HISTORIAS
Aguinis en su eje, una nota publicada por el diario La Nación el 14 de diciembre de 1997
El auto se desplazaba veloz hacia la planicie árida que anticipa los aún distantes llanos riojanos. Me dirigía a Cruz del Eje, en el noroeste de la provincia de Córdoba, donde pasé toda mi infancia y adolescencia. Era el retorno a los paisajes que llenaron mis ojos y mi sangre, aquellos que dibujan los rasgos más hondos del alma. Esta vuelta al pago tras prolongada ausencia me generaba tensión, por supuesto.
Contemplé los amados laberintos del valle de Punilla y sus turísticas localidades de Carlos Paz, Cosquín, La Falda, Huerta Grande, La Cumbre, Capilla del Monte. Tras el valle la ruta se endereza y convierte en una cinta azul que conduce hacia el aire claro y las siestas flamígeras que no se borran de mi memoria. La fertilidad se transforma en naturaleza chúcara, con arbustos erizados de espinas. Por fin, a lo lejos, se ve un trozo del dique azul a cuya inauguración asistí cuando tenía 8 años; fue la primera ocasión en que pude acercarme a un presidente: se trataba del general Edelmiro J. Farrell, cuyo alto labio superior le daba un aspecto simiesco que el humor popular -y cordobés- de aquella época aprovechó sin clemencia.
La cinta curvó hacia la izquierda y, de pronto, quedó al descubierto la población que se estira junto a un angosto río como una víbora perezosa. Yo no conocía este acceso brusco. Pero ésa era la menos importante de las sorpresas.
Cruz del Eje tuvo el privilegio de ser elegida como uno de los nudos de los ferrocarriles que se extendieron por nuestra geografía proclamando prosperidad e integración. Fue invadida por enormes talleres donde se reparaban vagones y locomotoras. Cientos de operarios, con diversos niveles de especialización, concurrían a sus forjas estridentes. Aún resuena en mis oídos la sirena que se expandía por kilómetros cuatro veces en la jornada -como el imperativo llamado de un muecín- para indicar el comienzo y el fin de cada turno de trabajo. El ritmo económico dependía del pulso ferroviario: las compras y las diversiones aumentaban cuando venía el pagador, con sus maletas llenas de sueldos.
Arturo Illia, por ejemplo, había llegado desde su natal Pergamino como médico del ferrocarril. Todavía se conserva la precaria ambulancia con la que atendía urgencias.
Me encariñé con los trenes como Kim de la Jungla con las temidas fieras. Mi contacto fue precoz e íntimo. Solía viajar en el blanco cochemotor que fue registrado por viejas fotografías y películas. Su trayecto era confortable y puntual, con paradas en las que se vendían a los gritos hierbas de las sierras.
La estación tenía una sala de espera con gusto a sagrado, tal como después Eduardo Mallea la inmortalizó en uno de sus libros. Exhibía boleterías con elegante protección de rejas móviles. Bancos para los que aguardaban el aire libre bajo el elevado techo de zinc. Y la sonora campana con la que el jefe de estación anunciaba la partida de otro tren.
Pero el más estrecho de los vínculos me lo ofreció la ubicación de nuestros dormitorios en la ya inexistente casona de infancia: daban a la vía. No cualquier parte, sino el segmento previo al cruce de la calle San Martín. De día y de noche los convoyes solían frenar ruidosamente. Las locomotoras bufaban como jauría sobrenatural y sus ruedas avanzaban y retrocedían con disonancias que perforaban la pared y abrían los pisos. Cuando recibíamos visitas de otras localidades, los alertábamos sobre los ruidos de catástrofe. Pero resultaba inútil: si se quedaban a dormir en casa -como era la norma de aquellos tiempos, ya que nunca faltaban un catre y sábanas limpias-, era inevitable el alboroto nocturno. En pijamas y camisones corrían bajo el estruendo. Los trenes me parecían decididamente divertidos. Por eso, lo primero que anhelé durante mi regreso fue visitar la querida estación.
Mis ojos chocaron con la ruina. Peor: la tumba. El único sonido lo producían mis zapatos sobre la tierra seca. Penetré en el andén desolado. Sentí dolor en la garganta, en las uñas. No había más talleres, ni galpones, ni jefe de estación, ni sala de espera abierta, ni cochemotor, ni campana. De súbito salté para atrás en el tiempo y sentí la mano fuerte de mi padre conduciéndome hacia donde arribarían unos familiares; papá se llevó dos dedos al sombrero para saludar a mi maestra, que era muy bonita; por primera vez ella devolvió su tierna sonrisa mirándome a los ojos.
La alucinación se esfumó tan rápido como vino y dejó lugar al panorama terrible, el que me resistía a ver: locomotoras herrumbradas, vagones tristes y el otrora níveo cochemotor quemado por los depredadores. La tragedia había empezado con la dictadura militar, en 1976, cuando decidió cerrar los talleres. Quedaron sin actividad tres mil trabajadores. Algunos se fueron a otras provincias, y la mayoría se sentó a esperar la muerte. Cayó sobre la dinámica localidad una anemia paralizante. Antes la llamaban cuenca del sol, ahora cuenca fantasma. Adivino un escepticismo pesado. Lo leí en un graffiti sobre el revoque de una tapia: Algunos nacen con suerte, otros nacen en Cruz del Eje.
Se había proyectado construir un museo en el solar de los talleres y de la estación inútil. Pero intervinieron los desesperados que, al son de aullidos reivindicadores, sin rumbo, quemaron lo poco que quedaba. Rabioso por la profanación, trepé a los restos del cochemotor y recorrí su interior como si fuera la nave de un templo. Mis suelas intentaron esquivar los vidrios rotos y los soportes carbonizados. Acaricié los paneles retorcidos como una piel amada que sufrió mucho dolor antes de emitir el último aliento.
Por suerte, a un costado del terraplén sobrevivieron una locomotora y un vagón restaurante. Era nada menos que la locomotora donde viajaron Hipólito Yrigoyen, Eva Perón y Arturo Illia.
Luego fui al Puente Negro que tanto me fascinaba. Lo había recorrido centenares de veces imaginándome en una película de cowboys. A un lado de los rieles, con la debida protección, se extendía la larga pasarela de los peatones. Nada resultaba más excitante que llegar a mitad de camino y sentir la convulsión que producía la locomotora mientras lo atravesaba pitando. Todo iba a quebrarse y era preciso sostenerse de la baranda para no terminar en el río. Daban ganas de saltar al estribo del último vagón y trepar al techo, donde habría que luchar contra los bandidos y esquivar hábilmente los arcos del puente.
Esa tarde ya no había más convulsión. Caminé ida y vuelta por la antigua pasarela y luego, por primera vez en mi vida, por los durmientes. La grandiosa fiera negra que aparecía de golpe lanzando vapor ya no vendría jamás.
Donde estuvo la extendida casa que alquilaban mis padres se construyeron varias. La antigua casona había sido precaria y maravillosa. Constaba de tres patios. El central tenía un algarrobo cuyo tronco necesitaba dos hombres con los brazos extendidos para ser rodeado, producía las vainas de un fruto dulce que caía sobre el piso y los techos; en los techos producía acumulaciones de agua con las lluvias. Para evitar las goteras era necesario trepar y barrer las vainas, cosa que yo hacía con entusiasmo mientras mascaba las mejores. Caminar y hasta correr por los techos me hermanaba con los gorriones.
En el patio del fondo se elevaban umbrosas higueras, dos de fruto oscuro y una de brevas blancas, tan grandes como duraznos y dulces como un beso del cielo. Reptaba con un balde en el codo hacia sus ramas distantes, hacia donde no podían verme. Cuando me llamaban, demoraba mi respuesta para incrementar la tensión. Era Tarzán entre gigantescas lianas.
En torno de una de las higueras habían construido un gallinero donde incluso habitaron un pavo y un cabrito. Me gustaba dar de comer a los animales, recoger los huevos de las ponedoras. En cambio me causaba aprensión ver cómo una experta mucama recortaba las alas de las gallinas para que no volasen. Lloré desconsoladamente y me negué a comer durante una semana cuando supe que iban a carnear al pavo y al cabrito.
En el otro extremo de la casa, adherido a la medianera de la Biblioteca Popular Jorge Newbery, estaba el corral de nuestro único y querido caballo. Papá lo había comprado antes de mi nacimiento junto con el sulky, su vehículo de trabajo y paseo hasta que pudo adquirir un Ford. Pero conservó durante años al caballo por razones sentimentales. Yo no perdía ocasión de ayudarlo en la limpieza del corral, que consistía en cubrir con tierra los excrementos y desparramar paja sobre las zonas húmedas, luego bañar y cepillar al animal, abrir los panes de alfalfa y llenar su cubo de agua. En invierno, lo cubríamos con una manta. Aprendí a ensillarlo y, cuando salía con el sulky para pasear a mi hermanita, elegía caminos aledaños para exigirle el galope tendido, como en las películas de indios. Papá desconfiaba de mis explicaciones al verlo retornar chorreando baba.
Tardé en enterarme quién fue Jorge Newbery y más tarde en saber por qué la Biblioteca Popular que llenó tantas horas de mi vida llevaba su nombre. Hace poco un amigo me lo explicó: ¡Era una biblioteca de alto vuelo!
Mamá me asoció a ella porque la preocupaba mi poco afecto a la lectura. Empecé por hojear las historietas, luego me atreví a los títulos de los diarios y por fin empecé a devorar libros. La cordial señorita Britos me fue orientando, primero con las novelas de Salgari, luego Mark Twain, Julio Verne, Joseph Conrad, Alejandro Dumas. Descubrí a Ernesto Renán, Thomas Mann, Tolstoi, Maupassant y tantos otros. Descubrí a Emil Ludwig y sus numerosas biografías. Descubrí a Stefan Zweig, que me produjo un enamoramiento que dura hasta hoy. Me entretenía leyendo los catálogos por obra y por autor. Me parecía recorrer sus hojas escritas a mano como a una galería llena de fulgores. En esa biblioteca escuché por primera vez una conferencia. Y mientras me distraía de la aburrida perorata contemplaba los anaqueles llenos de volúmenes resplandecientes, con el deseo de formar también una gran biblioteca. Tenía entonces sólo una docena de libros propios que cambiaba de ubicación para que sus lomos contrastasen mejor los colores; eso los hacía parecer más numerosos, según me había enseñado un pasaje del libro Corazón, de Edmundo D'Amicis.
En sus amplias mesas a dos aguas, cuando me fatigaba de leer, llenaba infinitas hojas con dibujos, imaginando que se trataba de un atril y me encontraba en un fantasmagórico atelier. También compuse sobre los gruesos pentagramas del cuaderno que llevaba y traía del conservatorio. En la biblioteca y en el patio central de casa borroneé mis primeros cuentos. Me proclamo deudor de ese mágico espacio, donde volé por diversas manifestaciones del arte y la cultura.
Cuando, años después, volví a la biblioteca, me asustó su pequeñez y vacuidad. Los anaqueles se habían despoblado, las mesas tenían el color de la agonía, desaparecieron los catálogos que había revisado de adelante para atrás y de atrás para adelante, no estaba la señorita Britos ni el señor Miranda, que fue activo presidente a lo largo de décadas. Me pareció un cenotafio en ruinas. Y así lo escribí, generando un justificado shock entre los cruzdelejeños. Parecía un insulto, pero era un grito de dolor visceral.
Ahora retorné y me recibieron triunfales. Celebraban los 80 años de su fundación. Habían pintado, restaurado y ampliado el recinto. Concurrían lectores de todas las edades, se prestaban servicios varios y hasta empezó la informatización. Un grupo de asociados con empuje estaba decidido a devolverle la antigua gloria. Me saltaron las lágrimas cuando me entregaron una medalla, porque eran ellos quienes de verdad la merecían.
Fui luego a la casa de Arturo Illia. Era un peregrinaje obligatorio hacia quien fue mi médico de infancia. En el exterior fijaron placas laudatorias. En el interior aún flotaba el espíritu noble, inteligente y servicial que caracterizó a su dueño. Se mantiene el mobiliario original. Es importante conservarlo, porque es un testimonio de cómo vivían los que merecen perdurar como modelos. Recorrí el living cálido y humilde, la cocina, el dormitorio, el patio con flores. Examiné su consultorio, donde no sólo atendía y regalaba muestras gratis, sino que ponía dinero en el bolsillo de los más indigentes cuando no les alcanzaba para comprar los medicamentos. Luego miré el libro donde figuraban los ciudadanos de Cruz del Eje que aportaron para regalarle esta casa cuando fue echado de la función pública por el golpe de 1966.
Un latiguillo travieso me hizo cruzar por la cabeza otra palabra, groseramente antónima: Anillaco... Sentí un vahído y salí a la calle.
Cruz del Eje está mal, me decían. Hay mucho desaliento. Según algunos observadores, ha crecido en forma alarmante el alcoholismo. El desempleo sobrepasa el 36 por ciento. La población rural del departamento se redujo a la mitad. Cerraron decenas de pequeños establecimientos fabriles y comerciales. Se habla de un 65 por ciento de gente extremadamente pobre. Se multiplicó el analfabetismo. Falta agua potable y energía eléctrica. La infraestructura sanitaria es deficiente. Ya ni siquiera existen los cines a cuyas matinés había concurrido todos los domingos. La Fiesta del Olivo, que pareció traer esperanzas, decayó también. Entonces me topé con lo peor. Vi casas abandonadas.
En un país donde faltan viviendas, se sucedían las casas abandonadas. Algunas con candados oxidados, otras con destartaladas ventanas entreabiertas por donde circulaban los gatos, sus nuevos habitantes. ¿Es Cruz del Eje el comienzo de una ciudad fantasma? ¿Será Cruz del Eje la Comala de un Pedro Páramo argentino?
Para recuperar el oxígeno fui entonces a mi centenaria escuela primaria, que en un principio se llamó graduada por la innovación de entonces, que establecía los grados; luego la bautizaron Sarmiento. La encontré más pequeña, como siempre ocurre cuando vemos de grande lo que nos asombró de chico. La sorpresa no sólo consistió en encontrar compañeros de tiempo atrás, sino a mi maestra de 4º grado, lúcida, cariñosa y memoriosa de mis cualidades y defectos.
Los abnegados docentes habían cometido la exageración de concentrar a los alumnos en el patio para que saludasen al escritor que volvía a su escuela. Y, tras algunos discursos, me confirieron el honor de arriar la bandera. Entonces me dirigí a los niños en un lenguaje amistoso y les conté que cuando yo tuve la edad de ellos, también nos había visitado un escritor. Pero no retuve su nombre, por lo cual estaban eximidos de recordar al que ahora tenían enfrente. Les confesé que cuando formaba en el patio, igual que ellos, con idéntico guardapolvo, me desesperaba por ser llamado para izar o arriar la bandera, pero como no era buen alumno, jamás me confirieron esa distinción. Tuve que luchar cincuenta años para conseguirlo. No pierdan la esperanza.
Algo parecido sucedió en la Escuela Normal República del Perú, donde cursé dos años del secundario. Estaban profesores de entonces y algunos condiscípulos. El acto fue tan emotivo y la ola de recuerdos que provocaba tan honda que el pudor me impide describirla. La escuela había procurado formar maestros rurales. Por eso, además de las materias comunes, estudiábamos apicultura, avicultura, agricultura y otras disciplinas vinculadas con la naturaleza y la producción. Los sábados nos dedicábamos a roturar surcos, sembrar grano, cosechar algodón o segar alfalfa. Los olores del campo atravesaban mis poros y me llenaban de vitalidad. Regresaba a casa transpirando y sucio, feliz. Me bañaba y concluía la jornada en el conservatorio, donde me prestaban el piano para que tocase hasta avanzada la noche.
Y a no quedan vestigios de las granjas, ni las colmenas, ni los pastizales que se extendían junto a la escuela normal. No parece necesario entrenar a los maestros para las tareas del campo...
Pero advertí que en las venas del cuerpo de profesores fermentaba un entusiasmo contenido, que no se resignaban a la inercia. Dije que era lo mejor de mi viaje. Los abracé con palabras sinceras y evoqué los maravillosos docentes que los precedieron en ese establecimiento que el año próximo celebrará su 80 aniversario. Fueron quienes me motivaron a aprender. Asistido por los compañeros de entonces, estrené en 1949 mi ballet en cuatro actos: La marcha del desierto. Muchos lo recordaban. Y me retribuyeron con un coro y la música compuesta por su talentoso director. Cerca de mí estaban sentados el compañero que actuó de sultán y la que fue erótica odalisca de mi ballet, así como uno de los jinetes, que ahora es diputado en La Rioja.
No podía dejar de rendir mi homenaje al dique, cuyo murallón fue el más largo de toda América latina. En el camino atravesé el barrio de La Toma, donde había planeado reunir a mi pequeña legión de justicieros, tal como inspiró en mi mente febril Las aventuras de Tom Sawyer. Había imaginado un escondite inexpugnable. Mientras escribía La gesta del marrano, concebí el escondite que Marcos Brizuela dejó a Francisco Maldonado da Silva basado en ese recuerdo.
El dique es una obra arquitectónica impresionante. Su construcción fue decidida por el inolvidable gobernador Amadeo Sabatini. Pero los fastos de la inauguración fueron aprovechados por el régimen de 1943. Había desenfrenado la imaginación y el ánimo de la gente, que cambió su dieta: ingresó el pejerrey a la parrilla, apanado o en escabeche. Se habló de deportes acuáticos, entonces extravagantes. No habría más las crecientes de terror, que arrastraban troncos, animales y hasta seres humanos. El riego sería permanente. La prosperidad estaba al alcance de la mano. Pronto empezó a extenderse el bíblico olivo, cuyas hojas se volvían plata al acariciarlas la brisa. Pero sobrevino lo impensado. El mundo se trastrocó.
Ahora predomina la tristeza.
Me despedí de la buena gente y el añorado paisaje con el pericardio ceñido.
No obstante, muchos cruzdelejeños perseveran. No sólo discuten cómo generar cooperativas y consorcios productivos, cómo reactivar el turismo, cómo hacer de esa región un polo de crecimiento. También han organizado un Congreso Internacional de Poetas y Escritores. Quieren volver a vibrar, soñar, crecer. En una revista local titulada Terruño, la tapa grita: Cruz del Eje, despierta; por favor... despierta.
LA NACION
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