ASALTO MASIVO AL SENTIDO COMÚN

OPINIÓN

Cada vez más adolescentes sienten que nacieron en el cuerpo equivocado, pero la irreversibilidad de cruentas mutilaciones, hormonización cruzada y bloqueo de pubertad causan estragos en un público inocente, maleable, confundido y masivo

Por Pablo Laborde

Pon al lobo a redactar la ley y verás que devorar ovejas no es delito.

A partir de la promulgación de la Ley de Identidad de Género, el 23 de mayo de 2012, los cambios en asuntos sensibles no tardaron en aparecer y, entre tantas otras manifestaciones, se hizo indisimulable el exponencial crecimiento de la disforia de género de inicio rápido (DGIR): desde las casas de familia empezaron a surgir testimonios acerca de hijos menores (a veces menores de diez años) que –sin preámbulos– anunciaban a sus padres ser “trans” o haber nacido “en el cuerpo equivocado”. Así, sorpresiva y taxativamente, y siempre con las mismas palabras.

¿De dónde sacaron esta retórica miles de chicos al mismo tiempo en distintos puntos del planeta? ¿Se tratará acaso de una manifestación mística telepática? ¿Una especie de llamado divino de un dios transexual? ¿O será más bien un flautista de Hamelín atrayendo niños a la cueva? Es decir, un sofisticado y sigiloso lavado de cerebro con PNL aplicada a la dominación de masas.

La ideología de género –financiada por manos anónimas, urdida desde ignotos laboratorios de ingeniería social– se ha irradiado en nuestra tierra a través de agentes de propaganda camuflados de ONGs, fundaciones, lobbies, activistas y adláteres regionales de diversas disciplinas. Pero para que su simiente fecundara este suelo fértil, los jerarcas de la doctrina debieron penetrar la política local, colonizar los estratos educativos, de sanidad y de comunicación, e influir en la sanción y promulgación de leyes que respaldaran su narrativa.

La hipótesis de buena parte de los detractores y denunciantes –proscriptos en los canales masivos de comunicación, tal el caso de la agrupación civil Manada Argentina, que nuclea a madres y padres de niños con DGIR– es que los catequistas de género les han calentado tanto la cabeza a los pibes con que “podrían” haber “nacido en el cuerpo equivocado” –entre otras argucias delirantes–, que la colosal confusión, el rasgo inequívoco de desoír a los padres, la tozudez adolescente, el efecto contagio y el afán de provocar y transgredir llenaron el cartón.

A pocos años de la ortodoxia dominante de género, las familias aducen tener que enfrentar la difícil realidad de asumir la irreversibilidad de cruentas mutilaciones, estragos por hormonización cruzada y por bloqueo de pubertad, o aceptar un hijo depresivo y potencialmente suicida, entre otras posibilidades extremas e inorgánicas. Como si fuera poco, los propios padres podrían ser denunciados por autoridades educativas si no prestaran conformidad a los protocolos que eventualmente se pretenden imponer a sus hijos, tal el emblemático caso de una escuela marplatense (una familia denunció a una escuela por incitar a su hija a cambiar de género). Porque según las autoridades bañadas en almíbar de género, no afirmar –sin mediar mayor análisis– la supuesta identificación sexual del chico es condenarlo a muerte.

Los padres imploran prudencia en el tratamiento, pero los apóstoles del dogma –enquistados en cada intersticio administrativo de la función pública– desoyen los ruegos y aceleran en medidas extremas, a veces con trágicas consecuencias para la salud de los intervenidos.

La preadolescencia suele ser una etapa de ambigüedad sexual, pero en la mayoría de los casos el joven confirmará más temprano que tarde su sexo biológico. Si así no lo hiciera, entonces sí sería razonable contemplar determinadas acciones, pero siempre con cautela y asesoramiento clínico y psicológico idóneo, porque los efectos adversos de los tratamientos quirúrgicos y farmacológicos no son gratuitos ni inocuos a largo plazo. Y muchas veces esa ambigüedad sexual aparece por cimbronazos hormonales propios de la edad, o por hiperestimulación e información tendenciosa; incluso por adoctrinamiento, si hasta plataformas como Netflix abundan en contenido sexualizado para niños. Una época en que los mismos adultos colapsan por tecnología invasiva, enredados en consumo compulsivo de basura digital.

La cuestión debería abordarse de una manera más cuidadosa y menos definitiva, con apoyo profesional no ideologizado, tal como recomienda el Informe Cass, publicado en abril de 2024, en Inglaterra, entre tantos otros estudios y llamados de alarma en un mundo que ya le viene bajando la temperatura a la fiebre de género. El escandaloso cierre de la Clínica Tavistock demuestra rotundamente el riesgo de mala praxis derivado de desatender la ciencia, la biología y la ética para hacer caso a la ideología y la ambición económica.

Pero los ideólogos de género conocen de sobra instrumentos de convencimiento y a fuerza de machacar han sabido convencer a buena parte de la sociedad, abriendo la ventana de Overton para dejar entrar el aire viciado de un nuevo sentido común que desprecia la evidencia observable y castiga a quien dice la verdad. El resultado es una población con tendencias esquizofrénicas, que por creencias impuestas o miedo a represalias acepta que un caballo pueda autopercibirse unicornio, y para validar la teoría solo hará falta que un “profesional” le incruste el cuerno en el cráneo a la pobre bestia.

Según la definición genérica, “el sentido común es la capacidad de entender, juzgar y actuar de forma razonable, coherente con la lógica y las experiencias compartidas de una sociedad. Se asocia con la sensatez y con una visión realista de las situaciones”. Pero el sentido común no es universal: cambia con la cultura, la época, la clase social e incluso el contexto político. Lo que en un país o grupo es “de sentido común”, en otro puede parecer absurdo. Lo alarmante aquí es que el sentido común no está cambiando orgánicamente, sino inyectado por ideología subvencionada. Y en el mismo sentido, podríamos agregar que la “legalidad” de una norma no viene automáticamente dotada de “legitimidad” (consenso del pueblo respecto de la ley creada).

Entonces, después del influjo de la ideología de marras, si una niña –incitada por misteriosos cuchicheos en los pasillos del colegio– de la noche a la mañana aseverara ser trans, el aparato de género decretará la afirmación de esa percepción como único camino, recomendará tratamientos invasivos y desoirá y hasta castigará a quien se opusiera, aunque fueran los propios padres.

Rigiéndonos por esta lógica, a un niño que despertara cierta mañana asegurando ser Batman, habría que “creerle”, reafirmar su autopercepción y colgarlo boca abajo con el cartel “niñe en situación de murciélago”. Luego, notificar a sus “mapadres” de los “protocolos” que deberán seguir para “respetar la voluntad del vampiro”, basándose en el cuestionable “principio de capacidad progresiva” del artículo 5° de la Ley 26.743, que no contempla la volubilidad adolescente.

La desesperada denuncia de los padres sobre esta manipulación generalizada y potencialmente criminal parece verosímil y más que atendible; de hecho, el escenario hace acordar a Vietnam, cuando agentes de captación convencían a los muchachos de ir a la guerra con una épica de heroísmo nacionalista, apelando a las emociones primarias que bullen en un joven sano, pero sin advertirles que podrían regresar a casa cercenados y con sus manías psicológicas exacerbadas; sin avisarles que podrían incluso no volver. También lleva a pensar en esos abogados caranchos que esperan el siniestro agazapados al costado de la ruta, prestos a entregar su tarjetita al inocente que tuvo la desgracia de sufrir una incidencia en una zona infestada de aves de rapiña.

Y es que puede percibirse el revoloteo de cuervos ávidos de ponerles en la mano a los chicos con desórdenes psicológicos y propios de la edad un folletito que promete resolver sus problemas con solo rendirse a un abanico de posibilidades sexuales, como cirugías de reasignación de sexo, hormonización y/o bloqueo de la pubertad, a través de los inefables imperios médico y farmacéutico, los claros beneficiarios finales.

¡Pingües ganancias la de estos “filántropos”!, convidando sus productos y servicios a un público inocente, maleable, confundido, masivo y cautivo. No muy diferente a la dominación en zona que ejerce un cartel de droga, con sus búnkeres esparcidos por lugares calientes, a la caza de soldaditos para distribuir su mercancía y de pibes pobres para consumirla.

La persona subyugada por esta ideología puede, efectivamente, terminar viviendo en un cuerpo equivocado, pero no por una temporal autopercepción sexual, sino por acabar habitando un cuerpo abusado y mutilado por las filosas zarpas de la burocracia estatal cooptada por ideólogos de género. Cuando el damnificado advierte, de adulto, el trágico error de haber sido cobayo de un experimento psicofísico sin garantías, ya no habrá marcha atrás, quedará a la deriva, abandonado por quien tendría que haberlo protegido de brujerías y matarifes: un Estado que se supone debería fumigar plagas que burlan el control fitosanitario y contaminan poblaciones vulnerables.

Pero quienes “nos representan” y debieran encarnar la quintaesencia del cientificismo, la biología y la data dura (por no decir –de nuevo– el sentido común), y velar por la salud de los ciudadanos, son los primeros en caer ante los cantos de sirena, como un ministro de Salud que se refiere a la mujer con eufemismos grotescos: “A partir de ahora, se pueden empadronar las ‘personas gestantes’ que residen en la Ciudad... (sic)”. Tuit de Fernán Quirós del 18 de junio de 2021. O su colega político de la Provincia, que se jacta de desconocer el término “woke”. “¿Woke qué es? Donde los chinos hacen la comida... China... No sé, nadie sabe lo que es woke, pero se pelean con gente que... con… con fantasmas... (sic)”. Axel Kicillof, gobernador de la provincia de Buenos Aires. No son fantasmas. El wokismo nació en Estados Unidos como un movimiento “despierto” ante la injusticia social, pero fue degradándose año a año hasta convertirse en una virulenta turba fascista, neonazi y criminal, incapaz de aceptar el disenso o de ejercer cualquier acción que no sea violenta, antidemocrática y que altere la paz social; y se basa en la lógica falaz, infantil y desquiciada de la izquierda radical.

El wokismo viene al caso por ser el estiércol con que se abonó el compost para sembrar la ideología de género en Occidente. Es responsable, entre otras muchas cosas, de que se juzgue a las personas por su condición y no por sus acciones: pobre bueno, rico malo; hombre malo, mujer buena; negro bueno, blanco malo, y así ad infinitum. Con tal razón binaria y maniquea, destruyó la igualdad ante la ley; invirtió la carga de la prueba; contaminó las plataformas digitales con contenido sexualizado para niños; hizo del victimismo y el chantaje emocional una fuerza de choque, y exacerbó el fanatismo.

También diseñó los sofismas de “pueblos originarios”, “apropiación cultural” y “racialización”, con la misma liviandad con que arruinó obras de arte excusado en histerias climáticas e instigó antagonismos irreconciliables entre razas y religiones. Fogoneó la rivalidad entre sexos; estimuló la feminización del hombre y la masculinización de la mujer; germinó el feminismo misándrico, y un sinfín de perversidades, como convertir la ESI en un tutorial de porno.

Y este tropel pudo arrasar con todo sin ser interpelado por ser diseñador de la cancel culture, un aparato persecutorio, represivo y punitivo tan definitivo y violento, que quien osare rebatirlo deberá enfrentar –como mínimo– la muerte civil y, si insistiera, la muerte real con ejecución a sangre fría. Como corolario, el woke celebrará el asesinato, satisfecho de habernos regresado a la Edad Media. Y como siempre y para sorpresa de nadie, una claque ultraprogre colaboracionista adherirá a esta excrecencia desde su superioridad moral palermitana con aliento a caramel macchiato, porque qué es la corrección política si no impúdica violencia oculta tras un sobretodo de buenismo y vanguardia.

No se trata de una sartén para saltear arroz con vegetales y salsa de soja, como ironiza el gobernador, restándole entidad al fenómeno y menospreciando la cuestión desde un gobierno empecinado en que los pibes digan “todes”, conciban erróneo su “sexo asignado al nacer” y le pongan un preservativo con la boca a un pene de madera, mientras que chapotean en el barro de la desidia, sufren enfermedades infecciosas decimonónicas y farfullan a duras penas cuatro o cinco palabras del idioma castellano.

El populismo contribuye al desarrollo de infecciones sociales, y a lo largo de la historia el ser humano ha dado muestras de las más oscuras perversiones cuando abandona la vara de la razón; solo basta recordar al que se presentaba con caramelos y cintitas de colores ante los chiquillos “a su cargo”, y se hacía llamar simpáticamente “tío Mengele”; todo era dulce y colorido, hasta que les arrancaba los ojos y asesinaba con experimentos letales.

La ingenuidad de que el ser humano es naturalmente bueno, de que los políticos nos cuidan, de que las leyes siempre son justas, lógicas y desinteresadas, y de que quien dice hacer el bien efectivamente lo hace nos está llevando al abismo. Un gobierno woke es un escondrijo de alimañas perniciosas que corrompen inocentes propagando su hiperglucemia con abstracciones como “DEI”, diversidad, equidad e inclusión, cuando más bien debería constituirse la acaramelada sigla con los términos “degeneración, estupidez e ignorancia”.

Y otro truquillo de las huestes de género es difamar con falacias ad hominem al discrepante de su ideario, tildándolo de homofóbico o transfóbico. Pero se trata de una canallada, porque existe desde hace rato un acuerdo social tácito de respeto irrestricto a la diversidad sexual, y nadie desdeña a esta altura el derecho de cada persona a su identidad; pero cosas distintas son la propaganda, la incitación y el adoctrinamiento; los abusos estatales psicofísicos a niños y adolescentes, y la coerción al ciudadano a negar la ciencia, la biología y el sentido común.

Además, los canónigos de género no dejan a las personas homosexuales o transexuales emanciparse de su “patrocinio”, retacean ese empoderamiento que tanto publicitan y venden. Dicen bregar por las minorías, pero desprecian a la principal: el individuo. No representan a la persona libre y madura, sea cual fuera su orientación sexual, sino que la infantilizan y fragilizan con acciones que inducen a la victimización y secesión del conjunto de la sociedad, como si se tratara de una “entidad” diferencial a la que discriminar del resto.

Por eso, si usted oyera por ahí ese mantra de niñeces, infancias, personas gestantes, entes menstruantes, mujer con pene, entidades fecundantes, hombre con vulva, cuerpas sintientes y demás engendros semióticos performativos... sospeche; quizá sea mejor seguir de largo, y sería prudente que se llevara a sus hijos: se lo agradecerán cuando crezcan, desde su libre elección sexual, pero con los genitales intactos y la mente a salvo de las garras de una secta.

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