IBARRECHEA Y YO

CULTURA

El cuento del domingo

Por Walter R. Quinteros

Les aseguro que soy el creador de un seudónimo inscripto no me acuerdo en que asociación de escritores y fundamentalistas del realismo mágico de Córdoba, que estaba al fondo de una galería cuyos pisos pasaba y repasaba una señora con un lampazo oloriento que le daba un brillo bárbaro y no me daban ganas de ensuciarlo porque las huellas de mis pisadas delataban que había llegado caminando luego de bajarme de un colectivo apestoso que me dejaba como a ocho cuadras de allí. Y entonces otra señora me invitó a pasar y me dijo que tome asiento mientras un montón de extraños seres pequeños ocupaban su lugar entre los paisajes remotos de las páginas del libro que cerraba y acomodaba en los estantes de una enorme biblioteca. Amo los olores de las bibliotecas. Mi mami, recuerdo, tenía jazmines en el patio, por eso también amo el perfume del patio de la casa de mi mami, solo que ahora falta mi mami y el perfume resiste para que no la olvide. Quería decirle a la señora que me preguntaba sonriente, que me llevaba a estar sentado frente a ella y a la otra señora que estaba en otro escritorio escribiendo el estatuto de los socios y adherentes de la prestigiosa institución, y que para prestarme atención, puso punto y aparte donde dice que los escritores no van al cielo ni al infierno sino donde las palabras que escribieron los lleven, que "yo estaba ahí para registrar mi cuaderno de las malas noticias y este otro libro que se llama Cúter". La del estatuto se levantó de la silla, se acercó para que le pueda sentir mejor el perfume, que ya lo había percibido en otra piel, en otra sonrisa y en otras manos que jugaban a despeinarme por las mañanas. Pero no, nunca escribí nada sobre eso. Y ubicando sus anteojos de lectura como barrera entre sus ojos y los míos, me pidió leer lo que llevaba a registrar, pero sin perder su compostura me dijo que antes debía dar el primer paso que era inscribirme, agregar un seudónimo, llenar un formulario y abonar por todo concepto una suma en pesos. Es algo fácil eso. Los hombres sabemos esa cosa de llenar formularios y de abonar en pesos todos los conceptos además, ya llevaba en mente el seudónimo que me dijeron debía escribirlo en manuscrita no cursiva, sin errores. Así, se convirtieron en testigos del nacimiento de José Antonio Ibarrechea.

Revisaron los archivos en los libros, en el programa de la computadora, hacían memoria. No, no hubo antes un José Antonio Ibarrechea. Entonces mientras una leia mis escritos la otra me acercaba un café y me preguntaba por qué José Antonio Ibarrechea. Desde las estanterías miles y miles de personajes abandonaban sus libros para poder escuchar, algunos sin moverse demasiado y los más intrépidos despertando a los otros para que escuchen la historia, entonces le dije que uno de mis abuelos se llamó José, el otro Antonio y que una de mis abuelas era Ibarra y la otra Etellechea. Que era un homenaje a ellos, que ya no están. No pude negarme al pedido de dejarles mis escritos para que los lean. "Las novelas", como las clasificaron, llevaban la firma de autor de José Antonio Ibarrechea, un mocoso recién nacido que dos horas después estaba en Rioja y General Paz, sentado a mi lado tomando un café, dos días después era anunciado en un café literario donde pasó caminando como si fuese un cowboy entre las mesas de póker de un "saloon" para pedir un whisky, desenfundar el cuaderno de las malas noticias y disparar cuentos que hablaban sobre adioses y desamores.

José Antonio Ibarrechea, se fue haciendo conocido, lo llamaban siempre para participar aquí y allá, se sacaban fotos con él, hablaban de él. Las damas con pasiones truncas, lo invitaban a comer, a bailar, a dormir, a pasear. Vivía del lado de las luces, porque contagiaba risas y nada sabía de desventuras, puedo asegurar, como una genuina novedad, que no sufría por amor, porque sobre eso, él escribía nada más. Pero también les quiero contar que algunos críticos y especialistas, le sugirieron que debía recopilar tantos relatos sueltos y hacer un libro. Hasta que una noche, en el restaurante de Independencia y 27 de abril pronunció una frase que me hizo sentir su amigo: "¿Y quén me creo que soy, para mostrar en vidrieras lo que en silencio veo?"

El tiempo que estuvimos juntos nos fue separando, a él lo llamaban por cuestiones culturales, sociales, y no faltaban llamados de algunos amoríos que le exigían algo de atención. Yo me quedé en lo mío, buscando en el laberinto de las noticias las incoherencias políticas. Él era un todo terreno que experimentaba con ciertos matices sus escritos, describía como un paisaje eterno desde la muerte de un perrito callejero, hasta contar el peso de un bolso lleno de recuerdos y colgado al hombro después de decir adiós, después que la orquesta de goznes y cerraduras de las puertas terminen la función. Hay quiénes supieron exponer sus escritos entre pinturas, poemas y fotografías. Leí su nombre en un catálogo. Escuché en un bar que lo nombraban, como si fuese una figura urbana. Eso era él. Hasta que un día le dije que lo abandonaba, tomé mis cosas y viajé. 

Once años después, caminé por las mismas calles, un avión parecía inmóvil en el cielo, tosí al inhalar el humo del cigarrillo, se formó una voluta espesa que al disiparse, puso frente a mi la sonrisa de una muy querida amiga. Me preguntó entre risas si yo era el viejo gruñón llamado Walter, o el apasionado Ibarrechea que le había jurado amor eterno en el asiento trasero de su auto. 

Walter, le dije, vive en Cruz del Eje.
Ibarrechea, se quedó aquí. 
Los dos, y de eso estoy seguro, deben andar contando sus fracasos en cuestiones del amor.






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