OPINIÓN: ESCRIBE NICOLÁS LUCCA

OPINIÓN

Básico, elemental, aburrido

Por Nicolás Lucca (Relato del PRESENTE)

Y predecible. Quien dude de la relatividad de algo es que nunca pensó en el concepto de esperar en un semáforo. Basta con aguardar a que se ponga en verde sin hacer nada y, como alternativa, intentar hacer algo en otro momento ante el mismo semáforo. Probablemente, la primera opción nos parezca eterna y en la segunda no nos alcancen los segundos. Obviamente, el experimento sirve para realizarlo en el mismo semáforo, que si cambian de esquina pueden encontrarse con el que está a la vuelta de mi casa que cambia más rápido que las luces de mi arbolito navideño.

Viene a mi mente uno que se encuentra por Villa Ortúzar, Urquiza o Colegiales. Creo, que nunca fui bueno para ubicarme por esos barrios. El muy turro dura una eternidad. He sentido cómo envejecía a la espera de que se atreviera a encender la luz amarilla. La última vez, mientras sentía como me crecía una nueva cana, la espera se vio amenizada con el show de variedades provisto por los que creían que el semáforo se encontraba descompuesto e intentaban cruzar en rojo.

Esta semana me tocó ese semáforo todos los días. Nunca me había ocurrido. Así es que las opciones de entretenimiento se agotan, como cuando ya paseamos las opciones del streaming varias veces. Y entonces, mientras un boludo se mandaba en rojo a la velocidad que quería y casi provoca una tragedia, me puse a pensar qué lo llevó a hacer eso. Un segundo después ya había cambiado de pregunta tantas veces que era una cascada de interrogantes aburridos. ¿Por qué la gente acepta trabajos que no quiere ni necesita? ¿Por qué el ser humano aún se casa? ¿Por qué tenemos hijos? ¿Por qué existen personas que quieren gobernar? ¿Qué nos hace elegir nuestro oficio? ¿Qué hace que queramos seguir en esos oficios o profesiones luego de años de desencantos? ¿Por qué alguien elige un oficio en el que su propia muerte es un riesgo laboral cotidiano y aceptable? ¿Por qué otro elige tener la peor desproporción entre salario-carga horaria-años de estudio?

A cada una de estas preguntas que me invaden porque en ese semáforo hay una cámara cazabobos que te pinta un retrato si tomás el celular aunque sea para lustrarle la pantalla, hay una respuesta filosófica, otra psicológica, otra religiosa y una realidad: el 99,9% de los seres humanos no se hace esas preguntas. Porque tienen la mente puesta en otras cosas, básicamente.

Esta semana me tocó estar embebido en el minuto a minuto de cada noticia. Eso implica momentos de alegría adrenalínica y culpable, similares a los que sentía cuando cumplía con el turno en una mesa de entradas judicial. No sé si le pasa a muchos o todos son sanos, pero a mí me ocurría –y me ocurre– que el objetivo cumplido en tiempo y forma me genera una felicidad directamente proporcional a la culpa de sentir felicidad ante una noticia de mierda. Incluso cuando no me afecta directamente, como cuando cumplía con el turno en una mesa de entradas judicial.

Ningún detenido me había hecho nada ni ningún pariente mío se hallaba en una morgue, pero sentía satisfacción cuando conseguía apurar y sacarnos de encima una autopsia. Mi felicidad no era por el alivio de los deudos del difunto, sino por la velocidad laboral, que creía que en algún momento daría sus frutos. Sentir que uno hace las cosas bien de manera egoísta.

Nada puede afectarme menos de manera directa que el desarrollo de una noticia. Es impersonal: una persona dijo algo, otra persona se enojó y le contestó. Da igual si la noticia es de Intrusos o en algún programa de análisis político que todavía sobreviva; el núcleo es el mismo: alguien dijo algo o hizo algo en público, otro alguien le contestó en público. ¿Por qué lo hacen? ¿Qué los lleva a la exposición? ¿Qué hace que deseen colocarse en un lugar en el que recibirán más puteadas que elogios? ¿Cómo hacen para centrarse más en los segundos que en los primeros?

Yo puedo tener diez, cincuenta o quinientos comentarios positivos sobre una nota que me sentiré amargado por ese comentario negativo. Sé que los que se dedican a la política sintonizan otra frecuencia, pero eso no quita que me intrigue saber cómo corno funcionan esas cabecitas. ¿Nunca se preguntaron en qué pensará otra persona o cómo es que piensa? No me refiero a “qué estás pensando” como la pregunta más dañina después de “qué tenés ganas de comer hoy”. Hablo del mecanismo, de la profundidad de la acción.

Y me lo pregunto porque soy de los que no se entienden a sí mismos. O sea: trato de pensar en el otro en la búsqueda de similitudes que justifiquen mi forma de pensar. No es aprobación, es un intento de comprensión del otro que casi nunca me sale bien.

La mayoría de las cosas que nos definen no las hemos elegido. No elegimos cuándo ni dónde nacer, no está en nuestro margen de acción el poder adquisitivo de la familia en la que naceremos, ni la religión que nos será inculcada. Alguien nos hizo hinchas del club de nuestros amores, una configuración única e irrepetible nos da nuestro cuerpo tal como lo odiamos. No elegimos ser neurotípicos o divergentes, homosexuales, heterosexuales, x-sexuales. No elegimos tener ojos claros u oscuros, ser altos o petisos, nuestro color de piel ni nuestras discapacidades o superdones.

Lo más llamativo es que ni siquiera nuestros padres eligieron absolutamente nada de eso, más allá de un acto sexual. Todo lo que viene después es lo que ellos hayan deseado o podido y, más tarde, lo que nosotros hicimos con eso. Así y todo, a veces siento que todo nuestro margen de acción en materia de elecciones de vida es reducidísimo. Puedo elegir cuál alfajor comprar, si es que vivo en la Argentina y tengo guita para comprar uno. Si me da el poder adquisitivo, puedo elegir qué modelo de auto comprar, o su color.

Pero, incluso actos que hacemos de manera totalmente deliberada, no dejan de ser una ilusión de control. Como votar a un candidato, por ejemplo. Para que una persona gane una elección tuvo que ocurrir una particularidad estadísticamente poco probable en la que millones de personas se inclinan por el mismo sujeto y, cada uno de ellos, lo hace por motivos distintos al mío. Creer que alguien ganó o perdió porque yo voté a uno u otro es casi tan narcisista como una superstición en la que el universo actuará de determinada manera si yo hago algo en particular. Así y todo, hay gente que se somete a ese escrutinio original en el que millones de desconocidos harán una carnicería sobre sus vidas a modo de preparación por si ganan. Desde entonces, serán amados y odiados en idénticas proporciones, en el mejor de los mejores casos.

En el lado nobiliario de un sistema monárquico, el Rey no elige ser Rey. En todo caso, puede elegir no serlo, pero ya nace siéndolo en potencial. No lo busca y debe prepararse para, algún día, ocupar un lugar para el cual es necesario que su padre muera. Mientras esa persona se debate entre aceptar lo que le tocó de nacimiento o renunciar a su derecho y obligación, cientos de miles de otros seres humanos hacen todo lo que tienen a su alcance para gobernar, para administrar alguna repartición, para legislar, para ser amados, para ser odiados o para tener poder en silencio, desapercibidamente. Algunos ya se sienten contentos con tener un amigo con algo de Poder. ¿Por qué nos atrae tanto como especie?

Sí, ya sé que alguien tiene que hacerlo, pero a nadie lo obligan a presentarse a elecciones ni nadie que lo haga carece de opciones de sustento para sus vidas.

“Alguien tenía que hacerlo” es una respuesta que digo en joda cuando me preguntan si soy el único de mis hermanos que es padre. Por suerte, nadie me preguntó “por qué sos padre”. Es una pregunta que no tiene respuesta racional por fuera de la biología.

Existe algo peor que pensar en las cosas que no decidimos tener o carecer: las que decidimos no evitar como esta vida que nos lleva cada vez más a un lugar de pensamiento colectivo homogéneo. Tenemos un sistema de identificación biométrica conectado a una red de cámaras activo en una ciudad con la mayor cantidad de cámaras de seguridad por habitante fuera de China. ¿Alguno se siente más seguro que antes de saber eso? ¿Acaso se siente menos anónimo o imperceptible? Sin embargo, y a pesar de las estadísticas, preguntarse por la normalidad del asunto es, homogéneamente, estar a favor de la inseguridad o tener cosas para esconder.

Una búsqueda en Google ya es más sesgada que preguntarle a mamá si somos lindos. Para joder, acabo de preguntar “lista precios automóviles 2025”. La primera página del buscador fueron anuncios patrocinados. La mitad de la segunda, también. La otra mitad, pubinotas o noticias de aumentos o bajas generalizadas. Puse “temporada verano 2025 Argentina”. Las tres primeras opciones fueron páginas del gobierno nacional anunciando “buen movimiento turístico en todo el país”, el “lanzamiento de la temporada de verano” y el anuncio de cómo viene la fiscalización de autos.. Luego vinieron las opciones de a dónde ir a veranear, cómo viene el clima, alguna entrevista a Scioli, alguna publicación del secretario de Turismo en Facebook con el título “Del pronóstico de fracaso a la reconstrucción en marcha”, etcétera.

Pruebo con “por qué deberíamos seguir con vida” y me manda tres páginas de consejos contra el suicidio. Pregunté una boludez filosófica. Ni medio ensayo. Voy a Bing –es otro buscador, existe, posta– y, ante la misma respuesta, al menos me tira “motivos para desear vivir”. Nuevamente, hice una pregunta simple con respuestas complejas, pero ninguna oferta apareció. Parece una boludez, pero está probado que la inmensa mayoría de las dudas que tenemos durante el día, las consultamos.

Con el 92% del mercado de buscadores, entre las preguntas más veces efectuadas en Google durante 2024 están “qué es DNU”, “qué es el INADI” y “a qué temperatura hierve el agua”. Posta. Sólo fueron superadas por “a qué hora juega Argentina”, algo que antiguamente le habríamos consultado a un amigo o al kiosquero so pena de exponernos a una tediosa charla.

Aprendimos a conformarnos con respuestas que deberían levantar más preocupaciones. Cada vez más personas sostienen que el auge de dirigentes internacionales efectivos en lo económico pero calamitosos en lo institucional se debe al fracaso estrepitoso de la izquierda. Yo también lo creo, pero eso no puedo tomarlo nunca como una justificación para que alguien haga lo que se le cante en nombre de conceptos abiertos e ideas imprecisas, donde el conservadurismo religioso provee muchas de las ideas de la libertad. Y no me conforma porque la Ley de Gravedad que mueve al péndulo no debería aplicar a la justificación política. Pero ése es mi karma, el de creer que sí se puede tener libertad económica y libertad individual al mismo tiempo, que las mismas no tienen banderas y que no son excluyentes.

Sin embargo, a la hora de las encuestas, los números hablan por sí solos. Según el tradicional informe findeañero de la consultora Voices, este año los argentinos se muestran más optimistas que a principios de 2024. De hecho, estamos entre los ocho países más optimistas del planeta. En materia de esperanza en la economía, trepamos a una sexto puesto global. Desmenuzado el informe, el 65% de los optimistas argentinos son jóvenes. El resto ya sabe cómo es la vida. Lo que cuesta entender es cómo con tanto optimismo, en otras encuestas la mitad de los argentinos ha manifestado haber presenciado escenas de violencia social. O sea, peleas callejeras. Y a mí no me sorprende la visibilidad porque es consecuencia directa de los celulares con cámaras. Lo que me asombra es tanta exteriorización violenta.

Esconder la violencia, hacerla privada, suprimirla de la visión pública fue un logro de la Modernidad, el monopolio del Estado llevado a un lugar de orden sin estridencias. De la exhibición de los ahorcados o decapitados a la ejecución por inyecciones letales en algunos de los Estados Unidos. Con el imperio de la ley y la consolidación de los Estados, ya no hubo necesidad de la amenaza a través de la exhibición violenta delante del pueblo. La violencia perdió tanta legitimidad en el ámbito público que hasta las sociedades se horrorizan –o hacen que– cuando se enteran que fueron gobernados por algún hijo de puta asesino, pero que lo hacía a escondidas y de noche.

En algún punto creo que (me) viene bien recordarlo. Así siento que no es responsabilidad de la retórica del Gobierno, dado que las encuestas de agresiones callejeras son de 2023. Alguno podrá recurrir a la teoría de la mímesis de Girard y decir que es un comportamiento lógico, o citar a quichicientos filósofos y politólogos, pero siempre todo se reduce a Amigo vs. Enemigo. El problema es que también se nos habla de lo que está bien y lo que está mal. Así es muy difícil, porque hay enemigos que pueden ser buenazos y amigos que mejor perderlos que encontrarlos. Es muy difícil entender las cosas cuando mi antiguo enemigo deviene en mi best friend forever y ataca a mi antigua amiga que dejó de serlo porque decidí que ahora será mi enemiga. Es muy difícil cuando lo malo que se impugna está presente en casi todas las personas que también son mis amigas. Y peor aún cuando, luego de revolear las peores acusaciones, te ponen de ministro o te juegan a la relación tóxica. Que te quiero, que no les des bola a los otros, si yo te quiero, que sumate, que sos el pasado, que no te dio la nasta, que el enemigo es el otro, no los que tengo adentro y vos enfrentaste, sino otro otro, que vayamos juntos o nada, que trabajemos juntitos, dale, decime que sí, contale a todos, así después te abrocho a una rosca por un juez invotable.

Ah, y en público. Eso es clave: tiene que ser bien en público para que, luego de pisar el palito, no puedas creer haber caído en algo tan básico. Quizá sea la lógica del principiante, esa que nadie cree que va a funcionar porque es muy de principiante. Y, precisamente por eso, funciona. Porque nadie pensó que pasaría, si era muy de principiante. Así se sienten las noticias. Y es tan difícil de entender que nadie lo entiende y, por no entenderlo, dejamos de darle bola.

Venía con todas estas preguntas porque no sé hacer balances y por eso no hice ninguno en el final del año que pasó hace tres siglos. El último balance que hice fue uno de doce columnas en la Secundaria y sabía que lo hacía porque era mi obligación para aprobar. De ahí en adelante, no tengo idea de nada. ¿Por qué hacés lo que hacés? ¿Por qué aguantamos, por qué esperamos, por qué dejamos de esperar, por qué aceptamos algunas cosas, por qué rechazamos otras?

Hasta las cosas que hoy escapan a nuestro control nacieron como algo que alguna vez controlamos. La superstición no es otra cosa que intentar recuperar ese control perdido. No pasar por debajo de una escalera no es mala suerte, es evitar la probabilidad de que nos caiga algo en la cabeza. La repetición de ritos comenzó como un acto de disciplina para tener el control de algo y, con el tiempo, también derivaron en supersticiones. Como los comicios electorales, por ejemplo. O este sitio, en el que me obligo a escribir un mínimo de 2.500 palabras para publicar en la madrugada de cada sábado por una cuestión metodológica que contribuye a ordenar mi vida. Bueno, eso es lo que me repito, para no reconocer que ya es una cábala.

P.D: Y el número resultante de las palabras totales reducido a una cifra me dio impar. Qué alivio.
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