LA NO TEORÍA DE LOS ESPEJOS

OPINIÓN

Una de las cosas más interesantes de leer es la charla imaginaria que se da entre el lector y el escritor

Por Nicolás Lucca

Leer es entrar en contacto con el pensamiento de otra persona y eso requiere un esfuerzo enorme de nuestro cerebro que, mientras paseamos los ojos entre caracteres, procesa datos y activa defensas frente a ideas que sabe que provienen de otra cabeza, pero que ahí están, de joda en la nuestra. A veces se hace un buen encastre, aunque no se coincida. Puede fallar en otras ocasiones, como cuando leo que se cerrará un hospital de salud mental por baja ocupación. Me pregunto si al responsable no se le ocurrió cruzar los datos de personas afectadas mentalmente con esa baja ocupación. Quizá descubra que la ley de salud mental vigente es una mierda, que nadie puede internar a un pariente, que la calle está repleta de lobos ahullando a la Luna. Como se viene denunciando desde 2012.

Igual no venía a hablar de eso.

Quizá lo más interesante de estos tiempos hermosos que atraviesa la humanidad es el desprecio que hacemos de nuestros avances. Hay aparatitos que salen de nuestro bolsillo que, hace dos siglos, nos habrían condenado a alguna hoguera de la Santísima Inquisición. El contenido de esos aparatitos nos habría colocado en el cadalso de alguna revolución. ¿Cuál contenido? Todo el conocimiento alcanzado por la humanidad al día de la fecha. Y sin embargo, sabemos que de haber estado vivos en aquellos tiempos con estos aparatos, le habríamos dado otros usos. Un hashtag para enviar a la hoguera al conchudo de un vecino lejano que no conocemos pero cuyas opiniones nos ponen los pelos de punta, compartir informes de firmas dudosas que analizan la posesión demoníaca de las almas como causa principal del deseo sexual, etcétera.

Fuimos demasiados naives con lo que soñábamos de nuestro futuro. Cuando apareció el celular con Internet, las primeras estadísticas deberían habernos advertido hacia dónde íbamos: la inmensa mayoría lo utilizaba para mirar pornografía. Hoy, ese pasado es deseable ya que, aquel que está mirando porno, tiene las manos ocupadas como para dedicarse a insultar a desconocidos por redes sociales.

Se me cae la cara por su propio peso por la tropelía que estoy por cometer: contradecir la última publicación de una reconocida ensayista de izquierda. Y para mayor desaire de mi ya consagrada timidez, lo haré por centro, derecha y, si se puede, también por izquierda.

Al acusar a la derecha de tomar los discursos de la izquierda, Naomi Klein pasa por alto un sinfín de hechos a los que les quitó peso en su ponderación. No es que hablo de algo que influye poco: es la ensayista mujer más vendida en el planeta. Su última publicación, Doppelganger, le va en saga. De una forma muy sagaz, Klein decide convertir en palabras su espanto al notar que es confundida en redes sociales una y otra vez con Naomi Wolff, otra ensayista que se convirtió en best seller con un enfoque distinto del feminismo en la década de 1990 y hoy engrosa las filas de los fans de Trump en toda su dimensión: teoriza sobre conspiraciones faltas de sustento, despotrica contra las vacunas, los pasaportes implantados, los chemtrails y demás cosas.

Pero del largo listado de horrores que percibe Naomi de su otra Naomi, el que más debería afectarle es, precisamente, el que le dio nombre al libro: el motivo de la confusión más allá del homónimo. Klein misma dedica demasiado tiempo para un contexto centrado en todas las cosas que escribió Wolff y que ella se tomó con gracia, cuando no desprecio. Para variar, Klein cree que al culpar a la pandemia del crecimiento final de estos conspiradores de derecha, marca algo nuevo cuando hace exactamente lo mismo que aquello que critica porque todo, absolutamente todo gira en torno a la apropiación de conceptos por parte de un lado de la política para garantizarse el éxito.

Ese es mi mayor problema con doña Klein: que parezca haber llegado al planeta Tierra hace dos meses.

Todos los que abrazaron las ideas más reaccionarias tienen sus pretextos en políticas represivas adoptadas por los distintos gobiernos de “políticos tradicionales”. Y, quizá, puede ser, porái, el hilo rojo que une todo y que permite que las confusiones terminen por reacomodar metodologías discursivas de izquierda a derecha pase por el mayor de los pecados cometidos: la falta de empatía total. El sector históricamente identificado con el progresismo justificó, con mucho tiempo al pedo producto del encierro y con tremendas ganas de tener gente que los mire, la medida dictatorial por excelencia: el Estado de Sitio sin raigambre legal. ¿Era novedoso? Ya habían justificado dictaduras cívico-militares autopercibidas de izquierda. Si tomaron cada medida de lo que, supuestamente, despreciaban ¿cómo hacerse los sorprendidos cuando los que desprecian agarran lo que dejaron tirado en el piso?

Así fue que un día un sector de la sociedad decidió ir por el Poder con ideas distintas pero las mismas técnicas de cohesión de siempre: el sentido de pertenencia a un espacio popular sin cuestionar demasiado lo que hay dentro de la caja. Y eso es el presente, eso está pasando en todo el mundo.

No sé bien cuál es el punto de inflexión, pero existe un momento en la vida de cada ser humano en el que se puede convertir en un auténtico hijo de puta. Es un instante de quiebre que todos, absolutamente todos podemos cruzar alguna vez por circunstancias que nos empujan a hacerlo, por cuestiones de nuestras mochilas personales, de nuestra historia, de nuestros traumas infantiles no resueltos. Todo puede influir, desde aquella maestra que no nos defendió del bullying en la primaria, todos los que nos hacían bullying, los que se rieron en el boliche cuando una chica nos dijo que no, el recuerdo de la misma chica, por qué no, y un largo listado de personas que cargamos en una lista negra mental. Los más resentidos tienen presente este listado de forma constante. El resto, no sabe que está ahí, en algún lado, activando botones en esas situaciones que no entendemos por qué reaccionamos de determinada manera. O sea: no sabemos que hay una reunión de consorcio de resentimientos con rostros humanos que habita en nuestra psiquis a la espera de que algo o alguien les abra la puerta.

Pero es algo muy común en tiempos extremos, realmente extremos, como en una guerra de las de verdad, cuando al enemigo hay que vencerlo y, si se puede, destrozar la vida de quien sobreviva. Esos comportamientos nos parecen lindos datos cuando aparecen en algún documental, si es que somos de mirar documentales. Otros ni se enteran, pero les parece bien comportarse con ensañamiento. En tiempos actuales, esa forma de pegar una trompada desde atrás, adoptó la forma de bits y datos que fluyen en interacciones con máquinas. Quizá eso nos lleva a la impunidad de humillar despiadadamente.

Bueno, para qué hablar en potencial si es un hecho: la cohesión de la masa ayuda a pegar más fuerte. Y es un acto de desproporción de poder. A veces porque son muchos, otras porque el que humilla y expone tiene demasiada autoridad para esa nimiedad. Y esa desproporción, cuando se aprovecha, muestra lo peor de la condición humana: la falta de empatía es el primer pasito de la deshumanización. Literalmente. No poder ponerse en el lugar del otro es no sentirlo un igual a nosotros.

A mí me hace mal por acción, cuando noto que hice daño. Pero, de un tiempo a esta parte, cada vez me siento peor por omisión, por quedarme sentado con una bolsita de tutucas mientras veo los linchamientos y las risotadas frente al desgraciado del momento. Y no dejo de pensar que esas actitudes son una forma de lavar las propias culpas, también, o de obtener créditos a futuro. Créditos que nunca podrán cobrar porque, en el mundo que corre, a nadie importa qué hiciste o dejaste de hacer, cuánto has contribuido a una causa o cuánto te importó poco y nada. Tan solo importa cuántos creen en vos.

A mí, en lo particular, me harta hablar de periodismo porque tengo mis mambos con el oficio. Un amigo, cuando yo estaba harto de la falta de respeto de las empresas, me dijo “estás a las puteadas porque no te dejan entrar a un boliche del que odiás la música”. Sin embargo, hay límites que tenemos impuestos y las pruebas están a la vista. Cuando putean a un periodista por algo que dijo ¿en qué se amparan? En que “no puede hacer eso siendo un periodista”. Hay una vara, un metro patrón, un lugar de cuidado y de exigencia. Que se transgreda a diario, no quiere decir que no exista. No es lo mismo que mi vecino justifique su malestar económico en que tiene a Júpiter retrogradando en la Casa 2 de su progresión astral a que se publique en un medio ¿se entiende? No es igual que un amigo diga “la crisis se cobró dos nuevas víctimas” a que sea el titular de tapa de un diario. Con las primeras opciones podemos tomarlas para la joda o poner cara de culo. Las segundas, en cambio, quedan en la historia. Y ahí está la preeminencia del periodismo: en lo duro que cae cuando se los descubre en offside.

Con el argumento de que los periodistas cometen errores, muchos levantaron esa bandera cargada de heroicidad para desmentir a los medios tradicionales. Pero fíjense lo que pasa con la nueva vía de comunicación del stream en YouTube. Como todo lo nuevo, comienza de a poco hasta que explota y todos quieren una parte. Un día, un grupo de personas tuvo que hablar de lo que sí o sí era un tema. Así apareció una confusión de una de las hijas de Lanata con su esposa y se juzgó sin tener la más pálida idea. De paso, se trató a las vinculadas como “marrones”. Si yo cometo el primero de los errores, me como una llamada de atención, de mínima, de parte de la empresa en la que laburo, además del escarnio público. Si agrego el adjetivo final, probablemente termine sin empleo y con una causa judicial. Digo “probablemente” porque no pasa siempre. Pero vuelvo al origen: si nos putean es porque saben que tenemos límites que no deberíamos cruzar.

¿Puede pasar tamaña confusión en un medio tradicional? Sí, siempre ocurrió. Pero imaginemos con método científico las estadísticas, que ya odio sonar corporativo: ¿cuántas notas publica, en un día, un medio como Infobae? Entre 350 y 400. Casi tres mil notas por semana. Un espanto, pero no es ese el punto ahora sino que, en la cantidad de trabajo, el error se diluye por principio de excepción. Aunque se manden un moco por día, tendrían un margen de error del 0,23%. Ahora, si hablás una vez por semana y esa única vez cometiste tremendo atropello, tu equívoco representa el 100% de tu actividad.

Yo estuve en ese lugar y por eso lo entiendo. Cuando comencé a trabajar profesionalmente en esto del periodismo, ya era un boludo de 30 años que tuvo que aprender las reglas del juego a fuerza de golpes.

Con el aumento de la expectativa de vida, los períodos de edad se han corrido también, y hay adolescentes de 35 años. Otras veces siento que tengo el cuero un poco más grueso con 42 años. Sobre todo cuando me pongo a pensar en formas de analizar cosas nuevas y me aparece la voz de un pibe que me dice lo siguiente:

«El concepto de juventud militante fue redefinido. La tarea la llevaron adelante quienes cobran por algo que debería hacerse de corazón, por convicción, por un respeto a la ideología propia que nos lleva a querer compartirlo con el mundo o, simplemente, para levantar minas. Ejemplares como estos, en el oficialismo, abundan, ocupan cargos gerenciales dentro del Estado o, cuando no, en algún diario que no leen ni los parientes de los editores. A estos muchachos, sin mayores problemas para llegar a fin de mes, los siguen otros tantos que entienden que la participación política se limita a cantar canciones de arenga fuera de toda lógica, participar de alguna que otra peña, o pelotudear en las redes sociales. Ante la carencia de proyectos que enamoren, la lógica llevó a la conformación de épicas inexistentes. Hoy ya no importa el resultado final de una política de gobierno, sino que basta con el enunciado de intención de algún discurso como para salir a la velocidad de la luz a repetir lo que ayer no creían, hoy sí, mañana tal vez.»(1)

A mí nunca me gustó hablar de derechas e izquierdas porque son conceptos foráneos, de sistemas parlamentarios, y pésimamente transculturizados. En este contexto, hablar de batalla cultural es todo un tema. Cuando se planteaba hace unos cuantos lustros, lo hacíamos respecto de cuestiones tributarias, del tamaño del Estado y de que no todo tiene que reinventarse, mucho menos la rueda. Del otro lado teníamos cancioneros para cánticos de cancha.

Por eso es que disiento con la Naomi que no es Wolff. Si vamos a hablar de “derecha”, no copiaron nada. El verso de que estudiaron a Gramsci para imitar sus formas es un chiste que salió mal y quedó. Básicamente porque se obvia el detalle de que el mismo Gramsci lo tomó de Benedetto Croce, republicano y altísimo intelectual italiano de hace un siglo y pico que, como buen liberal, sus textos inspiraron a marxistas y fascistas. Y a Croce no le caía bien ni el marxismo, ni el fascismo, ni la Iglesia ni nadie que quisiera imponer cosas. Es más, consideraba que el liberalismo debe rechazar cualquier dogma y favorecer la diversidad. (De paso, recomiendo mucho leer “Ética y política” o “Historia de Europa del siglo XIX” del amigo Croce)

Todos copian a todos y, entonces, nadie copia a nadie. Las herramientas siempre fueron las mismas para todos: la utilización de la mayor capacidad de amplificación posible para la implantación de conceptos fáciles de asimilar en pos de garantizar una cohesión que puede tener algo que ver o absolutamente estar en la otra punta de lo que se propone. Ni siquiera podemos hablar de quién inventó el populismo ni quién lo trajo a la Argentina, que cuando Perón llegó a la Presidencia, ya llevábamos décadas de Barceló, Ruggieritos y Frescos, capos políticos y mandamases paternalistas que sonreirían desde el infierno si les mencionaran a Gildo Insfrán.

Somos un país fálico y populista. Siempre lo fuimos y no sé si está mal que así sea porque la democracia presidencialista es un experimento al que nos atrevimos junto con Estados Unidos, México y Brasil. Ninguno conoció otra cosa que la monarquía, los gobernadores a dedo, los funcionarios corruptos de la corona y sus representantes. Y nada se inventa sobre la nada: esa fue la arcilla con la que se cocinaron las vasijas institucionales. Necesitamos del líder, no de las ideas. Primero oponerse a lo que el otro diga, después buscar los argumentos. Si es que nos da para tanto, que tampoco es que alguien los pida. Por eso vamos por la vida con esa doble vara. Nos gusta un Presidente todopoderoso y, al mismo tiempo, festejamos cuando le pega al que critica. ¿Cómo te va a doler si sos Gardel? Ahí no hay desproporción del Poder, ahí no tenés a un superhombre o wonderwoman que se banca todo: ahí hay que salir en banda a defenderlo del golpe de Estado intentado por una oración. Las palabras tienen poder, pero ningún gobierno serio cae por una frase. A ponerse de acuerdo: o el líder se la banca o hay que protegerlo de los niños malos que le hacen bullying en el patio del recreo.

En el medio, habrá gente que se ofenda porque el Presidente ofende y habrá otra tanta gente que aplaudirá las ofensas del Presidente porque está bien, porque así son las reglas, porque es lo que se votó, porque queremos reírnos, gritar y relajarnos al sentirnos nuevamente parte de algo. O estar a la espera del que venga y nos haga reír, gritar y relajarnos, que es lo único que esperamos de nuestros líderes. A los demás los descartamos por tibios. Mirá si vamos a ser normales.

P.D: «Del mismo modo que la rebeldía, el humor desde el Poder no es humor. Es gastada, tomada de pelo, bullying, falta de respeto; es cualquier cosa, menos humor. No causa gracia. Y esto es así porque el humor es rebelde. Podrá ser anárquico, negro, sucio, inocente, exagerado, simple o absurdo, pero es la forma de sobrellevar las desgracias entre las cuales se cuenta al Poder mismo».(2)

P.D.II: (1)Lo que el Modelo se llevó, Sudamericana, 2015. (2)Mismo libro, editorial, etcétera.

P.D.III: Am Israel Jai.

(Relato del PRESENTE)




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