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viernes, 29 de marzo de 2019

QUINTEROS: MICRORRELATOS




Murphy

Papá con un balde de albañil en cada mano entró el metro de arena fina que dejó en la vereda el carrero.

Con los mismos baldes, mojó la arena.
Apenas, nomás.

Me sentó con mis baldes de plástico a construir castillos sobre la arena.
Cuatro torres, con soldaditos centinelas de plomo que custodiaban la fortaleza.

Más allá, papá apagaba la cal.

Cuando volví de la escuela, la arena era revoque en la pared del fondo.
Me faltaba el soldado Murphy, el que estaba acostado, apuntando.

Desaparecido en combate.

(del "Cuaderno de las malas noticias")



Estratega

El príncipe bueno miraba maravillado como el sol de la mañana iluminaba los campos del reino. Se le ocurrió entonces que las tropas de soldados deberían marchar hacia los floridos canteros de la reina y evitar cualquier ataque que los deteriore.

Vio que eso estaba bien y quedó satisfecho.

Pronto entendió el príncipe bueno que tener a la tropa de soldados muy lejos, les ocasionaría problemas. Entonces construyó con sus propias manos casas de adobe para que ellos se guarezcan del sol y del frío de las noches.

Vio que eso estaba bien y quedó satisfecho.

Para enviar a sus barcos a visitar sus tropas de soldados, construyó un gran canal bordeando los canteros, al que llenó de agua para navegar hasta allá.

Vio que eso estaba bien y quedó satisfecho.

Entonces, bajo la sombra del limonero, se sentó a descansar.

Al rato, la reina, su madre, lo llamó a almorzar.

El príncipe bueno guardó su palita de jardín, cerró la manguera del agua, miró a sus soldaditos de plástico desparramados por el patio, montó a su caballo de madera y entró triunfante a la cocina de la casa, con su ropa toda embarrada y una enorme sonrisa en su cara de niño obediente.

(Año 2018)



Muy señora mía

Hace usted muy mal, señora de los ojos color septiembre, en disfrutar del martirio inmenso en que somete a mi almita enamorada.

La sabia naturaleza, no la adornó a usted, como la mujer más linda del mundo, para que se convierta en un instrumento atroz que me cause extraños e incomprensibles suplicios por su tajante rechazo.

No me tiene usted en cuenta, a pesar que la admiro y que además, con sus ingratos y crueles desdenes, ni siquiera le interesa mi profundo dolor.

No, no sabe usted, de sus triunfos por predilecta y por hermosa y, por ser la reina absoluta de mis afectos, que se rinden como vasallos sumisos ante su tamaña belleza.

No sabe usted, que en cada uno de sus triunfos con su cetro de reina, deshace los sueños que germinan al calor de su mirada en mi alma, que, en silencio, le da a usted, todo, pero todo mi inmenso cariño.

¡Ah! perversa señora de los ojos color septiembre, si quiere alfombrar su paso con estas letras que ahora le regalo, si quiere por corona en su cabeza esta prosa, si le halagan los aromas de la eterna adoración de este humilde esclavo suyo, no olvide que debe despejarse de esa crueldad soberana conque usted me trata, y que cerca, muy cerca encontraré razones para olvidarla.

(Adaptado, integra la novela "Cúter" - "Cartas entre Cúter y la señora Beatriz Pereda")



Walter Ricardo Quinteros
Nació en Deán Funes, Córdoba, Argentina en Noviembre de 1955. Escritor, locutor presentador de noticias, integró diversas antologías nacionales y extranjeras. Es editor responsable del blog Pasen y Vean en diceelwalter.blogspot.com y editor responsable de la página Quiénes & Porqué. Tiene dos libros a editar; "Cúter" y "El cuaderno de las malas noticias". En algunas ocasiones firma sus escritos con el seudónimo José Antonio Ibarrechea, nombre que adopta en homenaje a sus abuelos.
diceelwalter@gmail.com




MACHADO DE ASSIS: UN HOMBRE CÉLEBRE



–¿Así que usted es el señor Pestana? –preguntó la señorita Mota, haciendo un amplio ademán de admiración. Y luego, rectificando la espontaneidad del gesto–: Perdóneme la confianza que me tomo, pero… ¿realmente es usted?

Humillado, disgustado, Pestana respondió que sí, que era él. Venía del piano, enjugándose la frente con el pañuelo, y estaba por asomarse a la ventana, cuando la muchacha lo detuvo. No era un baile; se trataba, apenas, de un sarao íntimo, pocos concurrentes, veinte personas a lo sumo, que habían ido a cenar con la viuda de Camargo, en la Rua do Areal, en aquel día de su cumpleaños: cinco de noviembre de 1875…

¡Buena y alegre viuda! Amante de la risa y la diversión, a pesar de los sesenta años a los que ingresaba, y aquélla fue la última vez que se divirtió y rió, pues falleció en los primeros días de 1876. ¡Buena y alegre viuda! ¡Con qué entusiasmo y diligencia incitó a que se bailase después de cenar, pidiéndole a Pestana que ejecutara una cuadrilla! Ni siquiera fue necesario que insistiese; Pestana se inclinó gentilmente, y se dirigió al piano. Terminada la cuadrilla, apenas habrían descansado diez minutos, cuando la viuda corrió nuevamente hasta Pestana para solicitarle un obsequio muy especial.

–Usted dirá, señora.

–Quisiera que nos toque ahora esa polca suya titulada “Não bula comigo, Nhonhô”.

Pestana hizo una mueca pero la disimuló en seguida, luego una breve reverencia, callado, sin gentileza, y volvió al piano sin interés. Oídos los primeros compases, el salón se vio colmado por una alegría nueva, los caballeros corrieron hacia sus damas, y las parejas entraron a contonearse al ritmo de la polca de moda. Había sido publicada veinte días antes, y no había rincón de la ciudad en que no fuese conocida. Ya estaba alcanzando, incluso, la consagración del silbido y el tarareo nocturno.

La señorita Mota estaba lejos de suponer que aquel Pestana que ella había visto en la mesa durante la cena y después sentado al piano, metido en una levita color rapé, de cabello negro, largo y rizado, ojos vivaces y mentón rapado, era el Pestana compositor; fue una amiga quien se lo dijo, cuando lo vio dejar el piano, una vez terminada la polca. Por eso la pregunta admirativa. Ya vimos que él respondió disgustado y humillado. Pero no por eso las dos muchachas dejaron de prodigarle amabilidades, tales y tantas, que la más modesta vanidad se complacería oyéndolas; él, sin embargo, las recibió cada vez con más enfado, hasta que, alegando un dolor de cabeza, pidió disculpas y se fue. Ni ella, ni la dueña de casa, nadie logró retenerlo. Le ofrecieron remedios caseros, comodidad para que reposara; no aceptó nada, se empecinó en irse, y se fue.

Calle adentro, caminó de prisa, con temor de que aún lo llamasen; sólo se tranquilizó después de que dobló la esquina de la Rua Formosa. Pero allí mismo lo esperaba su gran polca festiva. De una casa modesta, a la derecha, a pocos metros de distancia, brotaban las notas de la composición del día, sopladas por un clarinete. Bailaban…. Pestana se detuvo unos instantes, pensó en desandar camino, pero decidió proseguir; apuró el paso, cruzó la calle, y avanzó por la vereda opuesta a la de la casa del baile.

Las notas se fueron perdiendo, a lo lejos, y nuestro hombre entró en la Rua do Aterrado, donde vivía. Ya cerca de su casa, vio venir a dos hombres: uno de ellos, que pasó junto a Pestana rozándolo casi, empezó a silbar la misma polca, marcialmente, con brío; el otro se unió con exactitud a él y así se fueron alejando los dos, ruidosos y alegres, mientras el autor de la pieza, desesperado, corría a encerrarse en su casa.

Una vez en ella, respiró. La casa era vieja, vieja la escalera y viejo el negro que lo servía, y que se aproximó para ver si deseaba comer algo.

–No quiero nada –vociferó Pestana–; prepárame café y vete a dormir.

Se desnudó, vistió un camisón y fue hacia la habitación del fondo. Cuando el negro prendió la lámpara de gas del comedor, Pestana sonrió y, desde el fondo de su alma, saludó unos diez retratos que pendían de la pared. Uno solo era al óleo, el de un cura que lo había educado, que le había enseñado latín y música, y que, según los malhablados, era el propio padre de Pestana. Lo cierto es que le dejó en herencia aquella casa vieja, y los viejos trastos, que eran de la época de Pedro I. El cura había compuesto algunos motetes, le encantaba la música, sacra o profana, y esa pasión se la inculcó al muchacho, o se la transmitió a través de la sangre, si es que tenían razón los charlatanes, cosa por la que no se interesa mi historia, como podrán comprobar.

Los demás retratos eran de compositores clásicos: Cimarosa, Mozart, Beethoven, Gluk, Bach, Schumann; y unos tres más, algunos grabados, otros litografiados, todos enmarcados torpemente y de diferentes tamaños, mal ubicados allí, como santos de una iglesia. El piano era el altar; el evangelio de la noche allí estaba abierto: era una sonata de Beethoven.

Llegó el café; Pestana bebió la primera taza y se sentó al piano. Contempló el retrato de Beethoven, y empezó a ejecutar la sonata, totalmente compenetrado, ausente o absorto, pero con gran perfección. Repitió la pieza; luego se detuvo unos instantes, se levantó y se acercó a una de las ventanas. Volvió al piano; era el turno de Mozart, recordó un fragmento y lo ejecutó del mismo modo, con el alma perdida en la lejanía. Haydn lo llevó a la medianoche y a la segunda taza de café.

Entre la medianoche y la una de la mañana, Pestana prácticamente no hizo otra cosa que dejarse estar acodado en la ventana mirando las estrellas para luego entrar y contemplar los retratos. De a ratos se acercaba al piano y, de pie, hacía sonar una que otra nota suelta en el teclado, como si buscase algún pensamiento; pero el pensamiento no aparecía y él volvía a apoyarse en la ventana. Las estrellas le parecían otras tantas notas musicales fijadas en el cielo a la espera de alguien que las fuese a despegar; ya llegaría el día en que el cielo habría de quedar vacío, pero entonces la tierra sería una constelación de partituras. Ninguna imagen, fantasía o reflexión le traía el menor recuerdo de la señorita Mota que, mientras tanto, en ese mismo momento (ella) se dormía, pensando en él, autor de tantas polcas amadas. Tal vez la idea de casarse sustrajo, por unos segundos, a la muchacha del sueño. ¿Por qué no? Ella iba por los veinte, él andaba por los treinta; era una diferencia adecuada. La muchacha dormía al son de la polca, oía en la memoria, mientras el autor de la misma no se interesaba ni por la polca ni por la muchacha, sino por las viejas obras clásicas, interrogando al cielo y a la noche, implorando a los ángeles y en última instancia al diablo. ¿Por qué no podría él componer aunque no fuera más que una sola de aquellas páginas inmortales?

A veces era como si estuviera por surgir de las profundidades del inconsciente una aurora de idea; él corría al piano, para desplegarla enteramente, traduciéndola en sonidos, pero era en vano, la idea se evaporaba. Otras veces, sentado al piano, dejaba correr sus dedos al acaso, queriendo ver si las fantasías brotaban de ellos, como de los de Mozart; pero nada, nada, la inspiración no llegaba, la imaginación se dejaba estar, aletargada. Y si por casualidad alguna idea irrumpía, definida y bella, era apenas el eco de alguna pieza ajena, que la memoria repetía, y que él presumía estar creando. Entonces, irritado, se incorporaba, juraba abandonar el arte, ir a plantar café o meterse a carruajero; pero diez minutos después, ahí estaba otra vez, con los ojos fijos en Mozart, emulándolo al piano.

Dos, tres, cuatro de la mañana. Después de las cuatro se fue a dormir; estaba cansado, desanimado, muerto; tenía que dar clase al día siguiente. Durmió poco; se despertó a las siete. Se vistió y desayunó.

–¿Mi señor quiere el bastón o el paraguas? –preguntó el negro, siguiendo las órdenes que había recibido, porque las distracciones de su amo eran frecuentes.

–El bastón.

–Me parece que hoy llueve…

–Llueve –repitió Pestana maquinalmente.

–Parece que sí, señor, el cielo se ha oscurecido.

Pestana miraba al negro, vagamente, perdido, preocupado. De pronto le dijo:

–Aguarda un momento.

Corrió al salón de los retratos, abrió el piano, se sentó y dejó correr las manos por el teclado. Empezó a tocar algo propio, algo que respondía a una oleada de inspiración real y súbita, una polca, una polca bulliciosa, como dicen los anuncios. Ninguna repulsión por parte del compositor; los dedos iban arrancando las notas, uniéndolas, barajándolas con habilidad; se diría que la musa componía y bailaba al mismo tiempo. Pestana había olvidado a sus alumnos, al negro que lo esperaba con el bastón y el paraguas, e incluso a los retratos que pendían gravemente de la pared.

Todo él estaba abocado a la composición, tecleando o escribiendo, sin los vanos esfuerzos de la víspera, sin exasperación, sin pedir nada al cielo, sin interrogar los ojos de Mozart. Nada de tedio. Vida, gracia, novedad, brotaban del alma como de una fuente perenne.

Poco tiempo fue preciso para que la polca estuviese hecha. Corrigió, después, algunos detalles, cuando regresó al atardecer: pero ya la tarareaba caminando por la calle. Le gustó la polca; en la composición reciente e inédita, circulaba la sangre de la paternidad y de la vocación. Dos días después fue a llevársela al editor de las otras polcas suyas, que sumarían ya unas treinta. Al editor le pareció encantadora.

–Va a ser un gran éxito.

Se planteó entonces la cuestión del título. Pestana, cuando compuso su primera polca, en 1871, quiso darle un título poético, eligió éste: “Gotas de Sol”. El editor meneó la cabeza y le dijo que los títulos debían contribuir a facilitar la popularidad de la obra, ya sea mediante alguna alusión a una fecha festiva o a través de palabras pegadizas o graciosas, y le dio dos ejemplos: “La ley del 28 de septiembre”, o “Candongas no hacen fiestas”.

–Pero ¿qué quiere decir Candongas no hacen fiestas? –preguntó el autor.

–No quiere decir nada, pero se populariza en seguida.

Pestana, principiante inédito todavía, rechazó las dos sugerencias y se guardó la polca; pero no pasó mucho tiempo sin que compusiese otra, y la comezón de la popularidad lo indujo a editar las dos con los títulos que al editor le pareciesen más atrayentes o apropiados. Ese fue el criterio que adoptó de allí en adelante.

Esta vez, cuando Pestana le entregó la nueva polca, y pasaron a la cuestión del título, el editor dijo que tenía uno entre manos, desde hacía varios días, para la primera obra que le presentase, título pomposo, largo y sinuoso. Era éste: “Respetable señora, guarde su canasto”.

–Y para la próxima polca, tengo uno especialmente reservado –agregó.

Pestana, todavía principiante inédito, rechazó cualquiera de las sugerencias que se le formularon; el compositor puede bastarse para encontrar un título razonable. La obra, enteramente representativa en su género, original y cautivante, invitaba a bailarla y era fácil de memorizar. Ocho días bastaron para convertirlo en una celebridad. Pestana, durante los primeros, anduvo de veras enamorado de la composición, le encantaba tararearla bajito, se detenía en la calle para oír cómo la ejecutaban en alguna casa, y se enojaba cuando no la tocaban bien. De inmediato, las orquestas de teatro la ejecutaron y allá fue él a uno de ellos. Tampoco le disgustó oírla silbada, una noche, en boca de una sombra que bajaba la Rua do Aterrado.

Esa luna de miel duró apenas un cuarto menguante. Como ocurrió anteriormente, y más rápido aún, los viejos maestros retratados lo hicieron sangrar de remordimiento. Humillado y harto, Pestana arremetió contra aquella que viniera a consolarlo tantas veces, musa de ojos pícaros y gestos sensuales, fácil y graciosa. Y fue entonces cuando volvió el asco de sí mismo, el odio a quienes le pedían la nueva polca de moda, y al mismo tiempo el empeño en componer algo que tuviera sabor clásico, al menos una página, una sola, pero que pudiese ser encuadernada entre las de Bach y Schumann. Vano estudio, inútil esfuerzo. Se zambullía en aquel Jordán sin salir bautizado. Noches y noches las pasó así, confiante y empecinado, seguro de que la voluntad era todo, y que, una vez que lograse desembarazarse de la música fácil…

–Que se vayan al infierno las polcas y que hagan bailar al diablo –dijo él un día, de madrugada, al acostarse.

Pero las polcas no quisieron llegar tan hondo. Entraban a casa de Pestana, al salón de los retratos, irrumpían tan acabadas, que él no tenía más tiempo que el necesario para componerlas, imprimirlas después, disfrutarlas algunos días, odiarlas, y volver a las viejas fuentes, de donde nada le brotaba. En ese vaivén vivió hasta casarse, y después de casarse.

–¿Con quién se casará? –preguntó la señorita Mota al tío escribano que le dio aquella noticia.

–Se casará con una viuda.

–¿Vieja?

–Veintisiete años.

–¿Linda?

–No, pero tampoco fea. Oí decir que él se enamoró de ella porque la escuchó cantar en la última fiesta de San Francisco de Paula. Pero además me dijeron que ella posee otro atributo, que no es infrecuente, y que no vale menos: es tísica.

Los escribanos no debían tener sentido del humor; buen sentido del humor, quiero decir. Su sobrina sintió por fin que una gota de bálsamo le aplacaba la pizca de envidia. Todo era cierto. Pestana se casó pocos días después con una viuda de veintisiete años, buena cantante y tísica. La recibió como esposa espiritual de su genio. El celibato era, sin duda, la causa de la esterilidad y la desviación que padecía, se decía él mismo; artísticamente hablando se veía como un improvisador de horas muertas; consideraba a las polcas aventuras de petimetres. Ahora sí iba a engendrar una familia de obras serias, profundas, inspiradas y trabajadas.

Esa esperanza preñó su alma desde las primeras horas de enamoramiento, y ganó cuerpo con la primera aurora del casamiento. María, balbuceó su alma, dame lo que no encontré en la soledad de las noches ni en el tumulto de los días.

De inmediato, para conmemorar la unión, se le ocurrió componer un nocturno. Lo llamaría Ave María. Diríase que la felicidad le trajo un principio de inspiración; no queriendo comunicarle nada a su mujer antes de que estuviera listo, trabajaba a escondidas; cosa difícil, porque María, que amaba igualmente el arte, venía a tocar con él, o solamente a oírlo, horas y horas, en el salón de los retratos. Llegaron a realizar algunos conciertos semanales, con tres artistas amigos de Pestana. Un domingo, empero, no pudo contenerse el marido, y llamó a la mujer para hacerle oír un fragmento del nocturno; no le dijo qué era ni de quién era. De pronto, interrumpiendo la ejecución, la interrogó con los ojos.

–Termínalo –dijo María–; ¿no es Chopin?

Pestana empalideció, su mirada se perdió en el aire, repitió uno o dos pasajes y se incorporó. María se sentó al piano y, tras algunos esfuerzos de memoria, ejecutó la pieza de Chopin. La idea, los temas, eran los mismos; Pestana los había encontrado en alguno de esos callejones oscuros de la memoria, vieja ciudad de tradiciones. Triste, desesperado, salió de su casa y se dirigió hacia el lado del puente, camino a San Cristóbal.

“¿Para qué luchar?”, se decía. “Sólo se me ocurren polcas… ¡Viva la polca!”.

La gente que pasaba a su lado, y lo oía refunfuñar, se detenía a mirarlo como se mira a un loco. Y él iba yendo, alucinado, mortificado, marioneta eterna oscilando entre la ambición y las dotes reales… Dejó atrás el viejo matadero; cuando llegó al portón de entrada de la estación de ferrocarril, se le ocurrió largarse a caminar por las vías y esperar el primer tren que apareciese y lo aplastase. El guarda lo hizo retroceder. Volvió en sí y retornó a su casa.

Pocos días después –una clara y fresca mañana de mayo de 1876–, a eso de las seis, Pestana sintió en los dedos un cosquilleo especial y conocido. Se incorporó despacito, para no despertar a María, que había tosido toda la noche y ahora dormía profundamente. Fue al salón de los retratos, abrió el piano y, lo más sordamente que pudo, extrajo una polca. La hizo publicar con un seudónimo; en los dos meses siguientes compuso y publicó dos más. María no supo nada; iba tosiendo y muriendo, hasta que expiró, una noche, en los brazos del marido, horrorizado y desesperado.

Era la noche de Navidad. El dolor de Pestana se vio acrecentado, porque en el vecindario había un baile, en el que tocaron varias de sus mejores polcas. Ya era duro tener que soportar el baile; pero sus composiciones le agregaban a todo un aire de ironía y de perversidad. Él sentía la cadencia de los pasos, adivinaba los movimientos, por momentos sensuales, a que obligaba alguna de aquellas composiciones, todo eso junto al cadáver pálido, un manojo de huesos, extendido en la cama… Todas las horas de la noche pasaron así, lentas o rápidas, húmedas de lágrimas y de sudor, de agua de colonia y de Labarraque, fluyendo sin parar, como al son de la polca de un gran Pestana invisible.

Enterrada la mujer, el viudo tuvo una única preocupación: dejar la música después de componer un Réquiem, que haría ejecutar en el primer aniversario de la muerte de María. Optaría por otro trabajo, se emplearía como secretario, cartero, vendedor de baratijas, cualquier cosa con tal que le hiciera olvidar el arte asesino y sordo.

Comenzó la obra; empeñó todo: arrojo, paciencia, meditación y hasta los caprichos de la casualidad, como había hecho otrora, imitando a Mozart. Releyó y estudió el Réquiem de este autor. Transcurrieron semanas y meses. La obra, célebre al principio, fue aflojando su paso. Pestana tenía altos y bajos. De pronto la encontraba incompleta, no alcanzaba a palparle la médula sacra, ni idea, ni inspiración, ni método; de pronto se enardecía su corazón y trabajaba con vigor. Ocho meses, nueve, diez, once, y el Réquiem no estaba concluido. Redobló los esfuerzos; olvidó clases y amigos. Había rehecho muchas veces la obra; pero ahora quería concluirla, fuese como fuese. Quince días, ocho, cinco… La aurora del aniversario vino a encontrarlo trabajando.

Se contentó con la misa rezada y simple, para él solo. No se puede especificar si todas las lágrimas que inundaron solapadamente sus ojos fueron las del marido, o si algunas eran del compositor. Lo cierto es que nunca más volvió al Réquiem.

“¿Para qué?”, se decía a sí mismo.

Transcurrió un año. A principio de 1878 el editor apareció en su casa.

–Ya va para dos años que no nos da ni siquiera una muestra de sus condiciones. Todo el mundo se pregunta si usted perdió el talento. ¿Qué ha hecho todo este tiempo?

–Nada.

–Comprendo perfectamente qué terrible ha sido el golpe que lo hirió; pero de eso hace ya dos años. Vengo a proponerle un contrato: veinte polcas durante doce meses; el precio sería el mismo que hasta ahora, pero le daría un porcentaje mayor sobre la venta. Al cabo del año podemos renovar.

Pestana asintió con un gesto. Sus alumnos particulares eran escasos, había vendido la casa para saldar las deudas, y las necesidades se iban comiendo el resto, que por lo demás era escaso. Aceptó el contrato.

–Pero la primera polca la quiero en seguida –explicó el editor–. Es urgente. ¿Leyó usted la carta del Emperador a Caxias? Los liberales fueron llamados al poder; van a realizar la reforma electoral. La polca habrá de llamarse: “¡Hurras a la elección directa!”. No es propaganda política, sino un buen título de ocasión.

Pestana compuso la primera obra del contrato. Pese al largo tiempo de silencio, no había perdido la originalidad ni la inspiración. Traía la nueva obra la misma impronta genial de sus predecesoras. Las siguientes polcas fueron viniendo, regularmente. Había conservado los retratos y los repertorios; pero trataba de eludir las noches sentado al piano, para no caer en nuevas y frustrantes tentativas. Ahora, siempre que había alguna buena ópera o algún concierto de calidad, pedía una entrada gratis y se acomodaba en un rincón, gozando esa serie de maravillas que nunca habrían de brotar de su cerebro. Una que otra vez, al regresar a su casa, lleno de música, despertaba en él el maestro inédito; entonces se sentaba al piano y, sin ningún propósito preciso, arrancaba algunas notas, hasta que se iba a dormir, veinte o treinta minutos después.

Así pasaron los años, hasta 1885. La fama de Pestana le había dado definitivamente el primer lugar entre los compositores de polcas; pero el primer lugar de la aldea no contentaba a este César, que seguía prefiriendo, no el segundo, sino el centésimo en Roma. Seguía, como en otros tiempos, a merced de los vaivenes con respecto a sus composiciones; la diferencia estribaba en que ahora eran menos violentas. Ni entusiasmo en las primeras horas ni repugnancia después de la primera semana; algún placer, en cambio, y cierto hastío.

Aquel año cayó en cama a raíz de una fiebre sin importancia, que en pocos días creció, hasta hacerse perniciosa. Ya estaba en peligro cuando apareció el editor, que nada sabía de la enfermedad, para darle la noticia del ascenso al poder de los conservadores, y pedirle una polca para la ocasión. El enfermero, un mísero apuntador de teatro, le informó del estado en que se encontraba Pestana, de modo que al editor le pareció más atinado callarse. El enfermo, sin embargo, lo instó para que le informara sobre lo que ocurría; el editor obedeció.

–Pero ha de ser cuando usted esté completamente repuesto –concluyó.

–Apenas me baje un poco la fiebre –dijo Pestana.

Hubo una pausa de algunos segundos. El apuntador fue en puntas de pie a preparar la medicación; el editor se levantó y se despidió.

–Adiós.

–Oiga, como es probable que yo muera uno de estos días, voy a hacerle dos polcas; la otra servirá para cuando suban los liberales.

Fue la única broma que dijo en toda su vida, y fue a tiempo, porque expiró a la mañana siguiente, a las cuatro y cinco, en paz con los hombres y mal consigo mismo.



Machado de Assis


Joaquim Maria Machado de Assis nació en Río de Janeiro el 21 de junio de 1839. Era hijo de Francisco José de Assis, pintor y descendiente de esclavos libertos, y de Maria Leopoldina Machado, una lavandera portuguesa de las islas Azores. Machado de Assis pasó su infancia en la casa de campo de la viuda de un senador del Imperio, en la Ladeira Nova do Livramento, donde su familia vivía a jornal. 
Era epiléptico y tartamudo, quedó muy pronto huérfano de madre. Su padre murió en 1851 y su madrastra, Maria Inés, que por entonces vivía en San Cristóbal, empezó a trabajar como dulcera en un colegio del barrio, aunque el futuro poeta tuvo que trabajar como vendedor de dulces, el oficio le permitió tener contacto con el con profesores y alumnos. Sin embargo fue autodidacta, estudió francés y alemán, y su falta de formación reglada no le impidió convertirse en el fundador de la literatura brasileña, gracias a su enorme talento y tenacidad. 
Inició su carrera trabajando en periódicos y en la imprenta oficial de Río de Janeiro, donde entabló contacto con el escritor Joaquim Manuel de Macedo. A los quince años publicó su primer poema "Ela" en la revista Marmota Fluminense. En 1864 publicó su primer libro de poesía. 
En 1869 contrajo matrimonio con la portuguesa Carolina Xavier de Novaes, hermana del poeta Faustino Xavier de Novaes y cuatro años mayor que él. En 1873 ingresó en el Ministerio de Agricultura, Comercio y Obras Públicas, como primer oficial. Posteriormente ascendería en la carrera funcionarial y se jubilaría en el cargo de director del Ministerio de Transportes y Obras Públicas.
Su primera obra narrativa era de carácter romántico, pero a partir de 1881, con la publicación de Memorias póstumas de Blas Cubas, marcó el inicio del realismo en Brasil. En la segunda fase, las características principales de sus obras son la introspección, el humor y el pesimismo en relación a la esencia del hombre y su relación con el mundo. 
Fundó la Academia Brasileña de las Letras en 1897.
Murió el 29 de septiembre de 1908, en su vieja casa del barrio carioca de Cosme Velho.
Fuente: escritores.org - Foto: Archivo

PEDRO UGARTE: LOS BÁRBAROS



Nosotros, los bárbaros, vivíamos en las montañas, en cuevas húmedas y oscuras, comiendo bayas, robando huevos de los nidos y apretándonos los unos contra los otros cuando la noche se hacía insufrible. 

Era cierto que, a veces, un trémolo sordo nos llamaba. Temerosos, descendíamos por el bosque hasta ver el camino que habían construido los hombres del poblado, y veíamos las caravanas, los ricos carruajes, los soldados de brillantes corazas. Y era tanto el odio y la envidia y la rabia, que precipitábamos sobre ellos gruesas piedras (eran nuestra única arma) y escapábamos antes de que nos alcanzaran sus dardos.

A veces, en lo más sombrío e intrincado del bosque, aparecían hombres del poblado que gritaban y agitaban los brazos. Se acercaban y nos ofrecían inútiles objetos. Acariciaban a los niños y, con gestos, trataban de enseñarnos alguna cosa, pero eso nos ofendía, y bastaba que uno de los nuestros gruñera para que todos nos abalanzáramos sobre ellos y destrozáramos sus artilugios y los despedazáramos. Los hombres que venían a nuestro encuentro no eran, además, como los soldados; eran infelices que se dejaban atropellar, que lloraban si rompíamos sus cajas de finas hojas llenas de signos apretados. De los soldados salíamos huyendo, pero a aquellos viejos que venían en son de paz podíamos atarlos a los árboles y torturarlos sin peligro. Babeando, danzábamos delante de ellos, les aplicábamos brasas candentes, los ofrecíamos al hambre de nuestras mujeres y de los niños que colgaban de sus pechos.

Sin embargo, a veces, disciplinados ejércitos de soldados avanzaban geométricamente sobre el bosque. Nosotros chillábamos, les lanzábamos piedras, les mostrábamos las bocas desdentadas con el gesto de amenaza que veíamos poner a los perros, pero ellos se desplegaban, y capturaban a algunos de los nuestros, y los lanceaban, y los demás sólo podíamos retroceder, adentrarnos más en el bosque, ocultarnos en lo más espeso, en lo más inhóspito de sus profundidades.

Ahora ya casi todo el bosque es suyo. Rebeldes, rabiosos, ascendemos por las montañas mientras ellos extienden sus poblados, sus caminos empedrados, sus obedientes animales. Debemos retirarnos cada vez más, hasta aterirnos de frío en estas cumbres de nieve donde nada vive, donde nada hay que les pueda ser útil. Aquí nos apretamos, diezmados, cada vez más hambrientos, incapaces de comprender cómo son tan hábiles para aplicarse sobre el cuerpo finas pieles, de dónde sacan sus afiladas armas.

En las montañas, luchamos por sobrevivir frente a los osos y la lluvia. Vagamos en busca de comida, aunque cada vez es más difícil evitar a los hombres del poblado, los hombres sabios, los que tanto odiamos.

Ellos creen que no pensamos, pero se equivocan. Bastaría que vieran nuestras uñas rotas de escarbar la tierra, nuestra mirada agria e intolerante, nuestra rabia; bastaría eso para que al fin se dieran cuenta de que también sabemos preguntarnos por qué la victoria ha de ser suya.



Pedro Ugarte Tamayo
Nació en Bilbao, 15 de enero de 1963 es escritor y columnista. Ganó el Premio Setenil de cuentos en 2017 Estudió Derecho en la Universidad de Deusto. En la actualidad es Jefe de Prensa en la Universidad del País Vasco. Ha colaborado con Radio Euskadi y fue columnista de opinión en la edición vasca de El País. En 2009 recibió el Premio Julio Camba de Periodismo. Ha escrito poesía y narrativa. Ha obtenido varios premios literarios. Ha sido finalista del Premio Herralde de Novela 1996. Es autor de cuatro novelas, Los cuerpos de las nadadoras 1996 (Premio Euskadi de Literatura), Una ciudad del norte, Pactos secretos 1999 y Casi inocentes 2004 (Premio Lengua de Trapo); y de varios libros de cuentos: Los traficantes de palabras 1990, Noticia de tierras improbables [[1992], Manual para extranjeros 1993, La isla de Komodo 1996, Materiales para una expedición 2003). El país del dinero 2012.
Fuente: narrativabreve.com - Materiales para una expedición, Toledo, Lengua de Trapo, 2002, págs. 27-28 - Escritores.org - EcuRed - Foto: Wikipedia

MARÍA TERESA LÓPEZ PASTOR: USTED PRIMERO



No era guapa pero tenía una expresión de fortaleza en su rostro anguloso que se anclaba en la memoria con un par de cejas tan rectas que daban a sus ojos la apariencia de linternas.


No era guapa pero algo en su rostro provocaba que se la mirara con atención esperando descubrir tras esa fachada gris una explosión de colores en forma de claveles rojos.

No era guapa pero en su boca se dibujaba una tenue sonrisa que se amagaba tras el rictus de un híbrido entre formal y discreto.

No era guapa pero su cuello de cisne auguraba una bandada de flamencos retozando en la pequeña laguna salada de sus omóplatos anidando en el hueco cálido de su esternón.

Decididamente, Ofelia no era guapa pero su cola para pagar en el supermercado era la más larga.

No había consenso ni mutuo acuerdo entre la clientela para pasar por la caja de Ofelia. Sencillamente, todos querían ser atendidos por ella, con su serenidad gris y su seriedad a punto de explosionar en un par de sílabas de brisa fresca.

Alertaban las demás cajeras de que se encontraban de brazos cruzados mientras la cola de clientes para pagar ante la cola de Ofelia crecía considerablemente haciendo eses por los pasillos, entre los vinos espumosos, el cacao en polvo y las legumbres con espinacas.

Salía la encargada, bastante remilgada y autoritaria, manifestando con su seriedad el aura de mando y con evidente disgusto.

—Señores, por favor, pasen ordenadamente a las cajas que hay vacías.

Un silencio total respondía a su orden.

—Señores, vayan pasando por las otras cajas, las cajeras están a su disposición.

Miradas al suelo contemplando la punta de sus zapatos y el mosaico gris del suelo, eliminando con la uña alguna mota inexistente de polvo en la pernera del pantalón.

—Señores —con la voz implementada por un nerviosismo comedido—, deben ustedes pasar por las otras cajas… ¡están vacías! —el tono era definitivamente reprobatorio con manifiesto tinte de regañina, como un empujoncillo verbal con la connotación de coacción.

Nada. Otra vez el silencio como respuesta y las miradas esquivas hacia ninguna parte.

La encargada mira otra vez la fila, uno por uno, y no se tropieza con ninguna mirada, nadie responde a su interrogación visual. Contempla a Ofelia que, seria y en silencio, no ha interrumpido el monótono cliqueo de los productos.

—A ver, ustedes, desde aquí para atrás pasen a las otras cajas.

La voz de la encargada es ahora amenazante, casi intimidatoria, y ha elevado varios decibelios su volumen.

Ante este apremiante conato de obligarles a hacer algo que no quieren, algunos clientes reaccionan con presteza, ahora sí, mirando de frente a la encargada.

—Yo paso por la caja que quiero —dice un cincuentón erguido, con apariencia de saludable monitor de gimnasia.

—Y yo, y yo, y yo… —secundan varios clientes con fuerza.

La encargada se encuentra al borde de un ataque de nervios.

—Escuchen, por favor, que yo tan sólo quiero mejorar la atención hacia ustedes para que no tengan que esperar… Hay otras cajas libres…

Varias voces a coro la interrumpen, como si tuvieran delante la partitura de una misma canción.

—A mí no me importa…

—Ni a mí, ni a mí, ni a mí…

La encargada resopla, balbucea algunas palabras para sí misma y mira a las cajeras desocupadas que se encogen de hombros con una expresión que traduce: a mí no me diga nada, aquí estoy yo para lo que haga falta.

Con los hombros abatidos, la encargada se marcha. Los clientes en la cola de Ofelia se relajan con un suspiro común y comienzan a departir como viejos amigos.

Ofelia prosigue con su trabajo, impertérrita. Si alguien fuera lo suficientemente observador, apreciaría una diminuta lágrima que se deshilacha entre sus pestañas y la levedad de una sonrisa agradecida que acaricia vagamente sus labios cerrados.


María Teresa López Pastor
Escritora española (Crevillent, Alicante, 1957). Es vicepresidenta de la Tertulia Artístico-Literaria El Cresol. Directora del periódico mensual Harmonía. Ha publicado la colección de artículos Fantasías, los libros de cuentos Broche de amatistas y Que sea largo el camino, la novela corta Del amor y otros sentidos y las novelas El vestidor de la mujer y Que la tierra te sea leve. Fuente: letralia.com

DANIEL WENCE: POEMAS



Con qué sopor me levanto. Llego hasta la cocina, enciendo un diminuto fuego que me recuerda la inmolación, me parece imposible mirarlo de lleno: los ojos como leves llamaradas de un azul que se tambalea ebrio sobre las pupilas. Mi larga frente iluminada parece el reflector de una ciudad ficticia.

El agua sobre el fuego levanta pequeñísimas esferas en las que se guardan nuestros nombres, todos mis egos y las repeticiones de mis egos suben lentamente, desaparecen igual que puntos en la carretera: microorganismos que se entrelazan, nexos para amarrar mi historia.

La tetera despide un silbido de tren. Reconozco entonces tu partida. Miro tu mascada ondeante, tus gafas de sol para cubrir el tiempo y las hinchazones. Me recuerdas a Miss Holly Golihgtly, viajera: Cada día andaba un poco más: un kilómetro, y volvía a casa. Dos kilómetros, y volvía a casa. Un día, simplemente, siguió adelante.

No me dejes solo, el vapor y el silbido me aturden, el aroma del café invade mi departamento angosto, mi cuerpo se impregna, se infecta de café.


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Una malva crece en el sitio donde estabas, escuálida, sola. Intenta alegrar la mañana una flor que te sucede, flor materna a la que a veces miro esconderse del hombre.
Ya no habremos de emprender viaje alguno. Nada importan los caminos en tu ausencia.


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Tu aroma perfuma los cuerpos, viaja por su cuenta, invasora de hogares, propina mordidas.
Tu aroma hace viajes en el tiempo. Mil novecientos noventa y nueve: los niños corren mientras nosotros descubrimos alguna fragancia reservada para los adultos. En nuestras mejillas un muchacho perderá su nombre con los años, quedará una voz indescifrable, una barba, una malva, una madre.


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Nos ha llovido, sí, y a cántaros
el veneno de los animales

Nos ha llovido
remojemos la melancolía en los charcos.


Historia natural de la melancolía, Instituto Sinaloense de Cultura
(Serie Ex Libris/poesía), México, 2018.




Daniel Wence 
(Michoacán, 1983). Es poeta y gestor. Autor de los libros Nada de incrustaciones (La Ceibita/Tierra Adentro, 2010), Arlecchino (Editorial Montea, 2017) e Historia natural de la melancolía (Instituto Sinaloense de Cultura, 2018). Compiló Notas de atar, muestra de poesía mexicana joven (Jazztival/ SECUM, 2013). También es autor de algunos libros de poesía infantil como El pirata triste, Princesa/bruja y astronauta, Calcetín Zurcido, Hermanas aves, publicados por Editorial Derecho y Revés/Seigard Chile en 2016. Becario del PECDAM en su emisión 2018-2019 en el área de poesía. Codirector y fundador del Encuentro Nacional de Poetas Jóvenes Ciudad de Morelia. Fuente: elguardatextos.com


ALEDO LUIS MELONI: POEMAS

Divina ceguera

De los amores del hombre,
ninguno como el primero;
andar de asombro en asombro,
casi sin tocar el suelo.

Llevar en el alma todo
el azúcar de un Ingenio;
y no imaginar siquiera,
y no imaginar ni en sueño
que pueda haber un engaño,
que pueda existir el tedio;
creer que toda la vida
es así; un deslumbramiento.

Por su divina ceguera,
por ser tan niño, tan crédulo,
de los amores del hombre
ninguno como el primero.



Mañana de noviembre

Mañana
de noviembre en el oeste.

Como a un diapasón gigante
el fragor de las chicharras
hacía vibrar el monte.

El viento norte bramaba.

Todo el territorio ardía
en una inmensa fogata.

Muy lejos, alucinado,
un crespín se desangraba.

Mañana
de noviembre en la memoria
y en la añoranza.

Mi corazón aquel día
cómo olvidarlo,
era también una brasa.



Coplas de ayer

Riqueza y trabajo el monte
reparte como a destajo:
para el gringo la riqueza
y para el criollo el trabajo.

Antigua copla del norte
que alguien cantó alguna vez,
cuando era La Forestal
coto feudal del inglés.



Hermandad

En el reparto del pan
nuestros hermanos, los grandes,
se reservaron la hartura
y nos dejaron el hambre.

En el reparto final
nuestros hermanos, los fuertes,
se reservaron la vida
y nos dejaron la muerte.

Si alguno se queja es sólo
por el gusto de quejarse,
que el reparto ha sido justo
y la hermandad, admirable.



Pueblo

Cuatro calles polvorientas,
y un puñadito de casas,
bajo la cúpula verde
de algarrobos y catalpas.

Una iglesia, casi en ruinas,
santificando la plaza.
En la plaza, algunas tipas,
y en las tipas, las cigarras

echando a rodar los ríos
estivales de sus flautas...
Para la dicha es muy poco,
y con ser tan poco, basta.



Aledo Luis Meloni
Nació en Estación María Lucila, provincia de Buenos Aires el 1 de agosto de 1912. Se recibió de maestro en 1937 y se fue a vivir en Chaco. Poeta exquisito y cultor de la copla por excelencia se caracterizó por su vida sencilla y construyó una gran obra poética.  Recibió numerosas distinciones entre las que mencionamos Mención del Ministerio de Educación y Cultura de la Nación (Región Litoral), 1972. Faja de Honor de la SADE Central, 1977. Premio Fundación Susana Glombovsky, 1978. Caballero de la República Italiana, 1982. Premio Pionero de la Letras Chaqueñas, otorgado por la provincia del Chaco y la SADE local, 1985. Premio "Martín Fierro", 1988. Reconocimiento al Mérito Artístico por la Legislatura de la Provincia, 1989. Premio Santa Clara de Asís, 1990. Medalla de oro de la SADE Central, 1994. Premio Poesía Centenario Ciudad de Resistencia. Premio Mayor Notable Argentino. Vecino ilustre de Resistencia. Entre sus obras se destacan Tierra ceñida a mi costado, poemas, 5 ediciones, 1965; Rama y ceniza, poemas y coplas, 4 ediciones, 1966; Coplas de barro, poemas y coplas, 4 ediciones, 1971; Como el aire y el día, coplas, 4 ediciones, 1974; Costumbre de grillo, poemas y coplas, 4 ediciones, 1976; La palabra desnuda, poemas y coplas, 1980; Umbral del silencio, poemas y coplas, 2 ediciones, 1983; La luz que uno amaba, poemas y coplas, 1987, Antología, 1988; Antes que sea de noche, poemas y coplas, 1990; La otra mirada, poemas y coplas, 1992; Memoria y olvido, poemas y coplas, 1993; Leve fulgor, poemas y coplas, 1995; Todo se vuelve azul; Las nubes que pasan; Don de lágrima; La copla del lunes. Falleció en 2016 en Resistencia.
Fuente: tardesamarillas

JORGE DONN: BOLERO DE RAVEL


Subido por: EDMUNDO ROSARIO
Gentileza: YouTube

Jorge Donn
Nació el 25 de febrero de 1947 en El Palomar, Argentina.
Considerado una de las figuras más notables de la danza contemporánea, fue al tiempo intérprete e inspiración de las creaciones de Maurice Béjart.
Comenzó su formación en Buenos Aires, en la Escuela del Teatro Colón. A partir de 1963 formó parte del Ballet del Siglo XX. Su trayectoria marca las distintas facetas del arte coreográfico de Maurice Béjart. Por otra parte interpretó las más notables coreografías y fue partenaire de las grandes "étoiles" rusas: Maya Plisetskaya y Natalia Makarovna.
Jorge Donn murió de sida el 30 de noviembre de 1992 en Lausana, Suiza. Fue homenajeado, en el teatro Coliseo, con un espectáculo a beneficio del pabellón de Sida del hospital Muñiz. 

http://www.buscabiografias.com/

Boléro de Ravel y de Béjart
En 1928, Maurice Ravel compuso una obra fascinante: su Boléro para orquesta, obra a partir de la cual, en 1961, otro Maurice, Béjart, bailarín y coreógrafo musulmán, fino conocedor del sufismo, creó una danza que, lejos de cualquier exotismo fácil, supo “encarnar” la esencia de la obra de Ravel. Ambas, música y coreografía, entran en un diálogo íntimo que ilustra algunos de los temas tratados en este blog dedicado al sufismo, y ésta es, justamente, la razón por la cual nos aventuramos a escribir las siguientes líneas.
A Ravel le encantaba jugar. “Esta palabra, juego, nos descubre por completo a Ravel, así como el secreto de su naturaleza profunda”. Y así es precisamente cómo el músico se planteó la composición de su Boléro: como un reto, como un juego. El propio compositor explicó en su momento a su amigo Joaquín Nin que “se encontraba trabajando en algo bastante extraño: no hay forma en el sentido estricto de la palabra, ni desarrollo, apenas una modulación, un tema… con ritmo y orquestación”. Es decir, el juego consistió en crear una obra a partir de unos mínimos elementos, a saber: un patrón rítmico de 2 compases y una melodía de 32 compases que se repiten una y otra vez en una tonalidad que sólo modula al final.
Con la misma simplicidad y transparencia planteó Béjart su coreografía, pensada sólo para dos personajes: la melodía, confiada indistintamente a un hombre o a una mujer, y el ritmo, interpretado por un grupo de hombres. La escenografía es también mínima: una plataforma circular encima y alrededor de la cual bailan, respectivamente, la melodía y el ritmo.
Se dice que el sufismo es un saber (un qué) y un sabor (un cómo). Pues bien, cabría afirmar que el Boléro es una obra sobre el sabor. Dado que conocemos desde el primer momento la melodía, el ritmo y la tonalidad -esto es, el “qué”-, la esencia de la obra se desplaza del “qué” al “cómo”. El Boléro versa sobre las múltiples maneras de decir lo único, o, lo que es lo mismo, sobre lo único diciéndose de múltiples maneras. Dicho en términos gastronómicos: puesto que los ingredientes los conocemos desde el inicio, el interés de la obra consistirá en cómo dichos ingredientes se cocinan y con qué especias se sazonan. Y así, a cada nueva aparición de la melodía, nuestra atención cada vez más centrada saboreará y apreciará nuevos detalles, nuevos matices. (Digamos a modo de anécdota que si nos permitimos este símil gastronómico es a sabiendas de que Ravel fue un buen gourmet con sensibilidad especial para vinos y especias fuertes, a las que calificaba como “¡incendiarias!”).
Para saber un poco más sobre cómo se va “guisando” el Boléro, es interesante observar la coreografía creada por Béjart. Toda ella está basada en el diálogo que entablan la melodía y el ritmo. Es este diálogo el que parece guiar la “cocción”, o, dicho en términos musicales, el impactante crescendo que es en definitiva el hilo conductor de la obra. Estamos ante un crescendo extraordinario porque parece surgir de la necesidad interior de la obra: de hecho no haría falta ninguna indicación de dinámicas en la partitura (que las hay), porque es un crescendo que se manifiesta de forma natural al irse añadiendo instrumento tras instrumento a cada nueva repetición de la melodía. Y es que el Boléro constituye un trabajo de orquestación de exquisita artesanía.
Llegados a este punto cabe constatar que esta subida de intensidad puede darse porque hay una estructura rítmica muy sólida (¡y simple!; ya hemos dicho que la célula rítmica consta tan sólo de dos compases casi idénticos) que la sustenta. Y es que así como un bailarín necesita una estructura corporal trabajada que les permita ir al límite de sus facultades expresivas, también este descomunal crescendo que es el Boléro necesita de este fundamento rítmico que lo sostenga.
La importancia del elemento rítmico en esta obra tiene otra consecuencia, que es la necesidad de ser bailada, de ser “encarnada”. Dice Jankélevich al hablar del contenido rítmico del Boléro que “la forma natural de esta música es la danza, […] el movimiento en el sitio, la acción hecha torbellino que en lugar de abocar al mundo refluye sobre sí misma, halla su finalidad en su propio interior, pisa y da una vuelta; la acción convertida en agitación estacionaria o, como dice Alain, el movimiento inmóvil”.
El ritmo del Bolero es un ritmo que apela al cuerpo, a algo arcaico y profundo, esto es a la sensualidad, a la sexualidad. Así parece entenderlo también Béjart ya que sus bailarines están constantemente conectados con el ritmo a través del balanceo de su pelvis. Este movimiento es el que, repetido innumerables veces, va creando un aumento de intensidad, una intensidad que sin embargo es lúcida, consciente, en absoluto alocada siempre y cuando el tempo de la obra se mantenga absolutamente estable, inmutable (es esta estabilidad del tempo una de las mayores dificultades en la interpretación del Boléro y a la que pocos directores de orquesta han sabido hacer frente).
La imagen de Jankélevich sobre el torbellino nos lleva a otra característica fundamental de la obra que nos ocupa: su circularidad, evidente tanto en la melodía como en el ritmo. Pero hay que referirse a otro elemento musical que es el que de forma sutil pero potente, canaliza dicha circularidad: el compás de tres tiempos (3/4). Si el compás de cuatro tiempos tiene un carácter más bien discursivo o narrativo, y el de dos apela más bien al balanceo o a la marcha, el compás ternario no permite hacer pie e invita al giro. No en vano el vals, que es giro que se despliega horizontalmente, está escrito en compás ternario. El vals es giro horizontal porque sobre su estructura rítmica hay una melodía que se va desarrollando. En el caso del Boléro, al coincidir el compás de tres con una melodía que se repite constantemente y que se repliega sobre sí misma, surge el giro sin desplazamiento. Y este aspecto queda también evidenciado en la coreografía de Béjart en que los bailarines se mueven sin apenas desplazarse.
El Boléro va dibujando imparable su espiral de intensidad hasta llevarla al límite de lo que su estructura le permite, y tras una única modulación al final, que aumenta aún más si cabe la tensión, el Boléro estalla de repente… en el silencio. Y es que el Boléro no acaba con las últimas notas: los momentos más especiales de esta obra son los instantes posteriores al último acorde, instantes en que la dualidad sonido/silencio queda trascendida. Se hace entonces evidente y tangible la vibración del silencio o el silencio vibrante. Son instantes de conmoción profunda que, sin embargo, como el juego, tan caro a Ravel, nada persiguen ni a nada se apegan, ni tan solo a la propia conmoción.
A Ravel “la música no le apasionaba sino mientras la hacía. Una vez hecha, y bien hecha, ya no le interesaba”. Y es que “el comportamiento de Ravel dejaba al descubierto sin cesar la credulidad, la franqueza y la despreocupación de un niño. Un niño que nunca abandonó el reino de la magia y que supo evocar […] las páginas más profundas de su obra. Y como un niño, una vez terminado su juego, lo abandonaba por otro juego distinto”.
Notas:
[1] Las citas de este texto pertenecen al libro Ravel de Vladimir JANKÉLÉVITCH (Antonio Machado Libros, 2010).
Por: Lili Castella
http://www.danzaballet.com/
Es licenciada en derecho, pianista y rebabista del grupo musical ‘Ushâq. En la actualidad, coordina las actividades del Institut d’Estudis Sufís.
Fuente http://instituto-sufi.blogspot.com.es
Video Subido por: EDMUNDO ROSARIO Gentileza: YouTube