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 OPINIÓN

Es poco habitual que el diccionario de la Real Academia Española tenga definiciones políticas o filosóficas profundizadas

Por Nicolás Lucca

Es pedirle algo que no corresponde a un organismo que se dedica a compilar el amplio abanico del lenguaje español en todas sus variables. Sin embargo, puede servir de guía, cuando menos. Por ejemplo, si uno busca la definición de “capitalismo” se encuentra con dos acepciones bastante escuetas:

1. m. Sistema económico que se basa en el predominio del capital como elemento de producción y creador de riqueza.
2. m. Conjunto de los capitales o de los capitalistas.

Toneladas de libros y océanos de tinta destinados a analizar qué corno es el capitalismo o cada uno de sus componentes para ser todo reducido a veintiséis palabras.

Todo un tema, sí. Sobre todo si tenemos en cuenta que otros vocablos abundan en significados. “Pasar”, por ejemplo, tiene 37 acepciones distintas en el diccionario de la RAE y todo sin contar sus usos compuestos, donde se va a más de 60 significados distintos. “Mano”, por ejemplo, algo que a simple vista parece muy básico, tiene sin embargo más de 16 acepciones y 371 usos. Lo que parece simple es un quilombo y, por contraposición, la RAE no quiere meterse en otros despioles más grandes. Quizá sea por eso que a cuestiones de política le dedique tan pocas acepciones. Eso, o tal vez sean los teóricos políticos, económicos, sociales y filosóficos los que inventen nuevas acepciones de forma permanente.

Me sorprende, por ejemplo, que utilizamos la palabra “pragmatismo” sin tener demasiada noción de qué hablamos. Dice la RAE sobre Pragmatismo:

1. m. Actitud o tendencia de quien tiene preferencia por lo práctico o útil. Su gestión de la empresa se caracterizó por el pragmatismo.
2. m. Fil. Doctrina filosófica que valora las ideas por su eficacia y por sus consecuencias prácticas para la vida. Para el pragmatismo, el efecto de una idea es más importante que su origen.

Pragmatismo es el latiguillo correcto para cualquier medida adoptada por alguien que, en apariencia o retórica, ha sostenido todo lo contrario. Recuerdo que un viejo dirigente justicialista, de esos históricos de cuando la gente se engominaba hasta para ir al baño, en una charla de mate surgió la palabra “pragmatismo” en referencia a la mayoría de las políticas de Carlos Menem.

Pero este dirigente sostuvo que en el peronismo no utilizaban el término “pragmático” al referirse a Menem puertas adentro. Y, si alguien lo hacía, no era para cuestiones de cambios ideológicos. Quiero decir que en la amplia elasticidad de creencias del peronismo, una medida pragmática podía haber sido adoptar un plan que clavase un freno de mano a la inflación, pero que su continuidad habría sufrido tensiones frente a números de crecimiento del desempleo o de la brecha de ingresos. Para los menemistas, el pragmatismo no era la definición del gobierno, sino el peronismo en sí. Sostenían que el peronismo siempre buscó la felicidad del pueblo y, en el contexto posterior a la caída de la Unión Soviética y la consolidación del liderazgo global del capitalismo primermundista, la felicidad se alcanzaba al abrirnos las puertas al consumo de la globalización. Si a eso le sumamos el sueño de una “Argentina Grande”, que nuestro presidente se codeara con cada uno de los grandes líderes del mundo, terminaba por cerrar el círculo: era peronismo.

Claro, enfrente estaban otros peronistas que puteaban por las jubilaciones detonadas, la venta de todas las empresas del Estado, los salarios docentes y, ya dicho, el crecimiento del desempleo. Para ellos no había pragmatismo sino traición. Por ende, si los menemistas decían que eran peronistas, y los anti menemistas decían que eso no era peronismo ¿quién corno hablaba de pragmatismo?

Los otros. Mi interlocutor tenía la certeza de que así lo justificaban los justificadores para justificarse a sí mismos. O sea: periodistas de difusión masiva, dirigentes de cámaras empresariales e intelectuales varios, tenían que encontrar alguna forma de poder dormir por las noches a sabiendas de que amaban a un peronista.

En abril de este 2025 que tendrá mil meses más, vio la luz un nuevo libro de Pablo Gerchunoff. Para quienes recién descubrimos la presbicia y todo los que sean menores, Gerchunoff vivió desde adentro la gestión económica de Sourrouille y, desde entonces, ha publicado una serie de libros de historia económica de fácil acceso y abocados a períodos que tendemos a pasar por alto.

(La Argentina, por si usted es un lector de otro país, es un lugar en el que la historia económica se divide en dos, pero invertidas directamente en su apreciación según el interlocutor: una Argentina pujante, potencia mundial, del mayor PBI per cápita y destinada a competir con los Estados Unidos por el dominio global hasta la llegada del populismo, donde comienza la segunda etapa. Por contraposición, la otra vertiente verá un país oligarca, extractivista, colonia económica de las potencias extranjeras y cruel con los trabajadores hasta la llegada de los gobiernos populares. La zona gris de “la llegada de” es todo un tema en sí misma. Históricamente le dieron inicio en el desembarco de un coronel en la Secretaría de Trabajo y Previsión, ahora prima la opinión de “hace más de un siglo”, con lo que no queda otra que ubicarnos en la llegada del radicalismo al Poder, independientemente de los datos de una presidencia como la de Alvear, que rankea muy a tope de los mejores indicadores en todas las áreas de gestión entre lo recibido y lo entregado.)

Menciono a Gerchunoff porque el título de su libro –recomendadísimo, by the way– es La imposible república verdadera. Para quienes nos gusta castigar a nuestros nervios ópticos con la lectura, el título es un juego de palabras maravilloso que enseguida nos deposita en el mayor libro escrito por Bartolomé Mitre (Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana). Así comenzaba Mitre su colosal libro, con una idea que, propia de alguien que lo vio todo, participó de todo –y, a veces, provocó varias cosas de ese todo– no podía anticipar que nada es perpetuo. Y también para hacer un juicio de valor sobre la idea de “República Posible” que esgrimió Alberdi en sus Bases. Mitre murió en 1906, una década antes del arribo de Yrigoyen, unos años después del final del mandato presidencial de José Evaristo Uriburu y un par de décadas antes del golpe de Estado dado por el sobrino José Félix Uriburu.

El libro se lee como historia. Es lo que pasa cuando el tiempo transcurrido es demasiado, o cuando otras aristas de ese período fueron abordadas en la escuela secundaria, como el Modelo Agroexportador y demás. Gerchunoff va hacia ese período, pero de a ratos. Su núcleo de trabajo es 1912-1930 y por momentos, genera la aparición de un displicente fantasma que se corporiza sobre el final y que no lleva uniforme y es la garantía que sentían todos frente a lo que creían una obviedad. Así como los conservadores vivieron la pesadilla de la llegada de Yrigoyen al Poder, el radicalismo se tomó con relativa calma el tiempo posterior al golpe de 1930 porque, retomada la senda institucional y a pesar de las falencias electorales ¿de qué otro color podría ser el futuro político de raíz popular? La Argentina está llena de sorpresas.

No pienso dar una clase de historia para la que no estoy capacitado, pero acá vamos con cosas que me sirven. El ala más nacionalista del radicalismo se plegó a Uriburu de la misma manera que después empujaría a un Perón que ganó la Presidencia sin que existiera el PJ. Amplio era el radicalismo y se sumaron los conservadores radicales pero también los de la recién nacida Junta Renovadora. Juntar lo popular con el conservadurismo era, en definitiva, una gran propuesta superadora a ese dilema posterior a la Ley Sáenz Peña. ¿Miedo al populacho? ¿Temor a los conservadores? Vamos todos juntos.

El concepto de república posible es, básicamente, eso: conformarse con lo que hay. Sin embargo, en el período tan analizado, la república posible no era un estatus inmodificable, sino lo que se permitía mientras se trabajaba por una verdadera república. Siempre con la manía de interpretar hechos demasiado pretéritos con parámetros que ni hoy significan demasiado, tendemos a olvidar de dónde viene nuestro sistema y cómo se pensaba que debía funcionar. Existe un faltante para nada menor a la hora de hablar de la era de las elecciones amañadas: así era el sistema. No quiero decir que me parezca bien, que no estamos para opinar de cosas que ni vivimos, pero tanto le copiamos a los Estados Unidos su novedosísimo y experimental mecanismo de gobierno que también aplicamos una democracia limitadísima. Y acá viene un tema que no sé cómo es que no explica de entrada en las clases de historia o formación ciudadana o educación cívica o whatever: Ni la constitución norteamericana ni la Constitución Nacional de 1853 mencionan ni una sola vez la palabra “democracia” o alguna variable.

He machacado con el tema de la república tantas veces que creo que sólo me supera Carrió, pero es clave comprenderlo: nuestro sistema no es la democracia, es la república. Y si tengo que decir que no existe la palabra democracia ni aún en la reforma de 1994, bueno, habrá que recordarlo. Sí aparece “democrático” como adjetivo a “sistema” pero recién en nuestras reformas tardías y en artículos nuevos. La base, el origen de nuestro país, es principalmente republicano. La democracia es una forma de ejercer la representatividad y tiene todo un origen ilustrado y revolucionario en el que se descree tanto de las bondades de un monarca como las del fervor popular. Y para eso recurrieron a Aristóteles y sus admiradores posteriores.

De hecho, me duelen los ojos cuando leo “república” en boca de Aristóteles o “democracia” como una de las tres formas de gobierno concebidas por los antiguos griegos. Como sistema de gobierno la democracia era un error, un sistema imperfecto, más corruptible que todos los demás y de imposible aplicación virtuosa. En la antigua Atenas se votaba todo porque sólo el 10% de sus habitantes cumplían con los requisitos. Y los cargos no eran electivos, sino por sorteo. Aristóteles sí creía en la Politeia, el control de todos contra todos para alcanzar un equilibrio en el que nadie tenga tanto poder que no pueda ser contrarrestado por otro, en el que las leyes y las directivas no se movieran al ritmo del siempre cambiante fervor popular.

¿Y por qué esto? Bueno, podríamos ilustrarlo con una frase atribuida a uno de los más grandes estadistas: el mejor argumento en contra de la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante promedio. Hace 2.300 años Aristóteles ya se encontraba en el dilema entre lo bonito que es participar en la vida política y la imprevisibilidad de que todos opinen de todo. Por eso fusionó sistemas.

Criticar con desdén a quienes rechazan la república es de gente poco formada. No hace falta leer historia, no hace falta, siquiera, haber aprobado la secundaria. La prueba está en que personas con títulos universitarios pueden responder la misma pregunta que un chico de sexto grado: “en cuántos poderes se divide la administración del Estado”. De ahí a que lo tengamos presente a la hora de opinar, bueno, es otro cantar.

Hay países muy pequeñitos que sobrevivieron por siglos gracias a adoptar alguna forma republicana, por más extraña que nos parezca. La República de Venecia existió a lo largo de un milenio. Su nombre no era verso: el Dux tenía un poder limitado por el Consejo Superior, un Senado, el Consejo Menor y otras instituciones que surgieron con los años. Su cargo era vitalicio, pero no hereditario. Cuando pasaba a una mejor vida se llevaba a cabo una serie de cuatro elecciones consecutivas y eliminatorias. De cada resultado se sorteaban nuevos electores hasta que quedaran los telegramas, pero el sistema les dio tal resultado que lo mantuvieron hasta el final, varios siglos después. Este sistema tuvo lugar porque así se deseó y se formó de a poco, con los años, pero no desde “es lo que tenemos” o “vamos con lo posible”. No fue pragmatismo sino una meta a conseguir: que nadie tuviera la suma del Poder.

Vengo a este punto porque existe un debate intermitente en torno a la selección de hechos históricos con beneficio de inventario. Gerchunoff y su libro viene como anillo al dedo para sacarnos los números de encima y pensar en qué tan bonito debe haber sido vivir en un país picante las 24 horas. Pero, independientemente de él, cada vez que se hace referencia a un pasado mejor yo siempre me pregunto “para quién”. Es una pregunta que va para cualquier época y contexto. Siempre tengo mi frase de cabecera respecto a mi amarga forma de responder a “en qué época te gustaría vivir si pudieras elegir”: ahora, en este tiempo. Se responde por lo más simple: arreglarse una carie. De ahí para abajo, lo que quieran: calidad y acceso al agua, expectativa de vida, acceso a la alfabetización y una certeza familiar de la que yo no me olvido: si mis ocho apellidos llegaron a estas tierras para rajar del hambre y de la guerra, en ninguna otra época yo podría estar sentado, con un tazón de café al lado, abocado a gastar un teclado para contar cosas.

Más de medio siglo después de su Independencia, la Argentina seguía en su costumbre de vivir en guerras civiles o internacionales. El período que se describe como de “paz institucional” a partir de 1880 es una grosería que sólo puede justificarse en comparación con el período inmediato anterior que cerró con tres mil muertos en menos de 24 horas por el levantamiento de Tejedor. No hubo un sólo proceso electoral que no terminase con un par de acuchillados y esto sin contar las revoluciones civiles repelidas a bombazos desde la costa y hasta el secuestro de un vicepresidente.

Mitre dijo lo que dijo en un contexto particular. Si bien el libro fue publicado en tomos, su edición completa ocurrió en medio del gobierno de Juárez Celman. Parece un chiste de la historia que Mitre hablara “de la república posible a la verdadera” tan solo unos meses antes de que Juárez Celman abandonara el cargo en medio de una crisis política, económica y social sin precedentes. Mitre dijo, puntualmente, que el continente se encontraba en la “república posible en marcha hacia la república verdadera, con una constitución política que se adapta á su sociabilidad, mientras que las más antiguas naciones no han encontrado su equilibrio constitucional”. A lo largo de su extensa introducción a la vida de San Martín, a la hora de poner contexto, don Bartolomé hace una selección de hechos que, al contrastarlos con las ideas de los pensadores que citó, dejan todo el tiempo la sensación de que “y bueh, era lo posible”.

A veces como chicana, otras con toda la seriedad del asunto, los liberales de verdad que defienden al actual presidente son interpelados con señalamientos de medidas totalmente contrarias al liberalismo de cualquier vertiente. Hay para hacer ensalada: impuestos, control de la cotización cambiaria aunque la flotación se encuentre lejos de las bandas, permanencia de impuestos confiscatorios, ningún atisbo de modificar el IVA, el abrazo al concepto de “derecha” sin demasiada consistencia de qué es lo que abraza un conservador soltero cincuentón o con cinco divorcios y la manía de atentar verbalmente contra cualquier figura del liberalismo para quedar él solito como máximo prócer del mejor gobierno de la historia. Frente a esto, la respuesta es simple: “es lo que hay”. Una suerte de “es lo que conseguimos” que es preferible a la nada. O sea que éste es el liberalismo que se pudo conseguir, algo que no es perfecto, pero sí posible. Pragmatismo, diría un periodista menemista desde el más allá.

Qué ganas de conformarse con tan poco. O qué ganas de agarrar cualquier cosa y autoconvencerse de que eso es “lo posible” y no “lo deseable”. El no haber vivido diversas épocas trascendentales de la Argentina hace que me pregunte si realmente todo fue cómo lo cuentan los libros. Desde la comodidad del siglo XXI me cuesta imaginar la algarabía de los simpatizantes radicales al ver que, de los ocho ministros de su gobierno, seis tenían pasado en el Partido Autonomista Nacional. La matriz económica no cambió, menos lo hicieron los paradigmas sociales y las noticias violentas de la época prueban que el cambio político de la posibilidad del voto no parecía alcanzar: las mujeres no votaban, los que vivían en territorios nacionales no votaban, la masa inmigrante no votaba y los que sí lo hacían, no notaban mucho cambio. De Alvear podría hablar largo y tendido sólo para llevar la contra a los que ni lo mencionan o los que dicen que le tocó gobernar en épocas de vacas gordas. Fue electo con la menor participación de la historia. Y eso que eran las segundas elecciones universales. Como también puedo hablar largo y tendido del desfalco de guita desparramada por esos tipos que presidieron la Argentina a la que hay que volver, guita tirada en infraestructura para mover la producción, dinero regalado a inmigrantes para que vengan, los reciba un hotel financiado con la nuestra, los vacunen con la nuestra, les enseñen idioma con la nuestra y los ayuden a insertarse laboralmente con la nuestra, muchas veces en obras financiadas con la nuestra o en colonias construidas con la nuestra. Comunistas conservadores, bah.

Y no quiero pecar de naive. Sé qué cosas puedo conseguir y cuáles no, aunque las desee. Pero precisamente por eso es que no me agrando por lo que conseguí cuando deseaba otra cosa. Agradezco tener algo y punto. Me cuesta conformarme con lo que tengo cuando cualquier otra generación estuvo mucho mejor parada a mi edad en idéntica proporción de esfuerzo. Agradezco, también, que la crisis recesiva sin fin me haya agarrado un poco mejor parado que el que menos tiene. Agradezco pagar las cuentas con cinco empleos distintos cuando con uno solo debería sobrar. Si lo festejara, ni mi psiquiatra me salvaría de la internación.

Hablando de repúblicas: desde que fue notificado de que había ganado el sorteo de ministro de Justicia al que lo anotó un amigo de la tele, Mariano Cúneo Libarona no aceptó ni un cuestionamiento al cambio de sistema en Comodoro Py. Yo entiendo que es un tema difícil de que prenda en la gente, pero para eso se supone que cobramos un sueldo. En fin, nadie nos dio bola y en unos días, más precisamente el 11 de agosto, los cinco fiscales que quedan en Comodoro Py deberán hacerse cargo de todo el sistema de acusación penal. Sin gente. Sin presupuesto. Con más de la mitad de los cargos vacantes. Nos deseo suerte. La vamos a necesitar.

Quizá sea para darle una mano a lo que queda del Poder Judicial que los funcionarios se enteran de hechos de corrupción y no presentan las denuncias correspondientes. Corajudos que se bancan no hacer lo que la ley les exige y todo para hacer el bien a los castigados judiciales.

El Jefe de Gabinete, siempre destacado por su aplomo para repartir pancután tras una madrugada tuitera presidencial, se sumó a la larga cadena de funcionarios que afirmaron saber de un hecho de corrupción y defraudación al Estado. Esta vez le tocó a la Aduana y la discrecionalidad rentada de la gestión pasada. Obviamente, lo denunció… ante un medio de comunicación. Así, se agregó un nuevo eslabón a las quejas por la excesiva y sobrefacturada flota automotor del ministerio de Economía y la red criminal del tráfico de pañales para adultos, entre otras exitosas violaciones al Código Penal que ningún funcionario cumplió en denunciar como corresponde: con firma, sello y documentación probatoria ante el Juzgado Federal en turno. Lo mismo podría caberle al Presidente y su forma de soltar sospechosos negocios perpetrados por otras personas, sin dar mayores datos, pero sin tampoco denunciarlo como corresponde.

Hay personas que no saben perder; más me preocupan los que no saben ganar. Y no sé si este segundo caso no es peor. Hay herramientas y una historia humana centrada en aprender a lidiar con la frustración de haber querido y no podido. Lo que no hay es mucho material sobre querer, poder y no relajarse o disfrutar. Entonces, cuando veo tanto enojo, tanto festejo tribunero, tanto cantito a un rival que no jugó el partido ganado, tanto champagne derramado a los quince minutos del primer tiempo, es que me pregunto con qué necesidad. Estos números económicos que adornan una realidad discursiva de construir enemigos en donde no existen, esta realidad recesiva con viajes al exterior y créditos para quienes no lo necesitan, este plan de gobierno que supuestamente existía y ahora consiste en no cerrar el Banco Nación para darle contratos a los Menem, en tomar deuda como si la fiesta no la fuéramos a pagar nosotros, ¿es lo que se pudió o realmente es lo que se deseaba conseguir? ¿Pragmatismo o le ponemos otro nombre? ¿Se nos pasa por alto algo que viene en camino?

Relato del PRESENTE 

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