LA GRAN RUDOLF

OPINIÓN

Corría el año 1953 cuando a un canillita de 13 años que contaba las ganancias de la mañana se le cayó su recaudación sobre una acera perdida en la jungla neoyorquina

Por Nicolás Lucca

El niño comenzó a recolectar la lluvia de monedas de cinco centavos de dólar a la velocidad de la luz hasta que notó que una de las piezas estaba partida al medio y, no sólo era hueca, sino que, en su interior, contaba con un microfilm. Como buen chico de la posguerra, el canillita le entregó la sospechada moneda a un oficial de la Policía de Nueva York. Desconozco si la pérdida le fue compensada.

Ese fue el punto de partida para una de las investigaciones que más en ridículo dejó a la Oficina de Investigaciones Federales de Hoover. Y es que, hasta entonces, nadie había tenido en cuenta hasta dónde podía llegar la creatividad de los servicios de inteligencia extranjeros. Y tampoco pudieron resolverlo. Recién en 1957, cuando el Teniente Coronel Reino Häyhänen se presentó, mamado hasta las patas, en la embajada norteamericana en París, desertó del régimen soviético y solicitó asilo a cambio de información de inteligencia. Como prueba de la autenticidad de su historia, sacó de su bolsillo una moneda de cinco centavos, la abrió y extrajo un microfilm. Era el 5 de mayo de 1957.

Las historias de la Guerra Fría son increíblemente eficaces, atrapantes y no soy yo un caso excepcional. James Bond, Misión Imposible, El Agente de Cipol, Los Vengadores y El Superagente 86 son solo una prueba de cuánto caló en la cultura popular la realidad que vivía el mundo ante la pasividad de un consumidor que veía en esos fenómenos audiovisuales grandes historias de ficción. Aún hoy compruebo la cara de asombro de aquellas personas que, tal como yo, vieron asiduamente The Americans en la década pasada cuando les cuento que es una recopilación ficcionada de un montón de eventos que sí ocurrieron insertos en la organización de la implantación de familias espías que también existieron.

Fue durante el furor de la serie The Americans que Steven Spielberg decidió llevar a la pantalla una de sus obras maestras: Puente de Espías. Nada podía salir mal de una colaboración entre la producción y dirección de Spielberg y un guión escrito por los hermanitos Coen. Como toda buena obra, la película tiene una trama y un enorme metamensaje que se cuela casi subliminalmente. Es la narración de un período de los Estados Unidos previos a la Crisis de los Misiles, cuando a un abogado llamado James Donovan, empleado de un estudio, le es asignada la defensa de un espía soviético llamado William August Fisher. El hombre había sido detectado y detenido tras la confesión de Häyhänen, pero eso no se cuenta en la peli, como tampoco se hace mención a las monedas huecas ni que Fisher había nacido en Londres de padres rusos, entrenado en la Unión Soviética e ingresado a los Estados Unidos con el pasaporte a nombre de un ciudadano muerto y sin homónimos.

Los metamensajes de la película giran en torno a la preocupación eterna de Spielberg por la comodidad de la sociedad acerca de lo que da por sentado por naturaleza, sobre la noción de hacer mucho más que lo correcto –puesto en la cabeza del abogado Donovan– aunque eso implique el odio de tus compatriotas, las locuras temerarias que puede hacer un ser humano cuando está desesperado –otra historia verídica dentro de la película que hace referencia al delirio de la división de Alemania– y, para no romper con su propia tradición, el temor de un hombre para que su familia no se vea afectada por su accionar.

El actor Mark Rylance dio nueva vida al fallecido espía Fisher, que al ser detenido brindó el nombre Rudolf Ivanovich Abel, una clave para que los rusos comprendieran la situación. Rylance, ganador del Oscar por su interpretación, tenía un latiguillo que ponía mis nervios de punta. Cada vez que el abogado Donovan –Tom Hanks– le informaba algún contratiempo judicial y obtenía un silencio por parte de Fisher, el abogado le preguntaba si no le preocupaba. “¿Solucionaría algo que lo hiciera?” era su respuesta ante cada novedad. Si consideramos que la primera de esas contrariedades fue una casi segura sentencia a la Pena de Muerte, se entiende el nerviosismo de Donovan. Y el del espectador incómodo que no puede dejar de sentir simpatía por el ruso que solo cumple con lo que le ordenaron, aunque ese algo sea contrario a nuestros valores.

A lo largo de la película, Fisher –Abel– repetirá el “¿solucionaría algo que lo hiciera?” una decena de veces, no siempre para levantarse de hombros, sino también para mostrar sumisión ante posibles soluciones. Pone todo en manos de su abogado y, al hacerlo, también deja su suerte librada a una serie de eventos en los que no puede gravitar para nada: no puede decidir se intercambiado por espías norteamericanos, no puede decir que sí ni que no a nada de lo que ocurre y eso aumenta aún más la tensión de quienes fuimos criados, programados, seteados y educados para tener el control de nuestras vidas. Como si pudiéramos controlar algo. Como si no supiéramos que no podemos saber siquiera si nos despertaremos a la mañana siguiente. ¿Serviría de algo pensar en que dormir es pensar la muerte, como diría don Jorge Luis? ¿Que no hay mayor acto de fe consciente o de dejadez inconsciente que saber que no tenemos control sobre qué pasará mientras nos abandonamos a los brazos de Morfeo?
Durante esta semana sostuve una conversación incómoda por delay. O sea: no me sentí incómodo en el momento pero, cuando mi cabeza quedó sin perturbaciones externas –que es la mayor parte del tiempo procurado– repasé esa sensación incómoda: que mis últimos textos se alejan de la actualidad para adentrarse en temas extra coyunturales. Diría que me enojé pero un enojo debe tener un destinatario, sea un ser vivo racional o un objeto. Todo lo demás puede ser llamado berrinche, capricho o frustración. Pero no estaba enojado sino, más bien, preocupado por la posibilidad de que mi eventual interlocutor tuviera razón. Este ejercicio va en camino de desandar esa sensación.

No creo que hablar del valor de las palabras y del pensamiento abstracto como objeto desaparecido de la mano de la anulación de los tiempos verbales complejos pasados y futuros, sea algo que se aleja de la coyuntura. Casualmente, ha sido la realidad que me rodea la que me llevó a esas líneas. Pensar en qué queremos para esta tarde es fácil. Qué deseamos para nuestro futuro ya es un acto egoísta, si ni siquiera conocemos a ese que ocupará este cuerpo dentro de unas dos o tres décadas.

Cuando la pasada semana abordé nuevamente la salud mental, no lo hice para meter un nuevo tema a la agenda, que ya no hay forma alguna de que exista una persona con poder de decisión o legislativo que demuestre un interés al respecto. Lo hice porque veo que estamos todos cada vez más locos, solo que algunos pocos somos los que terminamos medicados y mucho menos quienes podemos costear esos tratamientos para ser lo más normales posibles en un mundo totalmente delirante en el que la agresividad física y verbal son un estándar de vida. Y como me enseñaron en que todo es política y además vivimos en una democracia representativa, no hay forma de que se pueda hablar de salud mental sin tener en cuenta que todos votamos y nadie nos pido un psicotécnico antes de ingresar al cuarto oscuro.

Puedo entender que nos acostumbramos a que el periodismo político se haya convertido en el show de la política, pero el ejercicio de escribir es una forma de periodismo en sí, un borrador de la historia de mañana. El sistema está colapsado de personas que quieren ser los primeros en dar una información, salvo que esa novedad contradiga los intereses de un consumidor que pretende convalidar lo que ya sabe.

Y también se cuela, por un curioso intersticio, la cuestión de la especialización de temas. Antiguamente, un especialista era un tipo que había dedicado su vida a una cuestión en particular, o que tenía una tesis doctoral sobre un asunto concreto. Hoy especializarse es hablar mucho de algo, lo cual puede no siempre ser nutrido de una buena base. Me pongo como ejemplo: yo no sé de salud mental. Estar bajo tratamiento no me hace poseedor de ninguna sabiduría especial, del mismo modo que tener una gastritis no nos convierte en gastroenterólogos ni sabemos cortar el pelo por más que hayamos ido al peluquero todos los meses los últimos cinco siglos de vida.

Puedo saber qué se siente bajo determinados aspectos multicausales, como mi poder adquisitivo, mi historia personal y demás cosas, pero no puedo diagnosticar ni saber cómo la pasa una persona que tiene otras particularidades a las mías.

Hubo una época en la que se creyó que las universidades eran el lugar para que todos perdieran sus prejuicios frente a otros y adquiriesen un mínimo de nociones extras. Algo falló si una persona puede obtener un título de la Facultad de Ciencias Económicas y desconocer cuáles son las garantías constitucionales. Algo falló si un fulano cualquiera puede egresar de la Facultad de Derecho y no tener idea de cómo leer una estadística demográfica. Y algo resultó catastrófico si ninguno de los dos fulanos inventados para este texto siente la curiosidad de querer saber eso que desconoce.

Cuando en el texto de hace unas semanas hago referencia a las lecturas populares cotidianas, lo hice sin un rastro de nostalgia, sino como punto comparativo que demuestra que la cultura universal no requiere de certificados ni de determinado poder adquisitivo, aunque, obviamente, ayuda. Y también lo pienso en referencia a mi gremio, donde la cultura general es una nueva forma de jugar a la mancha venenosa. Por querer saber solo de un tema y especializarse en ese tema, no se sabe de ninguna otra cosa y tampoco de la estructura del tema que se pretende abordar. Porque nada está aislado de lo que le rodea, ni siquiera el conocimiento de una cosa.

Pero, aún si esos textos hubieran sido redactados con la intención de hablar de cualquier cosa, no hay forma de que escapen de la coyuntura por una sencilla razón: por algo mi cabeza eligió hablar sobre esos temas y no sobre otros. Y ahí es donde entran los primeros párrafos de esta perorata que sirvió para darle contexto a una frase: ¿Ayuda que me preocupe? Si no puedo hacer nada para gravitar sobre cosas que afectan a mis creencias ¿sirve que me preocupe?
Desde la Casa Rosada plantearon el escenario de las elecciones con una definición terminante: “todos contra nosotros”. Y la verdad de cualquier persona que haya salido a la calle aunque sea a jugar al Pan y Queso, es que si te peleás con todo el fucking mundo, no siempre sos el único con razón. A veces sí, es cierto, pero no siempre. ¿Acaso esperaban que el PRO no presentara candidatos? ¿Que Ramiro Marra se quede calladito en su casa? ¿Quién echó a Marra del partido que fundó? ¿En qué cabeza entra que el partido que administra un distrito no presente a sus propios candidatos? ¿Cómo se puede hablar de “todos contra nosotros” cuando el Poder Ejecutivo obtuvo las leyes más cruciales sin poder de fuego?

Entonces, cuando veo que la propuesta del oficialismo nacional para competir en las legislativas de la Ciudad de Buenos Aires son “motosierra y presupuesto equilibrado”, entro en un embudo de datos que se empujan por pasar y ninguno consigue salir, mientras le rezo a Francisco de Sales, Santo Patrono de escritores y periodistas, para que alguien le diga al candidato “pero la ciudad de Buenos Aires lleva cinco años de superávit a pesar de la quita de coparticipación, la pandemia y la catástrofe albertiana”. O que votamos legisladores y no ministros de economía. O que es una legislatura local. Podría hablar del tema pero ¿sirve de algo? Terminaría por comerme un señalamiento por “oficialista vecinal” o algo así, cuando la lista de don Adorni tiene a candidatos que estuvieron en Juntos por el Cambio desde que Rodrigo Ortiz de Zárate asumió la alcaldía el 11 de junio de 1580.

En base a esto es que presiento que no les interesa proponer un sistema superador al actual como motivo para buscar un triunfo local, sino que el oficialismo vernáculo pierda. Más argentino, imposible: no quiero lo que el otro tiene, sino que me alcanza con que él tampoco lo tenga. Pero ¿sirve de algo que me preocupe por esto?
La Auditoría General de la Nación es el ente de control externo del sector público nacional creado por ley en 1992. En la reforma constitucional de 1994, se metió a la AGN dentro del texto aprobado y se le dio una función crucial: emitir los dictámenes sobre la administración patrimonial, económica, financiera y operativa del Poder Ejecutivo. Básicamente, es el organismo que pone la lupa e informa al Congreso sobre qué se hace con el presupuesto que se le otorgó al Gobierno. Ese organismo se encuentra virtualmente vaciado en momentos en que debería comenzar a evaluar el ejercicio 2024. Y como pareciera que a nadie le importa, no sirve de nada preocuparme porque nada puedo hacer. ¿Acaso serviría de algo?

Puedo llegar a entender que, como al grueso de los votantes duros les chupa un huevo el concepto de Auditoría General de la Nación, al Triunvirato le parezca buena idea dejarla vacía justo cuando había que auditar el año más auditable, el segundo período consecutivo con la discrecionalidad de la prórroga del presupuesto aprobado en diciembre de 2022, con 683% de inflación desde entonces. ¿Puedo hacer algo? No sabremos cuánto se gastó, cómo se gastó ni dónde se gastó un presupuesto inexistente en la era de la motosierra. ¿Preocuparme cambiaría las cosas?

No se confunda, señor, que esto no es conformismo. Sencillamente es algo que me excede y nada tengo para aportar que pueda cambiar las cosas cuando los que tienen las herramientas para hacerlo no se ven interesados o, precisamente, tienen intereses contrarios. ¿Qué voy a hacer, a mostrarle archivos y decirle “mirá, mirá lo que decía Juan de los Palotes en el otoño de 1972”?

Ahí también tengo un tema. El oficialismo nacional en la provincia está plagado de peronistas que no necesitan cambiar de ideología sino de cassette, que amplio es el movimiento y misericordioso en la supervivencia de sus creyentes. Crearon una escuela de formación política, invento peronista si los hay. ¿Las clases las da un marciano recién arribado al planeta Tierra o alguien con experiencia en armados, fondos y reclutamiento? ¿Casta o ignorante? ¿Sabe o no sabe?

La atomización de la oferta electoral va en línea con el resultado que podremos esperar y que no es otro que la aceptación de un combo. ¿El que vota al kirchnerismo está de acuerdo con Putin que, a su vez, es estar de acuerdo con Trump respecto a qué tiene que hacer Ucrania? ¿El que vota por las Ideas de la Libertad, sea lo que eso quiera significar, considera que hay pueblos que se defienden y otros que no se merecen ser defendidos? ¿Qué opinan de la auditoría de gastos presupuestarios de la Nación los que despotrican contra la falta de institucionalidad del kirchnerismo y la carencia de auditorías en otras dependencias? ¿Por qué hay tantos que justifican su voto con la defensa de un combo cerrado a aceptar y no pueden marcar una diferencia ni aunque sea un atentado contra sus creencias más básicas? Y lo más importante, diría Rudolf: ¿sirve de algo que yo me caliente por todo esto?

El ministro de Justicia, Mariano Cúneo Libarona, se reunió con el Procurador General de la Nación interino, Eduardo Casal. Podrían haberse juntado por diferentes motivos, entre ellos la serie de pedidos de ampliación presupuestaria pedida por el jefe de los fiscales. O, quizá, alguien podría interesarse sobre cómo hacer para que Casal deje de ser un procurador interino, situación en la que se encuentra hace casi ocho años, rompiendo cada día su propio récord como el mayor tiempo de un interinato desde la creación del cargo durante la presidencia de Bartolomé Mitre. Pero no: el ministro fue a informarle al procurador interino que el 11 de agosto de este 2025 comenzará a regir en la Ciudad de Buenos Aires el sistema acusatorio para el fuero federal.

El sistema que hoy existe en Comodoro Py fue implementado en la primera mitad de la década menemista. Tuvo en aquel entonces un lado bondadoso que consistió en darle al proceso judicial algo de transparencia. No existían juicios orales ni mucho menos tribunales. Los procesos judiciales se iniciaban en un juzgado de instrucción que estaba ocupado por el mismo juez que dictaba sentencia. Investigaba, juzgaba y condenaba la misma persona y todo por escrito, sin presencia de público. Entonces se pasó a un sistema mixto, todavía vigente, de una primera instancia semi oral, con audiencias e investigación que luego es remitido a un Tribunal Oral conformado por otros jueces que no intervinieron en la investigación. Y el juicio es oral y público. En el medio, Carlos Menem aprovechó para diluir el poder de los jueces federales entonces existentes al duplicar la cantidad de juzgados de instrucción y designar un rosario de jueces de tribunales orales.

El sistema acusatorio es el que rige en varios poderes judiciales de distintas provincias, pero tiene a la de Buenos Aires como La Meca. Allí es donde se produjo la reforma de 1998, con León Arslanián como cabeza ideológica del nacimiento de los Juzgados de Garantías y, junto con ellos, de la doctrina del mal llamado garantismo. Sí, ya expliqué en eso de la apropiación de palabras que nadie con dos dedos de frente podría estar en contra de garantizar los derechos de un justo proceso y que, en todo caso, el uso de garantismo como insulto a gente que siempre está a favor de los delincuentes debería ser reemplazado por alguna otra palabra.

En este sistema acusatorio, como su nombre indica, hay una persona que acusa, que persigue judicialmente, que decide si un sujeto debe ser imputado o si no existe causa alguna. Esa responsabilidad recae en el Fiscal, que como su nombre lo indica, antiguamente se dedicaba a fiscalizar. ¿El juez federal? Pasa a ser uno «de Garantías», pero Federal. Y no son mis palabras, sino las del ministro de Justicia.

El gran problema con cualquier reforma judicial es que a todos nos importa entre dos y tres carajos lo que pase con la institución judicial. Pero pienso que estos jueces a los que puteamos casi a diario tuvieron que rendir un examen exhaustivo, presentarse a audiencias de oposición y someterse a un período de impugnaciones para integrar una terna que fue remitida al Poder Ejecutivo, el cual eligió a uno por cada terna y lo envió al Senado para su aprobación final. Ningún fiscal debe pasar tal cantidad de filtros y son los que decidirán si una persona es investigada o no.

Todo esto sin dejar de remarcar que la Procuración ha pedido encarecidamente, de rodillas, con una vela en una mano y una estampida de San Javier en la otra, que les amplíen el presupuesto para el funcionamiento actual. No quiero ni pensar lo que es necesario para implementar el nuevo sistema. Y aunque ocurriese el milagro y lloviera el presupuesto necesario, ¿cómo mierda hacen para nutrirse de personal capacitado e infraestructura en solo un puñado de meses?

Al día de la fecha, en Comodoro Py hay cuatro juzgados de instrucción vacantes. Si Lijo obtiene su propio milagro, serán cinco los cargos que quedarán vacíos. A eso hay que sumar otro faltante crucial: la inexistencia de cinco jueces de tribunales orales. Todo roto y con un sistema que pasará a depender en última instancia de un tipo que no tiene su cargo de manera efectiva y estable: el Procurador General.

Toqué el tema en 2015, cuando se aprobó la reforma. Volví a tocarlo durante el Virreinato de Alberto. Ahora llevo un par de meses machacando con el asunto judicial aún con la noción de que no gravito sino que tan sólo hago catarsis. Hasta que me invade la Gran Rudolf: ¿Sirve de algo?
La realidad que nos rodea está llena de cuestiones que escapan a nuestro control, les decía en algún momento de este texto. Creemos que controlamos algo sin ser conscientes de que hasta respiramos de manera automática. De vez en cuando nos damos cuenta de que movemos la patita en loop e intentamos dejarla quieta con una orden mental. Cruzar una calle es un salto de fe que implica una infinita gama de posibles desenlaces entre los que se encuentran llegar a la otra vereda. Todo lo demás escapa a nuestro control: que frenen los autos, que no se caiga un árbol, que no se hunda el asfalto, que no nos tropecemos, que no se cruce un ciclista, que no caiga un meteorito. Y no pensamos en nada de eso. Como mucho nos quedamos atentos unos segundos para ver si los colectivos correrán una picada por quién logra cruzar mientras la luz del semáforo pasa a rojo, pero no más que eso.

A veces hasta me altero por mi propia cuenta cuando leo la repetida receta de la jubilación soñada basada en el ahorro privado, esa que dice que entre los 20 y los 30 años tenés que ahorrar el 30% de tus ingresos, cuánto entre los 30 y 40 años y así sucesivamente. ¿Guardarlos cómo? ¿Qué control puede haber si hasta ni siquiera sabemos en qué moneda guardar, si hasta los Estados Unidos ha ingresado en el camino latinoamericano de un gobierno liberal en lo discursivo, cavernícola en lo social y retrógrado en lo comercial? ¿A quién le sobra el 30% de sus ingresos? Más allá de notar que hay una vida mejor que la nuestra, esa propuesta es una forma distinta de abordar la misma certeza que yo también tengo: que no seremos jubilados. Es una nueva realidad, nos guste o no. Eso de postergar la paternidad y de tener los hijos que se pueden mantener ha llevado a cuestionamientos sentimentales como que nuestros descendientes no sabrán lo que es tener abuelos y creerán que la existencia de bisabuelos fue una leyenda mitológica. En el lado material, no hay forma de que exista un reemplazo generacional que sustente nuestras jubilaciones aunque mañana nos despertemos y tengamos una economía sana, pujante e hiperproductiva. ¿Sirve de algo que me preocupe?

No. ¿Por qué? Porque nada puedo hacer.

Bueno, sí.

Podemos pretender controlar algo o dejar todo librado a la suerte. Pero, como decían las docentes cuando nos veían rezar: si no estudiaste, Dios no hará el examen por vos. Traducido para el mundo laico: por más ojete que tengas, no vas a ganar el Quini sin apostar.
El boga Donovan se había especializado en seguros. No era un tipo hábil en negociaciones ni mucho menos. Pero primero consiguió que al ruso no lo condenaran a muerte, y eso le ganó el odio de sus vecinos. Un par de años después, Gary Powers se estrelló con su avión espía en territorio soviético. Rudolf Abel –o William Fisher, cualquier nombre le vale por igual– podía ser una buena moneda de cambio. Donovan fue nuevamente contactado y enviado a negociar de manera solapada. Entregó a Rudolf y volvió con Powers. Y con Frederic Pryor, un estudiante norteamericano por el que ningún funcionario pidió. Luego del desastre de Bahía de los Cochinos, un conglomerado de activistas y empresarios del sector privado le pidió a Donovan que negociara con Fidel la liberación y deportación de 1.100 presos en cárceles cubanas. Volvió con 9.700. Nada estaba bajo su control. Creo que él solito se respondió la pregunta que siempre le hacía Rudolf. O William, whatever.

(Relato del PRESENTE)





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