OPINIÓN
Lo que podría haber sido una reunión protocolar con la presentación del cuerpo de guardaespaldas y medidas de seguridad, pasó a la historia por un pedido del futuro presidente: conservar su Blackberry
En la mañana del 5 de noviembre de 2008, el flamante presidente electo de los Estados Unidos recibió a la primera delegación de la Agencia de Seguridad Nacional. Lo que podría haber sido una reunión protocolar con la presentación del cuerpo de guardaespaldas y medidas de seguridad, pasó a la historia por un pedido del futuro presidente: conservar su Blackberry.
Hoy casi no lo recordamos, o puede que nadie lo haya registrado en su momento, pero fue uno de esos puntos cruciales de la tecnología. Y es que, hasta la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca, ningún presidente había utilizado un smartphone. No quiero imaginar la cara de los responsables de la seguridad de Obama, pero algo se dejó traslucir cuando el vocero Robert Gibbs tuvo que responder en conferencia de prensa que sí, que el Presidente finalmente pudo conservar el Blackberry pero que solo un puñado de personas tenían su dirección de correo.
Años más tarde, cuando se retiró Richard George de su cargo de Director de Tecnología de la NSA, se supo que tuvieron que rediseñar todo para cumplir con el pedido del presidente y, a la vez, garantizar algo de la seguridad regalada. Básicamente, se tomaron un par de meses para generar una serie de encriptaciones a un Blackberry especial para el mandatorio y otros diez para distintos colaboradores, entre asesores y secretarios de Estado. George dice que fue un verdadero dolor de cabeza, pero también se trató de una situación lógica por el avance tecnológico.
El principal problema no era darle la mayor seguridad posible, sino que darle toda esa seguridad podría ser un regalo para la inteligencia extranjera, que ya sabía a quién atacar permanentemente. Y si rompían los códigos más avanzados, se pudría todo. Así que se centraron en hacer la comunicación híper segura, pero hasta ahí no más. El resto, se trató de un entrenamiento de nociones mínimas de seguridad en tiempos de Internet para Obama y para sus colaboradores, muchos de los cuales eran más veteranos y menos conscientes de las nuevas tecnologías.
Entre esas normativas existió una que todos tomaron con “y sí, chocolate por la noticia”: los celulares no entraban a las reuniones y se quedaban apagados en una caja. Esa fue fácil para el equipo, dado que fue habitual a lo largo de toda la campaña, más por una cuestión de enfoque y atención plena que por seguridad.
La lógica lleva a pensar que el paso de los años hace que todos tengamos incorporado normas básicas de seguridad, pero basta con un repaso de nuestras propias acciones para saber que no es así. Probemos algo: busque en la configuración de Wifi de su teléfono la opción “redes guardadas” y me cuenta con qué se encuentra.
La humanidad se ha relajado, se conecta a internet en cualquier lugar público sin el mínimo cuidado, acepta cualquier término y condición de cualquier aplicación y ni siquiera frena a preguntarse cuando llega el mensaje de que “han cambiado los términos y condiciones”. Nos hemos acostumbrado tanto a la tecnología que no tomamos cuidados básicos. Es como el comportamiento en la calle: todos sabemos que se cruza por la esquina y, sin embargo, con que nos parezca que no hay mucho tránsito, alcanza y sobra para que nos mandemos a mitad de cuadra, en diagonal y de espaldas al tráfico.
Hay un grado importante de estupidez colectiva y compartida en no dimensionar que ese coso que tenemos en el bolsillo no solo es una computadora ocho billones de veces más potente que la compu que teníamos en el escritorio hace unas décadas, sino que además tiene una cámara de fotos, una filmadora de video y una grabadora de audio.
A mí me preocupa cómo se gestiona la seguridad de un país cuando tuvimos un presidente que sonreía para una foto tomada con un celular en una fiesta clandestina. Hoy, que la Secretaria General sea grabada en una reunión, solo me lleva a confirmar de nuevo lo que todos sabemos: la seguridad es una fantasía, una construcción mental.
En base a eso, el martes pasado en la radio más escuchada del país entrevistaron a un especialista en ciberseguridad a quien le preguntaron por los inhibidores de celulares. Seguimos sin procesar la solución más simple: dejar los celulares afuera de las reuniones. Ya ni siquiera lo digo para poder rosquear o realizar negociados, sino por una cuestión básica de seguridad del Presidente. ¿Cómo vas a recibir a un tipo sin saber si tiene el teléfono más pinchado que el culo de un fakir? ¿No podés saberlo? Que deje el teléfono afuera.
Ya que hablamos de falta de lógica, no sé qué hacer con la información de que al Presidente no lo dejan echar a uno de los Menem. Me refiero a esa noticia que dejaron trascender para demostrar que hay, al menos, tensiones e intenciones de modificar algo, de reaccionar frente al bolonqui. Ya ni sé qué es cierto y qué no. Me cuesta creer que Milei tiene que pedirle permiso a la hermana para rajar a un funcionario hasta que recuerdo cómo funciona la dinámica de simbiosis emocional.
Pero, un poco en línea con el texto de la semana pasada y, a la vez, para contradecirlo, vengo a abordar un tema en el que soy absolutamente cambiante: qué hacer con el Estado.
Antes que nada, y como el público se renueva, les dejo el disclaimer. Trabajé en el Estado, en diversas dependencias, en distintos poderes de diferentes distritos y bajo todas las modalidades de contratación existente, menos la de Planta de Gabinete: fui contratado por locación de servicios, planta transitoria y planta permanente, pasé por la administración de Justicia y también por oficinas Legales y Técnicas. Dicho esto…
Más de una vez quise dinamitar todo por las anomalías del Estado y en esto los gobiernos son absolutamente transversales. Algunos toman al Estado como un botín a repartir para pagar favores. Así, los empleados ven llegar a funcionarios que no tienen la más pálida idea de cómo gestionar el área a la que fueron asignados, pero que llegan con el orgullo de haberse ganado ese espacio por militancia o por alianza. ¿Recuerdan cuando ganó el Frente de Todos en 2019? ¿Recuerdan las noticias de cómo se asignaban los cargos a la marchanta? Estos cinco ministros para Cristina, estos tres para Sergio, acá que Alberto ponga al que quiera. Así se dan esos casos en los que se dice que el ministro de la cadorcha responde a fulanito y nadie piensa qué saben del tema el señor ministro de la cadorcha y/o fulanito. Mucho, poquito o nada, qué importa.
Así se da una lógica en la que el Estado se desgasta por pésimas administraciones que atentan contra el principio básico de la meritocracia del republicanismo: que las diferentes áreas de administración sean administradas –valga la redundante redundancia– por los mejores en esa materia. En cambio, se llenan de voluptuosos titulares que hablan del músculo político de Fulano, Zutano o Mengano, y no de sus capacidades.
De paso ¿sabía usted que “a la marchanta” tiene un origen que dividió las opiniones durante años? Depende de a quién se le preguntara, algunos dijeron que fue una deformación francófona de “marchand”, el vendedor callejero con la clientela diseminada y desprolija. Otros vieron el origen en España, en el marchante o la marchanta, el que sale de paseo sin preocuparse por los gastos en compras. Parece que ahí también tenía una deformación anterior del término “mano chancha” como sinónimo de desprolijidad. Es hermoso que todavía la tengamos en el vocabulario y culpo con total parcialidad a Celedonio Flores por escribir la letra de Mano a Mano.
Del otro lado del largo valle de las lágrimas de quienes nos hartamos de tener al Estado sentado en la mesa a la hora de comer, llega el hartazgo. Ahí se cuela el otro vicio en la administración del Estado: los que creen que el Estado se maneja así no más.
Mi odio al Estatismo es por esto mismo. Hubo tanta gente que ha gestionado tan como el orto todo que cualquiera cree que puede hacerlo mejor. Y sí, claro que es fácil hacer las cosas mejor que alguien que no hizo una goma. Yo preferiría otra vara, como “hacerlo bien”, por poner un ejemplo. Pero para hacer bien las cosas hay que creer en eso, y ahí tenemos otro problema, más dogmático, menos pragmático y menos conversado.
El liberalismo no es enemigo del Estado. Es imposible que sean enemigos si el Estado moderno fue creado por el liberalismo, para el horror de los nacionalistas ultramontanos y el espanto de la izquierda sepia. Ojo que no es una idea mía: todos los grandes pensadores del liberalismo clásico dieron combustible a las revoluciones liberales de las que nacieron los países modernos, el Estado Nación, el libre flujo de capitales, el fin del mercantilismo, el respeto por las fronteras, la soberanía en lo que se me reconoce y no en lo que puedo controlar mediante el vasallaje.
No se puede gestionar a la marchanta. No se puede poner a cualquier inútil en áreas hipersensibles y esperar que no pase nada. Si camino por las vías del subte con auriculares puestos, puedo decir que no hay ningún peligro, si todavía no pasó ninguna formación.
Sí, ahí escucho a los que dicen “eh, ese ministro era un delincuente”. Sí, tenemos protección contra los chorros y se llama Poder Judicial. Tenemos una expresidente presa y varios ministros con condenas por primera vez en la historia democrática. Fueron condenados por violar el Código Penal. Contra el inútil, en cambio, no tenemos protección.
Y todo esto si damos la derecha de que nadie tocó un peso sin que le correspondiera. Es un esfuerzo muy grande. En primer lugar porque la voracidad es el mayor de los buchones. Y también porque hace tiempo aprendimos que la corrupción importa a una persona siempre y cuando afecte algún interés particular. Deja de importar cuando esa afectación desaparece. Al menos a mí me genera ese sentimiento cuando veo que me molestan las mismas cosas siempre y a mi vecino no. Mi mishiadura puede que no ayude, ya que no tengo ningún interés económico que se pueda ver perjudicado ni la reivindicación de ningún estandarte familiar que se vea afectado.
De paso, ¿sabía usted de dónde viene “mishiadura”? Había una antigua ciudad en el noroeste de la entonces Anatolia llamada Misia. Allí reinaba un señor llamado Télefo que, cuando recibió la poco amable visita de Aquiles en su camino a Troya, fue herido con una lanza. Para curarse necesitaba de Aquiles, pero para que no lo reconociera, iba vestido en harapos como un mendigo. Esta historia fue una base del teatro durante siglos. En Génova la palabra “Mishio” pasó a designar al pobre de toda pobreza en referencia al Télefo, el rey misio. Maravillas del lunfardo surgido de este caldo de todas las culturas del mundo que llamamos Argentina.
Las noticias se pisan unas a otras y no creo que haya forma de sobrevivir físicamente al estrés de querer gestionar la crisis de comunicación que atraviesa el gobierno. ¿Para qué querían un vocero si no trabaja de vocero en el único momento en el que necesitamos de un vocero? Pensaba en eso cuando llegó el resultado electoral de Corrientes. Allí replicaron el formato de campaña de la ciudad de Buenos Aires y dijeron “Almirón es Milei”. Almirón perdió, entonces perdió Milei. ¿A quién le pareció una buena idea exponer al Presidente de esa manera?
En medio del quilombo de audios displicentes, marchas de campaña planificadas por verduleros y alguna derrota electoral en el noreste argentino, entra el factor económico. Por si faltaban personas para poner los fideos, Domingo Cavallo actualizó su blog con un zapatazo. “El empeoramiento de los últimos meses no puede atribuirse solamente al riesgo ´kuka´ ni a las embestidas de la oposición en el Congreso, sino también a imprevisiones e improvisaciones del equipo económico”, dijo Mingo para luego agregar que “las improvisaciones más dañinas” ocurrieron por el manejo de los bonos, el abuso de los encajes bancarios y el aumento “extravagante” de las tasas reales de interés. En cristiano, y sin que yo sepa una goma de economía, le pegó a Milei: fueron todas medidas ordenadas por el Presidente, la persona que se desentiende de lo que no le importa y se supone que es experto en crecimiento económico.
Ya que estamos, ¿sabía que quilombo es una palabra del bantú, el idioma más hablado en Angola? En el cono sur pasó a ser sinónimo de prostíbulo para gente de bajos recursos, pero en Brasil aún conserva su estatus. Tenga cuidado cuando viaje y hable despectivamente de algo al compararlo con un quilombo. Se burlará de la historia de los esclavos rebeldes que se autogobernaron.
Hace un par de semanas que me siento en una suerte de montaña rusa emocional que varía con cada refresh de cualquier página de noticias. De la entrevista del senador detenido en Paraguay por lavado de dinero pasamos al desconche sanitario provocado por una farmacéutica con los controles de calidad de una cervecería artesanal a la vera del Riachuelo. Una, dos diez detenciones y ya no sé de que me hablan, si ahora veo que se tiran con todo en Diputados. Con todo menos con libros. Y ahí va, que mientras pensamos qué onda con eso, aparecen los audios de Spagnuolo, el tipo con la mayor desproporción de percepción en la opinión pública de los últimos tiempos: nadie lo puede ver y no se sabe que haya tocado un peso que no le correspondiera.
Largas vueltas, análisis éticos, ensayos morales, piruetas editoriales para saber si es mentira, si es verdad, si es nulo, si el Presi sabía, si no sabía, quién lo grabó, por qué lo grabó y resulta que todos hablamos de él, de los Menem y de Karina, pero de Garbellini nadie conoce ni el rostro. Spagnuolo no puede pisar la vereda ni del barrio en el que vive. ¿Qué hizo en contra de la ley? Algún purista podrá decirme que “no cumplió con su deber de denunciar un ilícito”, pero estamos en la era de las denuncias tuiteras y mediáticas. Ningún funcionario fue a la Justicia a decir lo mismo que en Xwitter respecto de la Aduana, nadie fue a Comodoro Py después de la conferencia de prensa en la que Adorni aseguró que habían detectado gastos irregulares por 4.800 millones de dólares en AySA.
Si me preocupaba qué podría tapar los audios de Spagnuolo, ahí están los inocuos audios de La Hemanísima en los que no se escucha ni un solo acto delictivo, pero es motivo suficiente para que la conversación pase de las sospechas de cometas a quién corno graba las conversaciones, quién las filtra y cuáles son los límites éticos y morales en una ensalada que termina con un amparo judicial concedido por un juez que justo, justito tiene un proceso recientemente iniciado en el Consejo de la Magistratura y necesita de todos los amigos que pueda juntar.
Y ahí es que hago como la inmensa mayoría de mis compatriotas y me rajo a lugares más sanos. Saco la cuenta de qué tan agitado que estará todo que obtuve más dopamina al ver un documental sobre las víctimas del Katrina veinte años después, pego una vuelta por los programas noticiosos más escuchados de la radio y los más vistos de la tele y me encuentro con una competencia de “¿qué es peor: los audios por las coimas, que existan grabaciones de Casa Rosada o los muertos por el fentanilo?” No sé si sumaron a la ecuación la tragedia de LAPA, los que la quedaron con el propóleo adulterado en 1993 o la leche contaminada del Plan Materno Infantil de 1991.
Cuando esto pasa, cuando es más fácil opinar sobre la moral que informar, uno se encuentra con ese fenómeno de sujetos embobados con personas que no tendríamos en nuestro círculo íntimo si pudiéramos. De hecho, creo que se podría trazar cierta linealidad entre a quién admira una persona y qué podemos esperar de su comportamiento si lo tuviéramos de contacto.
¿Se imaginan el nivel de intensidad de Cristina en un grupo de Whatsapp? Audios de dos horas y veinte minutos, stickers mal puestos, lleno de links a notas que te dan ganas de pegarte un tiro del aburrimiento sólo con leer el título. Preguntás “quién pone la casa para Navidad” y ves el “Cris está escribiendo”. Te agarró Año Nuevo y llega la explicación de por qué cree que no le corresponde a ella servir de anfitriona. Lo podés leer por entregas para no quemar las córneas.
No quiero imaginarme un grupo compartido con el Presi. Te despertás de madrugada para ir al baño, pispeás el celu y tenés 659 mensajes del Javo, entre memes, dibujos de Nik y fotos con frases sobre la Inteligencia Artificial aparentemente dichas por Cicerón. Ponés el celu con la pantalla hacia abajo para que te deje dormir esas dos horitas que te quedan. Al despertar, hay 327 notificaciones nuevas, todas de él, con cosas que hablan de él, stickers de él y links con notas sobre el milagro económico argentino.
Por cuestiones de salud mental me ahorro el sufrimiento de imaginar grupos con la presencia de otros personajes políticos de igual o menor envergadura, intrépidos terroristas que atentan contra la lengua castellana a diario.
Podría decirse que el gobierno, al igual que todos los que lo precedieron, es una víctima de la modernidad de la digitalización y el fin de las narrativas. Si usted cree que debo abandonar el whisky en el desayuno, deje que me explique: decir que vivimos sobreinformados no es una crítica, es lo que es. La información no es igual que la narrativa, el producto del fino arte de contar una historia que enamore. La información se consume y existe sólo en el instante en el que es novedosa.
Crear una historia de lo nuevo, de algo que nunca existió antes y valerse de medios de comunicación instantáneos, tarde o temprano termina en crisis de narrativa. No hay una historia con secretos que nadie nos contará y que no tenemos por qué saberlos. ¿Necesitó William Shakespeare contarnos cómo iba al baño Julieta Capuleto o cuántas veces se masturbaba Romeo Montesco? ¿Sabemos qué opinión tenían sobre la guerra entre los Lancaster y los York? ¿Eran team invierno o verano? Nada de esa información personalísima fue necesaria para enamorarnos de una historia. Y todo queda en manos del narrador.
Cuando uno hace una construcción de la propia historia en base a mostrar todos los hilos, una vida representada en una casa de cristal en la que vemos cada acción, es lógico y más que previsible que nos acostumbremos a eso y que nadie sepa qué hacer cuando una conversación trasciende el ámbito en el que se concibió. Es difícil hablar de filtración de información en la era en la que, si no mostramos qué hacemos todos los días, si no opinamos de todo lo que sucede, no existimos para el resto del mundo. Vivimos a merced de algoritmos que castigan nuestra ocasional ausencia y nos premian en base a si gustamos o no. Ahí van los tuits que terminan en “comenten” tras preguntar si te gustan de membrillo o de batata.
La privacidad se empeña una y otra vez en recordarnos que existe, que ahí está para darnos seguridad. Lástima que nosotros somos más rápidos.
La información se alimenta de novedades y algo solo puede ser nuevo una vez y por un instante. Esa es la ventaja de un gobierno en crisis de información: esperar a que cualquier otra cosa tape lo anterior, que de todo nos olvidamos porque no hay capacidad evolutiva que nos adapte a tremendo cambio en tan pocos lustros.
¿Dónde está la crisis? En la narrativa. Se eligió contar una historia de algo nuevo, que comenzaba de cero, anclado en valores nostálgicos cuidadosamente elegidos de algunos hitos de nuestra historia, y sostenido en factores de cambiar todo lo que se señaló como negativo. Cuando cualquiera de esas cosas negativas vuelve a aparecer, aunque sea de manera suelta y como información, la narrativa entra en crisis y cualquier novedad es bienvenida, aunque sea una frase totalmente maligna dicha para llamar la atención mediante la indignación colectiva. ¿Te indignaste? Genial, ya no pensás en la indignación anterior.
Y así vamos, todo está permitido y todo termina en cualquier lado. Como este texto, que quiso ser una cosa y terminó en cualquier lado y que, sacado de contexto, cualquiera podría interpretarlo de una forma distinta. Es como me dijo un viejo profesor: “usted puede hacerse cargo de lo que dijo, pero nunca de lo que el otro interpretó”.
Es como el tango de Manuel Campoamor llamado “La cara de la Luna”, fácil de hallar en cualquier catálogo antológico por numerosas orquestas. Publicado en 1901, si uno recurre a la partitura original comenzaría a sospechar de cuál es la connotación de La cara de la Luna de un título que en realidad dice “La C…ara de la L…una”. Cómo la concha de la lora terminó en una antología de música romántica con alusiones hacia la Luna, es un misterio perdido en una hermosa historia de la que no necesita explicación.
Relato del PRESENTE
P.D: Todavía me río de pensar en la cara del editor de Campoamor y su “che, no te parece un poco fuerte…” Quizá nunca pasó, pero a quién le importa.
P.D: ¿No se cansan de la extorsión de votar impresentables bajo amenaza de ser nosotros los responsables de que vuelvan otros?
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