OPINIÓN
Primer envío de un newsletter en el que trataré entender en público algo del caos que nos rodea y los términos que se eligen para fabricarlo. Si fallo, que los trolls me lo demanden
(ZIPERARTE)
Por Alejo Schapire
No hay palabras puras. Todas cargan con una historia que las deformó; son sobrevivientes que se impusieron a otras en un darwinismo lexical, a veces aupadas por políticas oficiales, otras a pesar de ellas —el uso testarudo y rebelde de la costumbre— y, cada vez más, importadas del inglés global. ¿Quién recuerda hoy al vano intento de colocar a “emilio” como alternativa castiza a “email”? Ojo, puede funcionar, los españoles terminaron adoptando “ordenador”: quienes pensaban que así huían del anglicismo computador o computadora, no hacían más que importar, a través de la traducción de manuales, la palabra francesa fabricada por un filólogo de la Sorbona por encargo de IBM: “ordinateur”.
Los vocablos que manejamos son los que lograron superar los obstáculos que los trajeron hasta nosotros; trabajar con ellos y, sobre todo escribir, es volver a filtrarlos. En su entusiasmo, el novicio cree que cuantas más palabras extraiga del diccionario, en especial sinónimos rebuscados, más bella quedará su prosa. Como si el pintor mejorase la obra destapando todos sus tubos de pintura. En realidad, y sobre todo en el español argentino —no somos el Caribe—, es lo contrario: la fuerza está en la sobriedad, la retención. Importa lo que se descarta por exceso de grasas y lo que queda en el colador, por irreductible.
No sólo escritores y periodistas tienen por oficio —se supone— la exacta calibración de las palabras. Un término, una coma son muchas veces objeto de ásperas discusiones en las negociaciones internacionales. Puede salir mal, como con “medioambiente”. Cuenta la bióloga y divulgadora Irene Rut Weiss que surgió de una mala traducción en la Cumbre de Estocolmo en 1972, “cuando una secretaria sueca que sólo hablaba su lengua nativa e inglés escribió en español un glosario para periodistas de habla hispana. La secretaria se olvidó la coma al ver en el diccionario ‘environment’ = medio, ambiente’”. Resultado, hoy usamos inadvertidamente una tautología, ya que decir medio ambiente o medioambiente (ambas aceptadas por la RAE) es una redundancia.
Si esta época se caracteriza por la polarización, enardecida por las redes sociales y la demagogia populista, la batalla de ideas no sólo se da en las argumentaciones —o insultos— sino en un nivel más insidioso y subterráneo: en la elección de las palabras que se usan en el debate. A veces, no hace falta polemizar, basta con imponer los términos de la discusión.
De manera explícita fue sin duda eso llamado “lenguaje inclusivo”, una intervención política en detrimento de la economía del idioma. El experimento impulsado por una élite parece tener hoy el mismo destino museográfico que el esperanto, aunque nos ha dejado absurdas repeticiones como el “buenos días a todos y a todas”, que alarga innecesariamente cualquier discurso público. Apenas un segundo, dirán ustedes, ahora multiplíquenlo por la cantidad de veces que es dicho y escrito cada minuto y cada día en el mundo y lo verán de otro modo. Una mención especial para el engendro “latinx”, que no prendió más allá de algún campus de la Ivy League.
Una palabra es una palabra
La embestida contra la palabra “mujer” ha sido una de las ofensivas más agresivas, militantes e institucionalizadas de los últimos tiempos. El activismo identitario se coló en los organismos estatales y de un día para otro ya no había más mujeres embarazadas sino “personas gestantes”, ni mujeres con reglas sino “personas sangrantes”, “con vulva” o “útero” en las comunicaciones oficiales. Al revés de lo que suele ocurrir, no era el uso el que se convertía en norma, sino que estábamos ante la prescripción ideológica por un grupo de iluminados que juegan a la ingeniería social.
Más astuta ha sido la manera de cambiar subrepticiamente el uso de otras palabras. Una de las manipulaciones más logradas es la imposición del término “migrante”. Hasta hace no mucho, teníamos a los emigrantes y a los inmigrantes, los que salen y los que llegan. El migrante era un entre dos, en el momento en que su estatus de persona en movimiento pasa de una situación a la otra. De golpe, la prensa redujo todo a “migrante” por consejo de la ONU y las ONG a favor de la inmigración para “no estigmatizar”, borrando las diferencias que recubren las distintas realidades de quien ha llegado de manera ilegal, el que viaja en primera en un avión o el que lleva una vida conforme a las leyes migratorias. Esta confusión deliberada está destinada a acomodar convenientemente las argumentaciones de los “sin fronteras”.
Pero, en la mentada batalla cultural, nada está tan sometido al capricho de la distorsión como “extrema derecha”, visto desde un sistema mediático que amplía minuto a minuto el alcance de esa etiqueta que clausura cualquier discusión (no se debate con el fascista, se lo combate). La elasticidad del concepto engloba ahora a los defensores del laicismo y la libertad de expresión, que por arte de magia han dejado de ser banderas de la izquierda para ser las de la ultraderecha. “Censura”, en cambio, se viste con el presentable traje de “moderación”.
En España han impuesto la genialidad de “ultra”, logrando convertir un prefijo en sustantivo para designar exclusivamente los confines de la derecha. Sugestivamente, la expresión “extrema izquierda” les es desconocida; en todo caso no han encontrado casos que merezcan aplicarla.
La actualidad renueva permanentemente esta adulteración de las palabras. “Genocidio”, un concepto jurídico creado a partir del exterminio de los judíos, pretende ser usado más allá de los requisitos específicos del derecho para poder emplearlo. Así como el género, la percepción subjetiva debe imperar sobre otras realidades en nombre de la simpatía por la causa y su narrativa.
“Diversidad” es otra trampa clásica. Se refiere al nivel de melanina de las personas en una representación o sus preferencias sexuales, jamás a la diversidad económica o de ideas. El individuo es así condenado por sus determinismos étnico-sexuales. Un empleado blanco de McDonald’s y Donald Trump son una misma cosa; el hijo de un príncipe nigeriano y el príncipe de Mónaco en la misma foto son “diversidad”. En este sentido, la guerra en el diccionario de la Liga Antidifamación (ADL) que cambió, antes de volver sobre sus pasos, la definición de racismo, estimando que sólo podía aplicarse a la discriminación de un poderoso hombre blanco privilegiado a alguien de color, es una manipulación que ha quedado al descubierto.
Todo esto para decirles en esta newsletter inaugural que en estos correos voy a tratar de entender en público algo del caos que nos rodea y las palabras que se eligen para fabricarlo. Y si me aparto de lo aquí dicho e incurro en inevitables galicismos, que los trolls y los lectores me lo demanden.
(Revista Seúl)
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