OPINIÓN
Entre Argentina y Uruguay hay algo más que un río. Hay un espejo invertido. Un juego de simetrías donde lo que uno vive como tragedia, el otro lo gestiona con sobriedad

Por Iván Nolazco
Mientras Argentina se lanza cíclicamente al abismo de gobiernos extremos, Uruguay parece practicar una forma de democracia lenta, casi artesanal, que alterna entre la izquierda sensata y el liberalismo educado. En la última década, esa diferencia se volvió más visible: el país de Gardel se dejó seducir por liderazgos personalistas; el de Benedetti optó por la institucionalidad sin estridencias.
Este ensayo recorre esa tensión a través de un paralelismo literario: como en los cuentos de Julio Cortázar, hay dos habitaciones, dos países, dos cuerpos separados por un muro (o un río) que comparten el mismo destino sin terminar de tocarse. Un pulóver rojo —como aquel que desató una tragedia íntima en No se culpe a nadie— se convierte aquí en símbolo de la historia común que ambos países dejaron caer. El resto es río, memoria y literatura.
El relato comienza con algo trivial. Un gesto, una ropa, una sombra que se escapa entre los dedos. Como en Cortázar, nada empieza con un portazo: todo se desliza. Primero el frío, después el temblor, y al final, el miedo. En este caso, no se culpe a nadie: el pulóver era rojo, estaba húmedo, y lo que sucedió después no fue accidente sino destino. Un destino con orillas, con puentes, con aduanas en el medio y nostalgias que no piden pasaporte.
En la playa de un pequeño pueblo argentino, un pulóver rojo yacía olvidado sobre la arena mojada del Río Uruguay. La prenda parecía abandonada, pero no lo estaba. Era un rastro. El eco de un juego detenido. Al otro lado del puente, dos sombras infantiles jugaban sin saber que eran parte de una vieja disputa. Nadie les dijo que esa risa era política, que ese río fue sangre, que esa arena fue frontera. Nadie les dijo que estaban repitiendo una historia que comenzó con un abrazo roto y terminó con un plebiscito.
Argentina y Uruguay fueron hermanos siameses separados sin anestesia. Uno se quedó con el caos, el otro con la calma. Uno eligió gobiernos que aman la épica, el otro la prosa gris del equilibrio. Uno flamea banderas como quien agita un delirio; el otro murmura políticas públicas sin necesidad de epopeyas. Uno discute todo, el otro dialoga en bajito.
Y sin embargo, el río está quieto. Como en Casa tomada, algo fue desalojado sin que se supiera cuándo ni por qué. Tal vez la verdadera toma fue la de la infancia compartida, cuando los niños cruzaban sin papeles, sin aduanas, sin Historia. Antes de que los tratados decidieran lo que la geografía aún no entiende.
El pulóver rojo, testigo de un juego detenido, pertenece a una memoria común que ambos países prefieren no lavar. Las manchas no son de barro: son de abandono. Nadie quiso recogerlo. Porque hacerlo implicaría volver a pensar en lo que se rompió, en lo que aún tiembla, en lo que podría haber sido si no hubiéramos aprendido a mirar al otro lado como si no doliera.
Las dos sombras infantiles juegan del otro lado del puente. La escena es simétrica, casi literaria. En el agua quieta del río se refleja el cielo dividido: un lado celeste, otro azul oscuro. Es una postal exacta de dos modelos que se bifurcan desde un mismo tronco. Uruguay, con sus coaliciones civilizadas, con su Frente Amplio que no necesita revolucionar para gobernar. Argentina, con su tendencia a incendiar la casa para matar a un mosquito.
El relato de Cortázar se transforma en metáfora política. El cuerpo que lucha contra el pulóver es el cuerpo nacional que no logra vestirse de sí mismo sin desgarrarse. La ropa no abriga: asfixia. El pasado no cobija: incomoda. Y al final, cuando el protagonista cae por la ventana, no sabemos si murió por accidente o por decisión. Lo mismo podríamos decir de nuestro vínculo con Uruguay.
La diferencia entre los dos países no está solo en los números ni en las encuestas. Está en la melodía con la que se narra el conflicto. Uruguay suena a Eduardo Mateo; Argentina a Charly García desafinando en el caos. Uno elige la ironía; el otro, la tragedia.
Y sin embargo, ambos comparten un río. Un río que no es metáfora, sino cicatriz. Lo cruzamos todos los veranos para buscar lo que en casa no encontramos: calma, precios razonables, democracia sin épica. Lo cruzamos como quien vuelve al exilio voluntario, sabiendo que del otro lado la memoria no duele tanto.
Alguien, una vez, quiso explicarlo todo con un tratado. Fracasó. Otro quiso imponerlo con banderas. También fracasó. Al final, lo único que queda es el río. Y el pulóver rojo tirado sobre la arena. Y dos niños que juegan sin saber que la historia, como el abrigo, a veces se cae cuando más lo necesitamos
Tribuna de Periodistas
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