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viernes, 8 de junio de 2018

WALTER R. QUINTEROS: EL INVENTOR

Recuerdo que me costaba lágrimas hacerle entender al cura que me casó que yo no era de su pueblo y, que de repente, cuando vi que ahora podía sustentar económicamente a quién sería el amor de mi vida, decidí casarme.

No por capricho, le explicaba.

Él no entendía eso, era por amor.
Un amor repentino, que parecía no caberle en sus pensamientos.

Sucedió que vendiendo mis artilugios la conocí -le dije-. Y ella y yo nos enamoramos así, de repente, y que ella y yo decidimos escaparnos, pero ella fue más sensata y me dijo que primero Dios debía estar de acuerdo y, que por eso bajo el fuerte sol de la siesta nos vinimos caminando sin hacer mucho ruido y llegamos hasta la plaza, donde ella se quedo sentada y cansada y tal vez repensando nuestra repentina locura, pero yo seguí hasta aquí y me encontré conque en la puerta de su iglesia usted puso un cartel que decía que se abre recién a las cinco de la tarde, una locura señor cura, mire si todos se despiertan y vienen a ver qué pasa.
Y recuerdo que el cura con una enorme cara de sueño y el cabello blanco cayéndole en las arrugas de su cara me dijo que "qué clase de insensatez es ésta jovencito".

Y yo que le decía que me quería casar y que sino lo encontraba acá, seguramente lo iría a buscar por todos lados, incluso al hospital. Por eso estuve empujando esa pesada puerta de hierro sin fortuna. Por eso salté las altas rejas y que por eso anduve llamándole por la casa parroquial. 


Y él que me preguntaba si yo, en mi atropello juvenil, creía que eso era amor. 

Y él que me preguntaba si yo, en mi locura juvenil, tenía cabales conocimientos de la responsabilidad que implicaba aquel acto, prematuro e inconsciente, si se quiere -agregó-.

Y recuerdo ahora sus largos sermones y los requisitos indispensables expuestos que la iglesia consideraba para llegar a tal fin y, los testigos que debía aportar para tal momento y los padrinos que debían estar presentes y, toda una larga serie de impedimentos para concretar ante la vista de Dios aquel amor repentino.


Aquel amor que surgió como una lágrima y explotó en las pupilas de ambos, con sólo vernos.

Aquel amor que fue como una luz enceguecedora que apareció sin aviso.
Aquel amor instantáneo y enternecedor como una lluvia de gotitas de miel, que sacudía nuestros ya sudorosos cuerpos, fíjese usted. 

Y él mostrando signos de fastidio por lo que consideraba una imprudencia de parroquiano ajeno y por sus confeso cansancio y fuerte dolor de piernas por su avanzada edad, se asomó por la ventana ante mi pedido angustiante e insistente para que vea de quién se trataba la persona que había despertado en mi aquella imperiosa necesidad.   


Ve a buscarla -me dijo-.

Gracias padre -le dije y agregué, porque parecía medio dormido todavía-, eh, oiga curita, yo soy el Anselmo, el inventor del pueblo de Cruz de palo, aquí esta mi documento, tome.
Aquellos eran días calurosos, recuerdo, el sol nos pegaba de tal forma que parecía querer partirnos la cabeza, por eso todos usábamos sombreros de ala ancha.
Hasta el mismo cura, que adentro en la sombra, lo usaba para abanicarse y tirarse algo de aire fresco por las galerías.

¿Desde cuándo niña, conoces tu, a este jovencito? -Le preguntaba mientras le recordaba que nunca ella en sus confesiones le había hablado de mi-.


Hace un ratito, padre -contestó ella mirando hacia el piso, roja de vergüenza-. Desde que golpeó las manos en la puerta para explicarme el uso de su invento.


¿Y saben tus padres que estás aquí? -profundizaba las preguntas el cura-.


No padrecito, no lo saben ni quiero que lo sepan -levantó la vista y miró fijamente al cura,    dejó de hacer círculos con los pies en el piso, mi futura esposa-.


¿Qué crees qué dirán a esto tus padres, niña? -Se mostraba impaciente el cura-.


Mis padres no saben ni nunca supieron lo que es el amor. Usted lo sabe. A mi padre solo le importa su campo, su hacienda sus mulatas, ni sabe ni se yo cuántos hermanastros tengo desparramados por ahí -lo miraba ahora fijamente, al cura-, y usted mismo siempre se ha mostrado permisivo con esa falsedad de matrimonio. Usted mismo sabe que mi madre espera los atardeceres para dormir sola en su cuarto y usted mismo sabe, padre, que ella ni sabe si estoy o no en la casa. No me hable de amor a mi.


No recuerdo haberla visto más hermosa y decidida que nunca, a ella.


Y tu, hijo -me miró fijamente mientras carraspeaba-, dime a qué te dedicas, Anselmo.


Mire señor cura -recuerdo que le dije- yo soy el inventor de un aparato que elimina cucarachas al instante. Se trata de un ingenioso artilugio compuesto de dos tablillas de madera de cajón de manzanas pintadas en sus extremos con la letra I de Izquierda y D de Derecha, eso hace que se eviten confusiones a la hora de hacer funcionar el mecanismo exterminante anti cucarachas con efectos altamente aplastantes. A su vez, en uno de sus extremos, como puede apreciar, van unidas ambas tablillas por un seguro piolín de hilo, que después de su uso, pueda ser colgado en un clavo de la pared para ser hallado prontamente. 

Mire, observe con atención -le dije mientras nos miraba con cara de asombro-.

Recuerdo aquella tarde, haber buscado entre los trastos de la cocina de la sacristía una cucaracha, de las que abundaban en aquel pueblo. 


Encontré una cerca de la alacena.

El bicho movía sus antenas.
Parecía percibir el peligro.
Me acerqué lentamente.
Tomé la tablita I con la mano izquierda.
Empuñé la tablita D con la mano derecha.
La aplasté.
De un solo y triunfal golpe.
Fue un instante conmovedor.

¿No es maravilloso el invento de mi novio? 

Recuerdo que le dijo ella, totalmente enamorada.



Walter Ricardo Quinteros
(Ibarrechea)



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