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jueves, 31 de enero de 2019

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: UN SEÑOR MUY VIEJO CON UNAS ALAS ENORMES


Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.

Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.

— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.


Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.


El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.


Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.

Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.


El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.

El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.

Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.

Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.

Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.


Gabriel García Márquez




Gabriel José de la Concordia García Márquez (Aracataca, 6 de marzo de 1927 - Ciudad de México, 17 de abril de 2014 ), más conocido como Gabriel García Márquez, fue un escritor, novelista, cuentista, guionista, editor y periodista colombiano. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura.

Fue conocido familiarmente y por sus amigos como Gabito (hipocorístico guajiro para Gabriel), o por su apócope Gabo desde que Eduardo Zalamea Borda, subdirector del diario El Espectador, comenzara a llamarlo así.
Está relacionado de manera inherente con el realismo mágico y su obra más conocida, la novela Cien años de soledad, es considerada una de las más representativas de este movimiento literario e incluso se considera que por el éxito de la novela es que tal término se aplica a la literatura surgida a partir de los años sesenta en Latinoamérica. En 2007, la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española lanzaron una edición popular conmemorativa de esta novela, por considerarla parte de los grandes clásicos hispánicos de todos los tiempos.

miércoles, 30 de enero de 2019

RUBEM FONSECA: CIUDAD DE DIOS

Su nombre es João Romeiro, pero es conocido como Zinho en la Ciudad de Dios, una favela en Jacarepaguá, donde controla el tráfico de drogas. Ella es Soraia Gonçalves, una mujer dócil y callada. Soraia supo que Zinho era traficante de drogas dos meses después de que empezaron a vivir juntos en un condominio de clase media alta en la Barra de Tijuca. “¿Te molesta?”, preguntó Zinho y ella contestó que ya había tenido en su vida un hombre dedicado al derecho que no pasaba de ser un canalla. En el condominio Zinho es conocido como vendedor de una firma de importaciones. Cuando llega una partida grande de droga a la favela, Zinho desaparece por unos días. Para justificar su ausencia Soraia dice a las vecinas que encuentra en el playground o en la piscina que la firma tiene viajando al marido. La policía anda tras él, pero sólo sabe su apellido, y que es blanco. Zinho nunca ha estado preso.

Hoy por la noche Zinho llegó a la casa luego de pasarse tres días distribuyendo, en sus puntos, cocaína que envió su proveedor de Puerto Suárez, y marihuana que llegó de Pernambuco. Fueron a la cama. Zinho era rápido y rudo y luego de joder a la mujer le daba la espalda y se dormía. Soraia era callada y sin iniciativa, pero Zinho la quería así, le gustaba ser obedecido en la cama como era obedecido en la Ciudad de Dios. 
“¿Antes de que te duermas te puedo preguntar una cosa?” 
“Dime rápido, estoy cansado y quiero dormir, amorcito.” 
“¿Serías capaz de matar a una persona por mí?” 
“Amorcito, maté a un tipo porque me robó cinco gramos, ¿crees que no voy a matar a un sujeto si me lo pides? Dime quién es. ¿Es de aquí, del condominio?” 
“No.” 
“¿De dónde es?” 
“Vive en Taquara.” 
“¿Y qué te hizo?” 
“Nada. Es un niño de siete años. ¿Has matado algún niño de siete años?” 
“He mandado que agujeren las palmas de las manos a dos mierditas que desaparecieron con unos paquetes, para que sirva de ejemplo, pero creo que éstos tenían diez años. ¿Por qué quieres matar a un negrito de siete años?” 
“Para hacer sufrir a su madre. Ella me humilló. Me quitó a mi novio. Me hizo menos, a todo el mundo le decía que yo era una burra. Luego se casó con él. Ella es rubia, tiene ojos azules y se cree lo máximo.” 
“¿Quieres vengarte porque te quitó a tu novio? Todavía te gusta ese puto, ¿verdad?” 
“Sólo me gustas tú, Zinho, eres todo para mí, ese mierda del Rodrigo no vale nada, sólo siento desprecio por él. Quiero hacer sufrir a la mujer porque me humilló, me llamó burra delante de todos.” 
“Puedo matar a ese puto.” 
“A ella ni siquiera le gusta él. Quiero hacer que sufra mucho. La muerte del hijo deja a las madres desesperadas.” 
“Está bien. ¿Sabes dónde vive el niño?” 
“Sí.” 
“Voy a mandar que cojan al niño y lo lleven a Ciudad de Dios.” 
“Pero no hagas que el niño sufra mucho.” 
“Si la puta ésa se entera que el hijo murió sufriendo es mejor, ¿o no? Dame la dirección. Mañana mando que hagan el trabajo, Taquara está cerca de mi base.” 

Por la mañana bien temprano Zinho salió en el carro y fue a Ciudad de Dios. Permaneció dos días fuera. Cuando volvió, llevó a Soraia a la cama y ella obedeció dócilmente a todas sus órdenes. Antes de que él se durmiera, ella preguntó, “¿hiciste lo que te pedí?” 
“Cumplo lo que prometo, amorcito. Mandé a mi personal a que cogieran al niño cuando iba al colegio y que lo llevaran a Ciudad de Dios. En la madrugada le rompieron los brazos y las piernas al negrito, lo estrangularon, lo cortaron todo y luego lo tiraron en la puerta de la casa de la madre. Olvida a ese mierda, no quiero oír hablar más de ese asunto”, dijo Zinho. 
“Sí, ya lo olvidé.” 
Zinho le dio la espalda a Soraia y se durmió. Zinho tenía un sueño pesado. Soraia se quedó despierta oyendo roncar a Zinho. Después se levantó y tomó un retrato de Rodrigo que mantenía escondido en un lugar que Zinho nunca descubriría. Siempre que Soraia miraba el retrato del antiguo novio, durante todos aquellos años, sus ojos se llenaban de lágrimas. Pero ese día las lágrimas fueron más abundantes. 

“Amor de mi vida”, dijo, apretando el retrato de Rodrigo contra su corazón sobresaltado.


Rubem Fonseca

(Juiz de Fora, Minas Gerais, 1925) es el narrador brasileño más conocido, más premiado y más prolífico de hoy. La razón de tal éxito no es difícil de entender: Fonseca escribe libros tan entretenidos que son imposibles de abandonar, mezcla la cultura clásica y la popular con desenvoltura, es divertido, inesperado, tan irreverente que bordea el cinismo, tan violento que sería insoportable si no fuera por los componentes eruditos de sus títulos, en fin, siempre sorprende

Estudió Derecho y se especializó en Derecho Penal. En 1952 inició su carrera en la policía, en Río de Janeiro, siendo inspector y posteriormente jefe de relaciones públicas. Muchos de los hechos vividos en aquella época y de sus compañeros de trabajo están inmortalizados en sus libros. Fue elegido junto con otros nueve policías cariocas para especializarse en Estados Unidos. Aprovechó la oportunidad para estudiar Administración de Empresas en Boston y en Nueva York. 

Las obras de Rubem Fonseca generalmente retratan, en estilo seco, áspero y directo, la lujuria sexual y la violencia humana, en un mundo donde marginales, asesinos, prostitutas, delegados y pobres se mezclan. 
Creó, para protagonizar algunos de sus cuentos y novelas, un personaje antológico: el abogado Mandrake, mujeriego, cínico y amoral, además de profundo conocedor del submundo carioca. 
Es autor de los libros de cuentos Los prisioneros (1963), su primera obra con 38 años y El collar de perro (1965); de las novelas El caso Morel (1973), que convocaría los elogios de la crítica y que sería confiscada por la policía, El gran arte (1983), que le daría pleno reconocimiento mundial, Bufo & Spallanzani (1986), Vastas emociones y pensamientos imperfectos (1988), Agosto (1990) y Romance negro y otras historias (1995); y de los volúmenes de relatos Lucía Mc Cartney (1967), El cobrador (1970) y Feliz año nuevo (1976). 
Considerado un narrador excepcional, su novela El gran arte fue llevada al cine en 1991, con guión del mismo Fonseca, y en el año 2003 le fueron concedidos los premios literarios Juan Rulfo y Camoes.
Fuente:lashistorias.com.mx - compartelibros.com - extraído del libro Historias de amor (1997)Traducción: Romeo Tello Garrido.

martes, 29 de enero de 2019

JUAN RULFO: NO OYES LADRAR LOS PERROS




—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.

—No se ve nada.

—Ya debemos estar cerca.

—Sí, pero no se oye nada.

—Mira bien.

—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.

La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.

La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.

El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

—¿Cómo te sientes?
—Mal.

Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:

—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.

Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.

—No veo ya por dónde voy —decía él.

Pero nadie le contestaba.

El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.

¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.

Y el otro se quedaba callado.

Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.

—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.

Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.

—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.

Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:

—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.

La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.

—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.

Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”

—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.

Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.

Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.

Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?

Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.

Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.

—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.



Juan Rulfo
Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno 
Nació el 16 de mayo de 1917 en Sayula, estado de Jalisco, México.
Fue el tercero de los cinco hijos de Juan Nepomuceno Pérez Rulfo y María Vizcaino Arias. Una familia acomodada. Su padre murió asesinado el 1 de junio de 1923 cuando él tenía seis años.
Ingresó en la escuela primaria en 1924, el mismo año del fallecimiento de su padre; seis años después lo haría su madre, quedando bajo la custodia de su abuela. Posteriormente entró en un orfanato de Guadalajara. Vivió su infancia en el campo, en su tierra natal, donde fue testigo de los violentos episodios de larebelión cristera entre 1926 y 1929.
En 1933 quiso ingresar a la Universidad de Guadalajara, pero al estar en huelga, decidió trasladarse a la Ciudad de México en 1934. Asistió como oyente al Colegio de San Ildefonso. En ese mismo año comenzó a escribir y a colaborar en larevista América. Desde 1938 viajó por regiones del país en comisión de servicio de la Secretaría de Gobernación cultivando su pasión por la cultura y la antropología de su país. Por entonces comenzó a publicar sus cuentos más relevantes en revistas literarias.
Su primera novela, Los hijos del desaliento, la comenzó a escribir en 1938, y en 1942, aparecieron publicados dos cuentos suyos en la revista Pan, que formarían parte de El llano en llamas (1953), junto con otros que fueron apareciendo en revistas.
En 1946 comenzó a trabajar para la Goodrich Euzkadi como agente viajero y allí inició su notable labor fotográfica. Se casó con Clara Aparicio en 1947, con la que tuvo cuatro hijos: Claudia Berenice, Juan Francisco, Juan Pablo y Juan Carlos). Pasó a trabajar en el departamento de publicidad de la Goodrich, y de 1954 a 1957 colaboró en la Comisión del Papaloapan y fue editor en el Instituto Nacional Indigenista en la Ciudad de México.
Dos capítulos de su novela Pedro Páramo (1955) se publicaron en revistas y después, el libro, traducido casi de inmediato al alemán por Mariana Frenk(1958), y algún tiempo después en otros idiomas, como inglés, francés, sueco, polaco, italiano, noruego o finlandés. Con tan sólo dos obras. "El llano en llamas" y "Pedro Páramo" pasó a ser considerado como uno de los grandes autores de la literatura universal.
Además fue autor de algún que otro guion, como El despojo, sobre una idea original suya; El gallo de oro (1964), basado en una idea del novelista con guion de Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez y La fórmula secreta (1965), de Rubén Gámez con textos de Rulfo.
De su obra, hay que señalar que gracias a los borradores de sus Cuadernos, publicados en 1994, se evidencia el proceso de escritura en el cual Pedro Páramo se ha decantado de manera parecida a la poesía de César Vallejo, a fuerza de cortes sobre el cuerpo mismo del texto, despojándolo de cualquier demasía explicativa o hasta narrativa. Además fue emparentado con la tradición de la literatura de la Revolución Mexicana (Azuela, Guzmán, Muñoz), luego Revueltas (1943), o Yáñez (1947), sin lugar a duda antecedentes importantes de su obra, aunque pronto acaba con esos escritores inaugurando un nuevo lenguaje y una nueva forma novelística.
Eligio García, hermano del escritor colombiano Gabriel García Márquez cuenta que la primera frase de "Cien años de soledad" en boca del coronel Aureliano Buendía y que reza "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento..." nació en un hotel de Acapulco (México), donde el escritor pasaba unas vacaciones. El párrafo inicial figura como un homenaje al escritor Juan Rulfo, pues la frase es muy semejante a una que el mexicano usó en Pedro Páramo: "El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir. Fue la noche en que murió Miguel Páramo".
En 1970 logró el Premio Nacional de Literatura en México y en 1983 el Premio Príncipe de Asturias en España.
Juan Rulfo falleció en la Ciudad de México el 7 de enero de 1986 a causa de un enfisema pulmonar. 
Fuente: buscabiografias.com - estoespurocuento.wordpress.com - El Llano en Llamas 1953 

Foto: archivos del blog

lunes, 28 de enero de 2019

CLARICE LISPECTOR: MEJOR QUE ARDER


Era alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros.
Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.
Cumplía sus obligaciones sin reclamar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con fervor.
Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la hostia blanca que se deshacía en la boca.
Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:
-Mortifica el cuerpo.
Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio. De nada servía. Le daban fuertes gripas, quedaba toda arañada.
Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.
Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, pero nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.
No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.
La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían ser fuertes, bien torneadas.
Un día, a la hora de almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba.
Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.
Hasta que le dijo al padre en el confesionario:
-¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!
Él le dijo meditativo:
-Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.
Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara un año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.
Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.
Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.
Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla.
Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre.
Y sucedió realmente.
Fue a un bar a comprar una botella de agua. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua. Ella se sonrojó.
Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella se rehusó.
Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si iban al cine juntos. Aceptó.
Fueron a ver una película y no pusieron la más mínima atención. Durante la película estaban tomados de la mano.
Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.
Entonces una noche él le dijo:
-Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar ¿Quieres?
-Sí -le respondió grave.
Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron la luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.
Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.

Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.


Clarice Lispector
Nació el 10 de diciembre de 1920 en el pequeño pueblo de Tchetchelnik, Ucrania, por pura casualidad ya que la familia se encontraba en medio del viaje que los llevaría a Brasil. Llegó a Brasil con dos meses y la familia se instaló en Recife. Su madre, que era paralítica, murió cuando ella tenía diez años, sin embargo Clarice recordaba una infancia feliz en la que apenas se dio cuenta de la precariedad económica en la que se encontraban. En plena adolescencia, en 1935, se mudó a Rio de Janeiro con su padre y su hermana. Estudió Derecho y empezó a colaborar con algunos periódicos y revistas. A los veintiún años publicó Cerca del corazón salvaje, una novela ya de plena madurez, que había escrito a los diecisiete años. En la Facultad conoció al que sería su esposo, el diplomático Maury Gurgel Valente, por la profesión de este residieron en Milán, Londres, París y Berna donde nació su hijo Paulo. De vuelta a Río, en 1949, Clarice Lispector retomó su actividad periodística, firmando con el seudónimo Tereza Quadros una columna en la revista Comicio. Publicó cuentos en la revista Senhor y firmaba una columna femenina en el diario Correio da Manhâ con el pseudónimo Helen Palmer. Tuvo también una página femenina diaria en el Diário da Noite, que salía firmada por la actriz Ilka Soares. En septiembre de 1952 volvía a dejar Brasil, desplazándose con el marido a Washington, DC, donde permanecieron ocho años. En febrero de 1953 dio la luz a su segundo hijo, Pedro. Se separó de su marido en 1959 y regreso a Rio, donde volvió a sus colaboraciones en periódicos y revistas, y publicó su primer libro de cuentos Lazos de familia. Fue este un fecundo periodo ya que en 1961 apareció Una manzana en la oscuridad y en 1963 La pasión según G.H., su obra más emblemática. Un incendio fortuito por una colilla mal apagada en su dormitorio en 1966 le provocó quemaduras y graves secuelas y la sumió en profundas depresiones. En esta época realizaba una crónica semanal para el Jornal do Brasil y colaboró con la revista Manchete realizando entrevistas con artistas e intelectuales. Murió en Río de Janeiro el 9 de diciembre de 1977 a los 56 años, víctima de un cáncer de ovarios, algunos meses después de publicarse su última novela La hora de la estrella. Clarice Lispector es ya considerada una de las escritoras más importantes del siglo XX. Fue una precursora que utilizó el flujo de conciencia en sus primeros escritos mucho antes de haber leído a Wolf y Joyce, entroncó con el existencialismo pero invirtiéndolo y llenándolo de una vida primigenia que estaba exenta en los textos de Sastre, y ahondó en un estilo de una sequedad fértil y luminosa y profundamente personal.

domingo, 27 de enero de 2019

EDUARDO GALEANO: CELEBRACIÓN DE LA FANTASÍA


Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había desprendido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, porque la estaba usando en no sé qué aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano.
Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quien una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas, y no faltaban los que pedían un fantasma o un dragón.
Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba más de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca:
-Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima -dijo.
-¿Y anda bien? -le pregunté.
-Atrasa un poco -reconoció.


Eduardo Galeano
(Eduardo Hugues Galeano; Montevideo, 1940 - 2015) Escritor y periodista uruguayo cuya obra, comprometida con la realidad latinoamericana, indaga en las raíces y en los mecanismos sociales y políticos de Hispanoamérica.  Fuente: (Eduardo Galeano: El libro de los abrazos, Siglo XXI, elhacedordesueños.blogspot.com - biografiasyvidas.com 
Foto: Archivo del blog.

sábado, 26 de enero de 2019

RAY BRADBURY: LA MAÑANA VERDE


Cuando el sol se puso, el hombre se acuclilló junto al sendero y preparó una cena frugal y escuchó el crepitar de las llamas mientras se llevaba la comida a la boca y masticaba con aire pensativo. Había sido un día no muy distinto de otros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados en las horas del alba, semillas echadas en los hoyos, y agua traída de los brillantes canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado, yacía de espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de una oscuridad a otra.

Se llamaba Benjamín Driscoll, tenía treinta y un años, y quería que Marte creciera verde y alto con árboles y follajes, produciendo aire, mucho aire, aire que aumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las ciudades abrasadas por el verano, los árboles pararían los vientos del invierno. Un árbol podía hacer muchas cosas: dar color, dar sombra, fruta o convertirse en paraíso para los niños; un universo aéreo de escalas y columpios, una arquitectura de alimento y de placer, eso era un árbol. Pero los árboles, ante todo, destilaban un aire helado para los pulmones y un gentil susurro para los oídos, cuando uno está acostado de noche en lechos de nieve y el sonido invita dulcemente a dormir.

Benjamín Driscoll escuchaba cómo la tierra oscura se recogía en sí misma, en espera del sol y las lluvias que aún no habían llegado. Acercaba la oreja al suelo y escuchaba a lo lejos las pisadas de los años e imaginaba los verdes brotes de las semillas sembradas ese día; los brotes buscaban apoyo en el cielo, y echaban rama tras rama hasta que Marte era un bosque vespertino, un huerto brillante.

En las primeras horas de la mañana, cuando el pálido sol se elevase débilmente entre las apretadas colinas, Benjamín Driscoll se levantaría y acabaría en unos pocos minutos con un desayuno ahumado, aplastaría las cenizas de la hoguera y empezaría a trabajar con los sacos a la espalda, probando, cavando, sembrando semillas y bulbos, apisonando levemente la tierra, regando, siguiendo adelante, silbando, mirando el cielo claro cada vez más brillante a medida que pasaba la mañana.

-Necesitas aire -le dijo al fuego nocturno.

El fuego era un rubicundo y vivaz compañero que respondía con un chasquido, y en la noche helada dormía allí cerca, entornando los ojos, sonrosados, soñolientos y tibios.

-Todos necesitamos aire. Hay aire enrarecido aquí en Marte. Se cansa uno tan pronto… Es como vivir en la cima de los Andes. Uno aspira y no consigue nada. No satisface.

Se palpó la caja del tórax. En treinta días, cómo había crecido. Para que entrara más aire había que desarrollar los pulmones o plantar más árboles.

-Para eso estoy aquí -se dijo. El fuego le respondió con un chasquido-. En las escuelas nos contaban la historia de Juanito Semillasdemanzana, que anduvo por Estados Unidos plantando semillas de manzanos. Bueno, pues yo hago más. Yo planto robles, olmos, arces y toda clase de árboles; álamos, cedros y castaños. No pienso sólo en alimentar el estómago con fruta, fabrico aire para los pulmones. Cuando estos árboles crezcan algunos de estos años, ¡cuánto oxígeno darán!

Recordó su llegada a Marte. Como otros mil paseó los ojos por la apacible mañana y se dijo:

-¿Qué haré yo en este mundo? ¿Habrá trabajo para mí?

Luego se había desmayado.

Volvió en sí, tosiendo. Alguien le apretaba contra la nariz un frasco de amoníaco.

-Se sentirá bien en seguida -dijo el médico.

-¿Qué me ha pasado?

-El aire enrarecido. Algunos no pueden adaptarse. Me parece que tendrá que volver a la Tierra.

-¡No!

Se sentó y casi inmediatamente se le oscurecieron los ojos y Marte giró dos veces debajo de él. Respiró con fuerza y obligó a los pulmones a que bebieran en el profundo vacío.

-Ya me estoy acostumbrando. ¡Tengo que quedarme!

Lo dejaron allí, acostado, boqueando horriblemente, como un pez. «Aire, aire, aire -pensaba-. Me mandan de vuelta a causa del aire.» Y volvió la cabeza hacia los campos y colinas marcianos, y cuando se le aclararon los ojos vio en seguida que no había árboles, ningún árbol, ni cerca ni lejos. Era una tierra desnuda, negra, desolada, sin ni siquiera hierbas. Aire, pensó, mientras una sustancia enrarecida le silbaba en la nariz. Aire, aire. Y en la cima de las colinas, en la sombra de las laderas y aun a orillas de los arroyos, ni un árbol, ni una solitaria brizna de hierba. ¡Por supuesto! Sintió que la respuesta no le venía del cerebro, sino de los pulmones y la garganta. Y el pensamiento fue como una repentina ráfaga de oxígeno puro, y lo puso de pie. Hierba y árboles. Se miró las manos, el dorso, las palmas. Sembraría hierba y árboles. Ésa sería su tarea, luchar contra la cosa que le impedía quedarse en Marte. Libraría una privada guerra hortícola contra Marte. Ahí estaba el viejo suelo, y las plantas que habían crecido en él eran tan antiguas que al fin habían desaparecido. Pero ¿y si trajera nuevas especies? Árboles terrestres, grandes mimosas, sauces llorones, magnolias, majestuosos eucaliptos. ¿Qué ocurriría entonces? Quién sabe qué riqueza mineral no ocultaba el suelo, y que no asomaba a la superficie porque los helechos, las flores, los arbustos y los árboles viejos habían muerto de cansancio.

-¡Permítanme levantarme! -gritó-. ¡Quiero ver al coordinador!

Habló con el coordinador de cosas que crecían y eran verdes, toda una mañana. Pasarían meses, o años, antes de que se organizasen las plantaciones. Hasta ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en carámbanos volantes, y unos pocos jardines públicos verdeaban en instalaciones hidropónicas.

-Entretanto, ésta será su tarea -dijo el coordinador-. Le entregaremos todas nuestras semillas; no son muchas. No sobra espacio en los cohetes por ahora. Además, estas primeras ciudades son colectividades mineras, y me temo que sus plantaciones no contarán con muchas simpatías.

-¿Pero me dejarán trabajar?

Lo dejaron. En una simple motocicleta, con la caja llena de semillas y retoños, llegó a este valle solitario, y echó pie a tierra.

Eso había ocurrido hacía treinta días, y nunca había mirado atrás. Mirar atrás hubiera sido descorazonarse para siempre. El tiempo era excesivamente seco, parecía poco probable que las semillas hubiesen germinado. Quizá toda su campaña, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre la tierra, estaba perdida. Clavaba los ojos adelante, avanzando poco a poco por el inmenso valle soleado, alejándose de la primera ciudad, aguardando la llegada de las lluvias.

Mientras se cubría los hombros con la manta, vio que las nubes se acumulaban sobre las montañas secas. Todo en Marte era tan imprevisible como el curso del tiempo. Sintió alrededor las calcinadas colinas, que la escarcha de la noche iban empapando, y pensó en la tierra del valle, negra como la tinta, tan negra y lustrosa que parecía arrastrarse y vivir en el hueco de la mano, una tierra fecunda en donde podrían brotar unas habas de larguísimos tallos, de donde caerían quizás unos gigantes de voz enorme, dándose unos golpes que le sacudirían los huesos.

El fuego tembló sobre las cenizas soñolientas. El distante rodar de un carro estremeció el aire tranquilo. Un trueno. Y en seguida un olor a agua.

«Esta noche -pensó. Y extendió la mano para sentir la lluvia-. Esta noche.»

Lo despertó un golpe muy leve en la frente.

El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le cayó en un ojo, nublándolo. Otra le estalló en la barbilla.

La lluvia.

Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elíxir mágico que sabía a encantamientos, estrellas y aire, arrastraba un polvo de especias, y se le movía en la lengua como raro jerez liviano.

Se incorporó. Dejó caer la manta y la camisa azul. La lluvia arreciaba en gotas más sólidas. Un animal invisible danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta convertirlo en un humo airado. Caía la lluvia. La gran tapa negra del cielo se dividió en seis trozos de azul pulverizado, como un agrietado y maravilloso esmalte, y se precipitó a tierra. Diez mil millones de diamantes titubearon un momento y la descarga eléctrica se adelantó a fotografiarlos. Luego oscuridad y agua.

Calado hasta los huesos, Benjamín Driscoll se reía y se reía mientras el agua le golpeaba los párpados. Aplaudió, y se incorporó, y dio una vuelta por el pequeño campamento, y era la una de la mañana.

Llovió sin cesar durante dos horas. Luego aparecieron las estrellas, recién lavadas y más brillantes que nunca.

El señor Benjamín Driscoll sacó una muda de ropa de una bolsa de celofán, se cambió, y se durmió con una sonrisa en los labios.

El sol asomó lentamente entre las colinas. Se extendió pacíficamente sobre la tierra y despertó al señor Driscoll.

No se levantó en seguida. Había esperado ese momento durante todo un interminable y caluroso mes de trabajo, y ahora al fin se incorporó y miró hacia atrás.

Era una mañana verde.

Los árboles se erguían contra el cielo, uno tras otro, hasta el horizonte. No un árbol, ni dos, ni una docena, sino todos los que había plantado en semillas y retoños. Y no árboles pequeños, no, ni brotes tiernos, sino árboles grandes, enormes y altos como diez hombres, verdes y verdes, vigorosos y redondos y macizos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles susurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos, pinos, mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos, manzanos, naranjos, eucaliptos, estimulados por la lluvia tumultuosa, alimentados por el suelo mágico y extraño, árboles que ante sus propios ojos echaban nuevas ramas, nuevos brotes.

-¡Imposible! -exclamó el señor Driscoll.

Pero el valle y la mañana eran verdes.

¿Y el aire?

De todas partes, como una corriente móvil, como un río de las montañas, llegaba el aire nuevo, el oxígeno que brotaba de los árboles verdes. Se podía ver brillando en las alturas, en oleadas de cristal. El oxígeno, fresco, puro y verde, el oxígeno frío que transformaba el valle en un delta frondoso. Un instante después las puertas de las casas se abrirían de par en par y la gente se precipitaría en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en bocanadas, con mejillas rojas, narices frías, pulmones revividos, corazones agitados, y cuerpos rendidos animados ahora en pasos de baile.

Benjamín Driscoll aspiró profundamente una bocanada de aire verde y húmedo, y se desmayó.

Antes de que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles habían subido hacia el sol amarillo.


Ray Bradbury
Ray Douglas Bradbury; Waukenaun, Illinois, 1920 - Los Ángeles, California, 2012) Novelista y cuentista estadounidense conocido principalmente por sus libros de ciencia ficción. Alcanzó la fama con la recopilación de sus mejores relatos en el volumen Crónicas marcianas (1950), que obtuvieron un gran éxito y le abrieron las puertas de prestigiosas revistas. 
Fuente: Luis López Nieves - ciudadseva.com - Foto:archivo del blog