OPINIÓN
Aquel 25 de febrero de 1995, viernes, una versión temprana de mí sentía un vacío existencial tremendo
Por Nicolás Lucca
El final de la Colonia de Vacaciones del Deportivo Español y la certeza del inicio de clases un puñado de días después, hicieron que atravesara aquellas jornadas con una sensación más propia de gente mucho mayor que yo: nostalgia. Se acababa el verano, se acababa esa letanía festiva de fragancias entremezcladas entre el rocío del pasto por las mañana y la salvia del sudor de los pinos junto a los excesos del cloro, los repelentes, los protectores solares y la comida en tupper. Era el final de las amistades estivales y el castigo por haber sido consumido por el fuego de la timidez que impidió a lo largo de sesenta días que pudiera expresarle a ella alguna palabra, siquiera, cuando me preguntó “¿qué?” al quedarme en silencio frente a sus ojos tras atravesar todo el club en un suspiro para alcanzarla en la puerta del micro.
La Colonia lo concebí como un tremendo upgrade de libertad en contraposición al oprobio de una educación secundaria con todo lo que eso implicaba. La relación marcial informal de un recreo en el que se da una dinámica de obediencia silenciosa hacia los chicos más grandes, donde los preceptores son el ojo del panóptico de un patio con dueños, donde la vida gira en torno al cumplimiento con quince docentes que creen que su materia es la más importante de todas, por no decir la única. Horarios de ingreso bajo apercibimiento de sanción por incumplimiento, un reglamento de conductas a cumplir bajo apercibimiento de sanción por incumplimiento, aspecto e higiene personal a cuidar y mil quinientas obligaciones de un largo período que tenía una zanahoria colocada en cada viernes y una enorme recompensa al finalizar el camino de ladrillos amarillos sin habernos desviado ni un pasito: otro verano.
Cada vez que terminaba el ciclo, yo moría de nostalgia y miedo. Bueno, van de la mano: la nostalgia es una forma de temor a lo desconocido. Visto con esta óptica, podría plantear que la Colonia era un recreo ante la autoridad, una licencia de incumplimiento de obligaciones. Sin embargo, las reglas estaban de todos modos. Nadie me ponía media falta por llegar tarde, pero si lo hacía me perdía una actividad que habría disfrutado. Y así y todo, si cometía alguna infracción grave, la sanción era la misma que en cualquier otro lado: la expulsión. ¿Por qué vivía esto como un placer y no como un castigo?
Ni el predio del club me quedó como para evitar ir a jugar a la nostalgia. Hoy funciona la escuela de la Policía de la Ciudad. Hitazos de Ríos Seoane.
El asunto es que pensaba en las diferentes obligaciones y cómo nos sentimos más cómodos en algunas. Más libres, aunque estemos, de todos modos, bajo control. Al igual que en el Colegio, no podía retirarme del club sin mis padres en horario de actividades. Las obligaciones eran distintas, obviamente, pero las actividades estaban reguladas y, por más que no se pueda comparar una hora de pileta libre con ochenta minutos de aritmética, tampoco contaba con la opción de elegir otra cosa. Y sin embargo me gustaba.
El mundo en el que creció mi generación fue un período breve. Muy pequeño en términos de la historia de nuestro país, menos que un parpadeo en términos de humanidad. Me refiero a esto que, cuando estudiamos, nos describieron como democracia liberal dentro de un sistema republicano inserto en un mundo globalizado en búsqueda de la cooperación y el respeto a los derechos de cada ser humano.
Si sacamos cuentas, el ciclo global se hace corto. Estados Unidos comenzó a parir su sistema democrático y votó a su primer presidente en 1788. Casi 240 años es un montón. La Argentina comenzó a transitar su institucionalidad de a poquito a partir de 1853, pero este período de mediana estabilidad que inició en 1983 es el más largo que conocimos. Para mí, 42 años es un montón, si es casi toda mi vida. Si lo llevamos a qué entendemos por “global”, nunca existió tal período. De hecho, se estima que casi el 40% de la población mundial vive bajo algún tipo de autoritarismo.
El punto de partida de la Colonia de Vacaciones global varía en relación a cada país. Con mayor o menor libertad, casi todo el mundo que hoy llamamos “libre” vivió bajo un sistema de reglas necesarias a aplicar bajo el paraguas del miedo a la expansión del comunismo. Con la caída de la Unión Soviética, esas reglas continuaron pero sin el miedo en la puerta. Había comenzado la Colonia de Vacaciones.
El problema con las Colonias de Veraneo, como se podrá comprender, es que las reglas existentes son flexibles dentro del marco de la libertad. El preadolescente de turno puede elegir no hacer pileta ni participar de las actividades lúdicas, pero esto repercutirá en su integración con los demás. Es la libertad de no hacer uso de ninguno de los beneficios de participar de una Colonia de Vacaciones. Una paradoja, pero mucho más extendida de lo que se cree y, por la temprana edad de la que hablamos, podríamos apuntar a un tema aprendido en casa o a la naturaleza del ser humano, que es prácticamente lo mismo. “La raza humana es harto uniforme”, dice el joven Werther al quejarse de sus penas en la obra de von Goethe y agrega que “la inmensa mayoría emplea casi todo su tiempo en trabajar
para vivir”, antes de disparar su sentencia: “la poca libertad que les queda les asusta tanto que hacen cuanto pueden por perderla”.
Von Goethe escribió esto en 1771, un lustro antes de que se iniciara la Revolución Americana y casi dos décadas previo al estallido de la Revolución Francesa. El escritor era apenas un veinteañero y su queja era contra las pocas intenciones que tenían los ciudadanos del mundo por romper con el sistema de gobierno que había imperado desde que el hombre comenzó a caminar con dos piernas: la dominación de otros seres humanos. Criado en tiempos absolutistas, Goethe vivió lo suficientes para ver realizadas las grandes revoluciones liberales. Y sin embargo, su máxima sobre la humanidad parece estar siempre vigente, en una tensión entre el autoritarismo de la dominación y el autogobierno del hombre por el hombre y para el hombre.
A veces siento que estamos en una tarde calurosa de febrero, en la pileta del club de nuestra Colonia de Vacaciones. El agua ya está tibia y hace horas que perdió su condición de transparente. Todos estamos cansados, aburridos de no tener nada para hacer y algunos comienzan a extrañar las rutinas de obligaciones de la escuela. Sobre todo algunos adultos que, ante lo que perciben como el libertinaje de hijos ajenos, no ven la hora de que vuelvan a las aulas para contar con algo de disciplina. Esa historia cíclica de cada año en la infancia y preadolescencia se me hace casi tan circular como la noción del tiempo borgeana. O la del detective “Rust” Cohle de True Detective.
De hecho, ya los griegos hablaban de un ciclo político perfecto que gira en torno a un imposible: el sistema de gobierno eficiente y agradable para la totalidad de las personas.
Los griegos, como en todo lo relativo a la humanidad, hicieron un arte de una preocupación que nos acompaña desde que bajamos de los árboles: el concepto de tiempo. Puede que uno sea astrofísico teórico que argumenta sobre cuándo el universo llegará a su fin, o puede que se trate de un señor cualquiera que mira a sus hijos ya devenidos en padres y se pregunta en qué momento pasó todo tan rápido. Nada atenta más contra la creencia de la reciente juventud que ver una foto. Y nada nos ayuda más a comprender que el tiempo no se ha ido que ver una foto: todo lo que hoy tenemos y en aquel entonces no existía, todo lo que teníamos y ya no existe. Podría decirse que la medida más humana del paso del tiempo no son las horas, los días, los meses ni los años; son las posesiones, las presencias y las carencias de ambas.
Si hubiera existido la Ciencia Ficción en el siglo XVI, puede que nadie hubiera imaginado una ventana permanente a cualquier período de nuestra vida pasada; eso que nosotros llamamos fotos, videos y grabaciones. Sin esa posibilidad, sin aquellos primeros planos que nos dicen que el espejo nos miente y que las fotos no, que alguna vez fuimos más jóvenes que hoy, todo nuestro progreso o la carencia del mismo quedaría sujeto a algo tan, pero tan frágil como nuestra memoria.
Uno de los conceptos más fascinantes y que casi todos conocemos aunque no sepamos de su procedencia, es el del Eterno Retorno. Siempre se vuelve a un punto de partida. Para hacerlo más jodido, ese punto de partida no tiene otra precisión que el que queramos fijar, porque el tiempo es un círculo y siempre se vuelve al lugar del que se partió. Tanto en la Biblia como en el Tanaj nos encontramos con una máxima en el Eclesiastés: “Todos los ríos van a dar al mar, pero el mar jamás se llena. A su punto de origen vuelven los ríos, para de allí volver a fluir (…) ¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol”. Metáfora pura convertida en poesía castellana por Ricardo Soulé en sus Libros Sapienciales.
De autor desconocido –aunque, como todo texto sagrado de aquellos tiempos, se adjudica casi sin pruebas a Salomón– las líneas del Eclesiastés huelen a filosofía griega desde su título, que nos viene del griego (ekklesiastes, miembro de la congregación). Los griegos de aquel entonces –poquitos, que eran muchos y solo algunos se dedicaban a filosofar– tenían fascinación por la astronomía. Analizado el concepto de Año Platónico (25.776 años normales en el que el planeta vuelve al punto de inicio de dicho conteo) Borges coloca en estos años la creencia de que “si los períodos planetarios son cíclicos, también la historia universal lo será; al cabo de cada año platónico renacerán los mismos individuos y cumplirán el mismo destino”.
Entonces no es casual que los griegos –bueno, un puñado de ellos– hayan elaborado el ciclo perpetuo de las formas de gobierno. Supongamos que nuestro punto de partida es el gobierno de una persona para el beneficio de la comunidad. Los griegos le llamaban “dictador”, porque era quien dictaba las leyes. Siempre con la posibilidad de corromperse, el sistema deviene tarde o temprano en una tiranía. O sea, en el gobierno de uno solo en su propio interés. Allí, el ciclo griego dice que se gestará una aristocracia, que en términos de su idioma no quiere decir “el gobierno de los chetos” sino el de “los más capacitados”. Siempre con la naturaleza humana de por medio, el sistema que funciona –repitan conmigo– tarde o temprano se corrompe. Así es que la aristocracia deviene en una oligarquía, que no es otra cosa que el gobierno de los más capacitados para beneficio de ellos mismos. A un período oligárquico le sigue la irrupción de la ciudadanía en su conjunto y se impone la democracia, o sea, el gobierno del pueblo para el pueblo. Esto también tiende a corromperse y deviene en una demagogia. Ante la anarquía total, el descontrol y la corrupción generalizada, comienza a reclamarse que se apague el ruido sea como sea y, de pronto, vuelve al poder un dictador. Digamos que, si son muchas las voces a las que hay que poner de acuerdo, mejor que venga uno solo con el suficiente poder para darle a cada uno lo que le corresponde y no lo que desea, que no siempre son la misma cosa. Y de esta bonita forma el círculo de gobiernos perfectos, imperfectos y corruptos pega un bonito ciclo.
Existen varios problemas con esas definiciones y una radica en la deformación de las palabras. Hace mucho tiempo que, en el mundo Occidental, consideramos que una dictadura es contra las normas. Por eso es que no hacemos diferencias entre una dictadura y una tiranía, ni entre una aristocracia y una oligarquía.
Uno de los aspectos más maravillosos de las ideas revolucionarias del siglo XVIII y XIX fue la invención de un sistema de gobierno nuevo como nunca se había aplicado antes: la división de poderes. Esto que tenemos tan naturalizado –aunque casi nunca practicado– no es otra cosa que una ensalada prolija de las tres formas de gobierno de la antigua Grecia: un Poder Ejecutivo en cabeza de una sola persona, un Poder Judicial en cabeza de unos pocos seleccionados entre los mejores, y un Poder Legislativo compuesto mayoritariamente por representantes del pueblo. Una hermosa leyenda que indica que, de esta forma, cada vez que uno de los Poderes se extralimita o se corrompe, alguno de los otros dos Poderes puede contrapesarlo y devolver el equilibrio a la fuerza.
En ningún momento de la vida se impuso que el sistema es “la democracia” a secas. El sistema es la República Democrática Representativa. División de poderes, representación de las fuerzas ciudadanas, elecciones. Las tres de la manito como hermanos que caminan por la vereda.
El argumento de que el sistema es la democracia a secas es la expresión número uno de los populismos de cualquier signo político. El problema de la democracia como sistema de gobierno es que todos votamos sin importar cuáles son nuestros intereses para conservar o finiquitar el sistema. Es inherente que no pensamos igual entre los que tenemos el mismo valor democrático, pero los que tienen otros valores también votan, aunque no les guste la democracia. Pero como el voto es un derecho y no se puede privar de votar a quien desconoce todos los resortes del contrato social, es que las mentes más brillantes de la historia concibieron el sistema de contrapesos de la república. ¿Y qué pasa cada vez que uno de esos sistemas dice “no” a alguna idea con apoyo popular? Es antidemocrático, tiránico o resabio de las monarquías absolutistas; todo depende de cuál líder popular quiera citar.
Entre los análisis de la actualidad he leído que el actual gobierno argentino lleva a nuestro país a una situación de “estrés institucional”. Nuestras instituciones están estresadas desde su nacimiento porque esa es su función: estar en tensión todo el tiempo para que no se rompa el punto de equilibrio. Cada tanto aparece algún que otro error en la Matrix y todos los poderes parecen ponerse de acuerdo en algo que beneficia al conjunto de la sociedad pero, por lo general, todo transcurre en largo devenir de marcha y contramarchas. Como todo requiere paciencia y esto no es algo que esté en la virtud de la mayoría de los seres humanos, es normal que cada tanto aparezca alguien con ganas de romper todo el sistema porque no le dan la razón, por más que la tenga.
Hace unos meses remarqué la contradicción de autodefinirse liberal y, a la vez, seguir el manual de viaje de personajes como Viktor Orbán, el líder de Hungría. El hombre que lleva casi una vida en el Poder y que tiene planes de quedarse hasta más allá de la muerte, ha sostenido que no cree en la democracia liberal, que prefiere una iliberal. Literalmente. Por definición, una democracia iliberal es un oxímoron. ¿Qué clase de libertad democrática se puede tener ante la ausencia de las instituciones que hacen a ese juego de libertad?
Al menos, el líder húngaro tiene la delicadeza de decirlo públicamente y sin frases elípticas con adjetivos que dejen todo suelto a la libre interpretación y a la defensa del “yo no dije eso que ustedes entendieron”. Sólo por poner un ejemplo, nuestro Presidente fue consultado por un socio de Fopea sobre los cuestionamientos recibidos por algunas de sus acciones en la función pública. Luego de hacer una morisqueta despectiva, el Presidente se refirió a los críticos como “ñoños republicanos” que dicen “ezo ez inconztituzional” y “algunos ni siquiera son abogados”. En realidad, ni siquiera hace falta haber cursado educación cívica. Con saber leer, alcanza: la Constitución Nacional tiene 129 artículos –la mayoría de ellos de interpretación literal– y un preámbulo. 11 mil palabras, masomeno. Que el Presidente se queje de que las quejas son de quejosos que no son abogados, da un poco de nervios. Sobre todo porque él tampoco estudió leyes.
También hemos dicho por aquí, sin inventar nada, que todos votamos guiados por nuestra emoción más que por la razón. Después intentamos justificar nuestro voto y todo eso, pero prima nuestro corazón. Para evitar algunas cosas, esas luminarias que nos inventaron este sistema, pusieron límites a la voluntad popular en la Constitución Nacional. Y los reformistas de distintas épocas han hecho también lo suyo, incluso los variopintos integrantes de la reforma de 1994, que tras haber sido convocada por una consulta popular, establecieron un reglamento para futuros plebiscitos: no se puede consultar a la ciudadanía sobre cuestiones penales, tributarias, presupuestarias, tratados internacionales… y reformas constitucionales. Alguien vio venir por ahí la posibilidad de que “por la voluntad del pueblo” pudiera romperse todo.
Nuestro febrero en la Colonia de Vacaciones fue bastante caprichoso y despreocupado. Un día a buena parte de la población le pareció una gran idea que la biometría se utilice como parámetro para identificar delincuentes prófugos, aunque en otros países no esté permitido y atrapen a los prófugos de todos modos. El precio a pagar fue que cualquiera pueda saber en tiempo real dónde estamos y qué hacemos. Aunque no tengamos nada para ocultar, vivimos en el país del entrecruzamiento de datos en todas las bases, con los datos privados, crediticios y fiscales a mano de cualquiera que pague una suscripción.
Miramos para otro lado con la llegada de cualquiera que quisiera aprovechar la libertad de nuestra Colonia de Vacaciones. Les gustaba nuestra libertad no opresiva pero les espantó vernos correr en cuero por el borde de la pileta. Luego aparecieron otros con pánico a que esos nuevos nos quiten el derecho a andar en cuero y reclamaron medidas que repercutieron en todos. Así, los nuevos y los que ya estaban comenzaron a pelearse por quién nos quitaba más de lo que teníamos de antes hasta que un día nos dijeron que ya se había terminado todo, que volvíamos a clases.
El mundo no ha cambiado, siempre ha sido el mismo. Las civilizaciones más longevas de la historia no superaron los 3.500 años antes de desaparecer, reemplazadas por otras culturas, otros alfabetos, otras religiones y distintas costumbres. De ahí para abajo, nuestra historia es la continuidad de países que aparecen y desaparecen en un puñado de siglos. Con suerte. Lo único perpetuo en la humanidad es su fascinante capacidad para nunca quedarse quieta e ir hacia otros lugares que nunca serán como alguna vez fueron.
Mientras tanto, vemos al faro internacional de la democracia republicana y la libertad de comercio vivir el paradigma del capricho de un líder mesiánico y la incompetencia al frente de todas y cada una de sus dependencias institucionales claves, buena parte del mundo ya se adelantó y picó en punta hacia algo mucho más que conservador. Quizá sea el precio a pagar por haber vivido de joda, aunque todos sabemos que de todos modos había reglas.
Al final del Verano algunos se pasaron de rosca y comenzaron a exigirle a la Colonia de Vacaciones cosas de mala manera. Luego llegaron los que dicen que se acabó la joda, que hay que volver a otro sistema con el que nos fue bárbaro. Es mejor volver al sistema en el que ser un matón era sinónimo de coraje y no de mal tipo; aquellos años dorados –toda la historia de la humanidad– en los que el más fuerte siente la obligación de imponerse sobre los demás. Ah, qué tiempos aquellos en los que la humanidad no progresaba un carajo pero al menos sabíamos que “los nenes con las nenes, las nenas con las nenas”. Hasta que lleguen a la edad de ponerla, al menos. Hay que volver a los tiempos en los que un delirante místico era considerado tan sólo un religioso disciplinado. ¿Cómo haríamos para progresar si no nos permiten utilizar insultos despectivos de forma gratuita? ¿Cómo se arregla la economía sin prepotencia? ¿No ven que el mundo será un lugar mejor cuando podamos humillar alegremente al distinto y castigarlo por el pecado de haber nacido de esa manera?
Dicen que recordar de dónde se viene ayuda a evitar volver, pero eso no ha funcionado. Un verano es un largo tiempo en la adolescencia y los malos recuerdos de la tediosa rutina tienden a suavizarse hasta que nos parece lindo volver a tener orden. Más orden.
Los recuerdos del verano, en cambio, siempre serán maravillosos, encantadores y románticos. Al menos es un mimo para quienes añoramos una realidad idílica.
Y esos ojos…
(Relatos del PRESENTE)
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