En el Área Metropolitana de Buenos Aires, el viaje promedio al trabajo ronda los 70 minutos diarios entre ida y vuelta, pero existe una proporción considerable de usuarios que supera los 120 minutos. Si incorporamos variables educativas —fuertemente correlacionadas con el nivel socioeconómico— emerge un patrón persistente: los viajes más largos son realizados por personas con menor nivel educativo.
En el conurbano, quienes tienen primario incompleto suelen desplazarse más lejos para ampliar sus posibilidades laborales. Ese sacrificio implica mayores costos explícitos (tarifas, combustible) e implícitos (tiempo y oportunidades perdidas). La movilidad, así, amplifica desigualdades preexistentes y se vuelve a girar en torno a este círculo. De estas breves descripciones se puede decir que el desbarajuste total que el kirchnerismo le impregnó al transporte fue sumamente regresivo ya que afectó más a las personas que perciben la franja de ingresos más baja. Del otro lado del AMBA, alguien se subía a un 152 mega-subsidiado para ir de Palermo a San Telmo a tomarse un latte a un precio menor del obrero que viajaba desde González Catán al microcentro para laburar en construcción.
La discusión no atañe sólo a pasajeros. La competitividad logística del país depende también de un sistema eficiente y moderno. La Argentina continúa moviendo la mayoría de su carga por camión, a un costo altísimo. Este declive no comenzó en los ’90, como generalmente ha impuesto en la memoria colectiva el kirchnerismo, sino que fue en la década de los ’60 cuando se empezaron a cerrar ramales. Incluso, si me apurás, podría debatir que el problema inició se con la estatización de los ferrocarriles ingleses llevada a cabo por Perón, probablemente uno de los negociados más oscuros de la historia del siglo XX.
Las redes ferroviarias de carga podrían reducir esos costos y mejorar la seguridad vial, pero arrastran décadas de abandono, concesiones confusas, inversiones insuficientes y conflictos jurisdiccionales. Sin un rediseño profundo de incentivos, ningún plan de modernización alcanzará escala. ¿Qué productividad se puede generar con un tren que va de Buenos Aires a Mendoza con una velocidad promedio de un viaje en bicicleta metiendo un poquito de piernas? Mientras un esquema legal de escasa claridad posibilita una pelea eterna para ver quién debe mantener las vías de carga concesionadas, el vino que va en tren se añeja de manera natural desde la fábrica al puerto.
Hay que invertir y abrir. Poner los activos en condiciones y que los usen los que quieran usarlo. Incluso la inversión podría ser público-privada y generar ganancias para el Estado. Lo que no se puede sostener es la cantidad de infraestructura oxidada depositada a lo largo y a lo ancho del país en galpones sostenidos sólo por la nostalgia.
Una visión liberal
En los temas que he estudiado, el Estado argentino aparece una y otra vez como un doble agente: genera los problemas y luego vende las soluciones. El sistema de colectivos de la Región Metropolitana de Buenos Aires (RMBA) es un ejemplo perfecto. El mercado está extremadamente fragmentado y, al mismo tiempo, rodeado de barreras de entrada que lo vuelven impermeable a cualquier innovación. Esa contradicción no tiene sentido desde ninguna teoría económica moderna. El esquema sobrevivió gracias a un torrente de subsidios que, en vez de ordenar el sistema, lo distorsionaron. A partir de 2002, tras la megadevaluación, se comenzó a subsidiar el combustible de las unidades. En 2005 se incluyó un subsidio a la oferta. Como fue insuficiente, se instauró un Régimen de Compensaciones Complementarias (RCC). Como las RCC eran sólo para la RMBA, el interior protestó y se crearon las Compensaciones Complementarias Provinciales (CCP). Así, el sistema de transporte se fue montando entre parches, rosca con gobernadores y políticas sociales de ingresos.
Hoy, con la normalización parcial de esos subsidios, muchas empresas enfrentan serias dificultades financieras, dejando de pagar sueldos o siendo absorbidas por grupos más grandes. No hay competencia real, no hay incentivos a mejorar, no hay planificación: hay supervivencia.
A esto se suma la falta de coordinación institucional. El caso del Sarmiento es paradigmático: una línea federal que cruza CABA y PBA y cuya obra central —el soterramiento— quedó inconclusa. La mayor parte de las intervenciones necesarias están en territorio porteño, pero los principales beneficiarios son bonaerenses. Ni CABA ni PBA tienen facultades claras para encarar obras estructurales, y cualquier iniciativa requiere atravesar un laberinto de autorizaciones con Trenes Argentinos. ¿Qué incentivo tiene Kicillof para invertir en infraestructura dentro de CABA? A simple vista, ninguno. Pero la mayor parte de los usuarios del Sarmiento entra desde el conurbano a la ciudad. La fragmentación jurisdiccional termina paralizando decisiones que afectan a millones.
El subte ofrece otro ejemplo de indefinición: depende de la Ciudad, pero su financiamiento real está íntimamente ligado a variables nacionales. Sin un marco federal que ordene ingresos, recaudaciones y obras, la RMBA seguirá siendo un rompecabezas imposible de armar.
La operación del transporte puede —y quizás debe— ser privada, como en gran parte de Europa. El Estado debería concentrarse en planificar, regular, auditar y expandir infraestructura con criterios técnicos y reglas transparentes. No es un tabú: en los ’90 las privatizaciones ferroviarias no fueron un capricho sino una demanda social amplia. Y, en sus primeras etapas, mejoraron notablemente la operación. El derrumbe vino después, primero con la corrupción empresarial luego profundizada con el esquema de subsidios discrecionales y la captura política del sistema.
La corrupción en la obra pública vial —desde las rutas asignadas a Lázaro Báez hasta los proyectos inconclusos— muestra que la infraestructura no es sólo un problema técnico, sino institucional. Chile implementó un exitoso modelo de Participación Público-Privada (PPP) con reglas claras y tasas de éxito altísimas. En la Argentina, el intento de PPP de 2018 naufragó por el riesgo país disparado, pero no fue un fracaso conceptual: fue un fracaso macroeconómico. Ordenar la macro es condición necesaria para que cualquier esquema moderno funcione.
El momento es ahora
El transporte define la productividad del país, la seguridad vial, la integración urbana, las oportunidades laborales y la calidad de vida. Cada decisión —o cada omisión— implica millones de horas perdidas, costos innecesarios y riesgos evitables. La Argentina no puede seguir aplazando una reforma estructural por falta de voluntad o por disputas jurisdiccionales.
¿Cómo salimos de esto? Fácil es opinar, difícil es ejecutar. Sin embargo, se pueden esbozar algunas ideas. Si todo el arco político dice que hay que modificar el sistema, es porque no funciona para nada bien. Hay que barajar y dar de nuevo. Quedarse con lo que funciona (SUBE, integración tarifaria, tarifa social) y olvidarse de lo que no funciona (todo lo demás), para establecer políticas claras de transporte que fomenten la atracción de usuarios a los buses, trenes y subtes, procurando seguridad y calidad. Por otro lado, ¿cuán eficiente es la cantidad actual de empresas en un mercado con tantas barreras a la entrada (inversión inicial, regulaciones, rentabilidad)? El Estado se muestra dubitativo en la intervención: quiere aparentar control y gestión pero el sistema es privado.
En este caso, ¿no es más conveniente que la operación de los buses sea directamente del Estado? Ya se parte con el ahorro de esa tasa de ganancia. Sin intermediarios, sin complicaciones en los pagos. Probablemente la respuesta sea sí, sin embargo, ¿cuál Estado? ¿El que estatizó los ferrocarriles por presión política cuando la situación se volvió insostenible? ¿El que garantizó negocios espurios mediante la negligencia e inoperancia en el control de los kilómetros recorridos por las unidades de colectivos?
Creo que acá está la respuesta. La gestión del transporte debe ser profesional y no política. Tarde o temprano, las cosas que se hacen mal son pagadas por los argentinos, ya sea con aumentos tarifarios bruscos luego de abrir la olla a presión o reducción de la calidad.
Si aspiramos a un Estado liberal moderno, la clave no es reducir por reducir, sino focalizar: menos presencia en operación, más presencia en regulación, control, transparencia e infraestructura. El sistema debe abrirse a competencia, innovación y participación privada, pero bajo reglas estables y con objetivos claros. Un transporte moderno no es un lujo: es el piso mínimo de cualquier sociedad que aspira a ser más justa, más eficiente y más libre.
Revista Seúl
Comentarios
Publicar un comentario
El comentario estará sujeto a la aprobación del equipo y su administrador. Gracias.