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 OPINIÓN

Le llamó la atención que el que acababa de mandarle sólo obtuviera un tilde en su WhatsApp


Por Silvia Fesquet

Se conocieron una noche de fines de primavera en Madrid. Ella estaba invitada a un congreso, él era un directivo importante de la institución que lo organizaba. Se cayeron bien de inmediato. Desde ese primer encuentro, y a lo largo de 34 años, cimentaron una relación sin fisuras, una amistad de esas que no necesitan del contacto cotidiano para alimentarse y crecer. A uno y otro lado del mundo cada quien sabía que el otro, allá lejos, estaba. Guapísimo, educado, espléndido, con un savoir faire latino que ensombrecía a cualquier galán de Hollywood y una vida repartida entre Nueva York, Miami y Madrid, él mantuvo siempre su empedernida soltería, de compromisos con fecha de caducidad.

Ella no; a lo largo del tiempo atravesó una separación y una relación fallida hasta dar con su amor definitivo. El teléfono primero, el mail después y el WhatsApp finalmente los mantenían a uno al tanto de los avatares del otro. Los viajes marcaban la posibilidad del encuentro cara a cara, en cafés, comidas, largas sobremesas en Miami o Buenos Aires o brindis junto al ventanal de vértigo de su departamento neoyorquino, aunque a veces el trabajo o las circunstancias ponían en pausa esa alternativa.

El último tiempo había sido pródigo en esa clase de desencuentros, pero a pesar de la distancia los saludos de cumpleaños eran un clásico. Por eso le llamó la atención que el que acababa de mandarle sólo obtuviera un tilde en su WhatsApp. Podía significar muchas cosas, pero ella tuvo una corazonada. Escribió su nombre en la web y, atravesada por el dolor, encontró su obituario. Un cáncer había acabado con su vida dos meses atrás. “Adiós, my dear friend”, leyó entre lágrimas ese mensaje de despedida. Y lo hizo suyo, con el corazón desgarrado.

Clarín


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