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viernes, 14 de septiembre de 2018

ROSARIO BARROS PEÑA: EL HOMBRE QUE VENDÍA PERIÓDICOS EN EL SEMÁFORO



Los vio acercarse. Reían, cogidos de la mano. Se detuvieron y él la enlazó con su brazo derecho. Ella musitó algo a su oído y él levantó la mirada hacia lo alto del edificio.

-¿Ahora? -preguntó.

Ella colocó la mano sobre su cuello en una caricia leve y sus ojos brillaron.

-¡Claro! -exclamó-. Ahora.

Él continuó mirándola y sus ojos brillaron también. La cogió de la mano y entraron en el amplio portal.

El hombre que vendía periódicos los siguió con la mirada. Luego alzó la vista hacia lo alto del edificio. Se detuvo en un rótulo de letras azules: "Pensión Palacio" y entonces sintió envidia. No solía hacerlo. No envidiaba, tampoco amaba, ni deseaba siquiera. Era algo que había decidido hacía ya mucho tiempo: anular sus sentimientos. Lo había decidido cuando comprendió que había dejado de formar parte del mundo, porque al mundo ya no le interesaba contar con él, pero aquellos chicos le hacían sentir envidia. Venían de vez en cuando y entraban con la alegría en los ojos. Él los imaginaba ocupando un cuarto en la pensión. Veía sus caricias, inexpertas todavía, el descubrimiento de los cuerpos jóvenes, la vivencia de las sensaciones nuevas. Le hacían recordar las siestas en los campos, cuando el sol caía a plomo y los cuerpos pesaban. Las gavillas amontonadas y la sombra sin un soplo de aire. Y la Antonia en sus brazos, ¿o él en los brazos de la Antonia? Los cuerpos juntos, sudorosos. La sangre ardiendo. La Antonia lo quería, tenía las carnes prietas, el rostro arrebolado y los ojos castaños, como la miel de brezo. Pero él no la quería, solo la deseaba en las siestas sofocantes del estío.

El semáforo coincidía con la entrada del edificio, una interesante construcción, casi un palacio, de estilo modernista rematada por una cúpula cubierta con tejas de cerámica verde brillante. En algún tiempo había sido una residencia familiar. Ahora albergaba oficinas institucionales y en las dos últimas plantas una pensión. Por las tardes, las oficinas estaban desiertas, solo las recorrían las limpiadoras, que también se ocupaban del portal y las escaleras, pero en la pensión siempre había movimiento. Los viajeros llegaban en autocares, o en taxis. Las maletas se amontonaban en el amplio portal y los chicos de la pensión las subían en el montacargas. Las personas tenían que subir por la escalera circular, mirando con gesto de cansancio la gran claraboya que coronaba el hueco central y que llenaba de luces de colores las paredes pintadas de blanco. Era un tributo a la belleza del inmueble, ya que los propietarios, una antigua familia que de su abolengo conservaba poco más que los brillos del linaje, se habían negado a modificar la estructura para poner un ascensor que cumpliese con las normas.

El hombre que vendía periódicos se había acomodado a aquel espacio que tenía muchas ventajas. Durante la mañana, vendía algunos periódicos a los funcionarios. La cercanía del mercado hacía que algunas mujeres incluyeran la publicación, que se llamaba "La calle", en su carro de la compra. Y estaba la gente que acudía a la iglesia cercana y los huéspedes de la pensión. No era un mal sitio. Además, el portal, muy amplio y en semipenumbra, le había dado cobijo algunas noches, hacía algún tiempo, antes de que decidiera dejar de sentir cuando pensaba que refugiarse en el alcohol valía para algo.

El sol se iba ocultando dejando un baño de luz rojiza sobre los tejados. Había aumentado el tráfico. El hombre sabía la hora, aunque hacía mucho tiempo que no llevaba reloj. Estaban cerrando las oficinas. Lo veía en la gente que llenaba las aceras, con las espaldas encorvadas, a pesar de haber usado las sillas ergonómicas, y los ojos mustios, después tenerlos durante varias horas fijos en las pantallas de los ordenadores.

-¿Es así?

Se sorprendió. Era una voz dulce. La miró sin comprender. Ella tenía un euro en la mano y el periódico en la otra. Cogió el euro y la vio marchar. La siguió con la mirada. No era como la chica de antes, que era muy joven. Ésta tenía un cuerpo fuerte, abundante de caderas. Llevaba una falda larga, rematada con un volante, que se movía con asimetría, porque la mujer cojeaba ligeramente. La chaqueta oscura ponía un toque sobrio a la figura. Se fijó en el pelo rojizo que imitaba el sol del atardecer veraniego.

Cambió de posición, apoyando el pie derecho en la pared, y miró los periódicos que estaban en el suelo. En realidad, por mucho que se disfrazara, aquella era una forma de pedir limosna. ¿Qué le importaba a la gente aquel periódico? Los vio pasar. Hombres con gesto duro y paso rápido, mujeres de ojos tristes, cargadas con bolsas de plástico, parejas mayores, cogidos del brazo, pero con miradas distantes, como si viviesen vidas incompatibles. Niños correteando por el medio. Uno se detuvo, lo miró y se pegó a la pared intentando imitar su postura.

-Niño, ¿qué haces? -la voz de la madre irritada- ¡Jesús, qué ocurrencia!

Y el pequeño alejándose, haciendo un gesto de burla al hombre, que modificó de nuevo su postura.

De pronto, la tarde se detuvo. Y ocurrió. Un golpe seco, rotundo, el chocar de un cuerpo contra el suelo. Un alboroto de cristales rotos, que sembraron la escalera de colores. Los pasos del chico bajando las escaleras de dos en dos y el crujido de los cristales que rompían bajo sus pies. Y el grito haciendo eco en el hueco del portal y la escalera.

-Noa, mírame. Noa, despierta. Noa, vuelve.

El hombre de los periódicos entró apresurado, pero, se mantuvo a distancia. Miró la claraboya y vio el cielo. Ya no estaba el escudo con el león rampante. Solamente quedaban varillas de plomo rotas y algunos vidrios medio desencajados. El centro había caído todo, con el cuerpo de la muchacha.

El hombre se estremeció. No había oído ningún grito y sin embargo, la chica tenía que haber gritado. Había cuatro pisos de distancia, pisos de techo alto. Ella tenía que haber gritado, pero él no la había oído.

El chico se puso en pie. En la escalera, los rostros asustados de dos limpiadoras y una muchacha con uniforme azul marino y una placa en el bolsillo izquierdo: "Pensión Palacio".

-¿Qué miran? -gritó el chico- ¡Coño! Hagan algo. ¡Llamen a una ambulancia!

El hombre que vendía periódicos dio dos pasos atrás y pegó su espalda a la pared. Sintió frío, un frío profundo que le venía de dentro. Había reconocido el rostro del muchacho. A ella no, a ella no podía reconocerla porque la blusa le cubría el rostro y su cuerpo parecía muy pequeño sobre las grandes losas de mármol.

-¡Claro! Ahora -había dicho ella.

El hombre recordó los ojos brillantes y la sonrisa prometedora.

-¡Joder! -pensó-. ¡Joder!

Cuando llegaron los de la ambulancia, había mucha gente en el portal. Se abrieron paso, separaron al chico, que tenía los ojos desorbitados, y rodearon el cuerpo. El hombre del periódico se acercó y puso su mano sobre la espalda del muchacho, que temblaba, pero él no se enteró.

La policía llegó cuando estaba oscureciendo. A través de la claraboya, en el cielo limpio de nubes, un círculo pálido se incrustaba en el azul. En el contraluz de la puerta estaba la gente inmóvil y un murmullo, como de colmena se adentraba en las sombras. Alguien encendió los apliques de la escalera y la lámpara de bronce y todo se tiñó de un amarillo pálido y triste.

Una mujer, con un mandil blanco, hablaba entre sollozos.

-Venían muchas veces. Yo los había visto, cuando subía a tender la ropa. A la terraza se puede subir porque ahora no hay portera y porque la puerta no tiene llave. Yo no les decía nada porque me parecía que no hacían daño. Se querían. Hacían sus cosas encima de las baldosas rotas y luego se sentaban, pegados a la caseta de la maquinaria del montacargas y hablaban.

El hombre de los periódicos presionó más sobre la espalda del muchacho.

-La claraboya estaba protegida -seguía diciendo la mujer-, tenía una red metálica por encima, pero estaba muy oxidada. Yo, por si acaso, no me acercaba.

Se llevaron el cuerpo de la chica y después se llevaron al muchacho, rígido, andando como un autómata, sin palabras, sin expresión en el rostro. La mujer subió las escaleras, enjugándose los ojos con una punta del mandil blanco. Y el resto de la gente también fue esfumándose en las sombras. El hombre del periódico dejó el portal con las manos en los bolsillos, los puños apretados y un gesto de impotencia en la mirada. En la puerta, una muchacha de pantalón vaquero lo abordó.

-¿Usted pudo verlo? -preguntó.

El hombre vio su cuaderno y el bolígrafo en sus manos y el hambre de noticias en sus ojos y la impotencia se volvió rabia sorda.

-¿Y qué esperas ver en la ciudad?

La voz de la Antonia resonaba todavía en sus oídos, pero no recordaba su respuesta. Daba igual. Había dicho algo para salir del paso, porque él no pensaba ir a la ciudad en busca de nada, sino huyendo de la opresión que lo ahogaba, del amor de la Antonia, de la mirada recelosa del padre y de la sonrisa cómplice de la madre. Él no amaba a la chica, pero sobre todo, odiaba la idea de quedarse en el pueblo, donde todos lo miraban al pasar, desde las ventanas entornadas y donde ya no tenía nada, salvo el recuerdo de sus padres y un pedazo de tierra en el que mal cabían los tres eucaliptos que había plantado con su padre cuando era niño.

La Antonia le dijo que estaba embarazada y sus palabras fueron como rejas entre las que sintió que se ahogaba. Por eso huyó, aquella misma noche.

-No pude verlo -respondió a la chica-, estaba en la calle, vendiendo mi periódico.
-Pero, ¿los conocía? Dicen que venían muchas veces. ¿Los había visto antes? 
-Yo estoy en la calle -dijo el hombre-, no me fijo en los que entran y salen.

Ella guardó el cuaderno y el bolígrafo y se fue.

La calle había quedado desierta. El hombre, recogió los periódicos y los colocó cuidadosamente en un rincón del portal, cerca de la puerta. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de punto y sacó un puñado de monedas. Era poco dinero, había muchas de las negruzcas, que apenas tenían valor. Se dirigió a la puerta, pero lo detuvo la voz de una de las limpiadoras.

-Ramón, ¿pudo verla?

La esperó. Tenía los ojos enrojecidos.

-Los vi entrar -dijo él-, pensé que iban a la pensión, como siempre. 
-Nunca fueron a la pensión -dijo ella-, iban a la terraza. Y no eran ellos solos. Suben por la noche. Se drogan y hacen todo eso que parece que tienen que hacer los jóvenes. Yo se lo dije a mis jefes varias veces. Les dije que tenían que poner una puerta, que no estaba bien que la gente entrara en el edificio como Perico por su casa. Y también les dije que la terraza era un peligro. Pero, dijeron que era cosa de la Comunidad. ¿Y ahora? ¿También será cosa de la Comunidad?

-Ahora, pondrán la puerta -dijo el hombre resignado.
-Pero a ella no le valdrá -dijo la mujer-, ni a su hija.

El hombre la miró sorprendido.

-¿La conocía? ¿Cómo podía tener una hija? ¡Si era una niña! 
-Sí, una niña -rezongó la mujer- una niña que había vivido ya más que usted y yo juntos. Yo la veía subir y bajar con el muchacho, y me hacían gracia. Me parecían felices, viviendo eso que decían mis muchachos hace unos años, el aquí y ahora. Ellos dicen que hay que vivir hoy, porque sabe Dios lo que ocurrirá mañana, pero yo digo que el mañana será siempre una consecuencia de lo que hagamos hoy.

La mujer hablaba apresurada, contenta de que el hombre la escuchase. Las palabras resonaban en el portal mal iluminado. El hombre la interrumpió.

-Pero, ¿de verdad, tenía una niña?
-La tenía, sí -respondió ella-, y la quería como una buena madre, pero nadie le había dicho que tenía que elegir, y que la historia había de repetirse.

La mujer se detuvo y miró al hombre. Bajo la luz macilenta le pareció que la escuchaba interesado.

-Un día me la encontré llorando, aquí mismo, casi donde está usted ahora, pero acurrucada en el suelo. Me acerqué a ella y cuando le pregunté lo que le ocurría me despachó con un exabrupto. Pero luego se vino a razones y acabó contándome cuánto quería al chico, ése que estaba ahí, como un pasmadote, con los ojos como platos. Pero él le ponía pegas, por la niña, claro, que era de otro que estaba en la cárcel. ¡Qué vidas! ¡Y con sólo dieciocho años! Pero ella era huérfana. Su madre también la había tenido siendo una cría y luego se había marchado. Nadie la había vuelto a ver. Ahora, la pequeña la tienen los abuelos. Quizás -y la mujer apretó los puños con rabia sobre los ojos para liberarlos de las lágrimas-, quizás para ellos la muerte de la chica sea una liberación.

El hombre que vendía el periódico permaneció en silencio. Vio el cuerpo menudo de la mujer que cruzó la calle apresurada, con el semáforo en rojo, y luego se adentró en el portal mal iluminado y subió despacio las escaleras, sintiendo crujir algunos cristales bajo sus zapatos, a pesar de que los chicos de la pensión habían barrido las escaleras. Dejó a la derecha la última puerta y siguió subiendo un tramo de escaleras. Cruzó un hueco sin puerta y se adentró en la terraza. Había varias cuerdas de tender la ropa. Tenía al alcance de su mano las tejas de cerámica verde, pero la cúpula no era tan hermosa como le parecía desde abajo. Todo tenía un aire de abandono, de suciedad. Se acercó a la claraboya. Se estremeció al ver la distancia hasta la luz difusa del portal.

-¿Y qué esperas ver en la ciudad?

La voz de la Antonia en sus oídos. A su alrededor, los altos edificios con sus ventanas iluminadas y el sonido lejano del tráfico. Y, sobre él, el cielo con una luna inmensa que se le antojó triste. Echó cuentas. Quizás el hijo de la Antonia tendría la edad de la muchacha. Se detuvo. No, no, era algo menor. ¿Y los eucaliptos? ¿Extenderían sus ramas fuera de los linderos de su terreno? ¿Y la Antonia?

-¿Y qué esperas ver en la ciudad?

El hombre que vendía el periódico en el semáforo pensó que ya lo había visto todo en la ciudad. Y consideró que a lo mejor no era malo reconocer que se había equivocado. Sopesó el contenido de su bolsillo y recordó el exiguo saldo de su libreta azul. Percibió el olor casi olvidado de la tierra recién labrada y, con cuidado, se encaminó hacia el hueco sin puerta que lo llevó de nuevo a las escaleras. Las bajó despacio, con una mueca en los labios que se parecía a una sonrisa.


Rosario Barros Peña
Rosario Barros Peña es española, licenciada en Psicología por la Universidad de Santiago de Compostela (España). Durante veinte años ha compaginado el ejercicio de la psicología con su trabajo de Funcionaria, lo cual supuso un antes y un después para sus trabajos literarios. De joven publicó dos novelas cortas y un conjunto de cuentos. Recibió la flor natural en dos certámenes de poesía y escribió artículos y relatos en revistas y en la prensa de su ciudad. Hace dos años dejó su trabajo en la Administración para volver a escribir. Tiene predilección por el relato corto, porque prefiere captar solo instantes en la vida de las personas. En el año 2001 llevó el segundo premio en el Certamen Literario "Valle de Punilla". En septiembre de este año llevó el segundo premio en el IV Concurso Literario "Los Juegos Florales" de City Bell con un relato titulado “Al Alba”. La mayoría de sus relatos los tiene en páginas literarias de Internet, aunque sueña con publicarlos en papel. Acaba de terminar una novela. Le gusta viajar y conoce casi toda Europa y el Norte de África. Disfruta con la lectura, la pintura, la música y charlando con los amigos. Fuente: home.cc.umanitoba.ca - 
Foto: Archivo del blog

Lo que la autora nos contó sobre el cuento:
El cuento "El hombre que vendía periódicos en el semáforo" nació de una noticia periodística. La muerte de una muchacha cayéndose desde la terraza de un edificio. Intenté contar la historia de la chica, pero el hombre testigo del accidente se apoderó de la narración, y lo hizo para que no resultara inútil la pérdida de una vida. Es un relato al que tengo especial cariño.





LUIS CARLOS MUÑOZ SARMIENTO: LA DESAPARICIÓN

Ese día, como siempre en los últimos nueve años, él se había levantado muy temprano, afeitado y bañado gracias a la colaboración de su hija menor y de su hijo preferido, desayunado y salido a la calle. Solo. Se había dirigido a la tienda, donde le había pedido a don Jorge, ya que no cargaba dinero en sus bolsillos, que le fiara unos pielroja sin filtro, los únicos que fumaba desde que lo había perdido todo, desde aquellos lejanos días en los que podía escoger entre chester, picadilly, camel, todos también sin filtro. Cogió sus cigarrillos con la misma felicidad con que su nieta recibía un chocolate del papá o su nieto un favor de la mamá. Prendió un cigarro y echó a andar… Cogió por donde siempre lo hacía, por costumbre, es decir, por la carrera 13, desde la calle 45, hacia el sur. Su hijo, que a menudo lo acompañaba, esta vez no pudo hacerlo pues tenía que atender unos asuntos personales urgentes relacionados con su ingreso a la universidad. De manera que esta vez, solo, él, un hombre de 61 años que por un accidente automovilístico había pasado los últimos nueve enfermo, se dirigía ahora sin saber muy bien adónde pero, eso sí, seguro de que no había un camino sino de que se hace camino al andar, de que al andar se hace camino y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar… Lo que en este caso se habría de cumplir con estricto rigor, no a causa de la simple retórica poética. Que, a decir verdad, también en este caso, no era simple retórica poética pues se trataba de la del inmortal y bienamado por él, don Antonio Machado, a quien tanto debía… Pues como don Antonio, él podía decir que a su trabajo acudía, con su dinero pagaba, excepto esta vez, sí, que no había tenido para los cigarrillos, pero de todas formas con su dinero pagaba el traje que lo cubría y la casa que habitaba, el pan que lo nutría y el lecho donde descansaba. Como don Antonio había creado un mundo de poesía con sus manos, él había trabajado la tierra con las suyas. Como don Antonio, él tampoco sabía si era un clásico o un romántico aunque igual hubiera querido dejar sus versos como el capitán deja su espada: famosa por la mano viril que la blandiera, no preciada por el docto oficio del forjador. Igual que don Antonio conversaba con el hombre que siempre iba con él y cuyo soliloquio era charla con ese buen amigo que le enseñó el secreto de la filantropía. Eso sí, no de la que tanto se publicita y detrás de la cual se esconde el crimen, se agazapa la traición, se confiesa la carencia. Carencia de la que él, como don Antonio, valga la tautología, carecía… Todas sus carencias, mientras caminaba, se reducían a una, la falta de dinero. El que en otras épocas había tenido de sobra, pero de las cuales era mejor no acordarse, como se aconseja no acordarse de la juventud cuando se es ya viejo. Y aunque él no se consideraba viejo pues bien sabía que la edad no está en el cuerpo sino en la cabeza, de todas maneras no era tonto para no darse cuenta, como tantas veces se lo dijo a su vástago predilecto, que por su enfermedad ya era un viejo. Un viejo que caminaba por las calles de la ciudad que lo había acogido hacía muchos años y en la que había gozado y sufrido, levantado del suelo y caído al piso, forjado una familia de ocho hijos de los cuales a la postre le quedaron siete, todo, claro, gracias a la complicidad de una mujer fiel y leal que lo admiraba tanto como él a ella. Ciudad en la que muy bien sabía que cuando llegara el día del último viaje y estuviera presta a partir la nave que nunca ha de volver, se le encontraría a bordo ligero de equipaje, tal cual había venido al mundo, despojado de ropas, casi desnudo, como los hijos de la mar.

Tan ligero como iba ese día que se había levantado temprano, como siempre, para ir en busca de su destino, destino que sólo él conocía. Caminó y caminó sin tregua ni pausa hasta que ya cansado se detuvo… cogió el camino de regreso a casa pero al llegar nuevamente a la 13 con 45, antes de cruzar la calle, decidió subirse a una buseta de la ruta 127 y cuyo pasaje no se sabe cómo canceló pues ya se dijo que no llevaba dinero consigo. Atravesó en ella la ciudad, se bajó en el paradero de Boita, lugar al que por primera vez en la vida iba y, como es lógico, se perdió allí… Mientras tanto, al otro extremo de la ciudad y dado que no había vuelto a su casa, la familia en pleno se preguntaba dónde podría estar él. Luego de averiguar en todas partes por si alguien sabía dónde estaba, un hermano del hijo amado con voluntad honesta, salió a la calle, dispuesto a ir en su búsqueda. Cogió un taxi y lo primero que hizo al subirse al vehículo fue mostrarle la foto de él al conductor y preguntarle si lo conocía… lo que viene bien podría hacer parte del catálogo fantástico, aunque en la práctica sólo pertenezca al territorio de lo posible, no necesariamente de lo divino como tanta gente para su infortunio cree: el señor del taxi, luego de hacer una carrera en el sur, había visto en el parque de Boita al señor de la foto que el hermano del hijo dilecto le acababa de mostrar… “¿Qué hacer?”, se preguntó éste como tantos años antes lo había hecho Lenin con otros fines, no se sabe si más o menos altruistas. Pero, la cosa era más simple que política, así que rápidamente el chofer del taxi y el otro hijo de él se dirigieron al único objetivo no sólo posible sino probable de hallarlo. El trayecto, como podrá imaginarse cualquiera, fue tan tedioso como desgraciado a causa de los problemas de desplazamiento. Lo difícil no fue llegar a la carrera décima, vía obligada de acceso al lugar de destino, sino avanzar por ella… sobre todo a partir del momento en que el chofer del vehículo de servicio público perdió sus gafas a manos de un raponero. En medio de la barahúnda el señor persistía en continuar al volante, pero cuando se convenció del peligro, entonces decidió cederle su puesto al otro hijo del señor que buscaban. Sin embargo, aunque éste último era lo que se podría considerar un as del volante, las circunstancias no permitían demostrarlo. El taxi avanzaba a un promedio de diez minutos por cuadra, si es que existe una medida tal para vislumbrar lo que pasaba… De manera que para no darle largas al asunto el trayecto se cubrió en poco más de dos horas. Dos horas que dadas las circunstancias equivalían a una eternidad para los tres: para el taxista, para el hermano del hijo preferido y para…
Al llegar al sitio, el hermano del hijo predilecto agradeció a la vida que no fuera él quien hubiera perdido las gafas a manos de los ladrones, aunque al verlo ya no estaba seguro de si él era su padre. Y no estaba seguro pues éste se encontraba calcinado por el sol, sin el saco de paño con el que había salido y que no se sabe cómo había perdido, en definitiva, casi desnudo, como los hijos de la mar. Perplejo por la conciencia de saberse perdido, al encontrarse con uno de sus otros hijos, él, que era tan locuaz, no pronunció palabra alguna, aunque pudiera decirse que en ese momento, más que nunca, adquirían inusitada vigencia las palabras del poeta según las cuales qué bueno es estar triste y no decir nada… Aunque bien podría decirse que para entonces decir algo tampoco serviría de mucho. En ese instante, las palabras sobraban, como sobraron para explicar los pormenores del “milagroso” evento cuando él regresó a casa. Pormenores que, no obstante, debido a la elocuencia implícita del relato hecho por el taxista a los familiares del protagonista, terminaron por convencer a todos de que, en efecto, se había tratado de un milagro, un milagro, eso sí, causado por las leyes de probabilidad de Hume, según las cuales todo es posible por el cruce de múltiples variables que al cabo determinan el cumplimiento de un hecho, o por la ley del azar de Buñuel, según la cual primero está eso, el azar, luego viene la necesidad. Y la posibilidad de recuperarlo a él, dependía del azar más que de aquella. Tras su muerte el 20 de junio de 1999 en la ciudad que lo había acogido, en la que había sufrido, gozado y se había reproducido, a la vez empezaba a dormir un sueño profundo, tranquilo y verdadero. Larga paz a sus huesos. No obstante, el día que el hermano de su hijo dilecto lo había encontrado, había comenzado la desaparición del padre del autor de este relato.

Luis Carlos Muñoz Sarmiento
Padre de Santiago & Valentina. Realizador y locutor de Una mirada al jazz y La Fábrica de Sueños: Radiodifusora Nacional, Javeriana Estéreo y U. N. Radio (1990-2004). Fundador y director del Cine Club Andrés Caicedo desde 1984. Fundación Social (1987): Ganador del Concurso de Cuento Cenpro TV, con Movimiento en falso. Feria Int. del Libro de Bogotá: conferencista invitado (1987-2005). U. Central (2006): Finalista del Concurso Nacional de Cuento 25 Años del TEUC, con Noticias del imperio, por Henry V. Miller (La muerte del endriago y otros cuentos, U. Central, 2007). U. Central (1999): Miembro del Taller de Escritores. U. Nacional (2000-02): Profesor de la Fac. de Derecho en la cátedra Vida Universitaria. U. Central (2005-07): Docente en los seminarios Movimientos y renovación en el cine, Cátedra de Derechos Humanos, en los Cursos de Contexto Shakespeare, Constitución Política: un proyecto de nación, Maestrartes y Descubrir el cine: narrativas y tendencias. Finalista del Concurso Nacional de Cuento 25 Años del TEUC, con Noticias del imperio, por Henry V. Miller (La muerte del endriago y otros cuentos, U. Central, 2007). Autor de ensayos sobre los escritores.
Fuente: el magazín de el espectador - Pijao editores - Foto: Pijao editores

ZBIGNIEW HERBERT: INFORME DESDE LA CIUDAD SITIADA

Demasiado viejo para llevar las armas y luchar como los otros,


fui designado como un favor para el mediocre papel de cronista
registro -sin saber para quién- los acontecimientos del asedio

debo ser exacto mas no sé cuándo comenzó la invasión
hace doscientos años en diciembre septiembre(*) quizá ayer al amanecer
todos padecen aquí del deterioro de la noción del tiempo

nos quedó sólo el lugar el apego al lugar
aún poseemos las ruinas de los templos los espectros de jardines y casas
si perdemos nuestras ruinas nada nos quedará

escribo tal como sé en el ritmo de semanas inconclusas
lunes: almacenes vacíos la rata ha devenido moneda corriente
martes: alcalde asesinado por agentes desconocidos
miércoles: conversaciones sobre el armisticio el enemigo confinó a los legados
ignoramos dónde se encuentran esto es el lugar de su suplicio
jueves: tras una turbulenta asamblea se rechaza por mayoría de votos
la propuesta de los comerciantes de especias de rendición incondicional
viernes: comienza la peste
sábado: se ha suicidado un desconocido inflexible defensor
domingo: no hay agua rechazamos un ataque en la puerta este llamada Puerta de la Alianza

lo sé todo esto es monótono a nadie puede conmover

evito comentarios las emociones mantengo a raya escribo sobre hechos
aparentemente sólo ellos son valorados en los mercados foráneos
pero con cierto orgullo deseo informar al mundo
que gracias a la guerra hemos criado una nueva variedad de niños
a nuestros niños no les gustan los cuentos juegan a matar
despiertos y dormidos sueñan con la sopa el pan los huesos
exactamente como los perros y los gatos

al atardecer me gusta deambular por los confines de la Ciudad
a lo largo de las fronteras de nuestra libertad incierta
miro desde lo alto el hormigueo de los ejércitos sus luces
escucho el tronar de los tambores los alaridos bárbaros
en verdad es inconcebible que la Ciudad todavía se defienda

el asedio continúa los enemigos deben ser reemplazados
nada les une excepto el anhelo de nuestra destrucción
godos tártaros suecos huestes del César regimientos de la Transfiguración del Señor
quién los enumerará
los colores de los estandartes cambian como el bosque en el horizonte
desde el delicado amarillo de aves en primavera a través del
verde del rojo hasta el negro invernal

así al atardecer liberado de los hechos puedo pensar
en asuntos antiguos lejanos por ejemplo en nuestros
aliados de ultramar lo sé su compasión es sincera
envían harinas sacos de ánimo grasa y buenos consejos
ignoran incluso que nos traicionaron sus padres
nuestros ex-aliados desde los tiempos de la segunda Apocalípsis

sus hijos no tienen culpa merecen gratitud así que les estamos agradecidos
no sufrieron un asedio largo como una eternidad
a quienes alcanzó la desdicha están siempre solos
los defensores del Dalai-Lama kurdos montañeses afganos

ahora cuando escribo estas palabras los partidarios del pacto
conquistaron cierta ventaja sobre la fracción de los intransigentes
habituales las oscilaciones de ánimo los destinos aún se sopesan

los cementerios crecen disminuye el número de los defensores
pero la defensa perdura y perdurará hasta el final

y si cae la Ciudad y uno solo sobrevive
él portará consigo la Ciudad por los caminos del exilio
él será la Ciudad

miramos en el rostro del hambre el rostro del fuego el rostro de la muerte
y el peor de todos -el rostro de la traición
y sólo nuestro sueños no fueron humillados


(*)La noche del 13 de Diciembre de 1981 fue decretado en todo el país el estado de guerra, el movimiento democrático «Solidaridad», el primer sindicato independiente en un país socialista, fue disuelto y declarados ilegales todos los acuerdos firmados entre el sindicato y el gobierno. A la declaración del estado de guerra siguió una represión generalizada. En Septiembre de 1939, por otra parte, dio comienzo, como es sabido, la segunda guerra mundial. (Xaverio Ballester)


Zbigniew Herbert 

Leópolis, Ucrania, 29 de octubre 1924 – Varsovia, 28 de julio 1998
Poeta y dramaturgo polaco cuya producción, moderna y humanista, lo sitúa entre los grandes de la literatura contemporánea polaca junto a sus compatriotas Czeslaw Milosz y Wislawa Szymborska. De profunda formación humanística, ejerció diversas actividades dentro y fuera de Polonia, pero se mantuvo apartado de la vida pública hasta 1953, momento a partir del cual se dedicó a la literatura en exclusiva.
Fuente: biografíasyvidas - cainabella - Foto: biografiasyvidas 

LILIANA CAMPAZZO: POEMAS

I

Hay pájaros
y también
chispazos de pájaros
esos
que cuando el sol
corre al lado del auto
por una ruta de tierra
cruzan
delante de la ventanilla
y dejan los ojos cansados
por el esfuerzo de ver su luz
de pájaros .
La ruta de piedra y pozos
se parece a la vida
dura tosca
levanta polvareda
como cuando una
sin más razón
que la tristeza
pega un grito.


II

Los viajes de ahora son eléctricos
aparatos que le cuentan a los otros
donde está una
mandan fotos
cartas escritas en pantallitas minúsculas
hacen de bitácoras efímeras
la ruta sigue igual que antes
pura piedra no más
y algún rehue
al costado de las huellas.



III

Allí se esconde el río
detrás de la curva
lo sé
por que se ven los álamos.


IV

El auto no corre aquí
cabalga
cruza un bajo
olisquea
galopa
un serrucho
fabricado por el viento
al que no puede vencer
la máquina de vialidad
flota en su interior
un polvo de años
lleva en el asiento de atrás
un atado de libros
algún vino
piedras que una junta
para traer a la casa.


V

El sol se cae
atrás de un cerro
brilla de otra luz
casi verde
los pozos
ojos que miran desde abajo
la velocidad
de las cosas.
Es como un líquido,
el sol,
que no termina nunca
de escurrir.
Una está sentada yendo.
Otra curva se agazapa
me salta a la cara
hace sombra
un guanaco
el sol
se cae
a su costado.


VI

En la boca el nombre de la hija
chispazo de pájaro
pájaro ahora
mallín
alambrado
piedra
flores amarillas
bajo
guardaganado
pájaro
sombra sobre el cerro
en la boca el nombre de la hija
lento hace girar en su dedo
un anillo
chispazo de pájaro
molino.
Paso del Sapo
treinta y cinco kilómetros.


VII

La hija y su nombre
traen a la tarde reminiscencias
de cielo
celina
cruza despacio en mi retina
se posa su nombre en mi boca
corre celina
atrás de un sueño
cada piedra en sus manos
se florece.


VIII

Chispazo de pájaro
pájaro
luz
se va brillando
un oscuro
y es la noche la que cae
no es líquida la noche
es mata cubriendo la luz
carbón piedra
sobre la línea
pájaro negro
hace nido
sobre mis ojos
que apenas
ya
el camino.


IX

Cerro Cóndor
no vuela
no galopa
mi auto
detenidos estamos
quietos los dos
fumamos al costado
deja de ser auto
apenas reclino el asiento
es casa
techo en el desierto
abrigo
paté y criollitas
una copa de cristal
que el abuelo trajo de otro viaje
gota hada que cae roja
en la garganta
de la sed.


XIII

Otra ruta
otros pozos
el auto se lleva pegados
los bichos de la noche
por la ventanilla crece el sol
hay una luz indecible
a esta hora
unas sombras que no dan
saco mi pantalla y anoto
la escritura sin lápiz
flota 



Liliana Campazzo
Soy Liliana, escribo y leo todo lo que puedo. Trabajo mucho. Nací en Buenos Aires, tuve una infancia llena de abuelos que pusieron los libros en mis manos y una miopía hereditaria en mis ojos.
Desde el 77 vivo en la Patagonia, muchos años en un pueblo que se llama Sierra Grande y desde el 92 en Viedma, cerca del mar.
Escribo para no matar ni matarme. Escribo porque es el lugar de la memoria, leo porque es el lugar de lo posible.
Tuve la suerte de leer sin interferencias, como loca sin brújula, leí porque quería, escribí siempre. Copiaba padrenuestros a los que le cambiaba palabritas y después en esa música del rezo encontré mi propio verso.
Por suerte después de los catorce descreí de dios y de sus santos y aparecieron algunas palabras para contar mi mundo.
Publiqué después de los cuarenta, cansada de corregir el mismo libro casi diez años. Se llamó "Quieta para la foto" . Todavía lo sigo mirando con recelo y le cambiaría algunas cosas.
Después salieron otros, ahora estoy terminado "Los poemas del aire" (poemas y fotos). 

Fuente: elinfinitoviajar - Foto: elpoetaocasional 

GILBERTO SANTA ROSA: MÚSICA


"Te propongo"
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"Sin voluntad"
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Gentileza:YouTube


La elegancia musical y el estilo de Gilberto Santa Rosa lo ha convertido en una de las figuras prominentes del ambiente de la música popular. Sus múltiples galardones en la industria del disco refirman su vigencia a través de los años, entre ellos el 2002 ASCAP Latin Heritage Award y el GRAMMY® Latino en 4 ocasiones y el GRAMMY® anglosajón en el 2007 para un total de 5 estatuillas, no obstante para el artista no hay mejor galardón que el respaldo consistente del público. 
Gilberto Santa Rosa reveló su vínculo inquebrantable con la música a muy temprana edad. Nacido el 21 de agosto de 1962 en el pueblo de Carolina, Puerto Rico, sus estudios primarios los cursó en la escuela elemental Ángel Ramos, donde tuvo sus primeras apariciones artísticas. En esa época, su corta edad no lo apartaba de la fuerte oferta salsera de los años 60.
Fuente: www.gilbertosantarosa.com - Foto: elespectador

viernes, 7 de septiembre de 2018

CRISTINA BAJO: LA NIÑA QUE SUEÑA - AÑO 1840



Los más lejanos recuerdos de Solana estaban impregnados de soledad y desarraigo. Su orfandad, y una especie de confusión mental que para nada la hacía desdichada, pero que a todos intranquilizaba, la habían llevado por un interminable deambular, adaptándose a sucesivos primos, a tías gruñonas, a “yayas” que no le dispensaban el mismo trato que a los niños de la familia.

Y ya sin saber qué hacer con ella, apenas pasada la adolescencia, los parientes se la enviaron a doña Ascensión, la señora mayor de la familia, con la excusa de que sirviera de báculo a su vejez.

Doña Ascensión vivía en Todos los Santos, un caserío perdido entre las sierras de Ascochinga, y como hasta allí no habían llegado los rumores de las rarezas de su sobrina, aceptó recibirla.

La anciana y su criada le tomaron apego y si bien en el pueblo pronto comenzaron a susurrar que la jovencita veía cosas vedadas —criaturas perdidas en un recodo del tiempo, lanzadas por un desatinado latir del Reloj Eterno—, ellas lo simplificaban en que la niña era mística. La negra Nazareth llegó a decir que su ama la hubiera recibido “aunque tuviese rabo”, tal era su corazón de panal.

Fue en la pieza que le destinó la señora, con arcones que olían a fruta para perfumar la ropa y a pimienta en grano para evitar la polilla, con el lecho de baldaquino y la mesita donde, en urna de cristal, dormía el Niño Dios entre flores secas, que las visiones que martirizaban a Solana desde que tenía uso de razón se intensificaron.

En realidad, la negra, en quien el cristianismo era ropaje y no carne, desde el primer momento trató de protegerla con rituales casi olvidados, de viejos entes africanos, mucho más espantables que el Maligno, al que las beatas se referían con gesticulaciones y sobreentendidos.

Lo que Nazareth imaginaba era una horda que olía peor que azufre, era esa horda que sus mayores habían invocado junto al fuego, en noches de matanza de gallos y gatos negros, de enjugarse las manos con sangre y de beber ron con especias mientras gangueaban, por la costa del río, canciones en lenguas perdidas.

No hubiera tenido miedo en la ciudad, aclaraba la negra. ¡Cómo tenerlo, en aquel bastión de Cristo, erizado de santas torres, con tanto hábito por la calle, y las campanas llamando todo el día a las horas canónicas o a misas de perpetuidad!

A veces, mientras Solana la ayudaba en la huerta, le enumeraba los templos y los conventos, y agregaba los fortines de la tenacidad de los jesuitas que, aunque abandonados desde su extrañamiento, seguían protegiendo, aunque a distancia, aquella ciudad abrazada por un río aletargado: Alta Gracia, Santa Catalina, Jesús María, Caroya y la Candelaria, y más al sur, San Ignacio de Calamuchita.

Y usando la azada para retirar las piedras de los surcos que iba abriendo, agregaba la negra:

—Ya lo decía tu abuelita: cuando echaron a la Compañía de Jesús, los diablos se relamieron. Nunca se ha sabido que le temblaran a San Francisco, que era un pan de Dios; ni a la Virgencita de la Merced, la consentida de Belgrano, que yo no sé, pero de cinco batallas, le hacía ganar una. Ni a Santo Domingo, que se entretenía en buscar al Malo en el pellejo de los herejes y siempre salió burlado. San Ignacio es otra cosa, con él no se juega; lleva espada. Y como un mal rey mandó expulsarlo de estas tierras, no tenemos quien nos proteja.

Enderezándose a duras penas, Nazareth se sobaba la rabadilla martirizada antes de seguir con su rezongo:

—Por eso los diablos han metido la cola y acá estamos, peleándonos entre hermanos. Porque, decime, ¿en qué se distinguen unitarios de federales? Todos matan, todos roban, nada respetan...

Así andaban las cosas por el solar de la viuda, pero algo vino a cambiar tanta preocupación. Y fue que un anochecer, después del rosario, mientras se dedicaban a hacer velas usando como pabilo viejas cartas de amor de la señora, Solana, tímidamente, comenzó a hablarles de ese mundo mágico que se desenvolvía en medio de la noche, tras los cortinados de su cama, entre las brumas del sueño.

Sentadas en la sala donde unas pocas candelas apenas si alcanzaban a desterrar la negrura más inmediata, doña Ascensión y Nazareth la escucharon —primero asustadas, luego preocupadas, y finalmente embelesadas— contar cómo el Niño Dios salía al amanecer de su cuna para descansar junto con ella, recogido en su abrazo.

Y al adentrarse en la maraña mágica del espíritu de la joven, la negra dejó de martirizarla con su pasaje de manos y frotaduras de hierbas, rezos y ensalmos de medianoche, porque ningún engendro concebido en la Costa de Marfil (que identificaba sus demonios ancestrales) podía prevalecer en aquella habitación santificada por la castidad de Solana y la presencia del Santo Infante.

Fuera de la casa de doña Ascensión, otros sentimientos acechaban a la joven: Leonor Nieto, la hija mayor del hacendado del lugar, había concebido por ella una aversión indisimulada. El motivo era uno de los más viejos del mundo: Leonor amaba con obstinación a su primo, Rafael Montano, pero el mozo penaba de amor por Solana y se negaba a desposar a su prometida.

Ya los Nieto y los Montano habían intentado convencerlo de que, por el bien patrimonial de ambas familias, era necesaria la unión sacramentada con su prima, pero éste no escuchaba jueces ni preces, plantado en que amaba a la joven que criaba la hidalga de noble riñón aunque menguados recursos.

El mozo, ebrio de amor, la espiaba por sobre las tapias, cantaba de noche ante la ventana de la joven tonadas simplonas, y no se privaba de trepar a los techos y enfocar el catalejo del bisabuelo hacia el recatado patio de doña Ascensión, donde Solana se bañaba bajo el magnolio para atemperar el bochorno de la siesta.

Por este comportamiento de Rafael y porque Leonor no era estimada por muchos, es que ambos terminaron siendo motivo de cuanta broma corría por el pueblo.

El amor del señor juez por la huérfana, en cambio, era discreto; se conformaba con pasar tarde por tarde a informar a la señora de cómo iban sus juicios de lindes o de aguas, de vacas robadas o ranchos usurpados, mientras sus ojos tristes, de viejo que sabe que nunca será amado, se posaban en la cabellera de la muchacha, en su frente límpida, en su mirada inocente.

Nunca llegó a poner en palabras sus anhelos, coartado por la voluntad del cura del lugar, que estaba empeñado en convencer a la viuda de que la huérfana debía ingresar a monja.

Era muy peligroso, sostenía el padre Atanasio, que una jovencita tan bella y sin dinero, con pocas posibilidades de casarse dentro de su clase debido a sus defectos —la pobreza y la imaginación—, soñara que el Niño Jesús salía de la urna para dormir sobre sus pechos. Y creyendo en una especie absurda que decía que doña Ascensión era dueña de un “tapado” de monedas cuzqueñas, se ilusionaba en derivar aquellos dos buenos caudales (la sobrada castidad de la doncella, la imaginaria fortuna de la vieja) a las arcas de un convento.

Así, con Leonor impacientándose con que su primo comprendiera razones de familia, sin andar echando ojos y deseando poner manos sobre la huérfana; con el poder judicial mirándola tarde tras tarde con ojos de carnero degollado, y con el fraile insistiendo en que el Espíritu Santo la quería de hábito, las cosas sobrenaturales que anidaban en las sombras de su lecho, el Niño que la visitaba en sueños y dejaba un hueco cálido en su almohada, terminaron pareciéndole a Solana más comprensibles que la realidad.

Un mediodía, mientras sacaba agua del pozo de la huerta, vio pasar las huestes de Lavalle, que venían huyendo del desastre de Quebracho Herrado. Sobre el muro derruido, un soldado estiró la mano tiznada de pólvora y manchada de sangre, implorando agua, más con el gesto que con la palabra.

Sin hacerse rogar, Solana le alcanzó el jarro y luego dio de beber al resto de los soldados hasta que aplacaron la sed, ignorando que el pueblo se había encerrado porque las tropas “celestes” —o unitarias— tenían fama de salvajes, diciéndose que trataban con tanto agravio a amigos como a enemigos. Sin embargo, ninguno de aquellos hombres la miró con lujuria ni soltó palabrota: ella les colmó los chifles en un silencio que cayó sobre los desgraciados como bálsamo; ellos, agradecidos, no requisaron ni robaron en el poblado, sino que partieron envueltos en una polvareda ocre, hacia la sed, el hambre y el ocaso final.

Nazareth, que se había escondido en el gallinero, salió de allí para amonestarla por lo que había hecho.

—¿No sabés que son hombres de Lavalle y que Oribe les viene pisando el rastro? En un día lo tendremos acá al general, y segurito que si no otro, Leonor es bien capaz de denunciarte. ¿Qué harás entonces?, ¿qué le dirás al general de la Federación?

—Le diré que lo mismo hubiera hecho por sus hombres —respondió Solana, que no entendía aquellos enredos; nada le sugería la mazorca colorada, y mucho menos el junquillo celeste.

Un hombre con sed, agotado, malherido, era un hombre atrapado en el callejón del Destino, así que, en paz consigo misma, continuó regando coles y zanahorias mientras suspiraba: “¡Quién cultivara rosas! ¡Quién pudiera amamantar al Niño!”.

Pronto llegó el ejército colorado: eran hombres aguerridos, de brillantes uniformes, mejor comidos y hasta con banda de música.

El general Oribe era pequeño y apuesto, calzaba una impresionante casaca, botas francesas y tricornio. Pronto dejó sentado que si iban a requisar, a despojar, a matar, se haría legalmente, con papeles sellados y breves explicaciones que constaban en letra menuda.

La subversión unitaria no cundiría en Todos los Santos, aclaró al señor juez que, de pie en su propio despacho, contemplaba cómo Oribe, que ocupaba el sillón de la ley, acababa con el mejor clarete de la casa.

—Somos el Orden Federal —acentuó el uruguayo, levantando hacia el anciano un rostro hermoso y helado. El juez, sudando, asintió vigorosamente con la cabeza.

Hubo en aquel momento un tumulto y Leonor Nieto, que huía del edecán, cayó de rodillas ante Oribe, barbotando frases como “enemigos de la Santa Causa”, “asesinos de Dorrego”, “traidoras guarecidas entre la gente de bien”, y de un tirón nombró a la huérfana que tenía atragantada y a dos desgraciadas que metió para disimular: Pascuala la fortinera y Martina la cuartelera. La primera había bajado del Río Seco para asistir a su madre moribunda; ante el requiebro malicioso de un soldado de Lavalle, le había arrojado un limón. La segunda venía siguiendo al ejército unitario y, estando al parir, había sido abandonada en el pueblo para que no entorpeciera el cruce de las grandes salinas, hacia Catamarca.

Oribe —don Juan Manuel de Rosas había comisionado al general uruguayo para acorralar a Lavalle— prometió investigar y promover un castigo ejemplar para tan descaradas enemigas, que se creían amparadas en su condición de hembras.

No pasó más de un día cuando, con gran alboroto, las dos infelices fueron arrastradas al despacho del juez para que escucharan la sentencia.

Con Solana fue otro cantar: doña Ascensión se negó a entregarla, actitud cimentada en siglos de nunca olvidados privilegios de conquistadores y encomenderos, revolucionarios de primer orden y pensadores de segunda, de algún lejano mártir franciscano y un recordado obispo quemalibros.

Los soldados que fueron a prenderla se detuvieron ante la transparente mirada de Solana como si presintieran el umbral del sacrilegio; ¡si parecía una imagen de vestir, intocada y pura como los nombres de María Santísima!

Cuando volvían sin la prisionera, uno tartamudeó:

—¿Vieron? ¡Mismamente tenía una luz sobre la cabeza!

—Sería el sol que entraba por la puerta, so bestia —rezongó el sargento, inquieto, pues bien veía que el sol estaba sobre las tejas y no pasaría por aquella abertura hasta el atardecer.

Doña Ascensión no arriesgó una segunda oportunidad; se atrincheró a piedra y lodo, encerró a Solana en el dormitorio y se guardó la llave en el seno, entre camisolas, justillos y corpiños. Que la tomara de ahí quien se atreviera.

Una hora después llegó el señor juez con un oficial, pero como la señora entendía que sus fueros eran inalienables, los despidió con cajas destempladas.

Hubo un cónclave apresurado en casa de los Nieto, entre el estanciero, el cura y el letrado. Algún malicioso dijo que sólo faltaba el pulpero para que todas las fuerzas vivas del poblado estuvieran representadas.

Leonor, entre tanto, había recibido una tunda de su madre; no era cuestión de andar denunciando iguales, que nunca se sabía cuándo vendrían las tornas... Claro que, dadas así las cosas, quizás ahora Rafael entrara en razones; el verano iba para seco y bien les vendría contar con las vertientes que nacían en los campos de los Montano.

Finalmente se confió la misión a don Teodoro, el padre de Leonor, quien con gentiles maneras entró en la fortaleza y pidió que Solana estuviera presente para escuchar lo que venía a decirles. Dio ante la joven un cumplido discurso, cargado a cuenta de Oribe, con amenazas sobre la tía y la criada si ella se declaraba en desacato.

—Total, niña, sólo será un escarmiento. Te cortarán el pelo y sanseacabó. Y el pelo, vamos, qué es sino una mundanidad, sin contar que te crecerá en un tris.

La secreta verdad era que ni él ni el juez estaban seguros de que allí acabara el castigo, prefiriendo no especular si al insulto seguiría la injuria. Pero habían decidido —con el veto del fraile— que “por el bien común” sacrificarían a la santa entre las alegres para evitar malentendidos con el general.

Solana, sin entender de qué se la acusaba, aceptó por amor a las ancianas. Se presentó donde le ordenaron, escuchó la sentencia y a su debido tiempo compareció en la plaza.

Un silencio de misa se hizo cuando caminó, indiferente, hacia el oprobio. Iba vestida de blanco, con sencillez y, por evitar trabajos al verdugo, llevaba suelta la cabellera de arcángel.

Doña Ascensión, que había cedido por temor a que su actitud acarreara mayores daños a la sobrina, obtuvo la gracia de que se la mantuviera apartada de las prostitutas, de manera que al pie del tablado dispusieron una tarima para ella.

Solana parecía envuelta en una de sus ensoñaciones, pero al ver cómo maltrataban a las reas mientras los mirones se divertían —la gente principal estaba en primera fila, pues habían sacado los sillones a la plaza—, bajó de la tarima, subió al tablado y dijo al verdugo:

—Deje usted, que yo haré el trabajo tan bien como usía... aunque con más misericordia —y tomando las tijeras (que no eran otras que las de tusar caballos) alentó a ambas mujeres—: Ánimo, hermanas; hay que pasar por esto. Recemos el Dios te Salve.

La cuartelera, ante su gesto, cayó de rodillas y le besó las manos. Su vientre abultado y el dolor en su rostro sumido por el hambre hicieron saltar lágrimas a Solana, que la tomó por los codos, la ayudó a levantarse y, con gesto fraterno, cortó las mechas salvajes a conformidad del oficial. Luego, mientras las infelices se abrazaban en su vergüenza, Solana dijo con firmeza:

—Jamás varón alguno me ha tocado; que sea Leonor Nieto quien corte mi pelo.

Su rival, que estaba sentada en primera fila, palideció, se puso de pie, quiso dar un paso y cayó como fulminada. Sus familiares tuvieron que sacarla en andas mientras el pueblo humilde susurraba que el castigo le había llegado como le place al Todopoderoso, sin palo y sin piedra.

Doña Ascensión suplicó al oficial permiso para ser ella quien cortara el cabello de la joven y el hombre, sin habla, consintió con un ademán.

—Corte bien arriba, tiíta —indicó Solana—, que si el señor obispo lo permite, donaré mi pelo para la Virgen de Candonga, aunque no sea yo una Amuchástegui.

El padre Atanasio mandó de inmediato al monaguillo por un mantel de altar para recoger la ofrenda y doña Ascensión a Nazareth por sus tijeras de oro, a las que sumergieron en agua bendita. Para entonces, lo que había comenzado con chanzas y chillidos se mantuvo en un silencio de consagración.

El oficial carraspeó y murmuró:

—No corte tan alto, vamos, señora —y después, los hombros cuadrados ante el rigor de la escena, agregó—: Ya, ya; no hay que exagerar.

Con la última guedeja, mientras envolvían la rubia cabellera en la blancura del lino, siendo solamente las seis de una tarde de verano, una súbita oscuridad cayó sobre el poblado.

No hubo, como se dijo después, ni truenos ni ráfagas ni temblores: sólo una sofocante, silenciosa negrura que se reclinó sobre la tierra en la más pasmosa mansedumbre mientras Solana se sumía en un estado de inconsciencia.

Nazareth, las beatas y la tía se afanaron alrededor de ella. Una le tomó las manos y se las besó, musitando: “Están heladas”; otra le quitó las zapatillas y le friccionó los pies, envolviéndoselos con una mantilla. Llenas de aprensión y gimoteando en voz baja, las mujeres transportaron el cuerpo de Solana hasta la casa de su tía, y de allí a la alcoba, seguidas a distancia por Pascuala y Martina que, no osando entrar en la casona, se cobijaron entre las raíces de un sauce y se quedaron en silencio, las miradas perdidas, el entendimiento pendiendo de un hilo.

El pueblo se dispersó y tal parecía que regresaban del Gólgota cuando, acongojados, se refugiaron en sus casas. Oribe, desde la sala del juez, observaba en un silencio que ni sus edecanes se atrevían a romper. Imprevistamente, dio una contraorden.

El oficial que volvía de haber impuesto la condena se encontró a medio camino con el ayudante de campo.

—Ordena el general que nadie toque a esas mujeres.

—Ninguno de mis hombres se atrevería —replicó secamente el otro—, aunque se mandara lo contrario.

Encendieron un pitillo con manos temblorosas y abandonaron la plaza en penumbras como si aquél fuera día de Cenizas.

A la mañana siguiente, Oribe y sus hombres partieron tras el enemigo, pero sólo encontraron pozos contaminados, vertientes secas, ríos de arena. El agua, que generosamente repartiera Solana, se volvió esquiva para ellos. Después que el capellán dedicó un oficio a Nuestra Señora de Nieva, el cielo respondió con un diluvio que parecía destinado a ahogarlos. Quedaron empantanados, perdieron pertrechos y el ejército de Lavalle se les esfumó en la neblina de la garúa.

En el pueblo, Solana dormía en un trance del que no lograban despertarla, y cuando quisieron darse cuenta, una horda de espíritus se había adueñado del lugar, apagando fogones e incendiando los techos, secando los pozos tanto como las ubres.

Los cirios se consumían en minutos y los papeles se avejentaban en horas en el despacho del juez. Las cosechas se helaron en pleno estío y todas las tijeras se herrumbraron. La Luz Mala sitiaba el caserío no bien oscurecer y los perros aullaban al cielo noche tras noche, con un lamento que parecía convocar a las ánimas. Aunque el letrado aseguraba que eran cantos gregorianos, el padre Atanasio no pudo confirmarlo, porque teniendo el alma en paz y siendo duro de oído, se dormía en cuanto daban las completas.

La gente comenzó a peregrinar a casa de doña Ascensión y muchos dejaron de visitar a los Nieto: desde el incidente, Leonor había adquirido la costumbre de orinarse en público y despedir ventosidades, y Rafael había huido a Santa Fe para darse a la mala vida.

Murió la madre de la fortinera, y la mujer desapareció después de enterrarla. La cuartelera, en cambio, permaneció por los alrededores, arisca como gato hambreado que teme aceptar la comida que puede volverse cautiverio, y la gente se acostumbró a verla, con su patética preñez, atisbando por los huecos de las tapias de la viuda, o tomando agua de las acequias como un animal enfermo. Nazareth, condolida, le dejaba comida en un plato, como al acaso.

Cuando la aflicción por Solana y las desdichas del pueblo llegaron al colmo, sucedió algo extraño.

Fue al amanecer; Nazareth, que había llegado unos minutos antes para suplantar a su ama, pues entre ambas vigilaban el sueño de la joven, quedó boquiabierta cuando, entre dos parpadeos y un bostezo, vio una monjita orando, casi oculta entre los cortinados de la cama.

Luego de santiguarse, la desconocida se inclinó, besó a la durmiente en los párpados y Solana despertó serenamente. Su primer gesto fue volverse hacia el arca del Niño Dios para exclamar con voz todavía cargada de sueño:

—¡Mi Santo Niño, por qué me has abandonado!

Doña Ascensión, que dormitaba en la desvencijada poltrona, oyó la voz de su sobrina despejándole como un soplo el entendimiento, y abrió los ojos. Lo primero que observó fue a Nazareth, llorando en silencio, como si temiera espantar angelitos, mientras contemplaba a una joven de hábito que conversaba gentilmente con Solana. Luego escuchó la voz de la huérfana contando a la religiosa los sueños que había tenido, sobre sucesos terribles que atormentaban a Todos los Santos, suplicándole que intercediera para que cesara todo mal y se borrara todo daño.

—...pues bien sabe Diosito que no guardo rencores en mi alma.

—El Señor te concederá lo que pides, pues nunca has pedido nada para ti —le aseguró la monjita. E inclinándose hacia Solana, le preguntó en un susurro:

—¿Sabes quién soy?

La huérfana negó con la cabeza.

—Soy la guardiana de tus sueños —musitó ella, y dejó sobre la almohada un ramo de rosas. Se fue tan discretamente como había entrado y Nazareth, que la siguió hasta la galería mientras se secaba los ojos, volvió diciendo:

—No sé por dónde salió, pero por la puerta no fue.

Doña Ascensión, sin darle importancia, se llevó el índice a la boca, mostrándole el rosario, mientras declaraba entre dos salves:

—Se habrá ido por el huerto.

En la atmósfera intensamente perfumada, mientras rezaban custodiando el ahora pacífico adormecimiento de Solana, les pareció que el ramo de rosas, junto al rostro arrebolado de la joven, brillaba de rocío amanecido.

La mañana llegó con inesperadas alegrías: los pájaros cantaron, las gallinas llenaron de huevos los nidos, las vacas y las cabras recuperaron la leche. El maíz creció en una noche y la campana de la capilla tañó anunciando las gratas noticias, aunque el padre Atanasio sospechó que un pícaro mocoso, camino a juntar leña, le había dado al repique. A las pocas horas, el pelo de Solana había crecido, recuperando parte de su largura.

En los días siguientes, mientras la joven convalecía, comenzaron a llegar los vecinos con modestos presentes: unos huevitos de perdiz, moteados; una piedra de mica que semejaba un espejo; una canasta con los frutos de la pasionaria, de entraña sangrante y dulzor baboso.

Luego se dijo que cuando le llevaban criaturas desmedradas, ella las curaba con el roce de su mano; que su sola conmiseración ponía alimento en la mesa del pobre; que se le había concedido el don de encontrar esquivos manantiales...

Sólo una tristeza tenía la joven: el Niño Santo, bello y frío, no había vuelto a abandonar su lecho de cristal y flores secas para dormir junto a ella.

Cuando Solana mejoró, acompañada de Nazareth y de unas monedas gordas sacadas por su tía de secreto escondite, caminaron hasta San Isidro, donde un grupo de religiosas se había refugiado, huyendo de la ciudad devastada.

Una monja madura, con esbozo de bigote y gruesos espejuelos, las recibió a regañadientes, parapetada detrás de una abertura enrejada que habían abierto a modo de locutorio.

Cohibidas ante su desconfiada autoridad, intentaron explicar que querían agradecer a una hermanita de hábito que...

—Están equivocadas —las interrumpió la superiora, que estaba harta de oír hablar de Solana y sus milagrerías—; mis hijas no son cabras para andar por los montes visitando señoritas con pretensiones de santas.

Cuando la joven y la criada se retiraban, mohínas, vieron un hermoso retrato iluminado y ante la insistencia de Solana, que la reconoció como su benefactora, la priora frunció la nariz, olisqueando la herejía.

—Faltaba más —les endilgó—, que pretendan que Santa Rosa de Lima las haya visitado, siendo que lleva muerta dos siglos a lo menos.

Cuando dejaron el convento, el portero hizo caer la tranca del portón con un ruido de hierro y un toser de maderas a sus espaldas.

La criada y la huérfana, del brazo en la tierna tarde de otoño, tomaron el atajo hacia Todos los Santos.

—¿Será posible que Santa Rosa nos haya visitado? —preguntó, dubitativa, Solana.

—Era ella, Solanita, no hay dudas. ¿De dónde va a sacar una monja rosas en estos descampados?

—¡Si el Niño volviera a abrazarme! —suspiró la joven, tocada por la brisa que aún olía a tomillo.

Cuando entraron en la casa, la encontraron llenas de exclamaciones y sonidos de trastos, y en la alcoba, a doña Ascensión, acompañada de varias mujeres, al parecer, muy inquietas.

—¡Mira! —sollozó y rió la señora a un tiempo, poniéndole en brazos a una criatura recién nacida.

Solana, temblorosa, creyó que era el Sagrado Infante pero en la urna, el Niño le sonreía con la cabeza inclinada hacia ella.

—Lo encontramos acostadito a su lado —susurró una vecina.

—Todavía huele a rosas —dijo una muchachita descalza.

Solana metió la mano en la caja de vidrio: los pétalos, antes resecos y polvorientos, se habían convertido en rosas de otoño, suaves y sin espinas.

Y ante un apremiante instinto, se abrió la blusa y presentó el pecho rosado, el pezón suave y jamás besado, a la boca hambrienta de la criatura. No tenía leche, pero pronto la sintió fluir desde algún rincón secreto de su mente que le ordenaba amamantar al niño.

Rumbo a Catamarca, siguiendo el Camino Real, Martina, la cuartelera, caminaba tras los rezagados de Lavalle con las entrañas desgarradas. A veces se sentaba en el suelo, las manos apretándose el vientre, dos aureolas oscuras en la tela que rodeaba sus pechos, y recibía la pulla de los soldados sin inmutarse.

Los hombres terminaron por comprender la enormidad de su dolor, entonces, como tocados por un milagro de caridad, le acercaron agua, le ofrecieron un trozo de pan y le vendaron con sus pañuelos los pies sangrantes, para que pudiera seguirlos sobre el mar de sal.


Cristina Bajo
Nació en Córdoba en 1937 y se crió en las Sierras. El interés de su familia se centraba en la literatura, la historia, el arte, la política y la naturaleza, no necesariamente en ese orden. 
Comenzó a escribir muy pronto, pero no intentó publicar, pues le parecía imposible. Fue maestra rural, se casó, tuvo dos hijos, abrió una librería, diseñó ropa artesanal, recogió animales abandonados, plantó árboles y siguió escribiendo. 
En 1995, sus amigos Javier Montoya y Silvina Rivilli, de Ediciones del Boulevard, decidieron publicar su novela Como vivido cien veces. A ésta le siguieron En tiempos de Laura Osorio y una novela que transcurre en el siglo XVIII: Sierva de Dios, ama de la muerte. Luego recopiló un libro de leyendas para adolescentes, La señora de Ansenuza (Del Boulevard 1997, reeditado en 2008), y en 2001 otro para niños, El guardián del último fuego (reeditado en 2007 por La Brujita de Papel). Editorial Sudamericana reeditó todas sus novelas y dos obras nuevas: Tú, que te escondes (2004), de cuentos góticos, y La trama del pasado (2006), tercer volumen de la saga de los Osorio que, al igual que los dos primeros, puede leerse independientemente del resto. 
En 2005, Cristina Bajo recibió dos importantes distinciones: el Premio Literario Academia Argentina de Letras por Tú, que te escondes y el Premio Especial Ricardo Rojas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (para libros publicados) por Sierva de Dios, ama de la muerte, que Sudamericana relanzó aquí como El jardín de los venenos (en España, bajo el sello de Grijalbo) y ya fue traducida a tres idiomas. Sus libros se reeditan constantemente, han estado en las listas de los más vendidos en la Argentina y han tenido excelentes reseñas, entre ellas, en El País de Madrid.
Además de novelas románticas históricas, ha escrito varias antologías de cuentos basados en leyendas argentinas, e incluso un libro de cocina. En 1998, fue elegida "Mujer del Año" de la provincia de Córdoba. En 2004 fue galardonada con el Premio Literario Academia Argentina de Letras por su antología "Tú, que te escondes" y en 2005 con el Premio Especial Ricardo Rojas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires por "El jardín de los venenos", originalmente titulado "Sierva de Dios, ama de la Muerte".
Fuente: tejiendocuentos - Ana Cuevas Unamuno - Foto: babilonialiteraria

CLAUDIA LARS: POEMAS


Hermanos 


Peso del aire, vuelo de la tierra
en opuesta verdad y simbolismo;
doble color del cielo y del abismo
que el ojo exacto de la vida encierra.

Sal aceptada, dulcedumbre en guerra,
paisaje del espejo y de ti mismo;
isla del sueño, mágico bautismo,
ángel sin voz que llama y que destierra.

Vamos -niños de polvo, gotas ciegas-
en ansias verticales o vencidas
cumpliendo lo mandado por entregas.

Es anillo de muerte el que nos junta.
Y en asombro de encuentros y partidas
se vuelve de ceniza la pregunta.



Espejo

Miré a la dulce niña del pasado
con piel ansiosa y con el ojo puro,
dibujando su forma contra el muro
donde el amor la había equivocado.

Era yo misma…cuerpo ya olvidado,
gesto de ayer y corazón seguro;
simple inocencia en el afán oscuro
y ssecreto del canto inaugurado.

Estaba allí, casual y sensitiva,
dueña del dardo y la manzana viva
en trémula quietud y extraño aliento.


Toqué su falda de vergel y danza,
entré en el corazón de la esperanza,
y recogí el engaño del momento.


Nodriza

¡Calla , mi flor de leche,
mi siempre niña!
Los sueños que se cuentan
se hacen ceniza.

No te fíes del mar
porque da y quita,
ni del hombre que llega
de lejanías.

Primores de este valle
son tuyos, hija.
Casa de calicanto
te ama y te cuida.

Es mejor el silencio
de tu sonrisa
que todo lo que muestras
por encendida.

Hay que esconder tesoros
como la hormiga,
porque muchos que pasan
sienten envidia.


Claudia Lars

Claudia Lars nació el 20 de diciembre de 1899 en El Salvador y falleció a los 75 años, un 22 de julio. Fue una escritora que cultivó fundamentalmente la poesía.
Fuente: latinoamericaexuberante - Foto: Buscabiografias.