OPINIÓN
Me gustan las teorías conspirativas
Por Nicolás Lucca
Amo cuando encontramos vinculaciones entre una Cruz de Malta en Chipre y un paquete de yerba. Puedo pasarme horas enteras con teorías falopa de las cuales mi favorita, durante mucho tiempo, fue que Anastasia Nikoláyevna Románova había sobrevivido a la masacre de su familia. Me pincharon la ilusión cuando aparecieron los restos y fueron identificados. Datos que arruinan una ilusión. Es el problema que tienen los conspiranoicos: la explicación más simple es imposible de aceptar y gastan enormes cantidades de energías y tiempo en darle forma a una explicación bien compleja pero que en sus cabezas tienen coherencia por desconocer cómo funcionan todas las variables que les son imposibles de entender.
La conspiración requiere de una falta de aceptación de una realidad que, como siempre, es difícil de comprender. Y es muy redituable cuando alguien le encuentra la veta comercial. A veces puede llegar a cansar como documentales de extraterrestres que nunca terminan, o pueden decantar en alguna versión de la más vieja teoría conspirativa de todas: que la culpa de lo malo que nos pasa es de algún plan para hacernos mierda, justo a nosotros, que tan buenos somos. El nosotros puede ser los argentinos, o nosotros los portugueses, o nosotros los serbios, todo según el país en el que la teoría haga falta.
A falta de ideología a veces viene bien una buena conspireta pizpireta, sobre todo para armar quilombo. Entiéndase: una cosa es la planificación entre personas para perpetrar acciones políticas, sociales y económicas que podamos percibir como perjudiciales, y otra es hablar de una conspiración, oculta, subterránea. Lo que cuesta digerir es que una conspiración derive en resultados que no son tales. O sea: puedo entender que mucha, demasiada gente se sienta ofendida con muchas de las cosas que han dado vuelta nuestra comprensión de la vida en sociedad. O que al menos se sienta incomodidad. Yo me siento incómodo con varias. De ahí a realizar determinadas relaciones, hay una cuestión de lógica en el medio.
Hay un punto en el que siempre tuvieron razón: por cuestiones matemáticas, las reivindicaciones de minorías son temas, valga la redundancia, minoritarios. Es entonces que se entiende aún menos el desperdicio de minutos de discursos abocados a temas minoritarios. O intentar hacernos creer que el tema es de mayorías. Hay que ponerse de acuerdo: o son problemas de minorías o el poder tiembla por culpa de un plan.
Si hablo de darle entidad de enfermedad a cualquier delirio progre, Francia se lleva todos los premios. Con atentados, chalecos amarillos, sharias, refugiados y culpa, su economía creció todos los años desde 1990 hasta hoy con la excepción de 2009 y 2020. De hecho, tienen la misma tasa de desempleo de 1983, en una eterna línea de flotación entre el 7 y el 10%. En paraísos progres de estos tiempos podríamos mencionar a España. A excepción de 1993, 2009, 2012 y 2020, los 30 años restantes desde 1990 los ha cerrado con el PBI para arriba. El Reino Unido, aparentemente a punto de convertirse en un califato, desde 1990 tuvo una caída recesiva en 1991, 2009 y 2020. El resto, pum para arriba.
Con la excepción de Grecia y un total de nueve años de pálidas, de los cuales cuatro al hilo fueron una catástrofe, el resto de los países que conformaban la OTAN para 1990 –y, por ende, el bando libre de la Guerra Fría– registraron todos entre un mínimo de dos años de recesión y un máximo de cuatro. El resto de las tres décadas fueron de crecimiento. Buena parte de ese mundo libre no se quedó sin enemigos reales. De hecho ha estado en guerra de verdad, con batallas reales con balas, misiles, aviones, tanques, buques, soldados, muertos y toda la parafernalia bélica en varias ocasiones a lo largo de estos 35 años.
Todos esos países han visto fluctuar sus salarios al alza, con el poder adquisitivo también al alza, plasmado en un boom total del turismo internacional casi siempre en crecimiento. Migratoriamente, el mayor boom europeo desde la desaparición de la Unión Soviética –y sin contar las guerras balcánicas– arroja un número de 2.5 millones de inmigrantes. Y 2.5 millones de emigrantes. El 5% de la población total europea actual es inmigrante pleno. Si sumamos a los que tienen ciudadanía europea sin haber nacido allí, el porcentaje aumenta al 8%. Trágico. El pedido de refugiados es de un millón de solicitudes al año. Y en los últimos períodos, la Unión Europea ha devuelto a sus países a refugiados que han perdido su condición de tal a un promedio de 450 mil personas por año. ¿Francia se ha vuelto musulmana? Problema de Francia y sus pocas ganas de hacer cumplir la ley. La solución siempre es la aceptación de la cultura local mediante la ley. La asimilación se da de ese modo.
Por aquí, la Argentina es el país número uno de toda América Latina en materia migratoria receptiva. Eso es algo que antiguamente nos llenaba de orgullo, de honor migrante, de ser hijos, nietos, bisnietos de migrantes: saber que la Argentina, si algo no rompió a lo largo de su historia, es su lugar en el mundo como un punto de llegada deseable, una aspiración. El puesto número uno de recién llegados, al menos hasta hace dos años, se lo lleva Paraguay, seguido de Bolivia y Chile. La percepción de proximidad en Buenos Aires nos lleva a suponer que la mayoría vienen de Venezuela.
Y, no sé ustedes, pero yo tendría en cuenta el siguiente dato: la Argentina ha mantenido ese lugar de líder receptivo en toda América Latina a lo largo de décadas y, sin embargo, el desempleo no ha hecho otra cosa que descender. Incluso hoy, con un aumento de parados por recortes en el Estado y recesión, difícilmente conozcamos a alguien que tenga miedo de perder su empleo por culpa de un inmigrante. Podría agregar que el 5% de la población carcelaria es extranjera, lo que quiere decir que 95 de cada 100 presos son tan argentinos como el arte de culpar a otros.
La Argentina, que pasó casi la mitad de todos estos años con caída del PBI y el resto con rebotes astronómicos a pesar de no haber tenido una dictadura comunista durante setenta años, ni de haber sido invadida por la Unión Soviética tras la Segunda Guerra Mundial de la cual tampoco participamos, pretende dar clases culturales. Sin terremotos trágicos desde 1945, sin temporadas de huracanes, sin tsunamis, sin vecinos en guerra en nuestras fronteras, lejos de cualquier conflicto bélico, a dieciséis horas de vuelo del antiguo Telón de Acero.
No toda medida económica colectivista es adoptada por un progre. Ése fue, precisamente, el talón de Aquiles con el que se la corría por izquierda a Cristina Fernández de Kirchner, con su oposición al aborto, su fomento al fracking, a la minería a cielo abierto, a la explotación petrolera, a la deforestación expansiva y a cualquier política económica extractivista de la que dependió su economía. Todo el apoyo de buena parte del progresismo argentino se debió a la reivindicación oral de políticas que nunca aplicaron y la colocación en vidriera de intelectuales acostumbrados eternamente a hablar solo para sus alumnos.
Ante el estupor cotidiano que manifiestan los que quedan perplejos frente a lo que hace, deja de hacer, dice o calla el Presi, solo queda preguntar qué esperaban con todo lo que han hecho previamente todos. A la izquierda progre dan muchas ganas de decirle que se joda. Todo lo que han criticado del sistema económico, político y social de Occidente, todas las reivindicaciones, exigencias de resarcimientos, revisionismos selectivos y cuestionamientos pudieron hacerlos gracias a vivir bajo las reglas de Occidente y gracias a la sangre derramada durante siglos por Occidente. Fuera de este extraño conjunto de países unidos por –masomeno– los mismos valores, cualquier disidencia o reclamo se paga con cárcel, mutilación y/o muerte, según corresponda. Y digo “masomeno los mismos valores” porque este Occidente idílico también es el que nos dio la peor aberración humana del genocidio y el totalitarismo. Fue de este cristiano y occidental lado.
A joderse el peronismo, también. Todavía se dividen entre los que fueron expulsados por el kirchnerismo cuando ganó Néstor, los que fueron expulsados cuando ganó Cristina y los que pegaron el salto al bote salvavidas a tiempo. A todos les cabe un “jodete” tamaño juicio provocado por Kicillof. O de la estatura de un descalabro económico massista. Tienen para elegir, que ningún ser vivo argentino que haya votado en las últimas cuatro décadas ha zafado de meter en la urna el nombre de algún peronista. Salvo que siempre hayan votado en blanco o a los troskos, a quienes también le diría que se jodan si movieran la aguja.
Los radicales, precursores del peronismo en movimiento popular, personalismo y diáspora de dirigentes, deberían joderse por haber aceptado ser los garantes de todo gobierno antikirchnerista que se crucen. Es mucho recibir clases de liberalismo promercado de dirigentes que formaron parte de la transversalidad de Cristina, Cobos, Gachi, Pachi y los otros dos boludos que le creyeron a aquel oficialismo.
A los liberales de fundaciones les diría que se jodan pero bastante tienen con fumarse a Scioli hablar de dar la batalla cultural. Además, ¿cuántos quedan sin haber sido encantados por el puerta a puerta y un dólar quieto? El resto de las banderas del liberalismo nunca ha calado hondo en una sociedad que ha practicado una división de bienes: semiliberales en lo económico y conservadores sociales vs. cuasiplanificadores económicos y liberales en lo social. Hasta ahí, que siempre hay que raspar un poco para ver cuánto hay de ideológico en cada identificación personal y cuánto de calentura en contra de esos que nos ofendieron.
Cualquier discusión sobre ley de cupos electorales queda para otra ocasión si es que la Constitución Nacional obliga a leyes que garanticen “igualdad real de acceso”. Cualquier debate que verse sobre la posibilidad de la Argentina de salir de algún organismo al que ingresó por medio de un tratado internacional, es un gasto de energías mientras la Constitución obligue a dos tercios del total de los legisladores de cada cámara del Congreso Nacional.
Podríamos decir que, si no se modifica la Constitución, cualquier discusión es al pedo. Salvo que el objetivo final, tal como tiré en joda hace un año, sea una reforma constitucional. Y yo no sé si nos da el cuero para lidiar con eso con el nivel de nuestros legisladores actuales. Una reforma constitucional requiere de una convención especial con personas designadas mediante elecciones. Ya es un milagro que tengamos la de 1994 con constituyentes que tuvieron que compartir firmas con Evangelina Salazar, Palito Ortega y Aldo Rico.
Así y todo, Menem tuvo que negociar y conceder para obtener lo que quería. Nada puede salir mejor que eso en un país donde el saber es motivo de joda, el pensamiento individual es causal de exclusión en una sociedad demandante de aceptación y la negociación es para cobardes.
Cuando en otros textos hablo de aquellos con los que nos queríamos tanto, me refiero también a toda esta parafernalia en la que toda generalización vale, por más minúsculo que sea el ejemplo dado. A todos ellos también me gustaría que se imaginen cómo serían sus vidas en un Occidente como el que añoran, uno que viene del horror de la guerra, cualquiera que sea de las miles que asolaron a Occidente hasta que existió el intento de pacificación más eficaz que hayamos visto en cantidad de años, con la consecuente expansión del bienestar económico generalizado. ¿El lado B de esa pacificación? Ser el lugar aspiracional de cualquier migrante. ¿Quién, en su sano juicio, elegiría emigrar a Somalía o hacia Sudán del Sur?
Si tanto miedo tienen al Gran Reemplazo, al Genocidio Blanco o a la desaparición de la familia tradicional, prediquen con el ejemplo y comiencen a tener pibes. Y exijan que la educación sea de igual calidad para todos y cada uno de los chicos de este país, como lo fue para nuestros padres.
El resto es asimilación y nosotros podríamos dar el gran ejemplo al mundo de lo que una educación seria y universal puede lograr. Si este país en el que 7 de cada 10 inmigrantes no hablaba español aún consigue entenderse en castellano, es gracias a la educación. 25 millones de argentinos tienen poco o mucho de sangre italiana que corre por sus venas, junto a indígenas asimilados, españoles, angoleños, alemanes, portugueses, guineanos, rusos, congoleños, escoceses, franceses, polacos, croatas, irlandeses, suizos, taiwaneses, armenios, chinos, griegos, coreanos, ingleses, ucranianos, galeses, japoneses y 3.5 millones de descendientes de árabes que no provocaron ningún gran reemplazo en nuestra cultura. ¿Hay mezclas? Y sí, todo se fusiona y nosotros no hablamos como se hablaba en tiempos de nuestros abuelos ni ellos lo hacían como hablaba Gardel. Las culturas se fusionan y siempre queda algo. Nuestro país es una rareza en la que uno puede comer ravioles o cazuelas en cualquier restaurante y encontrar palabras de cualquier idioma en nuestro lunfardo cotidiano.
Judíos sefaradíes, askenazíes y mizrahíes, cristianos católicos, protestantes, calvinistas, luteranos, ortodoxos, musulmanes, evangelistas, budistas y taoístas. Para todos hay lugar desde siempre, a pesar de intentonas cínicas como lo fue la Liga Patriótica compuesta en un 90% por hijos de inmigrantes y el 10% restante directamente por extranjeros. ¿Cuáles eran los objetivos de esa Liga? Los tanos roñosos y los brutos españoles. ¿Cómo ese enmarañamiento de sociedades que ni se conocían entre ellas, o que eran enemigas en sus tierras de origen, aprendieron a convivir bajo una bandera celeste y blanca con nuestro Febo en medio? Quizá porque escapaban de enemigos reales y carencias brutales. Tal vez porque fueron educados para ser asimilados y conservar sus culturas mientras interactuaban con otras distintas.
¿Cómo podría calar de verdad el concepto de apropiación cultural en un país en el que el deporte más popular nació en Inglaterra, la música más consumida proviene del caribe colombiano y nuestras culturas folklóricas son un muestrario de mestizajes internacionales? ¿Cómo podría hablarse de cultura nacional a conservar en un país en permanente mutación desde que al fiorentino Sebastiano Caboto le pareció una buena idea construir un fuerte español a orillas del Carcarañá?
Nuestra identidad es esta, somos el crisol de lo que antes se llamaba raza, somos el país de los mil acentos, el que tiene más recetas de empanadas que provincias. Quizá el precio a pagar sea que nunca sepamos a ciencia cierta qué queremos para el futuro, aunque también puede ser que eso sea un argumento de las élites políticas y los grupos de difusión y discusión. El grueso de los votantes, históricamente, no ha pertenecido a ninguna corriente más que la del beneficio inmediato y cuanto antes: me sirve, no me sirve, me gusta, no me gusta. Si no lo viéramos así, deberíamos pensar en que este país está habitado por una especie humanoide que puede votar con el mismo porcentaje a personas que creen que el pueblo un día es progresista, otro socialdemócrata, otro liberal, un día gira a la derecha, otro a la izquierda, pero siempre con líderes imponentes.
Lo único que nunca pudimos dejar de lado por demasiado tiempo son las ganas de inventar un enemigo a carencia de amenazas reales. De vez en cuando los juegos se nos fueron de las manos y pasamos a las armas, como más de la mitad del siglo XIX y unas cuántas décadas del siglo XX. Desde entonces, los enemigos de cada uno pueden ser reales o imaginarios, pero la experiencia indica que nunca nadie los derrota hasta que caen por su propio peso.
Y si los medios –no todos los miembros de, que ya me canso de aclarar generalizaciones– no hubieran entrado hace años en la dinámica de convertir a la noticia en un espectáculo amarillista que se alimenta de bilis, quizá tendríamos otro tipo de resortes. Ahí tienen lo que querían: un Presidente que nuevamente habla de pasquines. La diferencia es que, esta vez, a nadie le importa que así los llamen.
Mucho show de la política deja poco margen para captar títulos de profundidad y las noticias de la superficialidad de discusiones inútiles es obligatoria. Bueno, no, no lo es. Pero es en lo que ha devenido el periodismo en las últimas décadas: el show. Hasta que se pudre.
He escuchado a altos analistas decir que los discursos de Milei nos colocan en el mapa, como para justificar la intensidad y que, al ser de ese modo, el mundo está obligado a hablar de nosotros. Tienen un punto. También te ubica en el mapa una prueba de balística nuclear. De hecho es bastante efectiva en ese objetivo. Hay mil formas de ser colocado en el mapa. Milei ya venía en ese rumbo solo por cuestiones económicas y le va muy bien así.
A veces me dan ganas de festejar, dado que tengo una carpeta llena de capturas con columnas que coinciden con textos míos a veces por párrafos enteros. Tanta coincidencia posterior es digna de un seminario, pero solo me limitaré a decir un inmenso jódanse. Y lo hago extensivo a todos los que acomodan su grilla para agradar al poder de turno, como si no existieran formas efectivas para que los gobiernos comuniquen sus políticas y necesitaran de voceros que se autoperciben periodistas.
A joderse por dedicar tiempo preciado de atención ciudadana a looks de primeras damas, a batallas de influencers o a elegir cuál es la corrida cambiaria que merece atención crítica y cuál no. A joderse por dar clases de moral ciudadana durante el momento más crítico que nuestra generación haya atravesado. A joderse por no darle bola a cosas serias y por tomarse muy en serio tonterías. Y a joderse por querer ser famosos a toda costa cuando nunca en la historia existió un periodista que sea recordado popularmente una o dos generaciones después.
Por subestimar al público de la madrugada, en inmensa mayoría laburantes, con una programación consistente en ver cómo justifican el sueldo con juegos de mesa. Por preferir tapas amarillistas para llamar la atención que no consiguen con las palabras. Y por sobre todas las cosas por subestimar la inteligencia del televidente, radioescucha o lector al brindarle cobertura exhaustiva a lo que el consumidor ya conoce en vez de generar temas de conversación. No se puede ser Crítica y la Sexta de Crónica a la vez.
A joderse como nos jodemos todos cuando recibimos show en lugar de información. Y cuando llega algo de información, viene totalmente falta de contexto. Ejemplo muestra gratis: si hay acuerdo con el FMI el dólar saltará 30% luego de las elecciones. Eso fue un titular esta semana. ¿Fuentes? El Bank of America, que no embocó ni la inflación de 2024 a dos meses de que termine el año y que pronostica devaluaciones desde que Milei estaba en preescolar. Quizá tengan razón, quizá no, lo que viene al caso es ¿cuál es la ponderación de la fuente para darle altura de título a una afirmación de esas características? ¿Sólo el nombre?
Tenemos al Presi con todos nosotros en la mira y, como si hicieran falta motivos, se los damos con información descontextualizada. Con todo lo que hay para informar entre la nota al señor que busca la medalla de L-Gante en una playa marplatense y el calor que hace en verano. A joderse y me jodo yo también.
La batalla cultural de hace unos años era contra el sindicalismo coercitivo en la oposición y permisivo cuando oficialista. También lo era contra los empresarios prebendarios, la patria de la concesión perpetua y la connivencia entre funcionarios y dueños. Era una batalla cultural por un país en el que ser pobre era un valor más que un status social indeseable, de esos que deberían darnos miedo. La batalla cultural del “se tienen que hacer las cosas bien” y que, para eso, alcanza con probar qué onda eso de tomar a la Constitución Nacional como algo más que un listado de sugerencias. Una batalla en la que gritábamos que no está bien enriquecerse en la función pública, en la que el amiguismo no puede ganarle al mérito, en la que creíamos saber quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Una batalla cultural en la que pretendíamos que el corrupto vaya en cana y no a un dorado exilio de asesoría de oficina céntrica.
Lo recuerdo muy bien porque nos veíamos en cada encuentro, en cada manifestación multitudinaria y en esas en las que nos mirábamos con cara de “pensé que venía más gente”. Hoy siento como si no hubiéramos querido estar en paz, como si nuestro estado de equilibrio fuera el conflicto permanente.
Con quienes nos conocemos saben bien qué opino de los espacios a los que les dije que se jodan. Es una exageración dicha con una sonrisa. El mayor de los principios de revelación surgido en los últimos tiempos es ese que indica que ningún partido tiene nada para enamorar mientras funcione la economía. Y eso debería decir mucho.
En mi utopía delirante todavía tengo la esperanza infantil de que, solo para probar, los partidos políticos se miren hacia adentro, reformulen sus propuestas, diriman qué carajo quieren como entidad política, y cumplan con el rol que la Constitución les dio: el de ser la base del sistema democrático. Y si se los comen entre dos panes en una elección, no pasa nada. De peores cosas se han recuperado los grandes líderes de la historia.
P.D: “Jamás ha sido tan imprevisible nuestro futuro, jamás hemos dependido tanto de las fuerzas políticas, fuerzas que parecen pura insania y en las que no puede confiarse si se atiene uno al sentido común y al propio interés”, dicen que dijo Hannah Arendt mientras colgaba la ropa. Fue en 1950, cuando la verdadera batalla recién comenzaba.
(Relato del PRESENTE)
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