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viernes, 22 de marzo de 2019

DIEGO BRANDO: POEMAS


Soportamos las bromas de un dios urbano
I
El gato
que desde el tapial mira
mi figura recortada
detrás de la reja de la ventana
no sabe de mi miedo,
aunque, quizá, quién sabe,
lo intuye.
Para disimularlo
alterno mi mirada entre el lucero
y las hojas que dejó caer
la tormenta.
Tirar el cigarrillo,
producir un incendio
sería, al menos, una solución,
la de hacer del temor
un espectáculo.

II
A la hora en la que los obreros retornan a la fábrica
nosotros nos dirigimos con nuestras motos a la laguna,
incluso uno de nuestros amigos nos saluda con su casco
amarillo en la mano, lo mantiene y lo mueve en el aire.
Se ríe, pero nosotros lo compadecemos, a esa hora de la tarde,
ese calor, quedar encerrado en un pequeño galpón en las afueras
de un pueblo al que nadie llega, donde no hay nada más
que el sol y las gotas de sudor que caen por nuestro pelo.
No tenemos familias que mantener y todavía la vergüenza
no se infiltró en nuestras cabezas, somos jóvenes
que alargan en sus vidas el tiempo del ocio y la vagancia.
A veces, me digo a mí mismo, ya es hora de empezar ese
nuevo ciclo, de asir a mi cabeza el casco amarillo
y la ropa de trabajo, dejar que el aceite lo ensucie
y lo trabaje con los años. Pero es sólo una idea,
ahora surcamos con nuestras motos la pequeña ruta
para llegar a la laguna y sentarnos en los troncos que ubicamos
estratégicamente desde que el calor se hizo presente.
Con el paso de los años la imagen es la misma, los obreros
que entran a la fábrica, nosotros en nuestras motos,
la laguna allá a lo lejos. Pero la vida pasa y es cierto
que nuestra rutina genera tedio y que a veces peleamos
entre nosotros y alguna trompada vuela en el aire.
Cuando ya no quede nadie con quien pelear, y el hastío
haya podido más que el terror al trabajo, nos pararemos
afuera de la fábrica y saludaremos con nuestros cascos
amarillos de un lado al otro de la ruta, hacia la nada.

III
Bebemos vino en las tardes de verano.
Mientras otros vacacionan y beben también
en las playas de mares y de ríos, nosotros
ansiamos la tranquilidad en un patio.
Es cierto que a veces la idea aparece
y soñamos con hacer nuestro viaje,
pero bebemos más vino y olvidamos.
¿Qué viaje haríamos? ¿Hacia dónde?
Estamos afincados a nuestro pueblo,
al barro de los campos y a nuestros
patios colmados de árboles.
Nos limitamos a predecir qué será
de la vida de la gente como nosotros.
Somos profetas en una tierra
sin nadie a quien dirigirnos.

IV
Cuando mi madre hace un silencio
es porque sobrevuela sus flores
un colibrí de tonos azules.
Las tardes de verano en el patio
con los gatos extendidos a la sombra
de un aromo que crece enorme
suelen tener esa manifestación divina.
El pájaro puede irse y luego volver
construyendo otro silencio.
Yo sólo pienso y contemplo,
así ha sido la vida de mi madre,
un momento detenido tras otro
en el que la muerte se ha querido posar en ella
con la prestancia de un pájaro eléctrico.

V
El cuerpo pide que lo rieguen
como esas plantas al comenzar el verano,
hojas y flores apuntando hacia la tierra.
El pequeño demonio que se posa
sobre la nuca y los brazos deja marcas
que arden al contacto con la lluvia
y es preciso correr por las avenidas
del pueblo hasta refugiarse
en un pequeño alero de alguna casa ajena.
Somos jóvenes del interior,
vivimos entre la pereza y la insolación
y correr resulta un acto desesperado.
Pero corremos y miramos quién se adelanta,
quién se queda detrás y sonreímos.
Encontramos oro en una tierra abandonada.

VI
El ruido del tren en el paso a nivel más cercano
y la sombra proyectada de todo un grupo de álamos,
plantados pero no podados, sobre nuestras siluetas,
ponen en duda, una vez más, nuestra existencia.
¿Estaremos allí, de verdad presentes, o seremos
personajes de un pequeño drama imaginario?
En las noches del pueblo donde residimos
o más bien, en el que soportamos las bromas
de un dios urbano que quiere por momentos borrarnos,
intentamos, a pesar del ruido, conversar
sobre nuestras vidas, o lo que sería de ellas
si las sombras y los sonidos no nos ocultaran.
Brillamos en el interior de nuestras casas
pero afuera somos apenas sombras de nada.
Levantamos la voz, nos corremos del lugar oscuro
buscando la luz, pero no es suficiente,
la escenografía de un teatro divino nos eclipsa
y un pequeño telón parece cerrarse ante nosotros.

VII
La casa que nuestro abuelo construyó
con sus propias manos, se cae a pedazos.
Si mañana, por el descuido de una divinidad
se desplomara y no quedaran más que ruinas
no sabríamos erigirnos un nuevo hogar.
Somos jóvenes en la época de la inutilidad,
o quizá, la inutilidad misma. Volvemos
día a día a casa, y encontramos una nueva
fisura, la mancha de humedad más grande.
Pasamos de largo por el pasillo y nos
acostamos en nuestras camas a leer.
Si me preguntaran qué sucedió con nuestra
generación, no sabría responder, quedaría
en silencio. El mismo silencio que mi abuelo
de escucharlo, sin dudas, se pondría a insultar.

VIII
Mi padre toma fuertemente de la bombilla del mate,
combatimos el verano sentados en las viejas mesas
de cerámica de nuestros abuelos, el calor de la bebida
nos hace transpirar, pero es una costumbre en la que no cedemos.
Llevamos dos días de tranquilidad en el patio,
desde que la tormenta azotó la región y la dejó sin luz.
Impasibles, permanecemos sentados. Sólo a veces,
cuando el perro del vecino salta el tapial,
nos levantamos y con un grito bárbaro lo alejamos.
Protegemos a la gata que justo se le dio por parir.
Es inminente que la luz va a volver en pocas horas,
pero bien podría no hacerlo, nos sentimos hombres primitivos
que nada necesitan de las comodidades de una casa.

IX
Para atravesar todo este camino e ir a verte
necesito tener cerca a Ítaca en mi cabeza.
Sentiría un cansancio anticipado si pensara
en Cíclopes o pretendientes a quienes derrotar.
Si tuviera que cruzar toda la ruta en un pequeño colectivo
pensando en un Telémaco aún no nacido, no saldría
nunca de viaje, aunque me llamaras y me lo pidieras.
¿Qué es lo que necesito para emprender la vuelta,
el nacimiento de una nueva necesidad, un nuevo motor?
Para tejer juntos con la mente en un nuevo motivo,
sobre todo necesito tener cerca a Ítaca en mi cabeza.

X
El dolor desbordante
en una de sus vértebras,
el ladrido de una jauría de perros
y los caños de escape
de las motos que vuelan
rasantes por la avenida
le impiden conciliar el sueño.
Boca arriba, las manos a los costados,
los ojos bien abiertos
y el pensamiento recurrente
de que nada de esto habría importado
si el día anterior no hubiera resultado
lo que finalmente fue, un infierno.

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No esperábamos tanto viento
pero aquí está,
cambiando todo de lugar.
También nosotros
que miramos con extrema quietud desde la ventana
de qué manera se mueven las hojas acumuladas
al fondo de la casa y la ropa que olvidamos colgada
en el tendedero de cemento.
En su soporte la inscripción de una fecha:
primero de diciembre de mil nueve noventa y dos.
Más allá del transcurso de los años
en los que no hemos aprendido nada
queda el suave paso de las hojas,
la virtud del movimiento.
Como seres ateridos por el frío
admiramos lo que no entendemos.

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Detrás nuestro palomas blancas y negras
sobre los galpones abandonados
que antes conservaban intactos camiones de acero.
Volvos de todo tipo: Frontal, Titán y Deux.
Conmigo el electricista que instala en el fondo del patio
un farol restaurado para darle seguridad a mi familia.
Me dice – hay que pintar el techo, las paredes,
sacar el barro que se junta y que te agrieta la casa. –
Yo pienso que sí, que ya lo voy a hacer
mientras me acomodo el gorro polar sobre la cabeza.
Cuando termine y se vaya prenderé un cigarrillo
y esperaré la noche. Luego sentiré el arrullo de las palomas
y sabré finalmente cuánta pena valió
haber dado luz sobre el desastre.

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Me pregunto si duermen en la madrugada
los pasajeros del tren que avanza
en las cercanías del barrio.
Dentro de la casa se mueven
los vidrios de las ventanas,
las botellas de vodka y whisky
y las cenizas amontonadas
en ceniceros de madera.
Eso sin contar nuestras pobres cabezas
quemadas por la voz de un noticiero
que habla de restos de aviones en un pantano.
Alguien canta y repite para sí
una canción de moda
y los mosquitos succionan nuestra sangre
sin perturbarse.
Después de todo
también nosotros viajamos a la velocidad de la luz
hacia el norte.
Aunque no lo tengamos.



Diego Brando
Nació en Leones, Provincia de Córdoba, el 29 de diciembre de 1987. Es profesor de Lengua y Literatura desde 2014 y empezó a escribir poesía en el 2012 en un taller a distancia con Clara Muschietti durante cuatro meses. Luego escribió solamente algunos poemas hasta septiembre de 2015 donde retomó su producción de manera febril. Aún no ejerce como profesor, así que dedica su tiempo a colaborar en el laboratorio bioquímico de su padre y a escribir poesía por la noche. Escribió su primer poemario en 2016 publicó Frontera por Editorial Vilnius. Prepara su segundo libro. Fuentes: cainabella - jamster.cl - poetasaltuntun - Foto: poetasargentinos

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