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viernes, 31 de julio de 2015

IBARRECHEA: EDUCANDO A CARMELA


Si te quedas quieta un rato niña buena, y me dejas hacer las cosas tranquila, vas a comer helado de postre -le dice la abuela linda a su nieta Carmela-.

Carmela corre entre la cocina y el comedor, mira dibujos animados en la televisión, sube el volumen y va hasta su habitación,  vuelve caminando con los zapatos de su madre puestos, se sienta en una silla de la mesa del comedor y dibuja en una hoja, la abuela linda le dice que baje el volumen del televisor, mientras aprueba los rayones estampados sobre la hoja de papel, le dice que están bonitos. La niña pide agua fresca para tomar. 

- ¿Que estás haciendo de comer? Pregunta Carmela mientras se mantiene parada sobre los zapatos de su madre, observando a la abuela que pone la comida en el horno, que abre y que cierra la heladera y que pasa un trapo rejilla sobre la mesada.

La abuela le dice que ha puesto zapallitos rellenos en el horno que va a acompañar con arroz y que quiere que ella se porte bien porque va a venir a cenar un señor amigo, y que le parece raro que todavía no haya llegado. Y sigue respondiendo las preguntas de su nieta:

He cortado el calabazín al medio Carmela, le he quitado la semillita que después las pondremos en un lugar en el patio para que salgan plantitas y vamos a hacer una quinta de verduras para que veas cómo se hace.

Ay, Carmela, se llama quinta porque antiguamente, los dueños de la tierras, repartían su tierra en quintas partes  que se la entregaban a los empleados para que hagan una huerta, donde plantaban tomates, lechuga, maiz, uvas,  girasol.

Claro Carmelita, se llama girasol porque sus semillitas van buscando la luz del sol.

El mantel hay que ponerlo siempre, es un símbolo de higiene, recuerda eso niña,  siempre hay que ponerlo limpio y si es posible que no se noten los bordes del planchado, y las servilletas deben estar más limpias aún pues con  ellas te limpias la boca y las manos, por ejemplo, antes de llevarte la copa a la boca para tomar tu jugo, debes repasarte los labios con la servilleta -las dos estiran el mantel sobre la mesa-. Te vas a caer con esos zapatos y cuando venga tu madre se va a enojar porque los usas, ya te vas a bañar y cenas bañadita así duermes temprano.

Bueno Carmela, está bien, ayúdame a poner la mesa y después vamos a la ducha.
Si, Carmela, con cuidado lleva la panera.
Claro, se llama panera porque allí va el pan.
Mira y aprende. Ponemos el plato, después, a la izquierda va el tenedor, a la derecha va el cuchillo con el filo apuntando al plato, así ¿ves? ahora vamos a poner dos copas, una grande para el agua o la gaseosa y la otra para el vino.

- Nosotras no tomamos vino.
- Pero el señor José Antonio, si.
(Se ríe Carmela)
- ¿Porqué se llama José Antonio?
- Porque un abuelito suyo se llamaba José, y el otro abuelito se llamaba Antonio.
- Vos no te llamás Carmela.
- Porque, entonces no se,  preguntale a tu madre. Mira, las servilletas la vamos a poner encima del plato, ¿te gusta? Vamos, a bañarse se ha dicho.

- Te lavas bien que yo voy a ver la comida, no salpiques tanta agua, y te secas con esta toalla, después te pones el pijama.
- No quiero que tu amigo me vea de pijama, abu.

Suena el timbre.
La abuela de Carmela se para en punta de pies, besa en la mejilla al señor José Antonio, le agradece el ramo de rosas que coloca en la mesa, y una caja de bombones que apoya en la mesa del "living" Le pregunta si la botella de vino tinto que trajo la toma ahora y la deja en la mesa. Carmela asoma su cabeza mojada por la puerta del baño y la llama insistentemente.

El señor José Antonio mira dibujos animados en el televisor mientras las espera. Carmela llega silenciosamente y se sienta a su lado, se miran, sonríen. 
Carmela le dice que su mamá está trabajando y que los sábados a la tarde viene a buscarla su papá. Le muestra algunos dibujos y los dos hablan del primer año de ella en la escuela. Hacen bromas.

La cena está servida.
Carmela dice que la comida se llama zapallo relleno, que la hizo su abuela haciendo un hueco al medio y que adentro le puso carne de pollo, verduras y queso. 
El señor José Antonio intercambia gestos, miradas y palabras con la abuela linda. 
Carmela le toca el brazo y le dice que a ella el queso le gusta mucho, y que se hace con la leche de las vacas, así dice la abu -aclara señalándola-.

Carmela vuelve a interrumpir la conversación de mayores porque quiere saber si el señor José Antonio tiene nietos. Él, le dice que si, pero que viven lejos y que también a ellos les gusta el queso y el dulce y que hace mucho tiempo que no los ve.
El tiempo pasa volando señor José, así dice mi mamá -aclara Carmela-.

Como es costumbre del señor José Antonio, para impresionar a dos bellas damas, empieza a contar una de sus aventuras en la selva de Brasil.
"Una vez, con mi amigo Eulalio, salimos a cortar palmitos de las palmeras pejibayes en un lugar que se llama Morrinhos. Lalí se puso botas de goma en los pies, yo no tenía nada más que zapatillas y caminamos entre arrozales como cinco kilómetros, llevando cada uno un filoso machete y tratando de no hacer ruido por los animales salvajes. Cruzamos una zanga nadando, que es como un canal profundo, de aguas verdes por la vegetación, y entramos a la selva oscura. Lalí iba adelante, estábamos mojados y hacía mucho calor. Yo lo seguía en silencio, los mosquitos me picaban en las piernas y en los brazos. Había pájaros extraños, de pico grande y de color amarillo, que se alborotaban cada vez que le dábamos un machetazo a las ramas para pasar. Hasta que una hora después, llegamos a un lugar lleno de palmeras. Lalí las miraba, las tocaba, parecía que les hablaba y después, de un certero machetazo, las volteaba. A mi me gustaba esa aventura, él me decía que de la punta del tronco, donde están las hojas para abajo, debía contar tres cuartas, hacer una marca y que debía cortarlo de un machetazo para poder extraer el palmito. Una cuarta es el largo de la mano entre la punta del dedo pulgar y la punta del dedo mayor -le explica haciendo el movimiento de la mano sobre la mesa, y Carmela hace lo mismo-. Cortamos unas veinte palmeras, atamos los trozos con una fina hoja de enredadera, y con otra mas gruesa, colgamos el paquete de palmitos en nuestra espalda, nos secamos la transpiración con las manos, y buscamos el camino para volver. Pero entonces, y de repente, algo apareció entre el follaje..."

Carmela empezó a bostezar y la abuela linda le preguntó si quería acostarse para dormir.
- Mi mamá dice que los hombres son todos unos cuenteros, mejor contame un cuento para niñas.
No le gustan de princesas, ni de hadas ni nada de eso. -aclara la abuela linda, mientras levanta la mesa sonriente y aclarando que ella quiere saber el final de esa historia-.

Carmela se acerca al señor José Antonio y le dice al oído que esos cuentos son para "pendejas" que no van a la escuela como ella.

La abuela prepara un café, y le dice desde la cocina.
- Carmela, no hables groserías. Te estás cayendo de sueño, vamos a la cama que te enciendo el televisor para que te duermas de una vez. 
- No abu, tu amigo sabe cuentos mejores  -se trepa sobre las rodillas del señor José Antonio, bosteza y se rasca la cabeza.   

Entonces te voy a contar un cuento para niñas que van a la escuela, acomódate bien y veamos si éste te gusta -le dice el señor José Antonio-.  
"Había una vez, por los suelos de nuestra patria, dos mujeres jóvenes de una belleza resplandeciente, que amaron a un hombre de nuestra historia al que llamaremos Pancho. De una de ellas, nadie ha sabido aportar datos certeros sobre su lugar de nacimiento. Algunas personas, que llamaremos historiadores, nos cuentan que probablemente ella era Brasilera, hija de un virrey Portugués. Otros, afirman que en realidad era una mujer porteña, nacida en Buenos Aires y que el General Don Francisco "el Pancho" Ramírez, la conoció en lo que hoy es Uruguay. Todos dicen que ellos dos se hicieron compañeros inseparables, y que por amor a él, nuestra heroína llamada Delfina, empieza a acompañarlo en las batallas del general, vistiendo una chaqueta colorada con algunos dorados en los hombros y un sombrero negro. Cuentan que aquel amor, entre Francisco Ramírez y María Delfina era un amor clandestino, pues el valiente general estaba comprometido con otra mujer llamada Norberta, que lo esperaba después de cada batalla, mirando el camino desde la ventana de su hogar. Norberta Calvento, era suave y bella y dicen que no se dejó llevar por los comentarios de aquel amor de su amado con Delfina, y que preparó durante meses, su vestido de novia para esperarlo, pues tal como él le había prometido, se casarían al final de aquellas bravas disputas. Pero en el norte de nuestra provincia, en un lugar llamado Río Seco, y mientras amanecía..."
- Carmela, Carmela. ¿Carmela? 














José Antonio Ibarrechea
diceelwalter@gmail.com
(2013)

PLÍNIO CAMILLO: HISTORIA PARA QUE IOIO, DUERMA.


Ioio, el más pequeño, aún resistía.
El pequeño aún quería jugar.
Gritar.

Paciente, como el látigo manda, Núbia vino despacio.
Con la autoridad de ser la ama-de-leche de él, lo tomó de la mano.
El la mordió.
— Voy a contarte una historia, ven.

El más grande fue corriendo.
Ioio le tiró el vestido viejo, lo rasgó.
Estuvo ella con los pechos afuera.
La señora la miró con cierto desprecio. Tenía la certeza que después la iba a regañar.
El señor, la miró con codicia. tenía la certeza que después la regañaría.


Se acostaron.
Ioio se acostó sobre ella y tomó de sus senos.
— Cuenta, cuenta, cuenta vieja negra! Cuenta ahora! — le dijo con la boca llena de leche.

"Hace mucho tiempo atrás, en la tierra de mis padres, hubo una guerra de tribus, los Zulus y los Ndwandwes. El motivo de la guerra ninguno se acordaba.
O era por causa de las tierras.
O por causa de dinero.
O por causa de un amor recusado.
O apenas por no tener nada que hacer.

Algunos decían que los otros tenían mal olor.
Los otros decían que algunos olían mal.

Mas era un tiempo de guerra.
Guerra de apenas para vencer.

Un día, el pequeño Shaka, de la tribu Zulu, fue a jugar cerca de una laguna con la lanza que le había regalado su tío, el hermano de su padre.
Se fue aproximando cazando grandes fieras invisibles.
Hasta que vió, acostado, a otro chico: Zwide, de la tribu de los Ndwandwe.
¿Qué hacer?
¿Huir?

Entonces, antes de que Shaka de la vuelta, ellos se miran.
¿Será que iban a pelear?
¿A luchar como los suyos?
¿A batallar por los suyos?

— ¿Que estás haciendo?— preguntó Shaka mientras planeaba su retirada.
— Mirando — le dice medio sonriendo el pequeño Zwide — gusto de venir aquí, ¿sabes?
— Yo También …
— ¿Vas a querer luchar?
— No lo se, ¿y tu?
— Tampoco lo se, creo que no.
— ¿Dudas a que yo le acierto a aquel árbol?
— Muéstrame.

Shaka tiró la lanza. Acertó y Zwide fue a buscarla.
— Tira vos ahora.
— ¡Tá!
Tiró y esta vez Shaka fue a buscar la lanza.

Estuvieron así por horas.
Tiraban y hablaban de sus sueños y de la voluntad de crecer. De las tierras que tenían para conocer y de las frutas que querían saborear.

Después pescaron con las lanzas.
Contaron histórias.
Hablaron mentiras.
Jugaron hasta hacerse amigos.

Y llegó la hora de volver.
Se hizo un gran silencio.
Shaka dijo hasta que volvamos a vernos.
Zwide dijo hasta que volvamos a vernos.

Anduvieron algunos pasos y se dieron vuelta para darse otra despedida.
Shaka volvió corriendo.
Entregó su lanza a Zwide.
— Para que me recuerdes.
— Para que nos recordemos.
— Se agradecen al mismo tiempo y corren cada uno para su lado.

Tiempo después, el hermano del padre de Shaka, le pidió la lanza para verla.
— Se la di a un amigo mio.
— ¿A quién?
— Amigo…
— ¿Cuál amigo?
— Zwide.
— ¿Es uno de los Ndwandwe?
— A él, si!

El padre pegó un grito.
La madre lloró.
La hermana se tiraba los cabellos.
El hermano de su padre maldecía.

— Tonto!! — le dijo su tio — la próxima vez: enfile la lanza en el pecho de él.
— No! Él es mi amigo!
— Nunca! Con certeza la próxima vez, él va a apuntar su lanza en vos!"

… Y Ioio no oyó el final de la historia.













Plínio Camillo
Escritor nacido en Ribeirao Preto actualmente residiendo en San Pablo, Brasil
Fuente: Outras Vozes - negrosoutrasvozes.wordpress.com
Coletânea de contos ficcionais que tratam do cotidiano do negro escravizado no Brasil.
Foto: Plínio Camillo - Facebook

DANIEL SALZANO: EL UNIVERSO ERA UN NIÑO ASOMADO A LA MESA DEL CLUB ALAS ARGENTINAS


Cómo habré sido yo de chiquito, de bajito, que cada vez que nos explicaban el Sistema Solar en el colegio, a mí me asignaban el papel de Plutón.

Se trataba de una explicación tan práctica como humillante: ocupando el centro de un círculo imaginario –el universo– inmovilizaban a Arévalo, el más rubio del grado. La misión de Arévalo, como la del Sol, era dejarse querer y estarse quieto.

Alrededor de Arévalo, nos ubicaban a nosotros, los planetas. Nueve en total: todos girábamos sin parar pero a distintas velocidades. Y mientras nos desplazábamos sobre el universo de mosaicos, la maestra, de fondo, manejaba un tocadiscos a tracción a sangre donde sonaba una y otra vez El lago de los cisnes.

Yo era quien debía desplazarme con mayor lentitud, porque Plutón empleaba 249 años para dar una vuelta completa alrededor de Arévalo.

Salzano, el planeta enano.

Ya lo dije en las primeras líneas: yo era el más bajito de todos. Tenía las manos chicas, los pies chicos, la cintura chica y, cuando en casa nos sentábamos a almorzar, cubría la distancia que me separaba del borde de la mesa con dos tomos apilados de la enciclopedia Espasa Calpe.

En realidad, no me faltaba ninguna figurita para llenar el álbum: escribía con letra de pigmeo, ocupaba el primer puesto de la fila y me sentaba en el pupitre de adelante de la clase.

A mí no me gustaba nada ser un escolar tan insignificante, pero me encantaba representar a Plutón. Tal vez porque su nombre recordaba a Pluto, el perro más famoso de la escudería Disney, o porque el acento que cargaba sobre la última sílaba me transfería un nivel de mando que el resto de los planetas no tenía.

En el mismo diccionario sobre el que me sentaba a la hora del almuerzo, encontré una definición que se convirtió en uno de mis secretos mejor guardados: “Plutón: título ritual de Hades, dios de las profundidades de la tierra”. Es decir, el diablo.

De todas maneras, participar de la representación del Sistema Solar era una celebración que me conmovía.

Marte, por ejemplo, era un sombrero de mujer observado desde arriba por el vecino del tercero.

Júpiter era un helado coronado por dos lunas: la de crema y la de chocolate.

Neptuno era un balero de nogal con la embocadura revestida de diamantes.

Urano era un lunar apostado en la colina del escote de Ava Gardner.

Y el universo era un niño asomado a la mesa de billar del club Alas Argentinas.

Plutón, la tortuga luciferina, prácticamente no existía, era el planeta tonto de la escudería, un lelo a quien la ciencia liquidaba a escobazos como si se tratara de un perro hurgando la basura.

Al planeta de los pantalones cortos lo detectó, en 1930, un genio de 24 años, Clyde Tombaugh, cuyo cometido específico en el observatorio Lowell, de Arizona, consistía en fotografiar el Sistema Solar en períodos de una y dos semanas. Un día advirtió que, en la inmensidad, un piojo se movía. Era yo, avanzando en cámara lenta alrededor de Arévalo.

La Luna, la nuestra, era bastante más grande que Plutón y desde un comienzo se plantearon serias objeciones para conferirle el estatus de planeta. 

Fue –consta en actas– una lucha memorable. Por un lado, los astrónomos que se negaban a incluirlo en sus dibujos alegando rigurosas formalidades. Para ellos, a lo sumo, el chico de Clyde Tombaugh era un asteroide de cuarta, una bocha de helado de la confitería Venecia, una pelota de ping pong usurpando el centro de la cancha de Talleres.

Lo llamaron Plutón, pero se morían por llamarlo Pulgarcito.

Mi vida y la del planetita tomaron rutas diferentes cuando me convertí en un planeta de la talla L y abandoné la cueva de los enanitos.

En quinto grado, ya era Neptuno, y en sexto ocupé la plaza de Urano. No llegué a calzarme los botines de Saturno porque ingresé al colegio secundario, donde el cielo, como tantas otras cosas en la vida, dejaba de ser lo que había sido.

Como sabrán, lectores, Plutón fue dominado por la ciencia del siglo 21, que lo enjuició en Viena, durante la Asamblea General de la Unión Astronómica Internacional. Lo destituyeron porque las medidas no le daban. Desde entonces, hace cinco años, los planetas son ocho y Plutón ha sido castigado como los ferroviarios en tiempo de Perón, cuando los confinaban en una pensión de Cruz del Eje.

En realidad, en lo esencial, las cosas no han cambiado: Plutón sigue siendo una criatura pequeña, cabezona y sentimental que ya no figura en la Guía Michelin. ¿La verdad? El piojo quedaba muy a trasmano y ningún científico estaba dispuesto a hacerle el aguante durante los 250 años que tarda cada uno de sus giros.











Daniel Salzano
Periodista, escritor y poeta nacido en la ciudad de Córdoba, Argentina en 1941 y fallecido en el 2014
Fuente: Quienes y Cuando, Diario La Voz del Interior

ERNEST HEMINGWAY: EL GATO BAJO LA LLUVIA


Sólo dos americanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar.



Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.


La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio. El gato tenía que estar a la derecha.

Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás.

–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.

–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.

–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito!

El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.

–No te mojes –le advirtió.

La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.

–Il piove –expresó la americana.

El dueño del hotel le resultaba simpático.

–Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.

Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes.

Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.

–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.

Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.

–Ha perduto qualque cosa, signora?

–Había un gato aquí –contestó la americana.

–¿Un gato?

–Sí il gatto.

–¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír – ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?

–Sí; se había refugiado en el banco –y después– ¡Oh! ¡Me gustaba tanto!

Quería tener un gatito. Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.

–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.

–Me lo imagino –dijo la extranjera.

Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.

–¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.

–Se ha ido.

–¿Y donde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista.

La mujer se sentó en la cama.

–¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.

George se puso a leer de nuevo. Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.

–¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.

George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho.

–A mí me gusta como está.

–¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.

George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.

–¡Caramba! Si estas muy bonita – dijo.

La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.

–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.

–¿Sí? –dijo George.

–Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.

–¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.

Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.

–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.

George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la puerta

–Avanti –dijo George, mirando por encima del libro. En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.

–Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto para la signora.














Ernest Hemingway
(Ernest Miller Hemingway; Oak Park, 1899 - Ketchum, 1961) Narrador estadounidense cuya obra, considerada ya clásica en la literatura del siglo XX, ha ejercido una notable influencia tanto por la sobriedad de su estilo como por los elementos trágicos y el retrato de una época que representa. Recibió el premio Nobel en 1954.
Fuente: zonaliteratura.com - biografiasyvidas.com - Foto: linkis.com

ALEXANDRE DUMAS: DESEO Y POSESIÓN

Las charadas ya no están de moda. ¡Qué tiempos tan buenos para los poetas eran aquellos en que Le Mercure proponía cada mes, cada quince días y, al final, cada semana una charada, un enigma o un logogrifo a sus lectores!
Pues bien, voy a revivir esa moda.
Dígame pues, querido lector o hermosa lectora -las charadas están hechas, sobre todo, para la mente perspicaz de las lectoras-, dígame de qué lengua proviene la alegoría siguiente.
¿Es sánscrito, egipcio, chino, fenicio, griego, etrusco, rumano, galo, godo, árabe, italiano, inglés, alemán, español, francés o vasco?
¿Se remonta a la Antigüedad, y está firmada por Anacreonte? ¿Es gótica, y está firmada por Carlos de Orleáns? ¿Es moderna, y está firmada por Goethe, Thomas Moore o Lamartine? ¿O no será, más bien, de Saadi, el poeta de las perlas, rosas y ruiseñores? ¿O bien...?
Pero no soy yo quien lo ha de adivinar, es usted.
Así que, querido lector, adivine.
He aquí la alegoría en cuestión.
Una mariposa reunía en sus alas de ópalo la más dulce armonía de colores: blanco, rosa y azul.
Como un rayo de sol iba revoloteando de flor en flor, y, cual flor voladora, subía y bajaba, jugando por encima de la verde pradera.
Un niño que intentaba dar sus primeros pasos por el césped tornasolado la vio y, de repente, se sintió invadido por el deseo de atrapar aquel insecto de vivos colores.
Pero la mariposa estaba acostumbrada a este tipo de deseos. Había visto cómo generaciones enteras se quedaban sin fuerzas persiguiéndola. Revoloteó delante del niño y fue a posarse a dos pasos de él; y, cuando el niño, ralentizando sus pasos y conteniendo la respiración, extendía la mano para cogerla, la mariposa alzaba el vuelo y recomenzaba su viaje desigual y deslumbrante.
El niño no se cansaba; el niño lo intentaba una y otra vez.
Tras cada tentativa abortada, el deseo de poseerla, en vez de apagarse, crecía en su corazón, y, con paso cada vez más rápido, con la mirada cada vez más ardiente, el niño salía corriendo detrás de la linda mariposa.
El pobre niño había corrido sin mirar atrás; de manera que, cuando hubo corrido un buen rato, ya estaba muy lejos de su madre.
Del valle fresco y florido, la mariposa pasó a una llanura árida y poblada de zarzas.
El niño la siguió hasta esa llanura.
Y, aunque la distancia ya era larga y la carrera rápida, el niño, que no se sentía cansado, no paraba de perseguir a la mariposa, que se posaba cada diez pasos, en un matorral, en un arbusto o en una sencilla flor silvestre y sin nombre, y siempre alzaba el vuelo en el momento en que el muchacho creía tenerla ya.
Porque, mientras la perseguía, el niño se había transformado en muchacho.
Y, con el invencible deseo de la juventud, y con su indefinible necesidad de posesión, no dejaba de perseguir al brillante espejismo.
Y, de vez en cuando, la mariposa se detenía como para burlarse del muchacho, introducía voluptuosamente su trompa en el cáliz de las flores y batía amorosamente las alas.
Pero, en el momento en que el muchacho se aproximaba, jadeando de esperanza, la mariposa se abandonaba a la brisa, y la brisa se la llevaba, ligera como un perfume.
Y así pasaron, en esa persecución insensata, minutos y más minutos, horas y más horas, días y más días, años y más años, y el insecto y el hombre llegaron a la cima de una montaña que no era otra cosa que el punto culminante de la vida.
Persiguiendo a la mariposa, el adolescente se había hecho hombre.
Allí, el hombre se detuvo un instante para considerar si sería mejor volver atrás, pues la vertiente de la montaña que le quedaba por bajar le parecía muy árida.
Abajo, en la falda de la montaña, al contrario del otro lado donde, en encantadores parterres, ricos vergeles y verdes parques, crecían flores perfumadas, plantas raras y árboles cargados de fruta; en la falda de la montaña, decíamos, se extendía un gran espacio cuadrado cercado por muros, al cual se entraba por una puerta abierta ininterrumpidamente, y donde no crecían más que piedras, unas tendidas en el suelo, las otras erguidas.
Pero la mariposa se puso a revolotear, más deslumbrante que nunca, ante los ojos del hombre, y tomó la dirección del recinto cerrado, siguiendo la pendiente de la montaña.
Y, ¡cosa extraña!, aunque aquella carrera tan larga tenía que haber fatigado al viejo, porque, por su pelo canoso, se podía reconocer como tal al insensato corredor, su paso, a medida que avanzaba, se hacía más rápido; solo se podía explicar por el declive de la montaña.
Y la mariposa se mantenía siempre a la misma distancia; sólo que, como las flores habían desaparecido, el insecto se posaba en cardos espinosos, o en desnudas ramas de árboles.
El viejo, jadeando, no paraba de perseguirla.
Al final, la mariposa pasó por encima de los muros del triste recinto, y el viejo la siguió, entrando por la puerta.
Pero apenas había dado unos pasos cuando, mirando a la mariposa, que parecía fundirse en la atmósfera grisácea, chocó con una piedra y cayó.
Tres veces intentó levantarse, y tres veces volvió a caer.
Y, no pudiendo correr ya más detrás de su quimera, se contentó con tenderle los brazos.
Entonces la mariposa pareció apiadarse de él y, aunque había perdido sus colores más vivos, se puso a revolotear por encima de su cabeza.
Tal vez no eran las alas del insecto las que habían perdido sus vivos colores; tal vez eran los ojos del viejo los que se habían debilitado.
Los círculos descritos por la mariposa se fueron haciendo más y más estrechos, y al final se fue a posar sobre la pálida frente del moribundo.
En un último esfuerzo, este levantó el brazo, y con la mano tocó, por fin, la punta de las alas de aquella mariposa, objeto de tantos deseos y tantas fatigas; pero, ¡qué desilusión!, se dio cuenta de que aquello que había estado persiguiendo no era una mariposa, sino un rayo de sol.
Y su brazo cayó frío y sin fuerzas, y su último suspiro hizo estremecer la atmósfera que pesaba sobre aquel camposanto...
Y, pese a todo, poeta, persigue, persigue tu desenfrenado deseo de ideal; procura alcanzar, atravesando infinitos dolores, ese fantasma de mil colores que huye incesantemente delante de ti, aunque se te rompa el corazón, aunque se te apague la vida, aunque exhales el último suspiro en el momento en que lo roces con la mano.









Alexandre Dumas 
(Villers-Cotterêts, 24 de julio de 1802 - Puys, cerca de Dieppe, 5 de diciembre de 1870), conocido en los países hispanohablantes como Alejandro Dumas, fue un novelista y dramaturgo francés.
(Wikipedia)
Fuente: http://albalearning.com - Foto:distalnet.com

LAYLA MARTÍNEZ: LAS DOS HERMANAS


I
Los alaridos anuncian a los bebedores de láudano como los cabellos flotantes anuncian a las muchachas ahogadas en domingo. Como los extraños montículos que crecen en los huertos anuncian la lenta descomposición del tejido cartilaginoso. El pelo de los muertos fermenta despacio, por eso las tumbas son cavadas en lugares silenciosos y los candiles no alumbran el fondo de los estanques. Por eso las canciones infantiles deben hablar de la pureza psíquica de la raza y las envenenadoras deben ser condenadas a sacar brillo de los botines de los ahorcados mientras aún están balanceándose. No os fiéis de los enterradores. Los enterradores caminan sobre los rostros de los durmientes pero no oyen su murmullo. El murmullo que anuncia la hora en la que las babosas serán domesticadas y las carniceras perderán sus empleos a manos de los afiladores de guillotinas. En cambio ellas, las dos hermanas que dormían en el mismo lecho, sí los oían. Oían cómo las llamaban a gritos desde debajo de la tierra y susurraban profecías que solo los insectos podían entender. Profecías que hablaban de los niños de mejillas sonrosadas que rociaban con ácido los bosques de maleza y bailaban con la boca llena de herbicida. De los ancianos ahorcados por hablar de la enfermedad demasiado alto. Por esconder cajas de cartón debajo de la cama durante la epidemia provocada por la envenenadora.

II
Desde su casa, las dos hermanas oían a las muchachas del pueblo cercano caer en la ciénaga y chapotear hasta ser tragadas por las aguas oscuras. Después la ciénaga escupía sus cuerpos y sus cabellos flotaban en el agua como flota el cabello de los ahogados. Entonces montaban en su barca y recogían los cuerpos de las muchachas, los cuerpos fríos y blandos que parecían paridos por el invierno. Los llevaban a la orilla y los arrastraban entre la maleza. La maleza siempre ha sido celosa y arañaba las piernas de las muchachas y masticaba sus dedos, pero las dos hermanas tiraban de ellas con fuerza. Las madres del pueblo cercano criaban a sus hijas en sótanos cerrados con llave, pero ellas se dejaban crecer las uñas para poder abrir las cerraduras. Después corrían como santas salvajes a punto de ser pisoteadas por los ciervos, como predicadores perversos que huyen de los afiladores de cuchillos. Pero la celosa maleza las empujaba a la ciénaga, donde chapoteaban hasta caer exhaustas.

III
Las dos hermanas quitaban las ropas a las muchachas ahogadas para arroparse con ellas por las noches, cortaban sus cabellos para tejer jerséis, arrancaban sus dientes para hacer jabón en el invierno. Después las enterraban bajo la tierra del huerto y regaban con el agua de los cabellos recién cortados los montículos palpitantes. Los montículos que cubrían a las muchachas que dormían con los ojos abiertos y murmuraban profecías con la boca llena del agua espesa de la ciénaga. La sangre que manaba de los arañazos hechos por la maleza y la lenta descomposición del tejido cartilaginoso bajo los montículos hacía que las plantas del huerto creciesen cada noche y diesen frutos extraños. Los ancianos que hablaban de la enfermedad en voz baja alumbraban los caminos con sus candiles, pero los tentáculos de las plantas avanzaban en silencio hacia el pueblo y los frutos de las plantas eran cada vez más grandes. Las dos hermanas oían los susurros procedentes del huerto de membranas, pero las durmientes hablaban con palabras extrañas que no podían entender. Con palabras que sonaban como los ruidos que hacen los insectos al caer la noche. Por eso ellas esperaban cogidas de la mano junto a los montículos palpitantes hasta que algún insecto aparecía a través de la tierra. Entonces lo atrapaban en un frasco de cristal y lo llevaban a casa. Después lo clavaban en la pared con un alfiler de su vestido.

IV
Los insectos movían una y otra vez sus pequeñas patas, pero no podían liberarse. Estaban atrapados como los sonámbulos que se amarran con correas para dormir, como los ancianos que alumbran la destrucción al borde de los caminos. Cuando caía la noche, los insectos clavados en la pared hablaban con las dos hermanas y les contaban los cuentos que habían oído bajo tierra a las muchachas ahogadas. Cuentos sobre adolescentes rapados al cero por instituciones que aplicaban con severidad los principios ilustrados de domesticación de monjas salvajes. Sobre suicidas que entraban en la muerte con las manos amputadas por el peso de los candiles. Sobre hermanos siameses unidos por las pestañas. Pero a veces los insectos sentían miedo y gritaban de terror en medio del cuento, y no podían acabarlo por mucho que las dos hermanas les clavasen más fuerte los alfileres. Entonces ellas se cogían de la mano y caminaban descalzas hasta la huerta. Allí desenterraban a las muchachas que dormían bajo los montículos para que les contasen el final del cuento, pero veían sus labios cubiertos de tierra y sus piernas cubiertas de sangre. La sangre de la que se alimentaban las plantas, que daban frutos dulces como las hojas de la adormidera y rojos como las bayas de los espinos. Las dos hermanas los devoraban con sus pequeños dientes ansiosos, pero no sangraban. No sabían que las que duermen en la cama de sus hermanas no pueden sangrar porque han conocido la pureza. No pueden sangrar pero pueden saciar su sed en el veneno de las enredaderas y calmar su hambre en los huertos de membranas. No pueden sangrar pero pueden escuchar a las muchachas durmientes, y las muchachas durmientes murmurarán profecías y les susurrarán nuestros nombres.

(Del poemario inédito Las canciones de los durmientes)



Layla Martínez
(Madrid, España, 1987) es licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid y graduada en Sexología por la Universidad de Alcalá de Henares (Instituto de Ciencias Sexológicas INCISEX). En su primer poemario, El libro de la crueldad (LVR Ediciones, 2012), mezcla poemas en prosa con falsas biografías y poemas en verso. Ha realizado labores de edición, corrección y traducción para distintos fanzines y publicaciones alternativas y ha prologado distintos libros, entre ellos Estoy gritando (María Sotomayor, Canalla Ediciones, 2013) y Animales de Vidrio (Almudena Vega, Fundación Málaga, 2013). Algunos de sus textos y poemas han sido publicados en diferentes antologías, como Sangrantes (Origami, 2013),Negra Flama (CNT-Jaén, 2013) y Tus ramas/mis huesos (edición digital, 2013). Trabaja como redactora para distintas webs y revistas online y es la coordinadora de la sección de Actualidad del periódico de CNT, de distribución nacional. Además, colabora habitualmente con Culturamas, donde tiene una columna mensual de análisis político y donde publica reseñas de libros relacionados con esta temática. También realiza crítica literaria para el periódico Diagonal. Sobrevive como puede.
Contacto: laylamartinezvicente@gmail.com
Blog: http://vidadeperrxs.blogspot.com.es/
Fuente: gentemergente.com
Foto: poetikaspoetikas.blogspot.com

LOURDES ESPÍNOLA: A VINCENT


Comprendes cómo te
nombro,
con mente quieta y silenciosa
me escucho
cuando no me escuchan,
escribo tu nombre
con el borde de la lengua,
rodando el filo vacío de los labios.
Y te extiendes luchando
en la humedad de mi deseo,
en la resonancia del silencio.
Te aíslo y separo de los otros
sucesivamente incierto,
tiemblas dentro en la garganta,
te atrapo y fortalezco;
como símbolo fresco
te hago mío.
Envuelvo tu nombre en mi contacto,
cuerda vocal que busca su instrumento.
Te estanco en el sonido de mi aliento,
te resistes,
te rindes:
te he nombrado.

De repente, te tropiezo,
te abres hacia mí
y desde el desván del alma
ese papel, esa escritura
indócil me avasalla
y me pierdo a mí misma
en el pequeño orbe de tu carta.
Suspendida en la hoja, gota a gota
salto hacia ti, escafandra en mano,
y me ciño la ropa de los tibios años.
Estoy en todas partes y en ninguna:
fantasmagórica y real,
me seduces y ahogas.
En el beso mortal
con olor a tus manos
me deshaces en caos.
Vuelvo a mi ordenado mundo,
cierro el sobre.

Pero cómo recobrar los gestos del amor,
las olvidadas trampas, las miradas
que se nutren en los ojos del otro.
Cómo despertar a mi dormido cuerpo,
despojado de noches,
amortajado en sueños,
en ardid de silencios.
Cual válvula escondida
hará correr la sangre
para entibiar rincones
e innombrables nostalgias.
Mis manos desperezan
la boca entumecida
que nutriéndose
va de tus palabras.
Apenas ya recuerdo
los ritos,
los gemidos.
Hilvanando memorias
antiguas, aprendidas,
empezará a girar
mi aliento entre tus manos.
Apenas recordando,
ensayando de nuevo las palabras.

Eres nube, eres mar,
eres olvido.
Eres también aquello
que has perdido
Jorge
Luis Borges

No estás al alba,
el diamante de la memoria
sella miradas
y mi silencio acuña tu silencio.
Espejos vienen reflejando
en mi pupila lo que fue
del amor atrevido,
del callado que respirando va
en nuestra garganta
y súbito y audaz ya nos atrapa.
El vino rojo de memorias
nos inunda y nos baña
este silencio, este tímpano sordo de tus cartas,
esas claves secretas en tus libros,
esa manzana roja que mordimos,
esos susurros,
esas noches.

Vamos a considerar todas las cosas:
tu mirada empapada de otras noches,
tus manos de semilla
a punto de plantarse en mi costado,
y sobre todo tu fuego, que crea tanto
y temo me destruya;
y también
la puntual muerte del amor,
como me hablaste.
Pero mejor, no consideremos nada
y
extiende
el ramillete de nervios de mi tacto,
sólo para que Dios
no me encuentre dormida.

Insomne en soledades,
las estaciones de mi cuerpo callan,
esperando dormidas en los fuegos.
Al regresar de conquistadas noches,
náutica en fábulas y abismos,
astro demente del amor.
Soy quemante espectro.
Frente a ti,
la piel brillante al aire,
desnuda de los pies hasta el alma
y tú ni te das cuenta,
todavía.

Extraño ritual al tacto,
reconocer el libro con tu nombre:
respiras entrelíneas
y muerdes,
en las marcas de los márgenes.
Las páginas leídas
tornadas grises por tus dedos
son palabras con olor a tus poros,
amoldados, tibios, a tus manos.
La azul tapa cosquillea
cada nervio extendido de mi mano,
al tropezar luego sorprendida
con la doblada página
elegida,
la que resume alientos
y me habla.

A veces en silencio
te nombro con la urgencia de mi desesperanza.
Mi ropa son mis ansias
y están atadas a mi piel,
con esa falta de todo lo que llenas.
Respiro en tus papeles,
al borde de tu cama,
cual desnudo invisible que la sombra acompaña.
Hoy sientes en la tarde
que espejos transparentes
te devuelven mi cara.
Mis pupilas cansadas
mecidas en tus manos
te muerden cada dedo,
vedados como abismos de frutos prohibidos.
Cierro la puerta,
grito,
llamando ese rincón
poblado de tu savia.

Manos abriéndose, como interrogación no terminada
en enigma de opaco crucigrama.
Mirar el rostro y luego...
tus pies nudosos y descalzos,
blancos en la espuma de un mar
que no nos permitió vernos.
Transparencia.
¿Cuál pupila reflejará el verde o el azul?
El antiguo cuervo de tu pelo
batirá sus alas,
sacudiendo mi punto de recuerdo
en el horizonte de la tarde.

Insomnes caminantes, ya caemos,
distraídos casi, en transparencias:
con prodigioso amor
y demoliendo duras cáscaras viejas, carcomidas.
Fulminante resurrección:
así clavada
sencillamente a éste tu costado,
vuelvo
salada de naufragios,
de fantasmas
implacables, tardíos desatinos.
(y me deslizo despacio
de esta isla,
alargándome apenas en tus alas).

Desvelado vives
en los nervios insomnes de mis noches
o en el libro que guardo con tu nombre.
(Redondo y suave tacto
como alas).
Ángel de fuego,
tocas y destrozas las angustias,
asfixias y temores,
enloqueciendo mi médula en secreto.
Inventaste la creación entera
y no existía;
ángel, arcángel, espuma, alas,
antes
de que tu lengua me tocara.
Terciopelo de labios,
caracola,
húmedo, caliente,
tu aliento entre mis manos.

Y cómo contestar
esa confidencia,
de amores enredados, de azoradas esquinas,
de tardes compartidas.
Diciéndote, mi amigo,
que antes te esperaba,
que te espero,
que quisiera enredarme en tus amores,
mantenerte despierto,
que me pienses al alba.
En tu lista de amores,
azares, confidencias,
estoy aquí esperando,
respiro entre tus sábanas
llamándote, mi amigo.



Lourdes Espínola
Nació en Asunción, Paraguay en 1954
Poeta y ensayista. Aunque odontóloga de profesión, desde muy joven se ha dedicado a la poesía. También colabora de manera regular en suplementos culturales y revistas literarias a nivel nacional e internacional. En 1973 apareció su primera obra: Visión del Arcángel en once puertas. A partir de esa fecha, Lourdes Espínola ha publicado varios otros poemarios que le han ganado dos premios literarios internacionales. De sus publicaciones, se destacan especialmente: Monocorde amarillo (1976), Almenas del silencio(1977), Ser mujer y otras desventuras (1985; ed. bilingüe: inglés-español), Tímpano y silencio (1986) y Partidas y regresos (1990).
Fuente: Los-Poetas.com
Foto: Los-Poetas.com



MARCELO GONZÁLEZ: LA LECCIÓN DEL HOMBRE QUE SOÑÓ SU FUTURO


Dicen, los que oyeron la historia, que hubo un hombre que durante tres días enteros y dos noches ininterrumpidas, soñó cada uno de los avatares y circunstancias de las que estaba compuesto su futuro. Cada acontecimiento, se afirma, se sucedió como un flash repentino que se grabó en la retina de aquel hombre mientras dormía. Cuando despertó y luego de varios minutos obnubilado, estado propio de quienes se enfrentan con semejantes aberraciones, dicen que el hombre, y frente al clamor de los que atónitos querían saber todo y cada cosa, fue preso de un interminable bostezo, al cabo del cual solo manifestó:
- Estoy bien jodido che - Después de lo cual no se le escuchó palabra alguna, nunca.












Marcelo González
Escritor. Actualmente resido en la ciudad de Resistencia, Argentina. Libros publicados: tres novelas (La hojarasca, el viento y la hortensia; Memorias del Camposanto y Las aventuras del brezo) y cuatro poemarios (Poesía Autorizada; El cubo Rubik; El Bhúo de Ebano y XLV). 
Mi correo electrónico:mgonza726@hotmail.com   
Fuente: www.buescayencontra.blogspot.com - poesía imaginacionista - blog literario
(breves relatos de verano para mis hijos)

MÚSICA: PANJABI HIT SQUAD


"Hasdi hasdi"
de: Nav Sarao
Vocal: Mampreet Kaur
Subido por: cristyandreii
Imagen:indiavideo.org
Gentileza: YouTube



"Fulkari"
de: Panjabi Hit Squad
Vocal: Mandeep D
Subido por: Panjabi Hit Squad
Gentileza: YouTube 



Dee y Rav
integrantes del Panjabi Hit Squad, Dj's, autores, compositores y productores que incursionan en el hip hop.
Foto:bbc.co.uk