OPINIÓN
Sabía que el sábado era prometedor cuando al despertarme no había olor a café y por la persiana entraba a gotas la luz del sol
Por Nicolás Lucca
Mi viejo me llevaba a desayunar a un bar como parte ablandador para el posterior aburrimiento de ir a visitar a algún amigo comerciante, pasar por un taller o el embole supremo de hacer las compras semanales. Más pronto que tarde, comenzó a reinar la ley de la selva cuando mis hermanos comenzaron a poder expresarse de una forma semi entendible. Es así que se daban situaciones similares a un duelo en el lejano oeste norteamericano: ruido de llaves, el primero en gritar “voy adelante” y la protesta del perdedor. ¿Edad? Siete, tal vez ocho años.
Me intriga la relación que las distintas personas decimos haber tenido con nuestros ancestros, las que creemos haber tenido, la que realmente tuvimos y qué hicimos con todo ese material. Si tuvimos abuelos amorosos, probablemente los recordemos como personas honradísimas, incapaces de hacer daño y un faro de virtudes que nos guían por la vida. De ahí a que sea verdad, es otra cosa: así fueron con nosotros y con eso basta. Ahora, de tanto charlar, ¿cuántos recuerdan las condiciones de salubridad de aquellas infancias y juventudes?
La memoria es curiosa en cuanto a sensaciones físicas y simpatía por situaciones por las que hoy terminaríamos en un orfanato. Son acciones permitidas y muchas veces fomentadas por los adultos que nos rodeaban y que, lejos de depositarnos en un diván de terapia, nos arrancan sonrisas y hasta anécdotas para que los más chicos den por sentado que nacimos hace mil años y no en el milenio pasado.
Los adultos se volvían locos por tener un coche con asientos individuales, pero cuando yo era chico, el que tenía en la familia un auto con asiento delantero pasante, era el afortunado. Recuerdo que mi padre tuvo uno que él odiaba. Para mí era un sueño porque permitía ir adelante aunque fueran otro adulto de acompañante. ¿Cinturón de seguridad? No existía para el centro del asiento y los laterales oficiaban de bonita decoración. Hasta había quien los exhibía con algún adorno.
Cuando éramos muchos, la onda era ir en el asiento trasero, arrodillados con los codos en la luneta para poder realizarles monerías a otros conductores. Un nerd como la gente, además, jugaba a contar cuántos autos de cada provincia veía gracias al sistema de matrículas viejo. La seguridad se limitaba a no sacar el brazo ni la cabeza por la ventana. ¿Tenías sueño? Acostate en el asiento trasero. Ver pasar una camioneta con los pibes sueltos en la caja trasera me daba envidia.
No hay una foto de ningún cumpleaños o bautismo ni mío ni de mis hermanos en los que no se vea un cigarrillo cada dos manos adultas en ambientes cerrados. Un adulto piola te dejaba beber la espuma de la cerveza y no faltaba el compañero de clase que coleccionaba marquillas de cigarrillos. Un grupo de ciclistas en la calle eran pibes que salían a dar una vuelta. ¿Casco? ¿Rodilleras? Esto no es fútbol americano, chabón. Incluso con cinco años bastaba gritarle a mi madre que salía a jugar para que me diera el okey. No me iba al jardín ni al patio de la casa, sino que descendía hasta la planta baja del edificio y salía a la calle.
Volver con una frutilla del tamaño de una sandía en todo el muslo por un error de cálculos era justificable con solo mencionar que me pareció una buena idea ver qué tan rápido podía aprovechar la inclinación de la calle Aquino. A nadie le importaba que el recorrido terminara en una avenida Escalada sin semáforos.
Un niño normal puteaba en lenguas cuando la madre lo llamaba fuera del horario de la merienda o mucho antes de la cena porque implicaba una sola cosa: ir a hacer los mandados. Y ahí marchaba una criatura con dinero apretado fuerte en una mano para no perderlo, rumbo al almacén a unas cuadras. Y ahí volvía la criatura con una bolsa en una mano y un chocolatín en la otra, sin darse cuenta de que buena parte de su supervivencia consistía en la suerte.
Sé que a muchos les correrá un escalofrío por la espalda, pero el boleto escolar existe para que los niños de guardapolvo viajen en colectivo por poca plata. La mayoría solos.
En una era sin celulares, la mayoría de los padres dejaban de saber de sus hijos cuando los despedían en la puerta de sus casas y no volvían a escuchar sus voces hasta que volvieran al hogar. Solos. Sin teléfonos, sin geolocalización, sin aplicaciones rastreadoras, sin 52 mensajes por hora. ¿Eran desalmados y malos padres? Bueno, muchos sí, pero el resto se movía dentro de las normas de un contrato implícito de una sociedad en la que nada le tiene que pasar a un chico. Y para contribuir a esa suerte nos hacían memorizar la dirección de casa, el número de teléfono nuestro o de un vecino, el de un abuelo y el de un tío. Y junto a las oraciones para la Primera Comunión, repetíamos como loros que al llegar a un punto de encuentro con amigos, debíamos divisar hacia dónde quedaba la avenida, cuál era la confitería o bar más cercano y tener siempre a mano un par de monedas para un teléfono público. Podría decirse que nuestra integridad física estaba librada a la buena de Dios, pero había algo con lo que nuestros viejos no jodían: te cagaban a pinchazos y guardaban el calendario de vacunas junto a los documentos de identidad y la libreta de familia.
La mayoría podrá decirme, a esta altura del texto, que no se pueden comparar los tiempos, que ahora la calle está jodida y esas cosas. Yo vivía entre villas y en lugares que hoy sí son tranquilos. Me cagaron robando alguna que otra vez, pero puedo decir que es un punto entendible aceptar que las calles son más complejas o, también muy válido, que no estamos dispuestos a que nuestros hijos estén expuestos a los peligros a los que estuvimos expuestos nosotros. Sacamos lo de la calle, ¿y el resto? Porque esos adultos desconsiderados que hasta nos daban café en el desayuno para ir a preescolar, eran incapaces de pensar, siquiera, en no vacunarnos. ¿Pruebas de la eficacia de lo que nos inyectaban? La misma que tampoco pedían cuando el médico recetaba un antibiótico.
No vengo atrasado con el tema de las vacunas, que gracias a los tiempos que vivimos desde hace rato, todo delirio es un tema instalado para que cada día tengamos uno para elegir de la góndola. Los antivacunas fueron tema, al menos para mí, en 2019 antes de la pandemia y lo es ahora al igual que lo fue en el siglo XIX. Increíblemente, uno de los argumentos es el mismo que hace un cuarto de milenio: mi libertad, ese concepto extraño según el cual mi cuerpo es mi decisión y a mis hijos los cuido como yo quiero si es que me cierra la idea o no.
Antes de que Edward Jenner descubriera la inoculación de viruela de vaca en personas en 1796, la variolación existía en distintas partes del mundo desde, al menos, el siglo XVI pero entre humanos. La llegada de la versión de Jenner, mucho más segura y efectiva, tuvo entre sus consecuencias no deseadas la creación de Ligas Nacionales Antivacunas tanto en los nacientes Estados Unidos como en el Reino Unido. Agrupaciones en las que convivían razones religiosas y defensas de la libertad individual. En Estados Unidos tuvieron que lidiar con el consenso de los primeros presidentes: George Washington había inoculado a la antigua a casi todo su ejército continental ante un brote de viruela y los hijos del futuro presidente Adams habían sido inoculados mediante el todavía método experimental de Jenner.
Mis abuelos, padres y bisabuelos no tuvieron idea de quién corno fue Jenner, ni de la diferencia entre variolación y vacunación. Sólo sabían que la Viruela era una pesadilla y que había una forma de evitarla. En 1977 se registró el último contagio natural a nivel mundial de una pest que asoló por oleadas a la humanidad desde que esta existe.
La poliomielitis nunca fue la principal causa de mortalidad infantil. Sin embargo, cada brote, cada epidemia, dejaba decenas de miles de víctimas, en su inmensa mayoría menores de 16 años, que si lograban no morir, quedaban con secuelas de por vida en su motricidad.
En la casa en la que se crió mi viejo, mis abuelos convivían con uno de mis tíos, discapacitado motriz en silla de ruedas. Era el mayor de los hermanos de mi abuelo y su karma fue la polio que lo atacó cuando era un bebé. Que el resto de los hermanos no se hubieran contagiado obedeció a una sencilla razón: la suerte de haber nacido después de su enfermedad.
En 1953 y luego en 1956, la Argentina vivió dos epidemias de polio. Todavía hay personas vivas que pueden dar testimonio con sus secuelas que van de leves –un bastón– a no tanto. Cuando llegó la vacuna de Salk, anterior a la Sabín, los padres salían de recorridas con sus hijos encontrar algún lugar con disponibilidad y vacunarlos. Lo sé porque me gustaba charlar con mis viejos de cuando eran chicos y porque también mis abuelos me contaron historias. Y lo sé porque de grande lo volví a encontrar en hemerotecas. Para buena parte de la población no hubo siquiera una necesidad de una campaña: el espanto de lo vivido durante generaciones fue más que suficiente para que los chicos fueran llevados en masa.
Una de mis abuelas trabajó desde inicios de los años cincuenta en el posadas. Fue testigo de las dos epidemias de polio y de varios brotes de sarampión. Yo tuve sarampión en 1982. Y el único motivo que lo explica es que la vacuna contra el sarampión se aplicaba a partir de los doce meses. Si quieren hacer temblar a mis padres, pregúntenles sobre aquella bonita anécdota de tener un bebé de meses con sarampión. En 1992, si mal no recuerdo, hubo una campaña masiva de vacunación contra el sarampión en las escuelas. Yo no pude zafar a pesar de no necesitarla porque nadie tenía un certificado que dijera “sí, cursó la enfermedad”. También me cagaron a pinchazos por un brote de meningitis en 1994. Eran dos aplicaciones, una en el hombro y otra en un glúteo que me dolió por días.
Para el año 2000 la Argentina registró su último caso de sarampión. En 2018 registramos el primer caso autóctono. ¿Qué pasó en el medio?
No solo es culpa de los antivacunas. Hay muchas cosas que se perdieron y no entiendo cómo es que hay personas que concurren a establecimientos educativos sin problemas si cuando éramos chicos nos obligaban a mostrar el calendario de vacunación completo. Pero más allá de esa metodología compulsiva, existían las campañas de concientización permanentes, algo que formaba parte de nuestro día a día, con médicos que nos quemaban la cabeza cada vez que pasábamos por alguna guardia por una fiebre o cualquier cosa que se le pareciera.
Y creo que la pérdida del miedo es brutal. Cuando no se le tiene miedo a algo, para qué cuidarse.
En la década de los noventa, incluso la familia más conservadora tuvo que comenzar a hablar de sexo con sus hijos por el cagazo que le tenían a que se los llevara el SIDA. No había un tratamiento efectivo y todavía seguimos sin vacuna. Entrabas a un banco y al lado de los afiches con las promos, estaba el de los tips para cuidarte del HIV. Nos repartían preservativos por cualquier parte, las expendedoras de profilácticos estaban en todos los baños públicos y el miedo a contagiarse hizo el resto. Pero el HIV dejó de ser mortal. No se encontró una vacuna, pero al menos hay tratamientos efectivos para controlarlo. Desaparecieron las campañas, desaparecieron las charlas y, cuando quisiste darte cuenta, tenés brotes de gonorrea, sífilis y otras ETS de las que mi generación no tuvo nunca ni la más pálida idea por fuera de los libros.
Más de una vez hemos hablado de la ley de educación 1.420. Pocas veces hemos mencionado al Congreso Pedagógico de 1882. Y eso que de ahí salieron todos los parámetros de la futura ley. Esto viene a cuento porque en aquella bendita normativa se puso como contenido obligatorio en la educación primaria las “nociones de higiene”, a la par de aritmética, lectura, historia y geografía. Cuesta un triunfo conseguir algún programa de contenidos de aquella materia que existió por un siglo. Increíblemente, es más fácil conseguir las actas de debate de aquel congreso pedagógico que ni recordamos. Tremendo debate por la higiene. Exposiciones seguidas por acaloradas alocuciones de gente que se pisaba por pedir la palabra. Finalmente se llegó a un consenso y uno puede entender por qué tanta alharaca: por higiene no se referían solo a bañarse, sino al más amplio de los sentidos.
Influenciados por la obra de Herbert Spencer y su tratado sobre la educación, hubo una gran exposición respecto a la educación física, que poco y casi nada tenía que ver con aprender a mover la cintura con un aro de hula-hula y más con aprender sobre cosas tan elementales como ventilar las habitaciones una vez al día, no mezclar la conservación de distintos grupos de alimentos, aprender a comer con algún sentido de nutrición, vestir acorde al clima y cualquier otra cosa que pudiera cuidar la salud. Spencer lo dijo alrededor de 1860. Para cuando se celebró el congreso pedagógico, este país venía de un par de epidemias de cólera y una brutal fiebre amarilla que obligó a abrir y luego clausurar tres cementerios por saturación y que reconfiguró el urbanismo para siempre.
¿Se preguntaron alguna vez por qué pareció una buena idea construir una nueva ciudad plagada de diagonales y plazas? Si hubiéramos tenido Higiene en la escuela, ni sería una pregunta. Lavarse las manos varias veces al día, concurrir al colegio bañados en la mañana tanto alumnos como docentes, limpiar los dientes luego de cada comida, potabilizar el agua de consumo inmediato, aprender a tratar los alimentos, aprender a nutrirse y, más avanzada la educación, aprender a tener en ambientes bien separados todo lo que entra a nuestro cuerpo de todo lo que sale.
En algún punto algo se rompió. Siempre se cuestionó todo, no hay un momento de la historia de la humanidad en el que el consenso fuera unánime sobre absolutamente nada. Incluso sobre las cosas probadas en base a evidencias, siempre existieron personas con algún halo de superioridad que consideran que el mundo vive engañado y que sólo ellos se dan cuenta de la verdad y se ven obligados a abrir los ojos de los demás. Lo que no había ocurrido es que tanta gente bruta tuviera tanto eco por culpa de negligentes escudados en la obligación de dar voz a las dos campanas y de trastornados que consideran que ingresar en el puesto catorce en una lista de Villa Ojete es un mandato popular para impulsar una agenda tan arcaica que a nuestros abuelos, muchos semi analfabetos, ya les resultaba idiota.
A las zonas de juegos de la plaza se les conocía como areneros porque eran eso: areneros. Cubículos llenos de arena con las normas de higiene de letrina de gatos y el olor de una. Los juegos disponibles hoy son la pesadilla de un padre moderno, con toboganes de tres tamaños al re pedo, porque todos íbamos al que medía cinco metros de altura. Toboganes de madera, al igual que las hamacas, que nos dejaban el culo astillado y mejor que no se le hubiera salido un clavo. El que no volvió de la plaza con un chichón de hamaca es porque pasó su infancia entre algodones. Ya que mencionamos los clavos oxidados, debo haber llegado a la vida adulta con dos decenas de inyecciones de antitetánica.
Nadie regresaba a casa por tener sed ni teníamos botellitas con agua disponible. Un pibe con cantimplora tenía una sola garantía: que no le duraría ni cinco minutos. Diez pibes que compartían el pico de la misma bebida con la misma idea de higiene que teníamos a la hora de compartir la manguera del portero que regaba el jardín, o de la primera canilla que encontráramos abierta. Esto por no tener la suerte de contar con un bebedero en el barrio, un objeto que abundaba en cualquier plaza y donde la gente y los niños saciaban su sed sin preguntarse por el uso que le habrán dado antes que ellos.
Camas elásticas sin redes ni colchones, competencias de quién trepaba más alto el árbol más viejo del barrio, una buena navaja suiza como regalo de cumpleaños, jugar con fuego de verdad, juguetes fabricados con materiales tóxicos cuya mayor peligrosidad no era que los ingiriéramos, si no lo que podíamos hacer con ellos: brazos que se disparaban, sets de química con sustancias inflamables, autos coloreados con pinturas que tenían plomo, los soldaditos de plomo, balines de plomo, todo tenía plomo.
Con todo esto que suelto a lo largo del texto, puedo decir “mierda, llegué a la adultez de recontra pedo” y algo de razón voy a tener. Un iluminado, en cambio, puede sostener que aquella vida no lo mató y que, en consecuencia, toda medida adoptada en contra de aquellas costumbres son coercitivas y no están basadas en ninguna estadística cierta. No es mi caso, que tengo bien en claro que llegué a los 43 años porque nací en 1982: mi historia clínica es un testimonio vivo de que no habría sobrevivido cinco años en otra época sin antibióticos, desinfectantes ni vacunas. Y mi realidad es la de muchos. En 1890, sólo en la ciudad de Buenos Aires, morían por enfermedades el 15.57% de los recién nacidos y el 10,07% de los niños entre 1 y 4 años. Cuando yo terminaba la escuela, ese número era inferior al 1% en ambas variables. ¿Creen que sólo se debe a la suerte o a las políticas de Estado que nos mandaron a bañar, a aprender a comer y a vacunarnos?
“Es además obligatoria para las escuelas la inspección médicas e higiénica y la vacunación y revacunación de los niños, en períodos determinados”, dice el artículo 13 de la ley 1.420. Fue sancionada por un congreso compuesto mayoritariamente por el conservador Partido Autonomista Nacional y promulgada por el presidente Julio Argentino Roca. Otro dato más que contribuye a mi sostenimiento de que, si don Roca viviera, sería colgado en la plaza por comunista. Ya saben, eso de financiar inmigración, mandar a freír churros a las altas esferas religiosas, borrar al catolicismo de la toma de decisiones cotidianas y meterle obligaciones a los padres para con sus hijos.
La difteria vuelve a ser noticia en el mundo occidental. El sarampión abandonó su ostracismo de dos décadas. Todavía no terminé de escribir este texto y llevamos siete criaturas muertas por tos convulsa –o tos ferina, o coqueluche– en lo que va del año. 688 casos positivos, siete muertos. Se previene con algo tan estúpido como la Triple Bacteriana que te enchufan de bebé, a los 5 años y a los once. Las zonas más impactadas son las que más baja vacunación tienen en los refuerzos de los 5 y 11 años. Incluye a la Ciudad de Buenos Aires y a la Provincia homónima. No hay perdón posible si se hizo a propósito, no hay perdón posible si se pudo evitar.
Empatizo con las críticas a la Organización Mundial de la Salud porque yo vi con mis propios ojos las tapas del Taipei News de noviembre de 2019 con reclamos de la entonces presidenta de Taiwán a la OMS por falta de información sobre una neumonía atípica en el centro de la China continental. La OMS ni tiró una info hasta un mes después. Tarde. Pero la ciencia no nació con la OMS del mismo modo que nadie vino al mundo con la verdad revelada.
Si el antivacuna no jodiera, no pasa nada. Pero no sólo hacen daño por omisión, sino que también son de militar la sinrazón. Esos, los que divulgan falsedades, no tienen ningún problema en ampliar el espectro del daño conspiranoico a otras entidades como el nuevo orden mundial, Soros, Gates, el globalismo y una larga lista en la que solo faltan los reptilianos, y no estoy tan seguro de esto último. No me lo estoy inventando para agrandar el combo: los vi en TLV1, los vi en canales más serios y los vuelvo a ver. Primero me cagué de risa, luego me preocupé y más tarde noté cómo aprendieron a moderar opiniones paralelas para acomodar el discurso central del tema. La pandemia y el descontrol de las cuarentenas y gestión de vacunas vino como anillo al dedo a las caras más visibles y se centraron sólo en eso. Pero yo recuerdo y la Internet ayuda a recordar que antes del Covid metieron todo el combo en la misma bolsa. Como bien le dijo Auric Goldfinger a James Bond, “una vez es casualidad, dos es coincidencia, tres es acción enemiga”. ¿Cuántas veces van con el asunto?
Otro signo de nuestros tiempos al que no me quiero resignar: que las teorías más estúpidas sean cada vez más escuchadas en lugares donde debería primar el sentido común y no prestar espacios a shows de rarezas de circos victorianos. Y, repito, no vengo atrasado. El tema está vigente y se hará más vigente cuando comiencen a debatirse modificaciones para darle “más libertad a los padres a la hora de educar a sus hijos”. Porque parece ser que para volver a la Argentina Grande de Roca, hay que tirar abajo los logros que aún quedan en pie.
Relato del PRESENTE
P.D: En el listado intercalado de costumbres de supervivencia infantil faltó el colectivo que ya no es apto para transportar pasajeros adultos y es reconvertido en transporte escolar. Faltaba hasta que recordé que todavía se usa.

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